Apretó la boca y sus agudos dientecillos se clavaron en su labio inferior.
Adam continuó sonriendo.
Kate sentía que estaba a punto de perder los estribos. Bebió algo de ron y tosió, llenándosele los ojos de lágrimas, que enjugó con el dorso de la mano.
—Veo que no confías mucho en mí —observó Kate.
—No, no mucho.
Adam levantó el vaso y lo apuró de un trago; luego se puso en pie y rellenó el de Kate y el suyo.
—No quiero beber más —declaró Kate, con expresión de pánico.
—No tienes que hacerlo —contestó Adam—. Termino éste y me voy.
El alcohol quemaba la garganta de Kate, que empezaba a sentir la comezón que tanto la inquietaba.
—No te tengo miedo, ni a ti ni a nadie —dijo—, y apuró su segundo vaso.
—No tienes razón alguna para temerme —respondió Adam—. Puedes olvidarme, si quieres, aunque dices que ya lo habías hecho.
Sintió un calor y una sensación de seguridad muy agradables, que le hacían encontrarse mejor de lo que había estado en muchos años.
—Vine para asistir al entierro de Sam Hamilton —le explicó—. Era un hombre excelente y le voy a echar mucho de menos. ¿Te acuerdas, Cathy? Te ayudó a traer al mundo a los mellizos.
En Kate el alcohol provocaba una tempestad. La lucha que entablaba en su interior apareció reflejada en su rostro.
—¿Qué te pasa? —preguntó Adam.
—Ya te dije que el alcohol para mí era veneno y que me ponía enferma.
—No podía arriesgarme —le confesó él con toda calma—. Una vez disparaste contra mí, e ignoro qué más habrás podido hacer.
—¿Qué quieres decir?
—Han llegado a mis oídos cosas escandalosas —dijo él—. Escandalosas y repugnantes.
Por un momento Kate olvidó su lucha contra el alcohol, pero sabía que había perdido la batalla. El alcohol se le había subido a la cabeza, haciendo desaparecer su temor y dejando en su lugar solamente la crueldad sin prudencia.
Agarró la botella y se sirvió el tercer vaso.
Adam tuvo que levantarse para llenarse el suyo. Un sentimiento completamente extraño en él había surgido en su interior. Gozaba de verla así y de observar la lucha que ella entablaba consigo misma. Le gustaba castigarla, pero no por ello dejaba de estar atento. «Tengo que andar con cuidado», se dijo. «Es mejor no hablar.»
Y dijo en voz alta:
—Sam Hamilton era un gran amigo mío. Le voy a echar de menos.
Al beber, algo de ron se había esparcido en torno a las comisuras de la boca de Kate.
—Yo lo odiaba —respondió. De haber podido, lo hubiera matado.
—¿Por qué? Se portó bien con nosotros.
—Él veía, veía en mi interior.
—¿Y qué hay de malo en ello? Conmigo hacía lo propio, pero era para ayudarme.
—Le odio —dijo ella con acritud—. Me alegro de que haya muerto.
—Ojalá también yo hubiese podido ver dentro de ti —se lamentó Adam.
Los labios de Kate se contrajeron.
—Estás loco —dijo ella—. Yo no te odio. Sólo eres un loco sin voluntad.
A medida que aumentaba la tensión de Kate, una mayor calma se iba apoderando de Adam.
—¡Siéntate ahí y sonríe! —gritó ella—. Te crees que eres libre, ¿no es eso? ¡Unos cuantos tragos y ya te crees un hombre! No tendría más que hacerte una seña con el meñique y vendrías babeando y arrastrándote de rodillas. —Se sentía dominadora y había abandonado por completo su astucia zorruna—. Te conozco bien, conozco tu cobarde corazón.
Adam seguía sonriendo. Bebió un sorbo y eso le recordó que debía llenar el vaso de Kate. El cuello de la botella tintineó contra el vaso.
—Cuando estaba malherida te necesité —admitió ella—. Pero no eras más que bazofia. Y cuando ya no te necesité, trataste de retenerme. Deja de sonreír de esa estúpida forma.
—Me gustaría saber qué es lo que odias tanto.
—Te gustaría saberlo, ¿no? —Kate había perdido casi por completo la prudencia—. No es odio lo que siento; es desprecio. Cuando era casi una niña, me di cuenta de lo estúpidos y mentirosos que eran, me refiero a mi padre y a mi madre, con su afectada bondad. Pero no eran buenos. Los conocía bien. Les obligaba a hacer todo lo que yo quería. Siempre obligo a los demás a plegarse a mi voluntad. Cuando crecí, obligué a un hombre a matarse por mí. También tenía la pretensión de ser bueno, pero todo lo que quería era acostarse conmigo, que no era más que una niña.
—Pero si dices que se mató, es porque debía sentir alguna pena muy grande.
—Era un loco —contestó Kate—. Oí cómo llamaba a la puerta de casa, y suplicaba. Estuve riendo toda la noche.
—A mí no me gustaría pensar que he obligado a alguien a matarse —le dijo Adam.
—Tú también eres un loco. Recuerdo lo que decían: «¿No es una niña muy bonita, tan dulce, tan delicada?». Pero nadie me conocía. Yo los hacía pasar por el aro, pero ellos jamás se dieron cuenta.
Adam apuró el vaso. Se sentía distante y observador, y le parecía que podía ver los impulsos de Kate surgiendo de su interior como una caravana de hormigas, y que podía leerlos claramente. Se había apoderado de él aquella profunda lucidez y discernimiento que a veces proporciona el alcohol.
—No me importa que te gustase o no Samuel Hamilton —le aseguró—. Yo lo consideraba un hombre sabio. Recuerdo que una vez dijo que una mujer que lo sabe todo sobre los hombres, suele conocer sólo una parte de ellos muy bien, y puede no concebir la existencia de otras partes, pero eso no quiere decir que no existan.
—Era también un embustero y un farsante —replicó Kate, escupiendo las palabras—. Lo que más odio son los embusteros, y todos los hombres son unos embusteros. Esa es la verdad. Me gusta desenmascararlos y restregarles los hocicos en su propio estiércol.
Adam enarcó las cejas.
—¿Quieres decir que en el mundo no hay más que maldad y locura?
—Eso es exactamente lo que quiero decir.
—No lo creo —respondió Adam con calma.
—¡No lo crees! ¡No lo crees! —dijo ella, imitándolo burlonamente—. ¿Quieres que te lo demuestre?
—No puedes —le contestó.
Ella se levantó, corrió al escritorio y volvió con los sobres castaños, que dejó sobre la mesa.
—Mira eso —le ordenó.
—No me interesa.
—Pues tendrás que hacerlo. —Y sacó una fotografía—. Mira. Es un senador del Estado. Cree que alcanzará un escaño en el Congreso. Mira qué tripa tiene. Tiene pechos como una mujer. Le gusta usar el látigo, y que lo usen con él. Fíjate en esta raya de aquí, es una señal de látigo. ¡Mira qué expresión tiene! Está casado, tiene cuatro hijos y piensa, como te digo, llegar hasta el Congreso. ¡No lo creerías! Ahora mira éste. Este montón de manteca es un concejal; este sueco corpulento y enrojecido posee un rancho cerca de Blanco. ¡Mira este otro! Es profesor en Berkeley. Viene aquí para que le meen en la cara, y es profesor de filosofía. ¡Y mira éste! Es un ministro del Señor, un hermano de Jesucristo. Antes, para sentir placer, tenía que incendiar una casa. Ahora se lo proporcionamos de otra manera. ¿No ves ese fósforo encendido sobre su escuálido flanco?
—No quiero verlos —repitió Adam.
—Pues ya los has visto. ¡Y todavía no lo crees! Vas a terminar suplicándome que te deje venir, acabarás arrastrándote por ahí aullando a la luna. —Trataba de imponerle su voluntad, pero se dio cuenta de que Adam estaba distante y libre. Su rabia se convirtió en frío veneno—. Nunca se ha escapado nadie —dijo suavemente; sus ojos eran helados e inexpresivos, pero con sus uñas arañaba los brazos del sillón, arrancando y desgarrando la seda.
Adam suspiró:
—Si yo tuviese esas fotografías y esos hombres lo supiesen, no me sentiría muy seguro —observó. Creo que una sola de esas fotografías es capaz de destruir toda la vida de un hombre. ¿No te sientes en peligro?
—¿Te crees que soy una niña? —preguntó ella.
—Ya no —respondió Adam—. Empiezo a pensar que eres un tornado humano, o ni siquiera humano.
Ella sonrió.
—Tal vez has dado en el clavo —respondió. ¿Piensas que yo quiero ser humana? ¡Mira esas fotografías! Antes preferiría ser un perro que un ser humano. Pero no soy un perro. Soy más lista que los seres humanos. Nadie puede hacerme daño. No te preocupes por mi seguridad. —Señaló con la mano los archivadores—. Tengo ahí más de un centenar de hermosas fotografías, y esos hombres saben que si me ocurriese algo (lo que fuese) un centenar de cartas, cada una acompañada de una fotografía, serían echadas al correo, y cada carta iría adonde pudiese hacer más daño. ¿Ves cómo no pueden hacerme nada?
—Pero suponte que sufrieses un accidente, o una enfermedad —replicó Adam.
—No habría la menor diferencia —contestó ella inclinándose hacia él—. Voy a decirte un secreto que ninguno de esos hombres conoce. Dentro de pocos años me iré de aquí. Y entonces, esos sobres serán echados al correo.
Y se recostó en el sillón, riendo.
Adam se estremeció y la miró con más atención. Su rostro y su risa eran infantiles e inocentes. Se puso en pie y se sirvió otro vaso, un trago corto esta vez. La botella estaba casi vacía.
—Ya sé lo que odias. Algo que ellos no pueden comprender. Tú no odias lo que hay de malo en ellos, sino lo bueno, que no puedes comprender ni alcanzar. Me gustaría saber qué te propones en última instancia.
—Dispondré de todo el dinero que quiera —le explicó Kate—. Iré a Nueva York antes de que sea vieja. Todavía no lo soy. Compraré una casa, una hermosa casa en un hermoso barrio, y tendré criados y todo lo mejor. Pero primero, habré de encontrar a un hombre y si todavía está vivo, muy lentamente y procurando causarle el mayor dolor, iré quitándole la vida. Si lo hago bien y como es debido, se volverá loco antes de morir.
Adam golpeó el suelo con el pie, con ademán impaciente.
—Tonterías —respondió—. Eso no puede ser cierto. Es una locura. No creo ni una palabra de lo que dices.
—¿Te acuerdas de la primera vez que me viste? —le preguntó Kate. El rostro de Adam se ensombreció.
—¡Oh, Señor, sí!
—¿Te acuerdas de mi mandíbula rota, de mis labios partidos y de los dientes que me faltaban?
—Me acuerdo, aunque no quiero hacerlo.
—Mi mayor placer sería encontrar al hombre que me hizo eso —le explicó Kate—. Y después, vendrían los demás placeres.
—Tengo que irme —dijo Adam.
—No te vayas, querido. No te vayas, amor mío. Las sábanas de mi lecho son de seda. Quiero que las sientas contra tu piel —le insinuó ella.
—No lo dirás en serio, ¿verdad?
—Oh, claro que sí, amor mío, claro que sí. Eres bastante torpe en las lides amorosas, pero yo te enseñaré. Sí, yo te enseñaré.
Se levantó tambaleándose y puso su mano sobre el brazo de Adam. Su rostro parecía fresco y juvenil. Adam miró la mano y la vio llena de arrugas y pálida como la de un mono y se separó con repulsión.
Ella vio su gesto, lo comprendió y apretó los labios.
—No lo entiendo —reflexionó Adam—. No lo entiendo y no puedo creerlo. Sé que mañana no podré creerlo. Me parecerá todo una pesadilla. Pero no, no puede ser un sueño, no puede ser, porque ahora recuerdo que eres la madre de mis hijos. Todavía no me has preguntado por ellos. Y tú eres su madre.
Kate apoyó los codos sobre las rodillas y hundió la barbilla entre las manos, cuyos dedos le cubrían sus puntiagudas orejas. Sus ojos brillaban con expresión de triunfo y su voz era suave y burlona.
—Un loco siempre deja una puerta abierta —dijo—. Descubrí eso siendo aún niña. Dices que soy la madre de tus hijos. ¿Tus hijos? Yo soy la madre, sí, pero ¿cómo sabes que tú eres el padre?
Adam se quedó boquiabierto.
—Cathy, ¿qué quieres decir?
—Me llamo Kate —le corrigió ella—. Escucha, querido, y recuerda. ¿Cuántas veces te permití acercarte lo suficiente como para dejarme embarazada?
—Estabas herida —dijo él—. Terriblemente herida.
—Una vez —contestó Kate, sólo una vez.
—El embarazo te hacía sentir mal —protestó él—. Era algo muy duro para ti.
Ella sonrió dulcemente.
—Para tu hermano, no estaba tan herida como te crees.
—¿Mi hermano?
—¿Es que ya has olvidado a Charles?
Adam rió.
—Eres un diablo —dijo—. ¿Pero crees que puedo imaginar semejante cosa de mi hermano?
—No me importa lo que puedas imaginar —replicó ella.
—No lo creo —respondió Adam.
—Pues tendrás que creerlo. Primero te extrañarás, y después empezarás a dudar. Vuelve a pensar en Charles. Piensa bien en él. Podría haberlo amado. En cierto modo, se parecía mucho a mí.
—No es verdad.
—Trata de recordar —dijo ella—. ¿No te acuerdas de aquel té que tenía gusto amargo? Tomaste mi medicina por equivocación. ¿Te acuerdas? Te quedaste dormido como un tronco y tardaste mucho en despertar, con la cabeza embotada.
—Estabas demasiado malherida para planear semejante cosa.
—Soy capaz de hacer cualquier cosa —replicó ella—. Y ahora, amor mío, quítate la ropa, y te enseñaré de qué otras cosas soy capaz.
Adam cerró los ojos y sintió que su cabeza giraba bajo los efectos del ron. Volvió a abrirlos y sacudió la cabeza.
—No me importaría, aunque fuese verdad —admitió. No me importaría en absoluto.
Y de pronto rió porque comprendió que sí lo era. Se puso rápidamente en pie, y tuvo que asir el respaldo del sillón, pues todo giraba a su alrededor.
Kate se levantó de un salto y lo agarró con ambas manos por el codo.
—Deja que te ayude a quitarte la chaqueta.
Adam se desasió de sus manos, que asían como garfios. Después, se dirigió con paso vacilante hacia la puerta.
Un odio incontenible fulguró en los ojos de Kate. Lanzó un grito, un largo y agudo chillido de bestia herida. Adam se detuvo y se volvió hacia ella. La puerta se abrió de par en par. El chulo de la casa dio tres pasos, tomó impulso, calculó el golpe y asestó un tremendo puñetazo, reforzado con todo su peso, bajo una oreja de Adam, que se desplomó al suelo.
—¡Las botas, golpéalo con las botas! —chilló Kate.
Ralph se acercó al caído y midió la distancia, pero se dio cuenta de los ojos abiertos de Adam, que lo miraban. Se volvió nerviosamente hacia Kate, pero ésta repitió con voz cortante:
—¡Golpéalo con las botas, te digo! ¡Pártele la cara!
—No puede luchar. Es incapaz de hacerlo —dijo Ralph.
Kate se sentó, jadeando afanosamente y retorciéndose las manos en el regazo.