—A veces me he preguntado por qué un hombre con sus conocimientos se resigna a vivir en este lugar desierto —observó Adam—.
—Ello se debe a que me falta valor —respondió Samuel—. Nunca he sido capaz de asumir la responsabilidad. Cuando vi que el Señor no me llamaba, podría haberle llamado yo, pero no lo hice. Ésa es la diferencia que hay entre la grandeza y la mediocridad. Es una enfermedad bastante común. Pero a un hombre mediocre le agrada saber que la grandeza trae aparejada consigo la soledad.
—Yo diría que existen diversos grados de grandeza —afirmó Adam.
—Yo no —contestó Samuel—. Eso se da como decir que existen grandes pequeñeces. No. Creo que ante la inmensidad de esa responsabilidad te encuentras absolutamente solo para tomar una decisión. Por un lado tienes el afecto, la camaradería y la dulce comprensión, y por otro, la grandeza fría y solitaria. Y no te queda más remedio que hacer una elección. Yo me alegro de haber optado por la mediocridad; pero ¿cómo podría decir qué recompensa me hubiera aportado lo otro? Tampoco ninguno de mis hijos será grande, excepto, quizá, Tom, que ya está sufriendo la necesidad de tomar una decisión. Es algo muy doloroso de ver. Y hay algo en mí que me impulsa a desear que se decida de un modo afirmativo. ¿No le parece raro? ¡Un padre que quiere ver a su hijo condenado a la grandeza! ¡Qué egoísmo!
Adam rió.
—Veo que no es tan fácil como parece ponerles nombres —observó. ¿Pensó que lo sería? —preguntó Samuel.
—No sabía que pudiese ser tan agradable —dijo Adam.
Lee apareció con una fuente de pollo frito, un plato lleno de patatas recién cocidas y otro con remolachas adobadas, todo ello encima de una bandeja.
—No sé si estará bueno —se excusó Lee—. Las gallinas son algo viejas.
No tenemos pollitos. Las comadrejas se han comido los pollitos este año.
—Siéntese —le indicó Samuel.
—Espere, que voy a buscar mi
ng-ka-py
—contestó Lee.
—Lo encuentro raro —dijo Adam, aprovechando la ausencia de Lee—. Solía hablar de otro modo.
—Es que ahora confía en usted —respondió Samuel—. Tiene el don de la lealtad resignada y sin esperanza de recompensa. Es acaso un hombre mucho mejor de lo que cualquiera de nosotros dos podríamos soñar ser.
Lee regresó y tomó asiento en un extremo de la mesa.
—Voy a poner a los niños en el suelo —dijo.
Los mellizos protestaron cuando los bajaron. Lee les habló enfadado en cantonés, y ambos callaron.
Los tres hombres comieron en silencio, como suelen hacer las gentes del campo. De pronto, Lee se levantó y fue corriendo hacia la casa, de la cual volvió trayendo una jarra de vino tinto.
—Lo había olvidado —manifestó. Lo he encontrado en la casa.
—Recuerdo que bebí vino aquí antes de comprar la propiedad —dijo Adam entre risas—. Puede que la comprara por el vino. El pollo está muy bueno, Lee. Creo que hace mucho tiempo que no paladeo la comida.
—Se está recuperando —observó Samuel—. Algunas personas piensan que ponerse bien constituye un insulto a la gloria de su enfermedad. Pero la cataplasma del tiempo no respeta las glorias. Todo aquel que espera, termina por ponerse bien.
Lee recogió la mesa y dio a cada uno de los niños un hueso limpio del muslo del pollo para que jugasen. Ellos se sentaron solemnemente, blandiendo sus grasientos bastoncillos, inspeccionándolos y chupándolos alternativamente. Sobre la mesa quedaron el vino y los vasos.
—Será mejor que sigamos ocupándonos de los nombres —propuso Samuel—. Siento que la soga que me une a Liza comienza a apretar. —No se me ocurre ninguno —contestó Adam.
—¿No hay ningún nombre en su familia que le guste, ninguna trampa tentadora para un pariente rico, ningún nombre que le llene de orgullo al pensar en él?
—No; me gustaría que fueran lo más diferentes posible.
Samuel se golpeó la frente con los nudillos.
—¡Qué pena! —exclamó. ¡Qué pena que no puedan tener los nombres que les corresponden!
—¡Qué quiere decir? —preguntó Adam.
—Diferentes, ha dicho usted. La otra noche se me ocurrió… —se interrumpió. ¿No ha pensado usted en su propio nombre?
—¡Mi nombre?
—Claro. En los primeros hijos que tuvo, Caín y Abel.
—Oh, no, eso no es posible —contestó Adam.
—Ya lo sé. Eso sería tentar al destino. Pero ¿no le parece significativo que Caín sea acaso el nombre más conocido del mundo y, hasta donde alcanza mi conocimiento, sólo lo ha llevado un hombre?
—Tal vez por eso el nombre jamás ha perdido su fuerza —aventuró Lee.
Adam miró el vino color sangre de su vaso.
—Me ha dado un escalofrío cuando usted lo ha mencionado —afirmó.
—Hay dos historias que nos obsesionan y nos persiguen desde el principio de los tiempos —expuso Samuel—. Las llevamos con nosotros como colas invisibles. Me refiero a la historia del pecado original y a la de Caín y Abel. Pero yo no comprendo ni la una ni la otra. No las comprendo en absoluto, pero las siento. Liza se enfada conmigo. Dice que no tengo que tratar de entenderlas. Se pregunta qué necesidad hay en querer explicarse una verdad. Acaso tenga razón, sí, acaso la tenga. Lee, Liza dice que usted es presbiteriano. ¿Entiende qué significa el Jardín del Edén, y Caín y Abel?
—Ella intuyó que tenía que ser algo por el estilo; en efecto, fui a la Escuela Dominical en San Francisco, pero hace mucho tiempo. A la gente le gusta que uno sea algo, con preferencia lo mismo que ellos.
—Le ha preguntado si lo comprendía —replicó Adam.
—Creo que entiendo la Caída. Acaso la sienta en mí mismo, pero el fratricidio, no. Aunque también es verdad que no recuerdo muy bien los detalles.
—La mayoría no lee los detalles —aseguró Samuel, y son éstos los que más me asombran. Abel no tuvo descendencia. —miró al cielo—. ¡Señor, cómo se extingue el día! Es como la vida, que transcurre tan deprisa cuando no la observamos, y tan lentamente cuando nos percatamos de ella. No —confirmó. Lo estoy pasando bien, y me he hecho la promesa de no considerar pecado la diversión. Disfruto indagando el porqué de las cosas. Nunca me ha gustado pasar junto a una piedra sin levantarla para ver qué hay debajo. Y me molestaría extremadamente no poder ver la cara oculta de la luna.
—No tengo Biblia —dijo Adam—. Dejé la de la familia en Connecticut. —yo sí —contestó Lee—. Voy por ella.
—No hace falta —le paró Samuel—. Liza me permitió traer la de su madre. La tengo en este bolsillo —sacó un envoltorio e hizo aparecer el manoseado volumen—. Como usted ve, está muy sobada y deteriorada —explicó. Me gustaría saber qué agonías ha presenciado. Dadme una Biblia usada y creo que seré capaz de describiros a su propietario por las manchas que en sus páginas han dejado los afanados dedos en su búsqueda de la verdad. Liza las desgasta con uniformidad. Aquí está, la historia más antigua de todas. Si nos perturba es porque dicha perturbación anida en nosotros.
—No la he leído desde que era niño —comentó Adam.
—Entonces le parecerla larguísima, cuando en realidad es muy corta —respondió Samuel—. La leeré de principio a fin y luego la repasaremos. Deme un poco de vino, tengo la garganta seca. Es curioso que una historia tan corta haya causado tan profunda huella —miró al suelo—. ¡Fíjense! —exclamó. Los niños se han quedado dormidos sobre el polvo.
—Voy a taparlos —dijo Lee y se levantó.
—El polvo es cálido —observó Samuel—. Bueno comencemos.» Conoció Adán a su mujer, que concibió y parió a Caín, diciendo: Jehová te ha concedido un varón!»
Adam hizo ademán de hablar, pero Samuel lo acalló con la mirada y Adam continuó en silencio, cubriéndose los ojos con la mano. Samuel prosiguió leyendo:
—Volvió a parir y tuvo a Abel, su hermano. Y Abel fue pastor, pero Caín fue labrador; y al cabo de tiempo, hizo Caín ofrenda al Señor de los frutos de la tierra, y se la hizo también Abel de los primogénitos de su ganado, de lo mejor de ellos; y agradóse Jehová de Abel y su ofrenda, pero no de Caín y la suya».
Lee intervino:
—Sin embargo…, pero no, prosiga, prosiga. Ya hablaremos de ello. Samuel prosiguió:
—Se enfureció Caín y andaba cabizbajo; y el Señor le dijo: ¿Por qué estás enfurecido, y por qué andas cabizbajo? ¿No es verdad que si obraras bien, andarías erguido, mientras que si no obras bien, estará el pecado a la puerta? Cesa, que él siente apego a ti, y tú le dominarás a él.
»Dijo Caín a Abel, su hermano: Vamos al campo. Y cuando estuvieron en el campo, se alzó Caín contra Abel, su hermano, y lo mató. Preguntó el Señor a Caín: ¿Dónde está Abel, tu hermano? Contestóle: No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? El señor dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está clamando a Mí desde la Tierra. Ahora, pues, maldito serás de la Tierra, que abrió su boca para recibir de mano tuya la sangre de tu hermano. Cuando la labres, te negará sus frutos, y andarás por ella fugitivo y errante. Dijo Caín al Señor: Insoportablemente grande es mi castigo. Ahora me arrojas de la tierra cultivada; oculto tu rostro, habré de andar fugitivo y errante por la Tierra, y cualquiera que me encuentre me matará. Pero el Señor le dijo: No será así. Si alguien matara a Caín, sería éste siete veces vengado. Puso, pues, Jehová a Caín una señal, para que nadie que lo encontrase lo matara. Caín, alejándose de la presencia del Señor, habitó la región de Nod, al Este del Edén.
Samuel cerró la tapa medio desprendida del libro con ademán fatigado.
—Eso es todo —les dijo—. Dieciséis versículos, ni uno más. ¡Señor!, había olvidado cuán terrible es sin una sola nota de aliento. Puede que Liza tenga razón. No hay nada que comprender.
Adam suspiró profundamente.
—No es una historia muy consoladora, ¿verdad?
Lee agarró la botella redondeada de vino, se llenó el vaso y, tras beber un poco, abrió la boca para paladearlo.
—Ninguna historia nos afecta ni lo hará a menos que creamos en ella —comentó Lee—. ¡Qué gran fardo de culpa soportan las espaldas del hombre!
—Y usted ha pretendido cargar con todas —dijo Samuel a Adam.
—Yo hago lo mismo, todo el mundo hace lo mismo. Nos llenamos las manos de culpa como si se tratase de piedras preciosas —intervino Lee—. Será porque así lo queremos.
—Eso me hace sentir mejor, no peor —dijo Adam.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Samuel.
—Pues que todo niño cree que el pecado es de su invención, mientras que la virtud se aprende porque nos hablan de ella. Pero el pecado es nuestra propia creación.
—Ya comprendo. Pero ¿cómo puede hacernos mejores esta historia?
—Porque somos sus descendientes —contestó Adam con excitación—. Es nuestra madre. Parte de nuestra culpa proviene de nuestros ancestros. ¿Qué probabilidades nos quedan? Somos los hijos de nuestros padres, lo que significa que no somos los primeros. Es una excusa, pero en el mundo no existen excusas suficientes.
—Al menos, no lo suficientemente convincentes —respondió Lee—. De lo contrario, hace mucho tiempo que hubiéramos borrado nuestra culpa y el mundo no estaría repleto de hombres tristes y agobiados por el sentimiento de culpabilidad.
—¿Qué otro marco se le puede poner a este cuadro? —preguntó Samuel—. Con excusas o sin ellas, tenemos que retrotraemos a nuestros antepasados. Tenemos culpa.
—Recuerdo que me sentía algo resentido con Dios —explicó Adam—. Tanto Caín como Abel ofrecieron lo que poseían, pero Dios aceptó el presente de Abel y rechazó el de Caín. Eso siempre me pareció injusto. Jamás lo comprendí. ¿Y usted?
—Acaso lo consideramos desde diferentes puntos de vista —replicó Lee—. Me parece recordar que esta historia fue escrita por y para un pueblo de pastores, que nada tenían de agricultores. ¿No es natural que el dios de los pastores encontrase más valioso un rollizo cordero que una gavilla de cebada? Siempre se debe sacrificar lo mejor y más valioso.
—Sí, eso lo entiendo —dijo Samuel—. Pero, Lee, permítame advertirle que vaya usted con cuidado y procure no llamar la atención de Liza con sus razonamientos orientales.
—Sí —intervino Adam con fogosidad—. Pero ¿por qué condenó Dios a Caín? Eso fue una injusticia.
—Siempre es una ventaja prestar atención a las palabras —respondió Samuel—. Dios no condenó a Caín en absoluto. Hasta Dios puede tener preferencias, ¿no? Vamos a suponer que Dios prefería el cordero a los vegetales. A mí me ocurre lo mismo. Puede que Caín le ofreciese un manojo de zanahorias. Y Dios debió decir: «Esto no me gusta. Ofréceme otra cosa. Tráeme algo que me agrade, y entonces te pondré junto a tu hermano». Pero ¿qué hizo Caín? Se enfureció, se sintió herido. Y cuando un hombre se siente herido en sus sentimientos, se desfoga con lo primero que encuentra, y Abel se hallaba al alcance de su mano.
—San Pablo dijo a los hebreos que Abel tenía fe —apuntó Lee.
—En el Génesis no hay la menor alusión a la fe —intervino Samuel—. Ni a su existencia ni a su carencia; tan sólo se insinúa algo acerca del carácter de Caín.
—¿Qué opina la señora Hamilton sobre las paradojas que existen en la Biblia? —preguntó Lee.
—Pues nada en absoluto, porque no admite que las haya.
—Pero…
—No siga. Pregúnteselo a ella y acabará sintiéndose más viejo, pero no menos confuso.
—Está claro que ustedes conocen el tema en profundidad —observó Adam—. Mis conocimientos son mucho más someros y estoy perdido. Así pues, ¿Caín fue expulsado por la muerte de su hermano?
—Eso es, por asesinato.
—¿Y Dios lo marcó?
—Es que no ha escuchado usted? Caín llevaba ese estigma no para destruirlo, sino para salvarlo. Y sería maldito aquel que osara matarlo. Era un estigma protector.
—No puedo evitar pensar que Caín recibió la peor parte —comentó Adam.
—Acaso fue así —contestó Samuel—. Pero Caín vivió y tuvo descendencia, mientras que Abel vive sólo en la historia. Nosotros somos los hijos de Caín. ¿Y no es extraño que tres hombres hechos y derechos, que vivimos en una época muy posterior a ese suceso, discutamos este crimen como si hubiese ocurrido ayer mismo en King City, y todavía no se hubiera celebrado el juicio?
Uno de los niños se despertó, dio un bostezo y miró a Lee, y a continuación volvió a quedarse dormido.
—¿No recuerda usted, señor Hamilton, que yo le hablé de que intentaba traducir viejos poemas chinos al inglés? —le preguntó Lee—. No, no se asuste. No voy a leérselos. Durante mi trabajo encontré algunas viejas ideas tan frescas y claras coma esta misma mañana, y me pregunté por qué. Y es que, como es natural, los hombres sólo se interesan por ellos mismos. Si el oyente no tiene implicación en la historia, no prestará atención, de lo que se puede extraer que una historia grande y duradera tiene que comprometer a todos, o no perdurará. Lo extraño y exótico no es interesante, sólo lo profundamente humano y familiar.