—Tal vez Adam tendría que llevárselos de aquí —sugirió Samuel—. ¿No le parece, Lee?
—Todavía no ha respondido usted a mi pregunta, señor Hamilton. ¿Cómo ha sido capaz de hacerlo?
—¿Cree usted que he hecho mal?
—No, en absoluto. Pero nunca hubiera pensado que hubiese sido capaz de adoptar una decisión de tanta trascendencia y de llevarla a cabo. Le había juzgado mal. ¿Le interesa saber lo que pienso de usted?
—Muéstreme a un hombre a quien no le interese la opinión de los demás acerca de sí mismo —respondió Samuel—. Prosiga.
—Es usted un hombre bondadoso, señor Hamilton, y estaba convencido de que su bondad era el resultado de su aversión a las complicaciones. Y su mente es tan dócil como un corderito retozón que brinca en un prado lleno de margaritas. Que yo sepa, nunca ha enseñado usted los dientes a nadie. Y resulta que esta noche ha hecho usted algo que ha roto en pedazos la imagen que me había formado de usted.
Samuel enrolló una tira del látigo alrededor del mango y
Doxology
tropezó nuevamente en la carretera llena de roderas. El anciano se acarició la barba, que resplandecía con nívea blancura a la luz de las estrellas. Se quitó el sombrero negro y lo puso sobre sus rodillas.
—A mí me sorprendió tanto como a usted —dijo—. Pero si quiere conocer la causa, mire en su interior.
—No le comprendo.
—Si me hubiese hablado antes de sus estudios, hubiera sido muy diferente, Lee.
—Sigo sin entenderle.
—No me provoque, Lee, o seguiré hablando. Le dije a usted que mi lado irlandés iba y venía. Ahora está viniendo.
—Señor Hamilton, usted se irá y no volverá. Ya no le interesa vivir muchos años.
—Es cierto, Lee. ¿Cómo lo sabe usted?
—El aura de la muerte le rodea, la irradia por cada poro de su piel.
—Jamás hubiera imaginado que se pudiese ver —observó Samuel—. Sabe, Lee, comparo mi vida con una especie de música, no siempre buena, pero con forma y melodía. Y hace ya tiempo que mi vida ha dejado de ser un concierto a toda orquesta. Tan sólo es una nota continuada e invariable que expresa pena. No soy el único que lo siente así. Me parece que muchos de nosotros pensamos que la vida termina en derrota.
—Acaso somos demasiado ricos —contestó Lee—. He comprobado que no hay hombre más insatisfecho que el rico. Dad de comer a un hombre, vestidle, ponedle en una buena casa y morirá de desesperación.
—Fueron las dos palabras que usted tradujo, Lee: «Tú podrás„. Me agarraron por el cuello y me sacudieron. Y cuando se me pasó el mareo, se abrió ante mí una nueva senda resplandeciente por la que mi casi agotada vida camina hacia un final maravilloso. Y mi música posee una nueva y última melodía, semejante al canto de un ruiseñor en la noche.
Lee lo examinaba a través de la oscuridad.
—Con aquellos ancianos de mi familia ocurrió lo mismo.
Tú podrás gobernar el pecado», Lee. Eso es. Ya no creo que todos los hombres sean aniquilados. Puedo nombrarle una docena de ellos que ya no existen, pero gracias a los cuales el mundo vive. Con el alma pasa lo mismo que con las batallas: sólo los vencedores son recordados. Es cierto que la mayor parte de los hombres son aniquilados, pero hay otros que, como columnas de fuego, guían a la humanidad aterrorizada a través de las tinieblas. «!Tú podrás, tú podrás!» Qué gloria! Es cierto que somos débiles, dolientes y pendencieros, pero si sólo fuéramos eso, hubiéramos desaparecido de la faz de la tierra hace milenios. Sólo quedarían algunas mandíbulas fosilizadas, algunos dientes rotos entre las capas de caliza… Esas serían las únicas señales que el hombre habría dejado como recuerdo de su paso por este mundo.
¿Pero la facultad de escoger, Lee, y la facultad de vencer! Yo jamás lo había entendido ni aceptado hasta ahora. ¿Comprende ya por qué esta noche le he dicho a Adam lo que le he dicho? Ejercía la facultad de escoger. Tal vez me he equivocado, pero al decírselo le he obligado a vivir y a salir del caparazón. ¿Cuál era la palabra, Lee?
—
Timshel
—contestó Lee—. ¿Quiere parar un momento?
—Tendrá que andar un largo trecho de regreso.
Lee saltó del carro.
—¡Samuel! —gritó.
—¡Aquí estoy! —y el anciano sonrió. Liza me odia cuando contesto así.
—Samuel, usted ha ido más lejos que yo.
—Tengo que irme, Lee.
—Adiós, Samuel —se despidió Lee, y, se dio la vuelta para alejarse apresuradamente por la carretera, oyendo las llantas de hierro del carruaje traqueteando.
Se volvió para seguirlo con la mirada, y al final de la cuesta contempló la figura del viejo Samuel, recortándose contra el cielo, con su blanca cabellera resplandeciendo a la luz de las estrellas.
Aquel invierno llovió a conciencia y el valle Salinas se convirtió en un vergel rezumante y maravilloso. La lluvia caía suavemente, y empapaba la tierra sin provocar inundaciones. En enero, los pastos eran abundantes, y en febrero los montes estaban cubiertos de espesa hierba y el ganado aparecía gordo y lustroso. En marzo continuaba cayendo la lluvia fina, y los chaparrones esperaban cortésmente a que el suelo se hubiese bebido a sus predecesores. Cuando llegó el buen tiempo, la tierra floreció esplendorosamente, en amarillo, azul y oro.
Tom se hallaba solo en el rancho, e incluso aquellas tierras baldías aparecían ricas y encantadoras, con los pedruscos ocultos por la hierba, las vacas rollizas y las ovejas tan atiborradas de hierba que incluso sus excrementos eran verdes.
El mediodía del 15 de marzo, Tom se hallaba sentado en el banco que estaba fuera de la herrería. La soleada mañana estaba muy avanzada y por el lado de las montañas asomaban grises nubarrones cargados de agua, que venían del mar, y cuyas sombras se deslizaban por encima de la tierra esplendorosa.
Tom oyó el repiqueteo de unos cascos de caballos y vio a un muchachito que agitaba los brazos, espoleando a su fatigada cabalgadura, para que avanzara en dirección a la casa. Se levantó y bajó hacia la carretera. El muchacho se le acercó en su caballo, se quitó de un tirón el sombrero, arrojó al suelo un sobre amarillo, espoleó de nuevo a su caballo y se alejó al galope. Tom hizo ademán de llamarlo, pero luego se inclinó cansadamente y recogió el telegrama. Fue a sentarse al sol en el banco de la herrería, con el telegrama en la mano, y contempló los montes y la vieja mansión, como si quisiera prolongar algo en trance de desaparecer, antes de abrir el sobre y leer las cuatro palabras inevitables acerca de la persona, el acontecimiento y la hora.
Tom plegó con lentitud el telegrama, y volvió a doblarlo una y otra vez hasta reducirlo al tamaño de su pulgar. Se dirigió luego a la casa, atravesó la cocina y el saloncillo y entró en su dormitorio. Sacó del armario su traje oscuro y lo dejó sobre el respaldo de una silla, y sobre el asiento colocó una camisa blanca y una corbata negra. Después se tumbó en la cama y volvió la cara hacia la pared.
Los birlochos y las calesas habían abandonado ya el cementerio de Salinas. Los familiares y amigos volvieron a casa de Olive, en la Avenida Central, para tomar un refrigerio y beber algo de café, y para consolar a la familia con las frases consabidas.
George le ofreció a Adam Trask un lugar en el birlocho que había alquilado, pero Adam rehusó. Prefirió pasear por el cementerio y sentarse en el bordillo de cemento del panteón de la familia William. Los oscuros cipreses tradicionales se erguían tristemente al borde del cementerio, y en los senderos crecían blancas violetas silvestres. Alguien las había plantado allí, pero nadie se ocupaba de ellas, a juzgar por su aspecto abandonado.
El viento frío soplaba sobre las tumbas y gemía en los cipreses. Se veían muchas estrellas de hierro colado, que señalaban las tumbas de militares que habían pertenecido al Gran Ejército, y sobre cada estrella ondeaba una pequeña banderita, deshilachada por el viento, colocada allí el 30 de mayo del año anterior.
Adam miraba las montañas del este de Salinas, dominadas por la noble punta del pico Fremont. El aire era cristalino, como suele serlo algunas veces cuando va a llover. Y a los pocos instantes, el viento comenzó a traer las primeras gotas de lluvia fina, aunque el cielo aún no estaba completamente cubierto.
Adam había llegado en el tren de la mañana. No tenía intención de ir, pero algo superior a sus fuerzas lo arrastró. Le costaba creer que Samuel hubiese muerto. Oía todavía aquella voz rica y llena de lirismo, cuyo diapasón subía y bajaba en sus extrañas tonalidades extranjeras, y la curiosa música con que pronunciaba las palabras escogidas, y que hacía que uno nunca estuviese seguro de cuál iba a ser la próxima. En la mayoría de los hombres se está absolutamente seguro de cuál será la próxima palabra que dirán.
Adam había contemplado a Samuel en el féretro, y comprendió que no lo quería ver muerto. Y puesto que el rostro del hombre que yacía en el féretro no se asemejaba al de Samuel, Adam se fue para estar solo y conservar la antigua imagen tan conocida.
Tuvo que ir al cementerio, pues de lo contrario hubiera atentado contra las buenas costumbres. Pero se quedó bien atrás, en un lugar desde donde no se oían las palabras, y cuando los hijos rellenaron la tumba, él se fue a pasear por los senderos adornados de violetas blancas.
El cementerio estaba desierto y el viento canturreaba sombríamente, inclinando los corpulentos cipreses. Las gotitas de lluvia se hacían mayores y caían con más fuerza.
Adam se levantó, tuvo un estremecimiento y caminó entre las violetas hasta llegar junto a la tumba reciente. Se habían esparcido flores con el mayor cuidado para que cubriesen la húmeda tierra removida, y ya el viento había desparramado los capullos y arrojado al sendero los ramilletes más pequeños. Adam los recogió y volvió a ponerlos sobre la tumba.
Salió del cementerio, recibiendo en su espalda el viento y la lluvia, pero sin darse cuenta del agua que empezaba a empapar su chaqueta negra. El callejón Romie estaba fangoso y repleto de charcos, formados por las recientes roderas de los carruajes, y a ambos lados crecían las altas matas de avena silvestre de mostaza, con nabos silvestres que brotaban con fuerza y cardos purpúreos que alzaban la cabeza sobre la hierba lujuriante.
El negro fango de adobes se adhería a la suela de los zapatos de Adam y manchaba la parte inferior de sus pantalones oscuros. Faltaban casi dos kilómetros para llegar a la carretera de Monterrey, y cuando Adam la tomó, estaba lleno de barro y completamente empapado; después torció hacia el este y penetró en la ciudad de Salinas. Tenía el ala curvada de su sombrero de fieltro llena de barro y agua, y el cuello de su camisa completamente empapado y reblandecido.
Al llegar a la calle John, la carretera formaba un ángulo y se convertía en la calle Mayor. Cuando llegó a la calzada, Adam golpeó el suelo con los pies para desprender el barro de sus zapatos. Las edificaciones lo resguardaban del viento, y de pronto comenzó a temblar violentamente, aumentando entonces la velocidad de su marcha. Cerca del otro extremo de la calle Mayor, se encontraba un bar llamado Abbot House. Optó por entrar, pidió brandy y lo apuró de un trago, pero su temblor aumentó.
El señor Lapierre, tras el mostrador, se percató de su estado.
—Será mejor que tome otro —le aconsejó. Ha pillado usted un buen resfriado. ¿Quiere que le prepare un ron caliente? Eso se lo quitará.
—Sí, por favor —respondió Adam.
—Voy volando. Tome otro coñac entretanto, mientras caliento agua.
Adam se llevó el vaso a una mesa y se sentó, sintiéndose muy molesto por sus ropas húmedas. El señor Lapierre volvió de la cocina con una humeante ponchera. Puso el grueso vaso sobre una bandeja y lo llevó a la mesa.
—Tómelo tan caliente como pueda resistirlo —dijo—. Esto haría resucitar hasta a un muerto. —Se acercó una silla, se sentó, se levantó de nuevo y prosiguió: Usted me ha hecho sentir frío. Creo que yo también tomaré uno. —Trajo otro vaso y se sentó frente a Adam—. Ya está haciendo efecto —aseguró. Estaba usted tan pálido, que me asustó cuando entró. ¿Es usted forastero?
—Vivo cerca de King City —contestó Adam.
—¿Ha venido para asistir al entierro?
—Sí, era un viejo amigo mío.
—¿Ha habido mucha gente?
—Oh, sí.
—No me sorprende. Tenía muchos amigos. Es una lástima que no haya hecho buen día. Tómese otro trago; después debería meterse en la cama.
—Lo haré —dijo Adam—. Esto me entona y me hace sentir mejor.
—Eso es bueno. Acaso le he evitado a usted una pulmonía. Después de servirle otro ponche, trajo un trapo húmedo que fue a buscar tras el mostrador.
—Límpiese usted el barro —le ofreció. Un entierro nunca es muy alegre, pero si además llueve, entonces es lamentable.
—No empezó a llover hasta después del entierro —le aclaró Adam—. El chaparrón me pilló cuando volvía.
—¿Por qué no se queda usted en una de nuestras habitaciones? Así se podrá meter enseguida en cama, y yo le subiré un ponche, y mañana por la mañana ya se encontrará bien.
—Me parece que voy a hacerlo —respondió Adam. Sentía cómo la sangre afluía a sus mejillas y corría como fuego por sus brazos, como si un fluido extraño hubiese penetrado en sus venas; después, el calor alcanzó el oculto y frío reducto donde guardaba los pensamientos prohibidos, que empezaron a asomarse tímidamente a la superficie, como niños que no saben cómo van a ser recibidos. Adam tomó el trapo húmedo y se inclinó para frotar el barro de sus pantalones. La sangre palpitaba en sus ojos—. Creo que me vendría bien otro ponche —manifestó.
—Si es para el resfriado, ya tiene usted bastante —respondió el señor Lapierre—. Pero si lo que quiere es echar un trago, puedo darle un viejo ron de Jamaica que guardo ahí dentro. Se lo recomiendo. Tiene cincuenta años. Tómelo solo, porque el agua estropearía su sabor.
—Sólo una copita —admitió Adam.
—Yo le acompañaré. Hace meses que no he destapado esta botella. No me la piden mucho. Aquí todo el mundo bebe whisky.
Adam se limpió los zapatos y tiró el trapo al suelo. Probó el oscuro ron y tosió. La fuerte bebida lo envolvió en su dulce aroma y lo aturdió como si hubiese recibido un fuerte golpe en la nariz. Le pareció que la habitación se balanceaba, para volver de nuevo a su primitiva posición.
—Bueno, ¿verdad? —Preguntó el señor Lapierre—. Pero le advierto que es capaz de tumbar a un toro. Yo no tomaría más de una copita, a menos, desde luego, que usted desee que lo tumbe. Hay algunos que lo desean.