—Dices que es metal —dijo Samuel—. Y piensas que es acero, Tom. Voy a arriesgarme a hacer una conjetura y después lo comprobaremos. Ahora, escucha bien y acuérdate de lo que te digo. Creo que hemos encontrado níquel, y acaso plata, y tal vez carbón y manganeso. ¡Cuánto me gustaría sacarlo a la superficie! Esta es arena marina. Eso es lo que hemos encontrado.
—!Me está diciendo, padre, que esto es níquel y plata? —preguntó Tom.
—Debió ocurrir hace millones de años —dijo Samuel, y sus hijos sabían que lo estaba viendo—. Quizá todo este lugar estaba cubierto de agua; puede que fuera un mar interior sobre el cual las aves marinas describirían círculos, lanzando sus chillidos. Tuvo que ser algo maravilloso, si ocurrió de noche. Primero, aparecería una línea luminosa, y luego un penacho de luz blanca, que se convertiría en una columna de luz cegadora que trazaría un gran arco desde el cielo. Después, surgiría un gran borbotón de agua y un enorme hongo de vapor que hubiera destrozado nuestros oídos, pues el penetrante silbido de su llegada nos hubiera alcanzado al mismo tiempo que la explosión acuática, y luego la noche sería más negra que antes, debido a la luz cegadora. Gradualmente irían subiendo a la superficie los peces muertos, que brillarían con un resplandor plateado a la luz de las estrellas, y las aves con sus chillidos se abatirían sobre ellos para comérselos. Es algo maravilloso y único, ¿no os parece?
Lo había contado con tanto verismo que, como siempre, los dos muchachos creyeron haberlo visto.
—Usted cree que se trata de un meteorito, ¿no es eso? —preguntó Tom quedamente.
—Así es, y lo comprobaremos.
—Saquémoslo a la superficie —propuso Joe con vehemencia.
—Hazlo tú, Joe, mientras nosotros nos preocupamos por hallar agua —le contestó Tom, y después se dirigió a su padre con expresión seria: Si el sondeo demostrara que hay suficiente níquel y plata, ¿compensaría eso para abrir una mina?
—Se ve que eres hijo mío —dijo Samuel—. Ignoramos si es tan grande como una casa, o del tamaño de un sombrero.
—Pero podemos hacer otro sondeo y comprobarlo.
—Sí, lo podríamos hacer, pero en secreto y ocultando nuestras intenciones bajo una cacerola.
—Pero, padre, ¿qué quiere usted decir?
—Oye, Tom, ¿es que no tienes el menor respeto por tu madre? Ya le damos bastante que hacer, hijo, y suficientes preocupaciones. Me ha dicho lisa y llanamente que si gasto un céntimo más en patentes hará que nos acordemos todos. ¿Ten compasión de ella, hombre! ¿Es que no te das cuenta de la vergüenza que sentiría cada vez que le preguntasen qué estábamos haciendo? Tu madre es muy sincera, y tendría que responder: «Están excavando una estrella» —rió con sonoras carcajadas—. Nunca nos lo perdonaría. Y nos lo haría pagar. Nos tendría por lo menos tres meses sin pastel.
—No podemos atravesarlo. Tendremos que trasladarnos a otra parte —observó Tom.
—Introduciré un poco de pólvora —respondió el padre—. Y si con eso no conseguimos partirlo, abriremos un nuevo agujero. —Se levantó—. Tendré que ir a casa a buscar pólvora y a afilar el taladro. ¿Por qué no venís conmigo? Daremos una sorpresa a madre, y no tendrá más remedio que cocinar toda la noche sin dejar de lamentarse. Así es como disimula su alegría.
—Viene alguien a toda prisa —comentó Joe.
Y divisaron a un jinete que venía hacia ellos a galope tendido. Aquel jinete, sin embargo, era muy curioso, pues montaba desmadejadamente, como una gallina atada sobre la silla. Cuando estuvo más cerca comprobaron que se trataba de Lee, que agitaba los codos como si fuesen alas, mientras su coleta danzaba y saltaba como una serpiente viva. Era sorprendente que consiguiese mantenerse sobre la silla galopando de aquella manera. El chino descabalgó sin resuello.
—¡
Señol
Adam dice que vengan!
Señola
Cathy mala… Venga
deplisa
.
Señola glita
, lanza chillidos.
—Calma, Lee. ¿Cuándo empezó? —preguntó Samuel.
—Puede
sel
hola desayuno.
—Muy bien, pero cálmate. ¿Cómo está Adam?
—
Señol
Adam loco.
Llola, líe,
vomita.
—Claro —dijo Samuel—. ¡Estos padres novatos! A mí también me pasó. Tom, ensilla un caballo para mí, ¿quieres?
—¿Qué ocurre? —preguntó Joe.
—Pues que la señora Trask está a punto de dar a luz a su pequeño. Prometí a Adam que la ayudada.
—¿Usted? —se asombró Joe.
Samuel miró fijamente a su hijo menor.
—Yo mismo os traje al mundo con mis propias manos —dijo—. Y hasta ahora no os habéis quejado de que hubiera hecho un mal trabajo. Tom, recoge las herramientas y vuelve al rancho para afilar el taladro. Trae luego la caja de pólvora que está en el estante del cobertizo de las herramientas y manéjala con cuidado, si estimas en algo tus brazos y piernas. Joe, tú quédate aquí y cuida de todo eso.
—Pero ¿qué haré yo aquí solo? —protestó Joe.
Samuel permaneció un momento en silencio, y luego preguntó:
—Joe, ¿me quieres de verdad?
—Naturalmente.
—Si supieses que he cometido un gran crimen, ¿me entregarías a la policía?
—Pero ¿qué está usted diciendo?
—Dime, ¿lo harías?
—No.
—Muy bien, entonces. En mi cesta, debajo de mis ropas, encontrarás dos libros. Son nuevos, así que trátalos con cuidado. Son dos volúmenes cuyo autor es un hombre que dará mucho que hablar. Puedes empezar a leerlos, si así lo deseas, y eso te abrirá algo los ojos. Se titulan
Los principios de la psicología
, y su autor es un hombre del este, llamado William James. No tiene nada que ver con el ladrón de trenes del mismo nombre. Y escúchame, Joe, si alguna vez se te ocurre mencionarlos, te echaré del rancho. Y si tu madre se entera de que gasto el dinero en ellos, no hay duda de que me echará a mí.
Tom condujo un caballo ensillado junto a su padre.
—¿Me los dejará leer después a mí?
—Si —dijo Samuel y pasó con ligereza la pierna por encima de la silla—. Vamos, Lee.
El chino quería ponerse al galope, pero Samuel lo refrenó, diciéndole:
—Tómeselo con calma, Lee. Los alumbramientos son más lentos de lo que cree la mayoría.
Durante un tiempo cabalgaron en silencio, hasta que Lee dijo:
—Es una lástima que haya comprado usted esos libros. Yo tengo esa obra en un solo tomo, como libro de texto. Podría habérselo prestado.
—¿Dice usted que los tiene? ¿Posee usted muchos libros?
—Aquí, no muchos, unos treinta o cuarenta. Pero puede usted disponer de ellos cuando desee.
—Gracias, Lee. Y puede estar seguro de que así lo haré en la primera oportunidad que se presente. ¿Sabe? Me gustaría que hablase usted con mis hijos. Joe es un poco inconstante, pero Tom es un muchacho muy serio y se beneficiaría con su conversación.
—Me resulta extremadamente difícil, señor Hamilton. Soy muy tímido cuando tengo que hablar con un desconocido, pero si usted quiere lo intentaré.
Dirigieron los caballos rápidamente hacia la pequeña cañada donde se asentaba la mansión de los Trask.
—Dígame, ¿cómo está ella? —preguntó Samuel.
—Preferiría que la viese y lo comprobase usted mismo —respondió Lee—. Ya sabe usted, cuando un hombre vive solo como yo, su mente puede desplazarse siguiendo una tangente irracional, debido a que su mundo social está descentrado.
—Si, ya lo sé. Pero yo no estoy solo, y, sin embargo, también he salido por la tangente. Aunque bien pudiera ser que no haya seguido la misma que usted.
—¿No piensa usted que son imaginaciones mías?
—No sé qué será, pero debo decirle, para su tranquilidad, que me domina una sensación extraña.
—Diría que a mí también me ocurre lo mismo —dijo Lee, y sonrió. Y hasta tal punto me ha impresionado que, desde que vine aquí, no hago más que pensar en cuentos de hadas chinos que me contaba mi padre. Nosotros, los chinos, tenemos una demonología muy desarrollada.
—¿Cree usted que ella es un demonio?
—No, desde luego —contestó Lee—. Espero estar por encima de semejante estupidez. No sé qué es. Ya sabe usted, señor Hamilton, un criado llega a tener un gran olfato para saber dónde trabaja. Y en esta casa hay algo raro. Quizá por eso me acuerdo de los demonios de los cuentos que me narraba mi padre.
—¿Su padre creía en ellos?
—Oh, no, pero pensaba que yo tenía que conocer ese fondo ancestral de nuestro pueblo. Ustedes, los occidentales, también conservan una serie de mitos.
—Dígame qué ha ocurrido para impulsarlo a venir. Me refiero a esta mañana —le indicó Samuel.
—Si usted no viniese conmigo quizá lo haría —respondió Lee—. Pero preferiría no hacerlo. Ya lo verá usted mismo. Debo de estar loco. Desde luego, el señor Adam tiene los nervios tan tirantes que sonarían como las cuerdas de un banjo.
—Póngame en antecedentes. Nos ahorrará tiempo. ¿Qué hizo ella?
—Nada. Es como le cuento. Señor Hamilton, yo he asistido a otros alumbramientos, puedo decir que a bastantes, pero éste es algo nuevo para mí.
—¿Por qué?
—Es…, bien…, le diré lo único que se me ocurre. Parece mucho más un terrible y mortal combate que un nacimiento.
Cuando penetraban en la cañada y pasaban bajo los robles, Samuel dijo:
—Espero no haberme dejado influir por sus nervios, Lee. Es un día extraño, y no sé por qué.
—No sopla el viento —observó Lee—. Es el primer día en un mes en que no ha soplado el viento por la tarde.
—Así es. Pero es que he estado tan preocupado por los detalles, que no he prestado atención al cariz que presentaba el día. Primero encontramos una estrella enterrada y ahora vamos a alumbrar a un ser humano.
Miró hacia las ramas de los robles y las montañas amarillentas.
—¡Qué día tan hermoso para venir al mundo! —exclamó. Si las señales imprimen su huella sobre la vida, la que va a nacer será muy dulce. Y, Lee, si Adam juega limpio, asistirá a ello. Quédese cerca, por favor, por si le necesito. Mire a los carpinteros, descansando bajo aquel árbol.
—El señor Adam ha hecho parar las obras. Ha pensado que el martilleo molestaría a su esposa.
—Usted no se aleje. Eso parece demostrar que Adam es sincero. Ignora que su esposa probablemente no oiga ni al propio Dios tocando retreta en el cielo —dijo Samuel.
Los trabajadores sentados bajo el árbol lo saludaron con la mano.
—¿Cómo está usted, señor Hamilton? ¿Y su familia?
—Bien, bien. Díganme, ¿no es ése Rabbit Holman? ¿Dónde ha estado usted todo este tiempo, Rabbit?
—Explorando por ahí, señor Hamilton.
—¿Ha encontrado usted algo, Rabbit?
—No me hable, señor Hamilton; no pude encontrar siquiera la mula que llevé conmigo.
Siguieron cabalgando hacia la casa. Lee dijo de pronto:
—Cuando tenga un minuto, me gustaría enseñarle algo.
—¿Qué es, Lee?
—Pues verá. He estado tratando de traducir algunos antiguos poemas chinos al inglés. No estoy seguro de que se pueda tener éxito en esa empresa. ¿No querría usted verlos?
—Ya lo creo, Lee. Sería un placer para mí, caramba.
En la blanca casa de madera de Bordoni reinaba un gran silencio, un silencio casi inquietante, y las cortinas estaban corridas. Samuel desmontó ante la escalinata, desató las alforjas que llevaba prendidas del arzón y confió su caballo al cuidado de Lee. Llamó a la puerta, y al no recibir respuesta, penetró en la casa. En el salón reinaba la penumbra, en contraste con la viva luz que imperaba en el exterior. Miró por la puerta de la cocina y contempló el interior de la pieza, fregada y limpia hasta el exceso, por obra de Lee. Una cafetera de arcilla gris borboteaba sobre la estufa. Samuel llamó ligeramente con los nudillos a la puerta del dormitorio y entró.
En el interior reinaba una oscuridad casi completa, no sólo porque habían sido corridas las cortinas, sino también porque las ventanas habían sido cubiertas con mantas. Cathy yacía en el gran lecho con dosel, y Adam estaba sentado a su lado con el rostro hundido en la colcha. Levantó la cabeza y miró sin ver.
—Pero ¿qué hace usted ahí a oscuras? —saludó Samuel alegremente.
—Ella no quiere luz. Le hace daño en los ojos —respondió Adam con voz ronca.
Samuel penetró en la estancia y a cada paso que daba irradiaba mayor autoridad.
—Tiene que haber luz —dijo—. Si le molesta puede cerrar los ojos. Si es preciso, le pondremos una venda negra.
Se dirigió a la ventana y asió la manta para desprenderla, pero Adam se plantó a su lado en un abrir y cerrar de ojos.
—Déjelo. La luz le hace daño —dijo con voz airada.
Samuel se volvió.
—Mire, Adam, comprendo cuáles son sus sentimientos. Le prometí que yo me ocuparía de todo y lo haré. Pero de quien no quiero ocuparme es de usted —dijo, y arrancó la manta y descorrió las cortinas para dejar entrar la dorada luz de la tarde.
Cathy lanzó un pequeño gemido y Adam corrió junto a ella, diciéndole:
—Cierra los ojos, querida. Te pondré una venda, si quieres.
Samuel dejó las bolsas sobre una silla y se acercó al lecho.
—Adam —dijo firmemente, le ruego que salga de la habitación y espere fuera.
—¡Imposible. ¿Por qué?
—Porque no lo necesito. Es una costumbre muy aconsejable que trate de emborracharse.
—No podría.
—Me cuesta mucho enfadarme, y todavía más disgustarme —prosiguió Samuel, pero sé muy bien cuándo empiezo a estarlo. O sale usted de la habitación y deja de importunarme, o me voy, y allá se las componga usted.
Finalmente, y desde el umbral, Samuel le advirtió.
—Y no quiero que irrumpa usted aquí dentro si oye algo. Esperará a que yo salga.
Cerró la puerta, y se dio cuenta de que había una llave en la cerradura; echó la llave y se dirigió a Cathy:
—Es un hombre turbado y vehemente. La ama mucho.
Aún no había mirado a la parturienta. Y cuando lo hizo, se percató de que sus ojos destilaban odio, un odio implacable y criminal.
—Durará poco, no se preocupe. ¿Ya ha roto aguas?
Ella le miró con sus ojos hostiles y descubrió sus blancos dientecitos. Pero no respondió palabra.
Samuel clavó su mirada en ella.
—Yo no he venido por casualidad, sino porque soy su amigo —afirmó. Para mí esto no es ningún placer, joven. Ignoro cuáles son sus problemas y cada vez me importan menos. Es posible que le pueda ahorrar algunos sufrimientos, ¿quién sabe? Sólo voy a hacerle otra pregunta. Si usted no me responde, si usted sigue mirándome con tanta irritación, entonces me marcharé y dejaré que se las componga como pueda.