Waxillium negó con la cabeza.
—Hace que me duela la cabeza —dijo Wayne.
—Yo lo sé leer, un poco —dijo Marasi, cogiendo el trocito cuadrado de metal. Había varios caracteres grabados—. Estando en el donde de necesidad —leyó, formando las extrañas palabras. La alta lengua se usaba para antiguos documentos que databan de la época del Origen, y ocasionalmente para ceremonias gubernamentales—. Es una llamada de auxilio.
—Bueno, ahora sabemos cómo consiguió Miles sus armas —repuso Waxillium, cogiendo la placa y examinándola.
—Wax —dijo Ranette—. Miles siempre tuvo algo oscuro en él, lo sé. ¿Pero esto? ¿Estás seguro?
—Todo lo seguro que puedo estar —alzó a
Vindicación
por encima de la cabeza—. Lo vi cara a cara, Ranette. Farfulló una diatriba sobre salvar a la ciudad mientras intentaba matarme.
—Eso será inútil contra él —dijo Ranette, señalando a
Vindicación
—. He estado intentando idear un arma para usarla contra los hacedores de sangre. Solo está medio terminada.
—Eso estará bien —dijo Waxillium con voz fría—. Necesitaré toda la ventaja que pueda. —Sus ojos eran duros, como acero pulido.
—He oído rumores de que te habías retirado —comentó Ranette.
—Lo había hecho.
—¿Qué ha cambiado?
Waxillium enfundó a
Vindicación
en su sobaquera.
—Tengo un deber —dijo en voz baja—. Miles era vigilante de la ley. Cuando uno de los tuyos se vuelve malo, lo abates personalmente. No lo dejas a gente contratada. Wayne, tengo que enviar manifiestos. ¿Puedes conseguirme algunos de las oficinas del ferrocarril?
—Claro. Puedo tenerlos en una hora.
—Bien. ¿Sigues teniendo esa dinamita?
—Pues claro que sí. Aquí en el bolsillo de mi chaqueta.
—Estás loco —dijo Waxillium sin vacilar—. ¿Pero trajiste detonadores?
—Sí.
—Intenta evitar volar algo por accidente. Pero conserva esa dinamita. Marasi, necesito que compres redes de pescar. Fuertes.
Ella asintió.
—Ranette —empezó a decir Waxillium—. Yo…
—No soy parte de tu pequeña tropa de ayudantes, Wax —respondió Ranette—. Déjame fuera de esto.
—Todo lo que iba a hacer era pedirte una habitación en tu casa y un poco de papel. Necesito esbozar esto.
—Bien —dijo ella—. Mientras no hagas ruido. Pero Wax… ¿de verdad crees que podrás con Miles? Ese hombre es inmortal. Necesitarías un pequeño ejército para detenerlo.
—Bien —contestó Waxillium—. Porque pretendo conseguir uno.
—Wax es sibilino —dijo Miles, caminando junto al Señor Elegante a través del oscuro túnel que conectaba los dormitorios con las fraguas del nuevo refugio—. Ha vivido tanto precisamente porque ha aprendido a evitar que lo mate gente que es más hábil y más fuerte que él.
—No deberías de haberte revelado —dijo Elegante severamente.
—No estaba dispuesto a matar a Wax sin que me viera, Elegante —dijo Miles—. Se merece más respeto que eso.
Las palabras lo reconcomieron mientras las pronunciaba. No había mencionado el primer disparo a Wax, el que había hecho cuando estaba de espaldas. Ni había mencionado la tela de su máscara, metida dentro de su carne por la bala de Wax y que dificultaba la curación de su ojo. Había tenido que sacársela.
Elegante bufó.
—Y dicen que los Áridos es el lugar donde el honor va para ser asesinado.
—Es el lugar donde el honor va para ser colgado, despellejado hasta casi perder la vida, y luego es cortado y dejado en el desierto. Si sobrevive a algo así, será más fuerte que el infierno. Ciertamente, más fuerte que nada que se haya visto en las fiestas de Elendel.
—¿Y eso lo dice un hombre que rápidamente se dispuso a matar a un amigo? —dijo Elegante. Su tono era todavía receloso. Creía que Miles había dejado escapar a Miles intencionadamente.
No comprendía nada. Los robos ya no eran importantes. Los caminos elegidos por Wax y Miles se habían cruzado. El futuro sólo podía seguir uno u otro.
Wax moriría, o lo haría Miles. Eso zanjaría la cuestión. Los Áridos no eran un lugar sencillo, pero sí un sitio donde lo eran las soluciones.
—Wax no es un amigo —dijo Miles, y era sincero—. Nunca fuimos amigos… no más de lo que dos reyes rivales puedan serlo. Nos respetamos mutuamente, hacemos trabajos similares, y hemos trabajado juntos. Ahí se termina. Lo detendré. Elegante.
Salieron de la fragua y subieron las escaleras hasta el balcón que corría por la cara norte de la gran cámara. Llegaron hasta el final y se detuvieron junto a una puerta donde había un ascensor.
—Te estás convirtiendo rápidamente en una molestia, vigilante —dijo Elegante—. Al Grupo no le gustas, aunque de momento he seguido defendiendo tu valía. No me hagas lamentarlo. Muchos de mis colegas están convencidos de que te volverás contra nosotros.
Miles no sabía si lo haría o no. No lo había decidido. Básicamente solo quería una cosa: venganza. Todos los mejores motivos reducidos a una sola y tenaz emoción.
Venganza por quince años en los Áridos, sin conseguir nada. Si esta ciudad ardía, quizá, por una vez, los Áridos verían algo de justicia. Y tal vez Miles podría ver establecerse un gobierno aquí en Elendel que no estuviera corrupto. Una parte de él reconocía, sin embargo, que ver humillados a los lores que gobernaban, a los alguaciles que se cruzaban de brazos, a los senadores que hablaban tan grandiosamente pero no hacían nada útil para el pueblo real sería lo más satisfactorio.
El Grupo era parte de lo establecido. Pero también ellos querían una revolución. Tal vez no se volvería contra ellos. Tal vez.
—No me gusta estar en este sitio, Elegante —dijo Miles, indicando la cámara donde los desvanecedores se habían asentado—. Está demasiado cerca del centro de las cosas. Verán entrar y salir a mis hombres.
—Os trasladaremos pronto —dijo Elegante—. El Grupo está en proceso de adquirir una nueva estación de tren. ¿Sigues decidido a hacer el trabajo de esta noche?
—Sí. Necesitamos más recursos.
—Mis colegas lo cuestionan. Se preguntan por qué tantas molestias para dotar a tus hombres de aluminio, solo para perderlo en una sola lucha sin matar a ninguno de los alománticos que se enfrentaron a vosotros.
«Es importante —pensó Miles—, porque pretendo usar ese aluminio para financiar mis propias operaciones.» Ahora estaba prácticamente en la indigencia, justo donde había empezado. «Maldito seas, Wax. Ojalá te condenes a la Tumba de Ojos de Hierro.»
—¿Cuestionan sus colegas lo que he hecho por ellos? —dijo Miles, saliendo de su ensimismamiento—. Cinco de las mujeres que querían están en su posesión, todas sin una mota de sospecha hacia usted y el Grupo. Si desean que la cosa continúe así, mis hombres deberán estar debidamente equipados. Un solo encendedor podría volver a todo el grupo unos contra otros.
Elegante lo miró. El delgado anciano no caminaba con bastón, y su espalda era recta. No era débil, a pesar de su edad y su obvio gusto por la buena vida. La puerta del ascensor se abrió. Dos hombres con traje negro y camisa blanca salieron de él.
—El Grupo ha aceptado el trabajo de esta noche —dijo Elegante—. Después de eso, os ocultaréis durante seis meses y os concentraréis en el reclutamiento. Prepararemos otra lista de objetivos para que nos los consigáis. Cuando regreséis a la actividad, discutiremos si la teatralidad de ser los «desvanecedores» es necesaria o no.
—La teatralidad impide que los alguaciles…
—Lo discutiremos
entonces
. ¿Intentará Wax interferir esta noche?
—Cuento con ello —dijo Miles—. Si intentamos escondernos, nos encontrará tarde o temprano. Pero no hará falta: descubrirá dónde vamos a atacar, y estará allí para intentar detenernos.
—Vas a matarlo esta noche, entonces —dijo Elegante, señalando a los dos hombres—. La mujer que cogisteis ayer se quedará aquí: úsala como cebo, si es necesario. No queremos trasladarla mientras la esté siguiendo. En cuanto a estos dos, te ayudarán para asegurarse de que todo salga bien.
Miles apretó los dientes.
—No necesito ayuda para…
—Te los llevarás —dijo Elegante fríamente—. Has demostrado no ser de fiar en lo referido a Waxillium. No hay más que discutir.
—Bien.
Elegante avanzó un paso y le dio un golpecito en el pecho y le habló en voz baja.
—El Grupo está ansioso, Miles. Nuestros recursos monetarios son muy limitados en este momento. Puedes robar el tren, pero no te molestes en tomar rehenes. Usaremos la mitad del aluminio que robes esta noche para financiar varias operaciones que no son de tu incumbencia. Puedes quedarte el resto de las armas.
—¿Estos dos hombres han combatido alguna vez contra alománticos?
—Son de los mejores. Creo que descubrirás que son muy capaces.
Los dos sabían lo que significaba esto. Sí, los dos lucharían contra Wax, pero también le echarían un ojo a Miles. Magnífico. Más interferencia
«Hijo de puta insoportable», pensó Miles mientras Elegante se acercaba al ascensor, donde esperaban cuatro guardaespaldas. Se marchaba en su tren regular; probablemente había venido en él también. Quizá no se daba cuenta de que Miles los había estado investigando.
Elegante se marchó, dejando a Miles con los dos hombres vestidos de negro. Bien, encontraría alguna utilidad para ellos.
Regresó a la cámara principal, seguido por sus nuevos canguros. Los desvanecedores (la treintena que quedaba) se estaban preparando para el golpe de esta noche. Habían traído la Máquina a la cámara con la plataforma, que se movía a ras de tierra en un gran elevador industrial, una majestuosa maravilla eléctrica.
«El mundo está cambiando —pensó Miles, apoyándose en la barandilla—. Primero ferrocarriles, ahora electricidad. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que los hombres lleguen a los cielos, como dicen que es posible las Palabras de Instauración?» Podía llegar el día en que todo el mundo conociera la libertad que antes había estado reservada solo para los lanzamonedas.
El cambio no le daba miedo. El cambio era una oportunidad para convertirte en algo que no eras. Ningún Augurio se molestaba con el cambio.
Augurio. A menudo ignoraba esta parte suya. Su feruquimia era lo que lo mantenía con vida, y últimamente apenas lo advertía tampoco, excepto por la leve sensación de energía extra a cada paso que daba. Nunca le dolía la cabeza, nunca se cansaba, nunca tenía músculos doloridos, nunca se enfrentaba a resfriados ni achaques.
Por impulso, se agarró a la barandilla y saltó al suelo, situado a unos seis metros más abajo. Durante un breve instante, conoció esa sensación de libertad. Entonces llegó al suelo. Una de sus piernas trató de romperse: reconoció el leve chasquido. Pero las fracturas óseas se recuperaban tan rápidamente como se rompían, y por eso nunca se partían del todo: se agrietaban por un lado pero volvían a cerrarse por el otro.
Se incorporó, entero. Los canguros vestidos de negro cayeron a su lado, uno soltó un trozo de metal y frenó un momento antes de tocar el suelo. Un lanzamonedas. Bueno, eso podía ser útil. El otro lo sorprendió, pues aterrizó con suavidad pero no dejó caer ningún metal. El techo tenía vigas de metal Este hombre debía ser un atraedor: tiraba de aquellas vigas para frenar su caída.
Miles recorrió la sala, inspeccionando a los desvanecedores mientras preparaban sus arreos. Todo el aluminio que les quedaba había ido a las armas y las balas. Esta vez las emplearían desde el principio. En la lucha del banquete de bodas, los hombres tardaron unos instantes en cambiar de armas. Ahora sabían lo que podían esperar. Su número podía ser inferior, pero estarían mucho mejor preparados.
Saludó a Clamps, que estaba controlando a los hombres y le devolvió el gesto. Era bastante leal, aunque se había unido al grupo por la emoción de los robos en vez de por la causa. De todos ellos, solo Tarson (el querido y brutal Tarson) tenía algo parecido a la verdadera lealtad.
Clamps decía estar comprometido con la causa, aunque Miles no lo creía. Bueno, Clamps no había sido el que disparó el primer tiro en el último jaleo. Pese a todo lo que Miles quería cambiar las cosas, su temperamento, y no su mente, había acabado por imponerse.
Tendría que haber sido mejor que eso. Era un hombre creado para tener una mano firme y una mente más firme todavía. Hecho por Trell, inspirado por el Superviviente, y sin embargo débil aún. Miles se cuestionaba a menudo a sí mismo. ¿Era eso la marca de una falta de dedicación? Nunca había hecho nada en su vida sin cuestionarlo.
Se dio media vuelta, estudiando sus dominios. Ladrones, asesinos y bravucones. Inspiró profundamente, luego quemó oro.
Estaba considerado uno de los menores metales alománticos. Mucho menos útil que su aleación, que a su vez era mucho menos útil que uno de los metales de combate primarios. En la mayoría de los casos, ser un brumoso de oro era poco mejor que ser un brumoso de aluminio: un poder tan inútil que se había vuelto proverbial para alguien que no hacía nada.
Pero el oro no era completamente inútil. Solo en su mayor parte. Al quemarlo, Miles se dividía. El cambio era solo visible a sus propios sentidos, pero durante un momento era dos personas, dos versiones de sí mismo. Uno era el hombre que había sido. El furioso vigilante, más amargado cada día. Llevaba un sobretodo blanco sobre ropas harapientas, con gafas oscuras para proteger sus ojos del fuerte sol. El pelo oscuro corto y engominado. Sin sombrero. Siempre los había odiado.