Adam apoyó los codos en la mesa. Sentía que la locuacidad se despertaba en él, y eso le asustaba. Su voz no le parecía normal y sus palabras le sorprendieron.
—No suelo venir mucho por aquí —comentó. ¿Conoce un lugar llamado Kate?
—¡Jesús! Este ron es mejor de lo que yo pensaba —exclamó el señor Lapierre—, y prosiguió con firmeza: ¿Vive usted en un rancho?
—Sí, cerca de King City. Me llamo Trask.
—Mucho gusto en conocerle. ¿Es usted casado?
—No. Ya, no.
—¿Viudo?
—Sí.
—Vaya mejor a casa de Jenny. Deje en paz a Kate, no se la recomiendo. Jenny está justo aquí al lado. Vaya y quedará satisfecho. —¿Dice que está al lado?
—Siga usted una manzana y media y tuerza a la derecha. Cualquiera le dirá dónde están esas casas.
Adam sentía la lengua estropajosa.
—¿Pero qué pasa con Kate?
—Vaya usted a casa de Jenny —repitió el señor Lapierre.
Era una tarde desapacible y borrascosa. La calle Castroville semejaba un barrizal, y el Barrio Chino estaba tan inundado que sus moradores habían tendido tablas a través de las estrechas callejuelas que separaban sus cabañas. El cielo del atardecer se hallaba cubierto por grises nubarrones que recargaban el ambiente. El viento de la tarde había amainado, y hacía frío, lo suficiente como para descorrer las cortinas que el ron había echado sobre la mente de Adam, sin devolverle por ello su timidez. Caminó rápidamente por las aceras sin pavimentar, con la mirada fija en el suelo para evitar los charcos. En el paso a nivel se distinguía la luz mortecina de una linterna, y de la puerta de Jenny pendía un pequeño globo encarnado.
Adam siguió las instrucciones que le habían dado. Contó dos casas y casi pasó la tercera, medio oculta tras la salvaje vegetación que crecía ante ella. Atisbó a través del portón hacia el oscuro pórtico, abrió lentamente la puerta y penetró en el herboso sendero. En la semioscuridad, vio el cochambroso pórtico medio en ruinas y los endebles peldaños. Hacía mucho tiempo que había desaparecido la pintura de las puertas de tabla de chilla, y el jardín no había sido jamás arreglado. De no haber sido por la franja de luz alrededor de las cortinas corridas, hubiera pasado de largo, creyendo que la casa estaba abandonada. Los peldaños parecían hundirse bajo su peso, y las planchas de la entrada crujieron cuando él las cruzó.
La puerta de entrada se abrió, y vio una confusa silueta, con la mano en el picaporte. Una voz suave preguntó:
—¿No quiere entrar?
El vestíbulo estaba apenas iluminado por pequeños globos provistos de pantallas rosas. Adam sintió que pisaba una gruesa alfombra. Veía brillar muebles pulidos y lucir oscuramente los marcos dorados de los cuadros, lo cual le dio una inmediata impresión de orden y riqueza.
La voz amable dijo:
—Debía haberse puesto usted un impermeable. ¿Tenemos el gusto de conocerlo?
—No, no me conocen —respondió Adam.
—¿Quién lo envía?
—El dueño del hotel.
Adam se esforzó por ver a la joven que estaba ante él. Vestía de negro y no lucía adorno alguno. Su rostro era de facciones agudas, pero bonito. Trató de pensar a qué animal, a qué depredador nocturno, le recordaba. Era algún animal de presa y misterioso.
—Si usted quiere, me acercaré a una lámpara —le propuso la joven.
—No.
Ella rio.
—Siéntese allí. Usted ha venido aquí por algo, ¿no es eso? Si me dice lo que quiere, le encontraré la chica que desea.
Aquella voz contenida poseía una fuerza precisa y cortante. Y la joven escogía sus palabras como si se tratase de flores en un jardín y necesitase su tiempo para elegirlas.
Adam se sentía zafio y torpe. De pronto farfulló:
—Quiero ver a Kate.
—La señorita Kate está ocupada. ¿Lo espera?
—No.
—Permítame que me encargue de usted.
—Quiero ver a Kate.
—¿Puede decirme de qué se trata?
—No.
La voz de la joven era incisiva como el filo de una navaja aguzada con una piedra.
—No puede usted verla. Está ocupada. Si no quiere ir con una chica ni nada más, será mejor que se vaya.
—Bien, ¿quiere usted decirle que estoy aquí?
—¿Le conoce a usted?
—No lo sé —y sintió que su valor desaparecía. Aquel recuerdo fue como una ducha helada—. No lo sé. Pero ¿quiere usted decirle que Adam Trask desea verla? Ya sabrá entonces si me conoce o no.
—Ya veo. Bien, se lo diré.
Se dirigió silenciosamente hacia la puerta de la derecha, y la abrió. Adam oyó el susurro de algunas palabras, y un hombre se asomó a la puerta. La joven dejó la puerta abierta para que Adam comprendiese que no estaba sola. A un lado de la estancia unos pesados cortinones oscuros ocultaban otra puerta. La joven los separó y desapareció tras ellos. Adam se sentó en una silla. Con el rabillo del ojo vio aparecer la cabeza del hombre, que se ocultó de nuevo.
Las habitaciones particulares de Kate eran cómodas y prácticas. No se parecían en lo más mínimo a las de Faye. Las paredes estaban recubiertas de seda azafranada y las colgaduras eran de un verde manzana. Por todas partes había seda: sillones con cojines recubiertos de seda; lámparas con pantallas de seda; un ancho lecho, al fondo de la habitación, con una brillante colcha de raso blanco, sobre la que se amontonaban gigantescas almohadas. No había ningún cuadro en las paredes, ninguna fotografía, ni ningún objeto personal de cualquier clase. El tocador contiguo al lecho no mostraba ningún frasco ni redoma sobre su superficie de ébano, y su brillo se reflejaba en un espejo triple. La alfombra era tupida y antigua, probablemente china, y sobre ella habla dibujado un dragón verde manzana, con un fondo azafranado. Una parte de la estancia se destinaba a dormitorio, el centro a salón y el otro extremo a oficina, con archivadores de roble dorado, una gran arca negra con letras doradas y un escritorio de persiana enrollable, con una doble lámpara de pantalla verde, una silla giratoria ante él y otra corriente al lado.
Kate estaba sentada en la silla giratoria. Todavía era bonita y volvía a tener el cabello rubio. Su boca era pequeña y firme, con las comisuras levantadas como siempre. Pero sus rasgos no eran ya tan agudos como antes. Sus hombros se habían vuelto carnosos, mientras que sus manos se habían afilado y llenado de arrugas. Sus mejillas eran gordezuelas y tenía una ligera papada. Sus senos seguían siendo pequeños, pero una capa de grasa le abultaba algo el estómago. Sus caderas eran estrechas, pero sus piernas y pies habían engrosado hasta el punto que el empeine aparecía combado sobre sus zapatos sin tacón. Y a través de sus medias se adivinaba débilmente el vendaje elástico para las varices.
Sin embargo, aún era bonita y de aspecto limpio y aseado. Sólo sus manos habían envejecido, con las palmas y las yemas de los dedos lustrosos y brillantes, y el dorso arrugado y lleno de manchas pardas. Iba severamente vestida con un traje oscuro de mangas largas, y la única nota de contraste eran el cuello y los puños de encaje blanco y ondulado.
La obra de los años había sido muy tenue. Si alguien hubiese convivido con ella, es probable que no lo hubiese advertido. Las mejillas de Kate eran tersas, su mirada penetrante y algo despectiva, su nariz delicada y sus labios delgados y firmes. La cicatriz de su frente resultaba muy visible, aunque estaba recubierta de polvos que tenían el mismo tono que su tez.
Kate se hallaba examinando un montón de fotografías en el escritorio, todas del mismo tamaño, todas tomadas por la misma cámara, a la luz del magnesio. Y aunque lo que había escrito en cada fotografía era distinto, las posturas eran todas muy parecidas. Los rostros de las mujeres no se dirigían nunca hacia el objetivo.
Kate dispuso las fotografías en cuatro montones, para meterlas luego en gruesos sobres de papel de Manila. Cuando oyó llamar a la puerta, metió los sobres en una casilla del escritorio.
—¡Adelante! Ah, ¿eres tú, Eva? ¿Ya ha venido?
La joven se acercó al escritorio antes de contestar. A la luz de la lámpara, los rasgos de su rostro aparecían tirantes y sus ojos brillaban.
—Es uno nuevo, un forastero. Dice que quiere verla.
—No puede ser, Eva. Ya sabes a quién espero.
—Ya le dije que no le podía recibir, pero ha dicho que la conocía.
—¿Ha dicho quién era, Eva?
—Es un hombre grandote y zafio, algo borracho. Dice que se llama Adam Trask.
Aunque Kate no hizo el menor movimiento ni lanzó ninguna exclamación, Eva comprendió que aquellas palabras la habían impresionado. Los dedos de la mano derecha de Kate se crisparon lentamente, mientras que la mano izquierda se deslizaba como un gato flaco hacia el borde del escritorio. Kate permaneció inmóvil y conteniendo el aliento. Eva estaba en extremo nerviosa. Pensó en la caja que tenía en el cajón del armario, donde guardaba su aguja hipodérmica.
—Siéntate en ese sillón, Eva. Sólo un minuto —le dijo Kate al cabo de unos instantes.
Viendo que la joven no se movía, Kate le ordenó con tono imperativo que se sentase. Eva se encogió con un gesto adulador y tomó asiento en el enorme sillón.
—No te muerdas las uñas —le ordenó Kate.
Eva separó las manos y las puso en cada brazo del sillón.
Kate miró las pantallas verdes de la lámpara de su escritorio. Luego se movió tan súbitamente, que Eva dio un salto y sus labios temblaron. Kate abrió el cajón del escritorio y sacó de él un papel doblado.
—Toma, ve a tu habitación y cálmate. No te lo tomes todo de una vez; no, no me fío de ti.
Kate dio unos golpecitos al papel y lo partió en dos; algo de polvillo blanco cayó antes de que lo doblase de nuevo y entregase uno de los trozos a Eva.
—¡Ahora, date prisa! Cuando bajes, dile a Ralph que quiero que se quede en el vestíbulo, lo suficientemente cerca para oír la campanilla, pero no la conversación. Si oye la campanilla, dile…, no, déjale obrar a su antojo. Después trae al señor Adam Trask ante mi presencia.
—¿Estará bien, señorita Kate?
Kate la miró hasta que la joven se volvió para irse, y entonces la llamó.
—Te daré la otra mitad en cuanto él se marche. Ahora, date prisa.
Cuando la puerta se hubo cerrado, Kate abrió el cajón derecho del escritorio y sacó un revólver de cañón corto. Hizo girar el tambor y examinó las balas. Lo cerró y lo dejó sobre el escritorio, cubierto con una hoja de papel. Apagó una de las luces y volvió a sentarse en la silla, asiendo con manos crispadas el escritorio.
Cuando llamaron a la puerta, ella dijo «Adelante» sin apenas mover los labios.
Eva tenía los ojos humedecidos y parecía aliviada.
—Aquí está —anunció, y cerró la puerta tras Adam.
Adam paseó rápidamente la mirada por la estancia antes de ver a Kate, inmóvil ante el escritorio. La miró y luego avanzó con lentitud hacia ella.
Kate abrió las manos y su derecha se aproximó al papel. Sus ojos fríos e inexpresivos estaban fijos en los del visitante.
Adam vio su cabello, su cicatriz, sus labios, su garganta, sus brazos, hombros y reducidos senos. Suspiró profundamente.
La mano de Kate tembló un poco y preguntó:
—¿Qué quieres?
Adam se sentó en la silla que había junto al escritorio. Quería gritar de alivio, pero se limitó a decir:
—Nada. Sólo quería verte. Sam Hamilton me dijo dónde estabas. En cuanto Adam se sentó, la mano de ella dejó de temblar.
—¿No te lo habían dicho antes?
—No —respondió. No me lo habían dicho. Al principio me enfurecí mucho, pero ahora estoy bien.
Kate pareció experimentar un alivio y sonrió mostrando sus dientecillos, sus largos caninos blancos y afilados.
—Me has asustado —confesó.
—¿Por qué?
—No sabía cuáles eran tus intenciones.
—Ni yo tampoco —admitió Adam.
Y continuó contemplándola como si no se tratase de un ser vivo.
—Te esperé durante mucho tiempo, y al no venir, creo que dejé de pensar en ti —le explicó Kate.
—Pues yo no —contestó Adam—. Pero ahora no me costará hacerlo.
—¿Qué quieres decir?
El rió complacido.
—Ahora te veo. Eso es lo que quiero decir. Creo que fue Samuel quien dijo que nunca te había visto como eras, y es cierto. Recuerdo tu rostro, pero no lo he visto nunca antes de ahora. Y ahora puedo olvidarlo.
Los labios de Kate se contrajeron, y sus anchos ojos se entornaron con expresión cruel.
—¿De veras crees que puedes?
—Estoy absolutamente seguro.
Ella cambió entonces de táctica.
—Tal vez no tendrás que hacerlo —dijo, tanteándole—. Si no hay nada que te preocupe, quizá podríamos vivir juntos.
—No lo creo —respondió Adam.
—Eras un loco —prosiguió ella—. Parecías un niño. No sabías lo que realmente te convenía. Ahora yo puedo enseñártelo, porque ya pareces un hombre.
—Ya me enseñaste —le aseguró él—. Fue una lección muy dura.
—¿Quieres tomar una copita?
—Sí —contestó él.
—Por tu aliento noto que has estado bebiendo ron.
Se levantó y se dirigió a un armario, de donde sacó una botella y dos vasos, y cuando volvió se dio cuenta de que él miraba sus gruesos tobillos. Su rabia repentina, sin embargo, no hizo desaparecer la sonrisa de sus labios.
Puso la botella sobre la mesa redonda del centro de la estancia y llenó los dos vasitos de ron.
—Ven, siéntate aquí —dijo—. Estarás mejor.
Mientras ella se dirigía a un sillón, vio que los ojos de Adam estaban fijos en su prominente estómago. Le tendió un vaso, se sentó y cruzó las manos sobre el vientre.
Él se sentó con el vaso en la mano, y ella dijo:
—Bébetelo. Es un ron muy bueno.
Él sonrió con una sonrisa que ella jamás había visto.
—Cuando Eva me dijo que estabas aquí mi primera intención fue echarte —le confesó.
—Hubiera vuelto —replicó él—. Tenía que verte, no porque no creyese en lo que me había dicho Samuel, sino para convencerme por mis propios ojos.
—Bébete el ron —dijo ella.
Él miró el vaso.
—No vayas a pensar que intento envenenarte… —pero se detuvo y lamentó haber pronunciado esas palabras.
El seguía contemplando el vaso sin dejar de sonreír. La rabia contenida de Kate se mostró por fin en su rostro. Cogió su vaso y se lo llevó a los labios.
—El alcohol me pone enferma —dijo—. No lo bebo nunca. Es un veneno para mí.