—¡Waxillium está en ese vagón!
—Sí. ¿Te has dado cuenta de cuántas veces consigue ser el que viaja cómodamente, mientras que yo tengo que hacer cosas como galopar o caminar todo el tiempo? No es justo.
Ella se cargó el rifle al hombro y bajó corriendo la colina.
—¿Sabes? Cuando leía los informes, nunca imaginé que eras tan quejica.
—Vamos, eso no es justo. Has de saber que me enorgullezco de mi actitud alegre y optimista.
Ella se detuvo y se volvió a mirarlo, alzando una ceja.
—¿Te enorgulleces?
Wayne se llevó una mano al pecho, adoptando un tono que parecía casi sacerdotal.
—Sí, pero el orgullo es malo, ¿sabes? Últimamente he intentado ser más humilde. Date prisa, date prisa. Vamos a perderlos. ¿Quieres que Wax se vea acorralado y solo? Cáspita, mujer.
Ella sacudió la cabeza, se dio la vuelta y continuó bajando la colina hacia el lugar donde tenían amarrados a sus caballos.
Miles estaba de pie, las manos a la espalda, viajando en la parte delantera de la Máquina mientras se deslizaba suavemente por el canal. La parte grúa, parte gabarra no era exactamente lo que había ideado cuando le explicó su plan a Señor Elegante, pero se acercaba.
Estaba orgulloso de lo que había hecho: convertirse no sólo en un ladrón, sino en alguien que había cautivado la imaginación de la gente. Elegante podía decir lo que quisiera sobre la teatralidad, pero funcionaba. Los alguaciles no tenían ni idea de cómo llevaba a cabo sus robos.
—Eliminaron a los seis guardias Tekiel, jefe —dijo Tarson, acercándose a él. Ya no llevaba el brazo en cabestrillo. Los sabedores brazos de peltre podían sanar rápidamente. No tanto como alguien como Miles, pero seguía siendo algo notable. Naturalmente, los sabedores brazos de peltre también era posible que corrieran hasta morir, sin advertir nunca que su cuerpo estaba exhausto. Era un arte peligroso que consumía a los hombres tan rápidamente como los alománticos quemaban metal.
—Y a los maquinistas también —continuó Tarson—. Pillaron a unos cuantos guardias más en el último vagón de pasajeros que intentaban asomarse para ver cómo nos llevábamos la carga. Les disparamos. Creo que eso significa que estamos limpios.
—Todavía no —dijo Miles en voz baja, contemplando la oscuridad mientras navegaban entre las brumas, impulsados por dos lentas hélices bajo la gabarra—. Waxillium sabe cómo lo hacemos.
Tarson vaciló.
—Hum… ¿estás seguro?
—Sí —dijo Miles, ausente—. Está dentro del vagón.
—¡Qué! —escupió Tarson, mirando el gran vagón que viajaba en el centro de la gabarra. Miles podía ver a los miembros de su equipo cubrirla con una lona, para oscurecerla mientras se acercaban a la Ciudad. Parecerían una gabarra normal, los brazos y el contrapeso ocultos bajo otras lonas y todo el conjunto disfrazado para parecer un cargamento de piedras de una de las canteras exteriores. Miles incluso tenía un manifiesto de envío y autorización para atracar, junto con unas cuantas lonas que cubrían de verdad pilas de piedra recién cortada.
—No sé qué método utilizó —dijo Miles—. Pero estará ahí dentro. Wax piensa como un vigilante. Esta es la mejor forma de descubrir nuestro escondite: quedarte con el cargamento que sabes que será robado, aunque no sepas exactamente cómo —hizo una pausa—. No. Habrá descubierto cómo lo hacemos. Ese es el riesgo de ser tan bueno como él. Tan bueno como lo era yo. Empiezas a pensar como un criminal.
Mejor que un criminal, en realidad.
En cierto modo, era sorprendente que no hubiera más vigilantes que acabaran dedicándose al crimen. Si veías que algo se hacía mal frecuentemente, por naturaleza, querías encargarte de que se hiciera bien. Miles había empezado a planear estos robos hacía diez años, cuando advirtió que la seguridad de los ferrocarriles se concentraba en los vagones. Al principio fue sólo un experimento mental. Era otra cosa de la que estar orgulloso. Había robado, y lo había hecho bien. Muy bien. Y la gente… había recorrido la ciudad, escuchando. Hablaban con asombro de los desvanecedores.
Nunca lo habían tratado así allá en los Áridos. Lo odiaban aunque los protegía. Ahora lo amaban porque les robaba. La gente era sorprendente, pero era bueno no ser odiado. Temido, sí. Pero no odiado.
—¿Entonces qué vamos a hacer? —preguntó Tarson.
—Nada —respondió Miles—. Probablemente Wax no es consciente de que he adivinado que está ahí dentro. Eso nos da ventaja.
—Pero…
—No podemos abrir el vagón aquí. Ese es el tema de toda esta historia. Necesitaremos el taller —hizo una pausa—. Aunque supongo que podríamos arrojar el vagón entero al canal. Es lo bastante profundo para que se hunda por completo. Me pregunto si Wax tiene un plan para abrir la puerta si sucede algo así.
—No creo que al Señor Elegante le guste mucho que hundamos el vagón, jefe —dijo Tarson—. No después de lo que tiene que haber gastado para hacer esa réplica.
—Sí. Por desgracia, el canal tiene sólo unos cuatro metros de profundidad. Si arrojáramos el vagón, nunca podríamos sacarlo antes de que la quilla de otro barco chocara con él, revelando lo que hemos hecho. Lástima.
La muerte de Waxillium casi compensaría la pérdida del cargamento. El Señor Elegante no se daba cuenta de lo peligroso que era ese hombre. Oh, hacía como si lo supiera. Pero si realmente apreciara lo peligroso, lo efectivo que era Waxillium… bueno, nunca habría permitido este robo. Habría detenido todas las operaciones y se habría retirado de la ciudad. Y Miles habría estado de acuerdo con eso, excepto por una cosa.
Habría significado que no habría confrontación.
Flotaron hacia la Ciudad, llevando el vagón de tren, su cargamento, y su ocupante… casi como si Wax fuera un señor en su grandioso carruaje. La suya era una fortaleza casi inexpugnable que lo protegía de la docena aproximada de hombres en la gabarra que lo habrían matado felizmente.
Los dos guardianes del Señor Elegante (que se hacían llamar Empujón y Tirón) se reunieron con Miles en la proa de la gabarra, pero no les habló. Juntos, se dirigieron hacia Elendel. Las farolas eran líneas de fuego en las brumas, blanco brillante, extendidas por todo el canal. Otras luces chispeaban altas en el cielo, las ventanas de los edificios envueltos en la bruma.
Cerca, algunos de sus hombres murmuraban. La mayoría consideraba que las brumas traían mala suerte, aunque al menos dos de las religiones principales las aceptaban como manifestaciones de lo divino. Miles nunca había sabido qué pensar de ellas. Hacían que la alomancia fuera más fuerte, o eso decían algunos, pero sus habilidades eran ya tan fuertes como podían serlo.
La Iglesia del Superviviente enseñaba que las brumas le pertenecían a él, a Kelsier, Señor de las Brumas. Se aparecía en las noches en que la bruma era densa y daba su bendición a los independientes. Ya fueran ladrones, sabios, anarquistas o un granjero que vivía de su propia tierra. Todo el que sobrevivía por su cuenta (o que pensara por sí mismo) era alguien que seguía al Superviviente, lo supiera o no.
«Eso es algo de lo que se burla la actual clase dirigente», pensó Miles. Muchos decían pertenecer a la Iglesia del Superviviente, pero desanimaban a sus empleados a pensar por sí mismos. Miles sacudió la cabeza. Bueno, él no seguía al Superviviente. Había encontrado algo mejor, algo que parecía más auténtico.
Dejaron atrás el anillo exterior del Cuarto y el Quinto Octantes. Dos enormes edificios se alzaban uno a cada lado del canal. Las cimas desaparecían en las brumas. La Torre Tekiel estaba a un lado, la Columna de Hierro al otro.
El muelle de carga de la Columna de Hierro se extendía junto a su propia rama del canal. Dirigieron la gabarra hacia allí, se deslizaron hasta detenerse, y usaron la grúa fija del muelle para levantar el vagón oculto. Se suponía que era una gran pila de roca, de todas formas. La alzaron lentamente al aire, le dieron la vuelta y suavemente la posaron en la plataforma.
Miles saltó de la gabarra a tierra y se dirigió a la plataforma, seguido de Empujón y Tirón. El resto de sus hombres se congregaron a su alrededor, con aspecto satisfecho. Algunos bromeaban por la paga que recibirían tras el golpe.
Clamps parecía muy preocupado, y se rascaba las cicatrices del cuello. Era supervivencialista, y las cicatrices una marca de su devoción. Tarson tan sólo bostezó ostentosamente, y luego hizo crujir sus nudillos.
Toda la plataforma se estremeció, luego empezó a moverse, descendiendo un piso hasta la nave de la fundición. Las puertas se cerraron cuando pasaron. El ascensor se estremeció ligeramente al detenerse. Miles se volvió a contemplar el largo túnel que según el Señor Elegante proporcionaría algún día acceso por tren bajo la ciudad. Parecía hueco, vacío, sin vida.
—Enganchad las cadenas —dijo Miles, saltando de la plataforma—. Colocad el vagón en su sitio.
—¿No podríamos esperar? —preguntó Tarson, el ceño fruncido—. Se abrirá dentro de doce horas, ¿no?
—Tengo planeado estar lejos de aquí dentro de doce horas —respondió Miles—. Wax y su gente están demasiado cerca. Vamos a abrir ese vagón, encargarnos de quien quiera que esté dentro, cogeremos el aluminio y nos marcharemos. A trabajar. Vamos a arrancar la puerta.
Sus hombres se apresuraron a obedecer y ataron el gran vagón a la pared con un gran número de cepos y cadenas. Engancharon otro grupo de cadenas a la puerta del Inexpugnable y conectaron esas cadenas al mismo potente mecanismo eléctrico que subía y bajaba la plataforma. La plataforma se estremeció al soltarse, y los motores en cambio se hicieron cargo de las ruedas de las cadenas.
Miles se acercó al estante de las armas y seleccionó dos revólveres de aluminio idénticos a los que llevaba en sus pistoleras. Le preocupó advertir que sólo quedaba otra pistola más en el estante. Habían perdido una fortuna en armas. Bueno, tendría que encargarse de que Waxillium fuera debidamente castigado. Miles atravesó la sala, mientras las cadenas tintineaban en el suelo y los hombres gruñían. El aire olía a coque de las fraguas inactivas.
—¡A las armas! —ordenó Miles—. Preparaos para disparar a la persona que está dentro en el momento en que abramos el vagón.
Los desvanecedores se miraron unos a otros, confusos, pero desenfundaron o echaron mano de sus armas. Tenía a una docena de hombres aquí, con algunos otros en reserva. Por si acaso. Nunca pongas todas tus balas en la misma pistola cuando Waxillium esté cerca.
—¡Pero, jefe, el informe decía que el tren partió sin los guardias dentro! —contestó uno de los desvanecedores.
Miles amartilló su arma.
—Si encuentras un edificio sin ratas, hijo, entonces sabes que algo más peligroso las espantó.
—¿Cree que está ahí dentro? —preguntó Empujón con voz átona, acercándose a él. Obviamente, no había oído la conversación de Miles sobre Wax en la gabarra.
Miles asintió.
—Y lo ha traído aquí.
Miles volvió a asentir.
El rostro de Empujón se ensombreció.
—Debería de habérnoslo dicho.
—Están aquí para ayudarme a encargarme de él —respondió Miles—. sólo quería asegurarme de que tuvieran su oportunidad —se volvió—. ¡Arrancad el motor!
Uno de los hombres tiró de la palanca, y las cadenas se tensaron. Gruñeron, tirando de la puerta. El vagón se sacudió, pero las cadenas de detrás lo mantuvieron en su sitio.
—¡Preparados! —gritó Miles—. Cuando las puertas se abran, disparad a todo lo que se mueva dentro de ese vagón. Armaos sólo con aluminio, y no escatiméis munición. Podremos recoger las balas y refundirlas más tarde.
La puerta del vagón se combó en su montura, el metal gruñó. Miles y sus hombres se apartaron de las cadenas. Tres corrieron a emplazar la ametralladora, pero Miles les hizo un gesto negativo. No tenían balas de aluminio para esa arma, así que dispararla sería un desastre contra un lanzamonedas preparado.
Miles volvió a centrar su atención en el vagón. Controló la respiración y sintió que su cuerpo se calentaba mientras aumentaba el poder que decantaba de su mente de metal. No necesitaba respirar. Su cuerpo se renovaba sólo a cada momento. Detendría los latidos de su corazón si pudiera. Un latido podía ser una molestia cuando intentabas apuntar.
Incluso sin respirar, nunca podría disparar tan bien como Wax. Naturalmente, nadie podría. Aquel hombre parecía tener un instinto innato para las armas de fuego. Miles lo había visto alcanzar blancos que habría jurado que eran imposibles. Casi parecía una lástima matar a un hombre semejante. Sería como quemar una pintura única, una obra maestra.
Pero era lo que había que hacer. Miles extendió el brazo, apuntando con el revólver. La puerta continuó combándose, y los eslabones de varias de las cadenas empezaron a mostrar tensión. Pero había suficientes, y el motor era lo bastante fuerte, y las cuadernas de la puerta empezaron a romperse. Fragmentos de metal se soltaron, los tornillos saltaron. Uno alcanzó a Miles en la mejilla, desgarrándole la piel. El corte se regeneró inmediatamente. No hubo dolor. Miles apenas recordaba levemente cómo era sentir dolor.
Entonces la puerta emitió un último alarido de muerte, se soltó y voló por la sala. Golpeó el suelo, arrancando chispas mientras el hombre de la palanca detenía rápidamente el motor. La puerta se detuvo entre los desvanecedores, quienes nerviosamente apuntaron sus armas al oscuro interior del vagón.
«Vamos, Wax —pensó Miles—. Juega tu mano. Has venido a mí. A mi cubil, a mi guarida. Ahora eres mío.»
Pobre idiota. Wax nunca podía detenerse si había una mujer en peligro.
Fue entonces cuando Miles advirtió el cable. Fino, casi invisible, se extendía desde la puerta caída al interior del vagón. Debía de haber estado atado a la puerta, y luego fijo en el interior con un montón de espacio suelto. Cuando arrancaron la puerta, el cable no se rompió, sino que siguió a la puerta. Qué…
Miles miró de nuevo a la puerta caída. Cinta adhesiva. Dinamita.
«Oh, demonios.»
Alguien dentro del vagón, oculto tras la caja de aluminio, tensó el cable con un súbito tirón.