No es tan fácil como se supone, y si hay que hacer frente a muchos gastos, incluso se puede llegar a perder dinero. Cuando Kate se ofreció para hacer la compra y preparar los menús, Faye se alegró, aunque no comprendía cómo la chica encontraría el tiempo necesario para ello. Pero no sólo las comidas mejoraron, sino que las cuentas del mercado bajaron ostensiblemente durante el primer mes que Kate se encargó de ello. Y en lo relativo al lavado de la ropa, Faye no pudo averiguar qué le dijo Kate al encargado de la lavandería, pero la factura disminuyó de pronto en un veinticinco por ciento. Faye no comprendía cómo podía haber vivido sin aquella chica.
A última hora de la tarde, antes de empezar a trabajar, se sentaban juntas en la habitación de Faye para tomar el té. La habitación era mucho más bonita desde que Kate había pintado los paneles de madera y colocado cortinillas de encaje. Las pupilas comenzaban a comprender que había dos dueñas en lugar de una, y se alegraron, porque Kate se llevaba muy bien con todas. Les enseñó más triquiñuelas, pero nada soez ni obsceno, y las pupilas se reían y disfrutaban de su compañía.
Al cabo de un año, Faye y Kate eran como madre e hija. Y las muchachas decían:
—Ya verás, esta casa será suya algún día.
Las manos de Kate siempre estaban ocupadas, principalmente bordando bellas iniciales en pañuelos de lino. Casi todas las pupilas usaban esos pañuelos y los guardaban como un tesoro.
Y a final, ocurrió lo que era de esperar. Faye, la esencia de la maternidad, comenzó a pensar en Kate como en una hija. Lo sentía en lo más profundo de su ser y en sus más espontáneos impulsos, y ello chocó con su innata moralidad. No quería que su hija fuese una prostituta, lo cual era una consecuencia perfectamente natural.
Faye caviló mucho acerca de cómo debía abordar aquel tema, que constituía un verdadero problema. A Faye no se le daba bien encarar los problemas de frente y por eso se sentía incapaz de decir: «Quiero que dejes de ser una prostituta».
Así que decidió abordar a Kate dando un rodeo:
—Si se trata de un secreto, no me respondas, aunque siempre he deseado preguntártelo. ¿Qué te dijo el
sheriff?
¡Por Dios, ya hace más
de
un año! ¡Cómo pasa el tiempo! Cuando una se hace vieja, todavía parece pasar más deprisa. Estuvo casi una hora contigo. ¿No sería que…? No, desde luego que no. Es un hombre muy hogareño, y por eso va siempre a casa de Jenny. Pero no quiero meterme en tus asuntos, querida.
—No existe ningún secreto —respondió Kate—. Ya se lo hubiera contado. Me dijo que tenía que volver a mi casa. Fue muy amable. Cuando le expliqué que no podía hacerlo, fue muy bondadoso y comprensivo.
—¿Le dijiste el motivo? —preguntó Faye celosamente.
—No, desde luego. ¿Cree que se lo hubiera dicho a él y a usted no? No sea tonta, querida. ¡A veces parece una chiquilla!
Faye sonrió y se arrellanó contenta en el sillón.
El rostro de Kate estaba impasible, pero recordaba todas y cada una de las palabras de aquella conversación. De hecho, hasta le agradaba el
sheriff
Era un hombre muy directo.
Él había cerrado la puerta de la habitación de Kate, paseado la mirada alrededor, con el ojo escrutador de un buen policía, y visto que no había fotografías ni ninguno de los objetos personales que le hubieran servido para una identificación. Solamente había vestidos y zapatos.
Tomó asiento en la pequeña mecedora de enea, y sus nalgas sobresalían por cada lado. Con las manos juntas y las yemas de los dedos repiqueteando entre sí, se puso a hablar con voz monótona, como si no sintiese el menor interés por lo que estaba diciendo. Acaso fue eso lo que consiguió impresionarla.
Al principio, ella adoptó su expresión mojigata y ligeramente estúpida, pero después de escucharle un rato, la desechó y le escrutó con sus ojos penetrantes, tratando de leer sus pensamientos. Él ni la miraba a los ojos, ni evitaba su mirada. Pero ella se daba cuenta de que él la inspeccionaba a su vez. Sentía cómo su mirada se posaba sobre la cicatriz de su frente, casi con una sensación de tacto.
—No pretendo hacer un informe —dijo él quedamente—. Hace mucho tiempo que estoy en el cargo, y con un año más tendré bastante. Sabe, jovencita, si esto hubiese ocurrido hace quince años, hubiera hecho algunas investigaciones, y me parece que hubiera encontrado bastantes cosas feas.
Esperó alguna reacción, pero la joven no hizo la menor protesta. Él asintió lentamente.
—No quiero saberlo —prosiguió—. Quiero paz en mi condado,
y
con ello me refiero a toda clase de paz, entre la cual está el que la gente pueda dormir por la noche. No conozco a su esposo —añadió, y ella supo que él se había dado cuenta del ligero movimiento que hicieron sus músculos en tensión—, pero me he enterado de que es un hombre muy cabal. También he sabido que se halla muy malherido. —Calló y la miró a los ojos por un momento—. ¿Quiere que le diga en qué estado tan lamentable lo dejó usted?
—Sí —respondió ella.
—Supongo que se pondrá bien; tiene el hombro roto, pero se repondrá. El chino cuida de él con toda solicitud. Desde luego, no creo que pueda usar el brazo izquierdo en muchísimo tiempo. Ese cuarenta y cuatro por poco lo manda al otro barrio. Si no hubiese llegado el chino a tiempo, se hubiera desangrado hasta morir, y ahora usted estaría hablando conmigo en la cárcel.
Kate retenía el aliento, tratando de descubrir cuáles eran las intenciones de su interlocutor, pero sin conseguirlo en absoluto.
—Lo lamento —dijo en voz baja.
Los ojos del
sheriff
agudizaron su atención.
—Es la primera vez que comete un error —dijo—. Usted no lo lamenta. Conocí a alguien como usted una vez; lo colgaron hace doce años delante de la prisión del condado. Es lo que solíamos hacer entonces.
La pequeña estancia, con su estrecha cama de caoba, su lavabo de mármol, sobre el que había una jofaina y un jarro, y en la parte baja un armarito para el orinal, las paredes cubiertas de papel rameado, en el que se repetían una y otra vez pequeños dibujos de rosas, permanecía silenciosa, como si les faltasen palabras a ambos interlocutores.
Aparentemente, los preliminares habían terminado. El
sheriff se
enderezó, separó los dedos y asió los brazos de la mecedora. Incluso sus nalgas se contrajeron un poco.
—Usted ha abandonado a sus dos hijos —continuó—. Casi recién nacidos. Cálmese. No me propongo hacerla volver allí. Por el contrario, me parece que haría cuanto pudiera por evitarlo. Creo conocerla ya. Podría expulsarla del condado y hacer que el
sheriff
del lugar donde fuese tomase la misma determinación, y así sucesivamente, hasta echarla de cabeza en el océano Atlántico. Pero no quiero hacer eso. No me importa cómo viva usted, mientras no me cause otros quebraderos de cabeza.
—¿Qué quiere usted? —preguntó Kate con docilidad.
—Eso ya me gusta más —respondió el
sheriff
—
.
Sé que ha cambiado su nombre. Lo que quiero es que conserve el nuevo. Y supongo que habrá inventado cualquier mentira acerca del lugar de su procedencia; bueno, pues manténgala. Y sus motivos, aunque se emborrache, manténgalos bien alejados de King City.
Ella comenzaba a sonreír un poco, y no precisamente con sonrisa forzada. Empezaba a confiar en aquel hombre y a gustarle.
—Sólo hay una cosa que me preocupa —dijo él—. ¿Conoce usted a mucha gente en King City?
—No.
—Ya me enteré de lo de la aguja de punto —comentó, haciendo referencia al intento de aborto—. Podría ocurrir que algún conocido suyo viniese aquí. ¿Es éste el verdadero color de su cabello?
—Sí.
—Tíñaselo de negro durante cierto tiempo. Hay muchas personas que se parecen a otras.
—¿Y esto qué? —La joven señaló su cicatriz con su dedo afilado.
—Bien, eso no es más que…, ¿cómo se dice? ¿Pero cuál es esa condenada palabra? Esta mañana la he dicho.
—¿Coincidencia?
—Eso es, una coincidencia.
Con eso pareció dar por terminada la entrevista. Sacó tabaco y papel de fumar y lió de manera desmañada un delgado cigarrillo. Sacó una cerilla, la frotó en el borde de la caja y la sostuvo entre sus dedos, hasta que la llamita azul se volvió amarilla. Su cigarrillo se encendió sólo por un lado.
—¿No es eso una amenaza? —preguntó Kate—. Me refiero a lo que usted ha dicho que haría si…
—No, no lo es. Y llegado el caso, puedo ser mucho más rudo. No me importa lo que usted sea, haga, o diga, pero no quiero que le cause el menor perjuicio al señor Trask o a sus hijos. Imagínese que usted ha muerto y que ahora es otra persona, y entonces todo irá sobre ruedas. Se levantó y se dirigió a la puerta, pero antes de abrirla se volvió y dijo:
—Tengo un hijo. Va a cumplir veinte años. Un chico alto, de buena planta, con la nariz rota, que cae bien a todo el mundo. No quiero que venga por aquí. Voy a decírselo a Faye. Prefiero que vaya a casa de Jenny. Si aparece por aquí, le mandáis a casa de Jenny.
Salió, y cerró la puerta tras él.
Kate sonrió contemplándose las manos.
Faye se retorció en su sillón para alcanzar un pedazo de mazorca tostada, salpicada de nueces. Hablaba con la boca llena. Kate se preguntó con desasosiego si es que en realidad era capaz de leer la mente de los demás, porque Faye dijo:
—Todavía no me he acostumbrado. Lo dije entonces y te lo repito ahora. Me gustaban más tus cabellos rubios. No sé por qué se te ocurrió teñírtelos. Te pega más el rubio.
Kate agarró un pelo entre el índice y el pulgar y se lo arrancó con delicadeza. Era muy lista. Dijo la mejor mentira de todas: la verdad.
—No quería decírselo. Tenía miedo de que me pudiesen reconocer, y eso hubiera perjudicado a alguien.
Faye se levantó del sillón, se aproximó a Kate y la besó.
—Eres muy buena —dijo—. ¡Y qué considerada!
—Vamos a tomar el té. Yo lo serviré —propuso Kate.
Salió de la habitación y, cuando estuvo en el vestíbulo, antes de llegar a la cocina, se frotó la mejilla con los dedos para borrar la huella del beso.
Vuelta a su sillón, Faye tomó un trozo de mazorca, se lo llevó a la boca y lo mordisqueó. Un fragmento puntiagudo y duro penetró en una muela hueca y le hirió el nervio. El fortísimo dolor le nubló la vista y su frente se humedeció de sudor. Cuando Kate volvió con la tetera y las tazas sobre una bandeja, se encontró a Faye hurgándose en la boca y sollozando angustiosamente.
—¿Qué ocurre? —gritó Kate.
—Mi muela… Un pedazo de cáscara de nuez.
—A ver, déjeme ver. Abra la boca y señale dónde es.
Kate miró en el interior de la boca, y luego se dirigió a la mesa en busca de un palillo. En una fracción de segundo extrajo el fragmento de cáscara y lo depositó en la palma de la mano.
—Aquí está.
El nervio se calmó y el intenso dolor disminuyó hasta convertirse en una molestia.
—¿Era tan pequeño? Parecía del tamaño de una casa. Por favor, querida —dijo Faye—, abre ese segundo cajón, donde está mi medicina. Tráeme el calmante y un poco de algodón. ¿Quieres ayudarme a taponar la muela?
Kate trajo el frasco, e introdujo una bolita de algodón empapado en el hueco de la muela con la ayuda del mismo palillo.
—Tendrá que sacársela.
—Lo sé y lo haré.
—A mí me faltan tres dientes en este lado.
—Nunca lo hubiera dicho. Eso me asusta mucho. Tráeme el Pinkham, ¿quieres?
Tomó un trago del compuesto vegetal y suspiró con alivio.
—Es una medicina, maravillosa —afirmó—. La mujer que la inventó era una santa.
Era una tarde encantadora. El pico Fremont aparecía enrojecido por el sol poniente, y Faye lo veía muy bien desde su ventana. Desde la calle Castroville llegaba el dulce y agradable sonido de las campanillas tintineantes de un tiro de ocho caballos que arrastraba un carro de trigo procedente de la sierra. El cocinero trajinaba con las cacerolas en la cocina. Se oyó un leve roce en la pared, y luego una suave llamada a la puerta.
—Entra, Ojos de Algodón —dijo Faye.
La puerta se abrió y el encorvado y esmirriado pianista apareció en el umbral, a la espera de algún ruido que le indicara la situación de ella.
—¿Qué quieres? —preguntó Faye.
Él se volvió hacia ella.
—No me encuentro bien, señorita Faye. Querría meterme en la cama y no tocar esta noche.
—Ya estuviste enfermo dos noches la semana pasada, Ojos de Algodón. ¿No te gusta tu trabajo?
—Es que no me encuentro bien.
—Está bien. Pero desearía que te cuidases más.
Kate intervino diciendo suavemente:
—Deja de aporrear las teclas durante un par de semanas, Ojos de Algodón.
—Oh, señorita Kate, no sabía que estuviese usted aquí. Le aseguro que no he fumado.
—Sí lo ha hecho —replicó Kate.
—Tiene razón, señorita Kate, y le prometo que lo dejaré. No me encuentro bien.
Cerró la puerta y oyeron el roce de su mano contra la pared para poder guiarse.
—Me dijo que había dejado de fumar —observó Faye.
—No es cierto.
—¡Pobre infeliz! —dijo Faye—. No tiene mucho por lo que vivir.
Kate se alzaba frente a ella.
—Es usted demasiado buena —le recriminó—. Confía en todo el mundo. Algún día, si no tiene cuidado, o yo no lo tengo por usted, le van a robar hasta el techo.
—¿Quién querría robarme? —preguntó Faye.
Kate colocó sus manos sobre los hombros de Faye y contestó:
—No todos son tan buenos como usted.
Los ojos de Faye se llenaron de lágrimas. Tomó un pañuelo de la silla que estaba junto a ella, se secó los ojos y se sonó delicadamente.
—Eres para mí como una hija, Kate —dijo.
—Comienzo a creer que lo soy. Nunca conocí a mi madre, Murió cuando yo era muy pequeña.
Faye exhaló un profundo suspiro y abordó la cuestión:
—Kate, no me gusta que trabajes aquí.
—¿Por qué no?
Faye meneó la cabeza, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—No tengo de qué avergonzarme. Gobierno una casa muy buena. Sí yo no estuviese aquí, esta casa iría de mal en peor. No hago daño a nadie, y, por lo tanto, te repito que no tengo de qué avergonzarme.
—¿Por qué tendría que avergonzarse? —preguntó Kate.
—Pero a pesar de ello no me gusta que trabajes aquí. Simplemente, no me gusta. Te considero como a una hija, y no me agradaría que una hija mía se dedicase a este oficio.