Una tarde, Faye levantó los ojos del solitario que estaba haciendo cuando Kate, después de llamar a la puerta, entró en la habitación.
—¿Cómo se encuentra, madre?
—Bien, querida, bien. —Sus ojos denotaban cierta reserva. Faye no era demasiado lista—. ¿Sabes Kate? Me gustaría ir a Europa.
—Sería maravilloso, y la verdad es que usted se lo merece y puede permitírselo.
—Pero no quiero ir sola. Quiero que me acompañes.
Kate la miró asombrada.
—¿Yo? ¿Quiere que yo la acompañe?
—¿Por qué no?
—¡Oh, querida mía! ¿Cuándo nos iremos?
—¿Te gustaría?
—Siempre lo he soñado. ¿Cuándo nos iremos? Que sea pronto.
La expresión suspicaz desapareció de los ojos de Faye, y su rostro perdió su tirantez.
—Puede que el próximo verano —respondió—. Ya podemos empezar a hacer nuestros planes. ¡Kate!
—¿Qué, madre?
—Supongo…, supongo que ya no trabajas, ¿eh?
—¿Por qué tendría que hacerlo? Usted cuida de mí.
Faye recogió lentamente los naipes, los amontonó de manera uniforme y los introdujo en el cajón de la mesa.
Kate se acercó una silla.
—Quiero pedirle consejo.
—¿De qué se trata?
—Ya sabe que hago todo lo posible por ayudarla.
—Tú lo haces todo, querida.
—Sabe también que nuestro gasto principal es la comida, y este gasto aumenta considerablemente en invierno.
—En efecto.
—Bien, ahora se puede comprar la fruta y toda clase de verduras por cuatro cuartos, y en invierno sabe usted muy bien lo que pagamos por los melocotones en almíbar y por las judías en conserva.
—¿No estarás pensando en empezar a hacer conservas?
—¿Por qué no?
—¿Y qué opina Alex?
—Madre, lo crea o no, fue el propio Alex quien lo sugirió. Puede preguntárselo.
—¡No!
—Pues así rué, palabra.
—Bueno, haced lo que os parezca, ¡maldita sea! Oh, lo siento, querida; se me ha escapado.
La cocina se convirtió en una fábrica de conservas en la que trabajaban todas las chicas. Alex estaba convencido de que la idea se le había ocurrido a él. Al final de la temporada, tenía un reloj de plata con su nombre grabado que lo demostraba.
Por lo común, Faye y Kate cenaban en la larga mesa del comedor, pero los domingos por la noche, en que Alex estaba fuera y las chicas comían enormes bocadillos, Kate servía una cena para dos en la habitación de Faye. Era una velada agradable y femenina. Siempre había alguna pequeña delicadeza, muy escogida y buena
: foie
—
gras
o ensalada, pasteles comprados en el horno de Lang, al otro lado de la calle Mayor. Y en lugar del hule blanco y las servilletas de papel del comedor, la mesa de Faye estaba cubierta por una tela blanca de damasco y las servilletas eran de hilo. Tenía el aspecto de una fiesta, con las velas y —cosa rara en Salinas— un búcaro con flores. Kate sabía preparar ramos muy bonitos con las florecillas silvestres que recogía por los campos.
—¡Qué chica tan lista es! —solía decir Faye—. Sabe hacerlo todo, y sabe arreglarse con cualquier cosa. Iremos a Europa. ¿Y sabíais que Kate habla francés? Pues sí, lo habla. Cuando estéis con ella a solas, pedidle que diga algo en francés. Me lo está enseñando. ¿Sabéis cómo se dice pan en francés?
Faye estaba pasando una temporada deliciosa. Kate la animaba y le permitía forjar constantemente nuevos planes.
El sábado 14 de octubre, aparecieron sobre Salinas los primeros patos silvestres. Faye los vio desde su ventana, volando en un enorme triángulo hacia el sur. Cuando Kate fue a visitarla antes de la cena, como hacía siempre, Faye le comentó:
—Me parece que se acerca el invierno —dijo—. Tendremos que hacer que Alex prepare las estufas.
—¿Le doy su medicina, madre?
—Sí. Me vuelves perezosa con tanto mimo.
—Me gusta mimarla —respondió Kate; tomó el frasco del compuesto vegetal de Lidia Pinkham, y lo acercó a la luz—. Ya no queda mucho —dijo—. Tendremos que comprar más.
—Oh, creo que tengo en el armario tres botellas todavía, de la docena que compré.
Kate tomó un vaso.
—Hay una mosca en su vaso —observó—. Salgo un momento a lavarlo.
Una vez en la cocina, lavó el vaso y del bolsillo sacó un cuentagotas, cuyo extremo había taponado con un pedacito de patata, de la manera como se obtura la espita de un bidón de petróleo. Vertió cuidadosamente unas cuantas gotas de un líquido claro en el vaso; era una tintura de nuez vómica.
De regreso a la habitación de Faye, puso tres cucharadas del compuesto vegetal en el vaso y revolvió el contenido.
Faye se bebió el tónico y se pasó la lengua por los labios.
—Tiene un gusto amargo —dijo.
—¿Usted cree, querida? Déjeme probar. —Kate tomó una cucharada de la botella e hizo una mueca—. Así es, en efecto —afirmó—. Creo que será debido a que tiene demasiados días. Voy a tirarlo. ¡Caramba, qué amargo era! Le voy a dar un vaso de agua.
A la hora de cenar, el rostro de Faye estaba rojo y congestionado. De pronto dejó de comer y pareció como si estuviese escuchando algo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kate—. Madre, ¿qué le pasa?
Faye pareció reaccionar.
—Pues no lo sé. Supongo que debe de ser una pequeña taquicardia. De repente me sentí asustada y mi corazón empezó a latir apresuradamente.
—¿Quiere que la acompañe a la habitación?
—No, querida, ya me siento bien.
Grace dejó su tenedor sobre la mesa.
—Está usted muy roja, Faye.
—Esto no me gusta —dijo Kate—. Me parece que sería conveniente que la viese el doctor Wilde. —No, ahora ya me encuentro bien.
—Me ha asustado —manifestó Kate—. ¿No le había pasado nunca antes?
—A veces siento que me falta un poco de aliento. Creo que estoy engordando demasiado.
Faye no se sentía muy bien aquel sábado por la noche, y alrededor de las diez, Kate la persuadió para que se acostase. Kate fue a mirar varias veces hasta estar segura de que Faye dormía.
Al día siguiente, Faye se sintió perfectamente.
—Me parece que lo único que me ocurre es que me falta el aliento —aseguró.
—Bueno, pues mi querida enferma tomará una comida suave —dijo Kate—. Le he preparado un poco de caldo de gallina y una ensalada de habichuelas, como a usted le gusta, sólo con aceite y vinagre; y para terminar, una taza de té.
—Te juro, Kate, que me siento muy bien.
—No nos hará daño a ninguna de las dos tomar una cena ligerita. Anoche me asustó usted. Tenía una tía que murió de un ataque al corazón. Y uno se acuerda de estas cosas, ¿no le parece?
—Mi corazón siempre ha estado muy bien. Sólo me ahogo un poco cuando subo las escaleras.
En la cocina, Kate preparó la cena en dos bandejas y vertió un poco de salsa francesa para aliñar la ensalada. En la bandeja destinada a Faye colocó su taza favorita, calentando antes el caldo en la estufa. Finalmente, sacó el cuentagotas de su bolsillo, dejó caer dos gotas de aceite matarratas sobre las habichuelas y las removió. Después fue a su habitación y se tragó el contenido de un pequeño frasco de Cáscara Sagrada, y volvió a toda prisa a la cocina. Vertió el caldo caliente en las tazas, llenó la tetera de agua hirviendo y llevó las bandejas a la habitación de Faye.
—Creía que no tenía hambre —dijo Faye—, pero ese caldo huele deliciosamente.
—He hecho una salsa especial para la ensalada, en su honor —expuso Kate—. Se trata de una antigua receta, a base de romero y tomillo. Pruebe a ver si le gusta.
—¡Caramba, es deliciosa! —exclamó Faye—. ¿Hay algo que no sepas hacer, querida?
Kate fue la primera en notar los efectos del veneno. Gruesas gotas de sudor perlaban su frente, y se dobló gimiendo de dolor. Tenía los ojos dilatados y de su boca se escapaba la saliva. Faye corrió al vestíbulo pidiendo ayuda. Las muchachas y unos clientes dominicales penetraron en la estancia. Kate se retorcía en el suelo. Dos clientes habituales la trasladaron hasta el lecho de Faye, y trataron de extenderla sobre él, pero ella chillaba y se retorcía, sudando copiosamente y empapando sus vestidos.
Faye estaba secando la frente de Kate con una toalla, cuando sintió también los primeros dolores.
Se tardó una hora en localizar al doctor Wilde, que se hallaba jugando a las cartas en casa de un amigo. Dos prostitutas histéricas lo arrastraron hasta casa de Faye. Ésta y Kate se hallaban muy debilitadas por los vómitos y la diarrea, y los espasmos continuaban a intervalos.
—¿Qué han comido? —preguntó el doctor Wilde, y reparó en las bandejas—. ¿Estas conservas de habichuelas son caseras? —preguntó.
—Sí —respondió Grace—. Las hemos hecho nosotras mismas.
—¿Alguien más las ha comido?
—Pues verá, no, pensábamos…
—Id a la cocina y tirad todos los tarros —ordenó el doctor Wilde—. ¡Malditas habichuelas! —Y sacó de su maletín una sonda estomacal.
El martes fue a visitar a las dos enfermas, que estaban pálidas y se sentían muy débiles. El lecho de Kate había sido transportado a la habitación de Faye.
—Ahora ya puedo decírselo —manifestó el médico—. No creía que escapasen de ésta. Han tenido mucha suerte. Y no hagan más conservas de habichuelas en casa. Es mejor que las compren.
—¿Qué nos ha pasado? —preguntó Kate.
—Botulismo. No sabemos mucho acerca de ello, pero muy pocos escapan; creo que ustedes se han salvado porque usted es joven y ella es fuerte. ¿Todavía tiene usted deposiciones sanguinolentas? —preguntó a Faye.
—Sí, un poco.
—Bueno, aquí le dejo algunas píldoras de morfina, que la ayudarán a soportar el dolor. Probablemente sufre algún desgarro. Pero suele decirse que una prostituta tiene más vidas que un gato. Es mejor que se lo tome con calma.
Esto ocurría el 17 de octubre.
Faye no se recuperaba del todo. Mejoraba algo, pero luego recaía terriblemente. Estuvo muy mal el 3 de diciembre y esta vez tardó mucho en reponerse. El 12 de febrero, Faye tuvo una intensa hemorragia, que pareció debilitar peligrosamente su corazón. El doctor Wilde la auscultó largo rato con su estetoscopio.
Kate tenía un aspecto macilento y se había quedado en los huesos.
Las muchachas trataron de separarla de Faye, pero Kate no quiso abandonarla.
—Dios sabe cuánto hace que no duerme. Si Faye muriese creo que ella no lo resistiría —observó Grace.
—Es capaz de pegarse un tiro —aseguró Ethel.
El
doctor
Wilde llevó
a
Kate al oscuro salón
y
dejó su negro maletín sobre una silla.
—No tengo más remedio que decírselo —dijo—. Me temo que el corazón de Faye no podrá resistir esas pérdidas de sangre. Está deshecha por dentro. ¡Ese maldito botulismo! Es peor que una serpiente de cascabel. —Separó la mirada del rostro macilento de Kate—. He creído que era mejor decírselo, para que empezara a prepararse —manifestó tartamudeando y poniendo una mano sobre el huesudo hombro de la joven—. No hay muchas personas tan fieles. Dele un poco de leche tibia, si es que quiere tomarla.
Kate llevó una jofaina con agua caliente a la mesilla que había junto a la cama. Cuando apareció Trixie, Kate bañaba a Faye con las finas servilletas de hilo.
Faye trató de hablar, pero Kate la acalló:
—¡Shhhh, no se esfuerce, madre!
Fue a la cocina en busca de un vaso de /eche tibia y lo dejó sobre la mesilla de noche. Sacó dos frasquitos de un bolsillo y tomó una pequeña cantidad de líquido de cada uno con su cuentagotas.
—Abra la boca, madre. Es una medicina nueva. Su sabor es asqueroso, pero tiene que tomarla.
Vertió el líquido en el fondo de la boca de Faye, y le sostuvo la cabeza para que pudiese beber un poco de leche y disimular, así, el mal sabor.
—Ahora descanse, que yo vendré enseguida.
Kate salió sin hacer ruido de la estancia. La cocina estaba a oscuras. Abrió la puerta que daba al exterior y salió para caminar sobre la hierba, húmeda por las lluvias primaverales. Cuando llegó al fondo del jardín, excavó un pequeño hoyo con la ayuda de un afilado palo. En el interior del hoyo arrojó unos cuantos frasquitos y el cuentagotas, pero antes los rompió en pedazos con el palo, cubriendo luego los fragmentos con tierra. Empezaba a llover cuando Kate volvió a la casa.
Al principio, tuvieron que sujetar a Kate, e incluso atarla para evitar que se hiriese a sí misma. Después de aquellos arrebatos de violencia, cayó en un sombrío estupor. Tardó mucho tiempo en recuperar totalmente la salud. Y se olvidó completamente del testamento. Fue Trixie quien se lo recordó.
Adam se había aislado en sus propiedades y encerrado en sí mismo. La inacabada casa de Sánchez estaba abierta al viento y a la lluvia, y los suelos de madera nuevos se combaban y se agrietaban por la humedad. En el jardín crecían los hierbajos.
Adam parecía envuelto en una viscosidad que entorpecía sus movimientos y dificultaba su pensamiento. Contemplaba el mundo a través de un velo gris. De vez en cuando podía atravesarlo, pero cuando penetraba la luz en él, sólo le aportaba una profunda tristeza, y se retiraba de nuevo al fondo de su oscura caverna. Se daba cuenta de la existencia de los mellizos porque los oía llorar y reír, pero sentía un ligero desagrado por ellos, pues representaban lo que había perdido. Sus vecinos acudían al pequeño valle, y cada uno de ellos tenía capacidad para comprender a un hombre dominado por la ira o la pena, y por lo tanto, hubieran sido capaces de consolarlo. Pero no podían hacer nada para apartar aquella nube que lo rodeaba. Adam no oponía resistencia. Se limitaba a no verlos, y al poco tiempo los vecinos dejaron de seguir el camino bajo los robles.
Al principio, Lee trató de despertar el interés de Adam por las cosas, pero Lee era un hombre muy ocupado. Cocinaba y lavaba, bañaba a los niños y los alimentaba. A través de su dura y constante labor, fue tomando afecto a las dos criaturas. Les hablaba en cantonés, y aquellas palabras chinas fueron las primeras que ellos reconocieron y trataron de repetir.
Samuel Hamilton regresó dos veces más para intentar arrancar a Adam de su estado de inercia. Pero Liza intervino.
—No quiero que vuelvas por allá —dijo—. Cada vez que vas, regresas cambiado. Samuel, tú no consigues hacerlo cambiar; pero él a ti sí. Tienes su misma expresión.