Adam tenía la cabeza inclinada, con las mandíbulas muy apretadas. Samuel lo miró.
—Eso es —dijo—. Clave bien los dientes en sus recuerdos para que no se le escapen. ¡Cómo defendemos a veces un error! ¿Tendré que decirle lo que hace, para que no crea que lo ha inventado usted? Cuando se va a la cama y apaga la lámpara, aparece ella en el umbral, rodeada de una pálida aureola, y usted ve cómo se agita su camisón. Y ella viene dulcemente hacia la cama, y usted, conteniendo el aliento, levanta las ropas del lecho para recibirla, y aparta su cabeza de la almohada para que ella pueda apoyar la suya. Aspira el dulce aroma de su piel, que huele como ninguna otra piel en el mundo…
—¡Basta! —gritó Adam—. ¡Maldita sea, basta! ¡Deje de meter las narices en mi vida! Parece usted un coyote olfateando alrededor de la carroña.
—A mi me pasó algo parecido —explicó Samuel suavemente, noche tras noche, durante meses y años, hasta este preciso instante. Y debería haber cerrado mi mente con candado y sellado mi corazón para impedir que ella me atormentase, pero no lo hice. Durante todos estos años, he estado engañando a Liza. A ella le daba mentiras y artificios y reservaba lo mejor para aquellas horas oscuras y embriagadoras. ¡Ojalá ella también hubiese tenido algún amor secreto! Pero jamás lo sabré. Creo que más bien ha cerrado con llave su corazón y ha arrojado la llave al infierno.
Adam tenía los puños crispados y la sangre había desaparecido de sus nudillos.
—Me hace usted dudar —dijo sombrío—. Siempre me ha hecho dudar. Usted me da miedo. ¿Qué tengo que hacer, Samuel? ¡Dígamelo! No comprendo cómo puede usted ver las cosas tan claras. ¿Qué tendría que hacer?
—Ya conozco esos «tendría», aunque jamás los pongo en práctica, Adam. Conozco muy bien esa frase. Tendría usted que encontrar una nueva Cathy, y ésta tendría que matar a la Cathy soñada, en duro enfrentamiento. Y usted, simple espectador, se uniría en espíritu a la vencedora. Sería una posibilidad. Pero lo mejor que puede hacer es buscar un nuevo amor que anulase el antiguo.
—Me da miedo intentarlo —contestó Adam.
—Como quiera. Y ahora voy a darle un pequeño disgusto, Adam. Me marcho. He venido a decirle adiós.
—Qué quiere decir?
—Mi hija Olive nos ha pedido que vayamos a pasar una temporada con ella a Salinas, y nos vamos pasado mañana.
—Bueno, pero volverá.
—Después de permanecer en casa de Olive un mes o dos —prosiguió Samuel, recibiremos una carta de George, que se sentirá menospreciado si no vamos a visitarlo también en Paso Robles. Y después, Mollie querrá que vayamos a verla a San Francisco, y luego Will, y acaso también Joe, que está en el este, si es que vivimos el tiempo suficiente para ello.
—Pero bueno, ¿qué tiene de malo? Se lo merece. Ha trabajado muy duramente en ese erial.
—Pues yo quiero a ese erial —respondió Samuel—. Lo quiero de la misma manera que una perra ama a su desmedrado cachorrillo. Quiero a cada piedra, sus campos que rompen el arado, la delgada y estéril corteza que los recubre, sus entrañas resecas y desprovistas de agua. En alguna parte de mi querido erial, hay oculta una gran riqueza.
—Usted se merece un descanso.
—Ya me lo ha dicho antes —dijo Samuel—. Por eso, no tengo más remedio que aceptar, y así lo he hecho. Cuando usted dice que merezco un descanso, quiere dar a entender, en realidad, que mi vida se ha acabado.
—¿De veras lo cree usted?
—Por eso he aceptado.
—No puede usted hacerlo —le increpó Adam con nerviosismo—. ¡Si acepta eso, será como renunciar a la vida!
—Lo sé —respondió Samuel.
—Pero usted no puede hacerlo.
—¿Por qué no?
—Yo voy a impedírselo.
—Soy un viejo entrometido, Adam. Y lo triste es que voy perdiendo hasta las ganas de entrometerme. Por eso pienso que tal vez sea hora de visitar a mi familia. Ya he fingido ser un entrometido durante bastante tiempo.
—Preferiría que se deslomase trabajando en su erial.
Samuel le sonrió.
—¡Qué agradables son sus palabras para mí! Se lo agradezco. Hace bien el sentirse querido, aunque sea tarde.
De pronto, Adam se volvió y se interpuso ante Samuel, obligándolo a detenerse.
—Sé lo que ha hecho por mí —dijo Adam—. Y no puedo pagárselo. Pero sí puedo pedirle una cosa más. Si se lo pidiese, ¿me daría usted otra prueba de afecto, salvándome quizá la vida?
—Sí, lo haría si estuviese en mi mano.
Adam describió un arco con su mano en dirección al oeste.
—¿Ve usted esa tierra? Pues bien, ¿querría usted ayudarme a convertirla en el jardín del que hablamos y construir los molinos, abrir los pozos y plantar los campos de alfalfa? Podríamos dedicarnos a la producción de semillas de flores, es un buen negocio. Imagine cómo es esto, con hectáreas enteras de olorosos guisantes, y dorados cuadriláteros de caléndulas. Tal vez podríamos destinar cinco hectáreas al cultivo de rosas para los jardines de todo el oeste. ¡Imagine usted cómo olerían y perfumarían el aire!
—Me hará usted llorar, y eso no estaría bien en un viejo —protestó Samuel, pero a pesar de ello, sus ojos estaban empañados—. Se lo agradezco, Adam. Su ofrecimiento me parece como si impregnase de aromas el viento del oeste.
—Entonces, ¿acepta usted?
—No, no puedo aceptarlo. Pero lo veré con los ojos de la imaginación cuando esté en Salinas, escuchando a William Jennings Bryan. Y acaso llegue a parecerme que realmente ha sucedido.
—Pero es que yo quiero hacerlo.
—Vaya usted a ver a mi Tom. Él le ayudará con mucho gusto. Llenaría el mundo de rosas, pobre muchacho, si lo dejasen.
—¿Se da cuenta de lo que va a hacer, Samuel?
—Sí, sé perfectamente lo que voy a hacer, lo sé tan bien, que ya está medio hecho.
—¡Qué hombre tan terco es usted!
—Liza dice que soy porfiado —respondió Samuel—. Pero ahora me han atrapado en la telaraña que han urdido mis hijos, y creo que me agrada.
La mesa para la cena estaba dispuesta en el interior de la casa. —me hubiera gustado ponerla bajo el árbol como otras veces, pero hace mucho frío —dijo Lee.
—Sí lo hace, Lee —contestó Samuel.
Los mellizos entraron silenciosamente y permanecieron de pie, contemplando con timidez al invitado.
—Hace mucho tiempo que no os veo, muchachos. Pero os escogieron muy bien los nombres. Tú eres Caleb, ¿no?
—Sí, soy Cal.
—Bien, pues, Cal. —y se volvió hacia el otro—. ¿Y tú has encontrado la manera de abreviar tu nombre?
—¿Cómo dice, señor?
—¿No te llamas Aaron?
—Sí, señor.
Lee sonrió.
—Lo pronuncia y lo escribe con una a. Las dos aes les parecen una fantasía gratuita a sus amigos.
—Tenemos treinta y cinco liebres belgas, señor —explicó Aarón. ¿No le gustaría verlas, señor? La conejera está un poco más arriba del torrente. Hay ocho crías, nacieron ayer.
—Me gustaría verlas, Aron.
—El año próximo, mi padre me dará media hectárea del llano —repuso Cal.
—Tengo un conejo macho que pesa treinta kilos. Se lo ofreceré a mi padre por su cumpleaños —continuó Aaron.
Oyeron abrirse la puerta del dormitorio de Adam.
—No se lo diga —añadió Aron rápidamente—. Es un secreto.
Lee estaba trinchando el asado.
—Siempre me trae usted quebraderos de cabeza, señor Hamilton —aseguró. —Sentaos, chicos.
Adam entró bajándose las mangas, y tomó asiento a la cabecera de la mesa.
—Buenas noches, chicos —saludó.
—Buenas noches, padre —replicaron ambos al unísono.
Aron dijo:
—No diga nada —repitió Aron a Samuel.
—Claro que no —le aseguró Samuel.
—¿Que no diga qué? —preguntó Adam.
—¿Es que no se puede guardar un secreto? —respondió Samuel—. Su hijo y yo compartimos uno.
—Yo también le diré un secreto, después de cenar —intervino Cal. —me gustará saberlo —contestó Samuel—. Espero que no sea lo que me imagino.
Lee apartó los ojos del trinchante, dirigió una feroz mirada a Samuel y enseguida comenzó a servir la carne en los platos.
Los muchachos comían de prisa y con voracidad, pero sin pronunciar una palabra, hasta que Aron rompió el silencio:
—¿Nos permite usted, padre? —preguntó.
Adam asintió, y los muchachos salieron rápidamente de la estancia. Samuel los siguió con la mirada.
—Aparentan más edad de la que tienen —apuntó Samuel—. Si no recuerdo mal, en nuestra época los niños de once años sólo sabíamos aullar, chillar y correr desatinadamente. Estos dos parecen unos hombrecitos.
—¿Usted cree? —preguntó Adam.
—Me parece que yo sé a qué es debido —intervino Lee—. No hay ninguna mujer en la casa para mimarlos. Los hombres no suelen hacer mucho caso de los bebés, así es que para ellos nunca representó una ventaja continuar siéndolo. No ganaban nada con ello, aunque no sé si eso es bueno o malo.
Samuel rebañó su plato con un pedazo de pan.
—Adam, me pregunto si sabe el tesoro que Lee representa —dijo Samuel—. Es un filósofo que sabe cocinar, o un cocinero capaz de filosofar. He aprendido mucho de él, y supongo que usted mucho más.
—Me temo que no le he prestado mucha atención —respondió Adam, o acaso es que él no habla lo suficiente conmigo.
—¡Por qué no quiso que sus chicos aprendiesen chino, Adam?
El interpelado meditó un momento, y después contestó:
—Me parece que ya es hora de decir las cosas honradamente. Creo que fue por celos. Aunque lo camuflé con palabras, creo que en realidad no quería que pudiesen escapar tan fácilmente de mí en una dirección en la que yo no podía seguirlos.
—Eso es bastante razonable, y casi demasiado humano —comentó Samuel—. Pero reconocerlo, eso ya es otro cantar. No sé si yo hubiera sido capaz de llegar tan lejos.
Lee trajo la cafetera gris esmaltada, llenó las tazas y se sentó, calentándose la palma de la mano contra la taza. Y luego se puso a reír.
—Me ha causado usted una gran inquietud, señor Hamilton, y ha turbado la tranquilidad de China —manifestó Lee.
—¿Qué quieres decir, Lee?
—Me parece que ya se lo expliqué —contestó Lee—. O puede que tuviera la intención de hacerlo y al final no lo hice. De cualquier modo, es una historia muy divertida.
—Me gustaría oírla —le animó Samuel, y miró a Adam—. ¿No quiere usted oírla Adam? ¿O es que vuelve a estar en las nubes?
—Estaba pensando —respondió Adam—. Tiene gracia, siento una especie de hormigueo en el estómago.
—Así me gusta —manifestó Samuel—. Acaso sea ésta la mejor cosa que le puede suceder a un hombre. Venga esa historia, Lee. El chino se llevó la mano al cuello y sonrió.
—No sé si llegaré a acostumbrarme alguna vez a no llevar coleta —comentó. Ahora me doy cuenta de que tenía más utilidad de la que yo creía. Allá va la historia. Le he dicho antes, señor Hamilton, que cada vez me sentía más chino. ¿No se siente usted también cada vez más irlandés?
—A veces sí y a veces no —contestó Samuel.
—¿Recuerda usted cuando nos leyó los dieciséis versículos del capítulo cuarto del Génesis y los discutimos?
—Claro que me acuerdo. Hace ya mucho tiempo de ello.
—Diez años aproximadamente —subrayó Lee—. Pues esa historia me causó una impresión muy profunda, y la releí palabra por palabra. Cuanto más pensaba en ella, más interesante me parecía. Luego me puse a comparar las traducciones que poseemos y son muy similares. Pero había un pasaje que me preocupó mucho. En la versión del rey Jacobo, cuando Jehová le pregunta a Caín por qué está irritado, pone: «Y Jehová dijo: Si obraras bien, ¿no serías aceptado? Y si obraras mal, ¿Estará el pecado a la puerta? Y él siente apego por ti, y
tú le dominarás a él»
. Fue ese «tú le dominarás», lo que me sorprendió, porque parecía una promesa de que Caín podía dominar el pecado.
—Y sus descendientes no lo hicieron por completo —dijo Samuel, asintiendo.
Lee sorbió su café.
—Luego cayó en mis manos un ejemplar de la edición popular americana de la Biblia. Entonces era muy reciente. Y este pasaje era muy diferente. Decía: «Gobiérnale
a el
», lo cual es muy distinto. No es ya una promesa, sino una orden. Empecé a darle vueltas, preguntándome cuál debía ser la palabra original que había dado estas versiones tan diferentes.
Samuel apoyó las manos sobre la mesa, se inclinó hacia delante y la vieja luz juvenil brilló nuevamente en sus ojos.
—Lee —exclamó, ¡no me irá usted a decir que se puso a estudiar hebreo!
—Ahora se lo diré —respondió Lee—. Y es una historia bastante larga. ¿Quiere usted un traguito de
ng-ka-py
?
—¿Se refiere usted a la bebida que sabe a manzanas podridas?
—Sí, con ella puedo expresarme mejor.
—Y tal vez yo pueda escuchar mejor —corroboró Samuel. Mientras Lee volvía a la cocina, Samuel preguntó a Adam:
—Adam, ¿sabía usted algo de esto?
—No —contestó Adam—. No me lo dijo, o quizá yo no lo escuché. Lee volvió con su botella de piedra y tres tacitas de porcelana tan frágiles y delicadas que la luz brillaba a través de ellas.
—Vamos
bebel
según
costumble
china —dijo, sirviendo el licor casi negro—. Tiene mucho ajenjo. Es una bebida con todas las de la ley. Produce casi el mismo efecto que la absenta, si se bebe lo suficiente.
Samuel humedeció sus labios con la bebida.
—Me gustaría saber por qué se mostraba usted tan interesado —dijo Samuel.
—Pensé que el hombre que fue capaz de concebir esa gran historia, sabría exactamente lo que quería decir, y en sus palabras no habría lugar a la menor confusión.
—Ha dicho usted «el hombre»; pero ¿es que no sabe usted que se trata de un libro divino, escrito por el dedo de Dios?
—Yo creo que la mente que fue capaz de concebir esa historia era una mente curiosamente divina. También en China hemos tenido algunos pensadores parecidos.
—Eso es lo que yo quería saber —dijo Samuel—. Después de todo, veo que usted no es presbiteriano.
—Ya le he dicho que cada vez me vuelvo más chino. Pues, para proseguir con mi historia, me fui a San Francisco, al cuartel general de nuestra asociación familiar. ¿No la conoce? Nuestras grandes familias poseen centros donde cualquiera de sus miembros puede dar o recibir ayuda. La familia Lee es muy extensa, y se cuida a sí misma.