Al este del Edén (70 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Adam se alarmó.

—Pero ¿qué diablos te ocurre?

Lee se llevó la botella a los labios y echó un largo y ardiente trago, y exhaló luego los vapores que abrasaban su garganta.

—Adam —dijo, me siento incomparablemente, increíblemente, enormemente contento de hallarme otra vez en casa. Jamás me había sentido tan solo.

Capítulo 36
1

Salinas poseía dos escuelas públicas de primera enseñanza, ubicadas en dos enormes edificios amarillentos y de alargados ventanales de triste aspecto, que hacían juego con las hoscas puertas. Estas escuelas tenían, respectivamente, los nombres de EastEnd y WestEnd, por el lugar donde se hallaban emplazadas. Como la escuela del EastEnd estaba en el fin del mundo y había que atravesar toda la población para ir a ella, y sólo concurrían a sus clases los niños que vivían al este de la calle Mayor, no me ocuparé de ella.

La del WestEnd, un macizo edificio de dos pisos, frente al cual crecían unos álamos retorcidos, tenía a ambos lados los patios de recreo: uno para niñas y otro para niños. Detrás de la escuela, una alta valla de madera separaba ambos patios, y al fondo de éstos había una charca de agua estancada, en la cual crecían altos juncos, e incluso espadañas. En el WestEnd se estudiaba desde tercero hasta octavo. Los alumnos de primero y segundo curso asistían a la escuela de párvulos, que se hallaba a cierta distancia.

En el WestEnd había un aula para cada curso. Tercero, cuarto, y quinto se hallaban en la planta baja; sexto, séptimo y octavo, en el primer piso. Cada aula poseía los usuales pupitres de roble, gastados y estropeados por el uso, un entarimado donde se encontraba la mesa del maestro, un reloj de Seth Thomas y un grabado, o un cuadro. Estos cuadros servían para identificar las clases, y la influencia pictórica de los pintores prerrafaelistas era decisiva. Galahad, revestido de su armadura, señalaba el camino a los alumnos de tercero; la carrera de Atalanta parecía dar ejemplo a los del cuarto; la historia de Isabella y la maceta de albahaca confundía a los de quinto, y así sucesivamente, hasta que la acusación contra Catilina enviaba a los alumnos de octavo a la escuela superior con la sensación de haber adquirido grandes virtudes cívicas.

Cal y Aron entraron en séptimo debido a su edad, y llegaron a saberse al dedillo todos los detalles del grabado de su clase, que representaba a Laoconte completamente envuelto por las serpientes.

Los dos hermanos se sintieron estupefactos y anonadados por el tamaño y enormes proporciones del WestEnd, después de su experiencia en la escuela rural, en la que sólo había un aula. La opulencia que representaba disponer de un profesor para cada curso les produjo una profunda impresión. Les parecía un despilfarro. Pero, como suele ocurrir con todos los humanos, se sintieron anonadados el primer día; el segundo, se limitaron a sentirse admirados y el tercero ya no se acordaban siquiera de haber ido jamás a ninguna otra escuela.

La profesora era morena y bonita, y los mellizos observaron que, si levantaban la mano con sensatez, no tendrían de qué preocuparse. Cal pronto descubrió el método y se lo explicó a Aron.

—Observa a la mayoría de los chicos —le dijo Cal—. Si saben la respuesta, levantan la mano, y si no la saben, se encogen y casi se ocultan debajo del pupitre. ¿Sabes lo que vamos a hacer?

—No. ¿Qué?

—Ya te habrás dado cuenta de que la profesora no suele llamar a los que tienen la mano levantada. Por el contrario, se dedica a fastidiar a los otros, que a buen seguro no saben nada.

—Así es —corroboró Aron.

—Bien, la primera semana trabajaremos como condenados, pero nunca levantaremos la mano, de modo que ella nos llamará y se dará cuenta de que sabemos las respuestas. Esto la desconcertará. La segunda semana no trabajaremos, pero levantaremos la mano, y ella no nos llamará. La tercera semana nos limitaremos a estarnos quietos, y ella no sabrá si sabemos o no la respuesta. Y verás cómo al poco tiempo nos dejará tranquilos, ya que no querrá perder el tiempo haciendo preguntas a los que ya saben.

El método de Cal dio excelentes resultados. En poco tiempo consiguieron que la profesora los dejara tranquilos, y no sólo eso, sino que adquirieron cierta reputación de chicos listos. En realidad el método de Cal significaba una pérdida de tiempo, ya que ambos muchachos aprendían con mucha rapidez.

Cal se dedicó a perfeccionar su habilidad en el juego de canicas y a completar su colección, recogiendo todas las de yeso, cristal y ágata que encontraba en el patio del recreo. Luego las cambiaba por peonzas. En un momento dado, llegó a poseer y a usar como dueño legal por lo menos cuarenta y cinco peonzas de diversos tamaños y colores, que iban desde las gruesas y pesadas, utilizadas por los niños más pequeños, hasta las delgadas y peligrosas tipo flecha, de acerada punta.

Todos cuantos veían a los mellizos comprobaban la diferencia que había entre ellos, y parecían sorprendidos de que así fuera.

Cal tenia cada vez más oscuros la tez y los cabellos. Era rápido, seguro y reservado. Aun cuando se lo hubiese propuesto, no hubiera podido ocultar su inteligencia. Los adultos estaban impresionados ante lo que les parecía una madurez precoz, e incluso un poco asustados. Nadie sentía demasiado afecto por Cal, pero sí temor y, a través de éste, respeto. Aunque no tenía amigos, sus condiscípulos siempre lo recibían obsequiosamente, mientras que él asumía una actitud fría y natural de jefe en el patio del recreo.

Si era capaz de ocultar su ingenuidad, también ocultaba sus sentimientos heridos. Se le consideraba como un ser insensible y de pellejo duro, que podía llegar incluso a la crueldad.

Aron, por el contrario, suscitaba afecto por todas partes. Parecía un chico tímido y delicado. Su tez rosada y blanca, sus cabellos dorados y sus grandes ojos azules conseguían llamar la atención de todos. Su misma belleza le causó algunas dificultades en el patio del recreo, hasta que sus compañeros descubrieron que Aron era un luchador obstinado, firme y completamente desprovisto de temor, en especial cuando lloraba. El rumor se esparció, y los matones encargados de castigar a los nuevos aprendieron a dejarlo en paz. Aron no hizo nada por ocultar su disposición, que, no obstante, era difícil de descubrir, porque era el extremo opuesto de lo que parecía manifestar su apariencia. Una vez que había tomado una determinación, nada podía apartarlo de ella. Era bastante transparente y muy poco versátil. Su cuerpo era tan insensible al dolor como su mente a las sutilezas.

Cal conocía a su hermano y sabía manejarlo debilitando su habitual equilibrio, pero esto sólo daba resultado hasta cierto punto. Cal había aprendido cuándo hacerse a un lado y cuándo escapar. Los cambios de dirección eran la única cosa que confundía a Aron. Se trazaba el camino y lo seguía firmemente, y no veía ni le interesaba nada de lo que ocurriera al margen. Sus emociones eran limitadas, pero fuertes. Todo estaba oculto tras su rostro de ángel, y de esto, él no se sentía más responsable de lo que pueda sentirse un cervatillo por la moteada piel que cubre su cuerpo.

2

El primer día que Aron acudió a la escuela esperó con ansiedad la hora del recreo, y cuando esta hora llegó, se fue al patio de las niñas para hablar con Abra. Un tropel de niñas chillonas no consiguió hacerlo desistir de su propósito. Fue necesaria la intervención de un alto y corpulento profesor para obligarlo a volver al lado de los chicos.

Al mediodía la niña se le escapó, porque el padre de ésta acudió a buscarla en su calesa de altas ruedas, para acompañarla a almorzar. Por la tarde, una vez que hubo terminado la escuela, la esperó enfrente de la puerta del patio.

La niña apareció rodeada por otras compañeras. Su rostro no denotaba ninguna excitación, ni parecía demostrar que esperaba verlo. Era, indudablemente, la niña más bonita de la escuela, pero es difícil decir si Aron se había dado cuenta de eso.

La nube de niñas continuaba envolviendo a Abra. Aron caminaba tres pasos atrás, paciente y sin mostrar el menor embarazo, ni siquiera cuando las niñas le lanzaban sus agudas pullas. Poco a poco, las niñas fueron dispersándose en dirección a sus propias casas, y sólo había tres con Abra cuando ésta llegó ante la puerta blanca de su jardín y entró en él. Sus amigas miraron a Aron durante un momento, soltaron una risita y siguieron su camino.

Aron se sentó en el borde de la acera. A los pocos instantes, se alzó el picaporte, se abrió la puerta blanca y apareció Abra, que atravesó la acera y se quedó de pie a su lado.

—¿Qué quieres?

Aron la miró con sus grandes ojos.

—¿No estás prometida a nadie?

—No seas ridículo —respondió ella.

Él se puso en pie con esfuerzo.

—Supongo que tendremos que esperar bastante antes de poder casarnos —observó Aron.

—¿Quién habla de casarse?

Aron no respondió. Acaso no oyó aquella observación. Se puso a caminar al lado de la niña.

Abra andaba con pasos firmes y cautos y con la cabeza fija hacia delante. Su rostro mostraba una expresión juiciosa y dulce, y parecía estar sumida en profundos pensamientos. Y Aron, caminando a su lado, no apartaba los ojos de su rostro. Su atención parecía ligada al rostro de la niña por una cuerda tirante.

Cruzaron en silencio ante la escuela de párvulos, donde terminaba la calzada. Abra giró a la derecha y tomó un camino que pasaba por entre el rastrojo de un campo de heno recién segado. Los negros terrones de adobe crujían bajo sus pies.

Al borde del campo se alzaba el pequeño cobertizo de una bomba, y un sauce florecía junto a él, regado por el agua sobrante. Las largas ramas del sauce casi se arrastraban por el suelo. Abra separó la verde bóveda que rodeaba al tronco del sauce. Se podía ver muy bien por entre las hojas, pero en el interior uno se sentía dulcemente protegido, abrigado y seguro. El sol de la tarde esparcía su luz dorada por entre el follaje.

Abra se sentó en el suelo, o más bien pareció dejarse caer, y su larga falda formó una ola en torno a ella. Juntó sus manos en el regazo, casi como si estuviese rezando.

Aron se sentó a su lado.

—Supongo que tendremos que esperar bastante antes de poder casarnos —volvió a decir.

—No tanto —respondió Abra.

—Ojalá fuese ahora.

—No esperaremos mucho —aseguró Abra.

—¿Crees que tu padre te dejará casarte conmigo? —le preguntó Aron.

Aquello era una idea nueva para ella, se volvió y lo miró.

—Puede que no se lo pregunte.

—Pero ¿y tu madre?

—Dejemos a mis padres tranquilos —convino la niña—. Creerían que era una broma o algo malo. ¿No eres capaz de guardar un secreto?

—Oh, sí. Soy capaz de guardar un secreto mejor que nadie. Y, además, tengo uno.

—En ese caso, pon éste junto con los otros —le pidió Abra. Aron tomó una ramita y trazó una línea en la tierra negruzca.

—Abra, ¿ya sabes de dónde vienen los niños?

—Si —respondió ella—. ¿A ti quién te lo dijo?

—Lee me lo contó, y me lo explicó todo. Me parece que tardaremos en poder tener niños.

Abra plegó las comisuras de los labios con una expresión sabia y condescendiente.

—No tanto —contestó.

—Algún día tendremos una casa —dijo Aron, algo confuso—. Entraremos en ella, cerraremos la puerta y será muy bonito. Pero todavía falta mucho tiempo para eso.

Abra extendió la mano y le tocó en el brazo.

—No te preocupes por ello —le tranquilizó. Aquí también estamos como en una casa. Podemos jugar a que vivimos aquí, mientras esperamos. Y tú serás mi marido y podrás llamarme mujer, o esposa.

Él probó a decirlo en un susurro, y luego repitió en voz alta:

—Esposa mía.

—Así practicaremos —aseguró Abra.

El brazo de Aron temblaba bajo la mano de la niña, y ésta volvió a dejarla, con la palma hacia arriba, en su regazo.

—Mientras practicamos podríamos hacer alguna otra cosa —propuso Aron de pronto.

—¿Qué?

—Tal vez no te guste.

—¿Qué es?

—Podríamos fingir que tú eres mi madre.

—Es muy fácil —respondió ella.

—¿Te importaría hacerlo?

—No, me encantaría. ¿Quieres que empecemos ahora?

—Claro —resolvió Aarón. ¿Cómo quieres que lo hagamos?

—Actuaré como ellas —dijo Abra poniendo la expresión adecuada y dando a su voz un tono arrullador—. Ven, hijo mío, pon tu cabecita sobre el regazo de mamá. Ven, cariño. Mamá te arrullará.

La niña bajó la cabeza y, de pronto, Aron comenzó a llorar de forma incontenible. Lloraba en silencio, y Abra le daba golpecitos en la mejilla y le secaba las abundantes lágrimas con el borde de su falda.

El sol caminaba hacia su ocaso tras el río Salinas, y un pájaro comenzó a cantar maravillosamente desde el rastrojo dorado en el campo. Bajo las ramas del sauce, el momento era de una hermosura tal que no podía ser comparado a nada en el mundo.

Poco a poco, fue cesando el llanto de Aron, quien se sintió reconfortado y protegido.

—Mi pobre niño —le contestó Abra—. Ven, deja que mamá te peine la cabecita.

Aron se incorporó y dijo casi con enfado:

—Nunca suelo llorar, a menos que esté enfurecido. No sé por qué he llorado de esta manera.

—¿Te acuerdas de tu madre? —preguntó Abra.

—No. Murió cuando yo era muy pequeño.

—¿No sabes qué aspecto tenía?

—No.

—Pero debes de haber visto alguna fotografía.

—Te repito que no. No tenemos ninguna fotografía. Se lo pregunté a Lee y me dijo que no o puede que fuera Cal quien se lo preguntó.

—¿Cuándo murió?

—Poco después de que Cal y yo naciéramos.

—¿Cómo se llamaba?

—Lee dice que Cathy. Pero dime, ¿por qué preguntas tanto?

Abra prosiguió con calma:

—¿Qué aspecto tenía?

—¿A qué te refieres?

—Que si tenía el cabello rubio u oscuro.

—No lo sé.

—¿No te lo dijo tu padre?

—Nunca se lo preguntamos.

Abra permaneció silenciosa, y, tras un momento, Aron preguntó:

—¿Qué te pasa? ¿Te ha comido la lengua un gato?

Abra miraba hacia el sol poniente.

Aron preguntó con inquietud:

—¿Estás enfadada conmigo —y añadió, tentador,— esposa mía?

—No, no estoy enfadada. Estoy haciéndome preguntas.

—¿Sobre qué?

—Sobre algo.

El rostro firme de Abra mostraba una expresión fija, como si en su mirada bullese una interrogación. Por último, preguntó:

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