—Sí, ya había oído hablar de esas asociaciones —afirmó Samuel.
—¿Se refiere usted al chino del hacha que desencadenó la guerra de Tong a causa de la muchacha esclava?
—Sí, creo que sí.
—Hay una ligera diferencia —respondió Lee—. Yo fui allí porque en nuestra familia hay algunos viejos y venerables caballeros que poseen una gran erudición. Son estudiosos de la exactitud. Son capaces de pasarse muchos años meditando acerca de una frase del sabio que ustedes llaman Confucio. Pensé que quizás hubiera expertos en descifrar significados ocultos que podrían ayudarme.
—Lee se detuvo un instante y después prosiguió. Son unos ancianos muy sutiles. Por la tarde fuman sus dos pipas de opio, que entona y agudiza su entendimiento, se pasan las noches sentados y dando rienda suelta a sus mentes maravillosas. Me parece que ningún otro pueblo ha sabido emplear bien el opio.
Lee se mojó la lengua en la negra bebida.
—Yo sometí respetuosamente mi problema a uno de esos sabios, le leí la historia y le pregunté qué conclusión sacaba de ella. A la noche siguiente, se reunieron cuatro de ellos y me invitaron a discutir en su compañía. La controversia duró toda la noche. Tiene gracia —comentó Lee, sonriendo—. Sé que no me atrevería a contárselo a casi nadie. ¿Se imaginan ustedes a cuatro ancianos caballeros, el más joven de los cuales tiene actualmente más de noventa años, poniéndose a estudiar hebreo juntos? Contrataron a un rabino muy culto. Se aplicaron en el estudio, como si fuesen niños. Libros de ejercicios, gramática, vocabulario, frases sencillas. Tendrían que ver ustedes el hebreo escrito con tinta china y pincel! El tener que escribir de derecha a izquierda no les preocupaba tanto como le hubiera preocupado a usted, ya que nosotros escribimos de arriba abajo. ¡Oh, eran unos perfeccionistas! Y penetraron hasta las mismas raíces de la cuestión.
—¿Y usted? —preguntó Samuel.
—Yo seguía sus estudios, maravillándome ante la belleza de sus mentes altivas y transparentes. Empecé a amar a mi pueblo, y por vez primera deseé ser chino. Cada dos semanas me reunía con ellos, y, cuando regresaba aquí, me encerraba en mi habitación para escribir hojas y hojas. Me compré todos los diccionarios hebreos conocidos. Pero los ancianos siempre estaban más adelantados que yo. No tardaron mucho en sobrepasar, incluso, al rabino, que se vio obligado a requerir el concurso de un colega. Señor Hamilton, usted hubiera tenido que asistir a algunas de aquellas controversias y discusiones nocturnas. Las preguntas, el examen atento, ¡qué hermosos razonamientos!
»Después de dos años, comprendimos que ya podíamos intentar una lectura de los dieciséis versículos del cuarto capítulo del Génesis. A mis viejos amigos les pareció también que las palabras, "tú le dominarás" y "gobiérnale a él" eran muy importantes. Y he aquí el oro extraído como resultado de nuestras excavaciones:
tú podrás dominarlo"
"Tú podrás dominar el pecado."» Los ancianos caballeros sonrieron y asintieron, pareciéndoles que aquellos años habían sido bien empleados. Aquello contribuyó a sacarlos de su cascarón chino y ahora se han puesto a estudiar el griego.
—Es una historia fantástica —afirmó Samuel—. He tratado de seguirla, pero quizá me he perdido en algún punto. ¿Por qué es tan importante esa palabra?
La mano de Lee temblaba al llenar las delicadas tacitas. Se bebió el contenido de la suya de un sorbo.
—¿No lo comprende? —gritó. La traducción popular americana
ordena
a los hombres triunfar sobre el pecado, y llamáis al pecado ignorancia. La versión del rey Jacobo contiene una promesa en Tú le dominarás», queriendo significar que los hombres triunfarán seguramente sobre el pecado. Pero la palabra hebrea,
timshel
, o sea, «tú podrás», permite escoger. Acaso sea la palabra más importante del mundo, pues da a entender que el camino está abierto y plantea este acuciante problema: si dice «
tú podrás
», también es cierto que podría decir «tú no podrás». ¿No lo comprende?
—Ya veo. Lo veo muy bien. Pero usted no cree que esto sea una ley divina. ¿Por qué le concede, pues, tanta importancia?
—¡Ah! —respondió Lee—. He esperado mucho tiempo para explicárselo. Incluso me anticipé a sus preguntas y estoy bien preparado. Cualquier escrito que haya influido en la vida y el pensamiento de innumerables generaciones es siempre importante. Ahora bien, hay millones de miembros de sectas e iglesias que se inclinan más por la orden de «gobiérnale a él», y ponen todo su empeño en acatarla. Y hay otros millones que intuyen la predestinación del «tú lo dominarás».
Nada de lo que hagan interferirá en lo que será. Pero el «tú podrás» hace al hombre grande, lo pone al lado de los dioses, porque a pesar de su debilidad, de su cieno y de haber dado muerte a su hermano, todavía le queda la gran libertad de escoger. Puede escoger su camino, luchar para seguirlo y vencer.
La voz de Lee era un himno triunfal.
—¿Y usted lo cree? —preguntó Adam.
—Sí, lo creo. Lo creo. Es muy fácil salir de la pereza y de la ociosidad y arrojarse en el regazo de la divinidad, diciendo: «No puedo evitarlo; el destino estaba escrito». ¡Pero imaginen la gloria que representa la facultad de escoger! Gracias a ella el hombre es hombre. Un gato no puede escoger, una abeja está obligada a hacer miel. Aquí no hay ninguna clase de piedad. ¿Y saben ustedes que aquellos ancianos caballeros que se deslizaban suavemente hacia la muerte tienen ahora mucho interés en vivir?
—¿Quiere decir que esos chinos creen en el Viejo Testamento? —preguntó Adam.
—Esos ancianos creen en una historia verídica —respondió Lee, y saben si una historia es verídica cuando la oyen. Son críticos de la verdad. Saben que esos dieciséis versículos son una historia de la humanidad en cualquier época, cultura o raza. No pueden creer que un hombre escriba casi dieciséis versículos de verdad, para después mentir en un solo verbo. Confucio dice a los hombres cómo tendrían que vivir de una manera buena y razonable. Pero esto, esto es una escala para ascender a las estrellas. —los ojos de Lee brillaban—. No se debe olvidar nunca. Aparta de nosotros la debilidad, la cobardía y la pereza.
—No comprendo cómo es usted capaz de cocinar, cuidar a los niños y de mí y al propio tiempo hacer todo eso —se admiró Adam.
—Ni yo tampoco —respondió Lee—. Pero por la tarde me fumo mis dos pipas, ni una más ni una menos, como los ancianos. Y entonces siento que soy un hombre. Y también que un hombre es algo muy importante, acaso más importante que una estrella. Esto no es teología. No me siento inclinado hacia los dioses. Pero experimento un nuevo amor por ese resplandeciente instrumento que es el alma humana; es algo maravilloso y único en el universo, siempre atacada y jamás destruida, gracias a ese «tú podrás».
Lee y Adam acompañaron a Samuel al cobertizo para despedirlo. Lee llevaba una linterna de latón para iluminar el camino, porque era una de aquellas claras y tempranas noches de invierno en que el cielo está tachonado de enjambres de estrellas que intensifican la oscuridad de la tierra. Un gran silencio reinaba sobre las montañas. Ni un animal se movía, ya fuese herbívoro o de presa, y el aire estaba tan tranquilo, que las ramas oscuras de los robles y sus hojas se recortaban inmóviles sobre la Vía Láctea. Los tres hombres permanecían silenciosos. La llamita de la linterna oscilaba al compás del movimiento de la mano de Lee.
—¿Cuándo cree usted que volverá de su viaje? —preguntó Adam a Samuel.
Pero Samuel no respondió.
Doxology
aguardaba pacientemente en el establo, con la cabeza baja y contemplando con sus ojos lechosos la paja esparcida entre sus pezuñas.
—Siempre ha tenido usted este caballo —observó Adam.
—Tiene treinta y tres años —confirmó Samuel—. Le faltan todos los dientes. Tengo que hacer una papilla con la hierba y dársela con las manos. Y por la noche sufre pesadillas. A veces se estremece y se queja en sueños.
—Es casi tan feo como una carroña de cebo para atraer cuervos —sentenció Adam.
—Ya lo sé. Creo que por eso me lo quedé cuando era todavía un potro. ¿Sabe usted cuánto pagué por él hace treinta y tres años? Pues dos dólares. Nada en él era como tenia que ser: las pezuñas semejaban faldones, y los corvejones eran tan gruesos, cortos y rectos que parecían no tener articulación; su cabeza tiene forma de martillo y su lomo es cóncavo; su boca es de hierro y todavía es capaz de dar coces; y cuando te montas en él, parece que cabalgas sobre un trineo que se desliza sobre grava. Ya no puede trotar, y camina a trompicones. Durante treinta y tres años no he podido encontrarle ni una sola cualidad. Por si fuera poco, tiene muy mal carácter. Es egoísta, pendenciero, falso y desobediente. Hasta hoy nunca me he atrevido a caminar tras él, porque seguramente me hubiera largado una coz. Cuando le doy la papilla, trata de morderme en la mano. Pero yo le quiero.
—Y usted le llama Doxology —dijo Lee.
—Así es —respondió Samuel—. Es tan poco agraciado que se merecía un buen nombre. Pero no le durará mucho tiempo.
—Tal vez podría usted acortarle sus sufrimientos —sugirió Adam.
—¿Qué sufrimientos? —preguntó Samuel—. Es uno de los pocos seres felices y contentos que jamás he encontrado.
—Pero debe de estar lleno de achaques.
—Pues a él no se lo parecen.
Doxology
todavía cree que es un magnifico caballo. ¿Seria usted capaz de pegarle un tiro, Adam?
—Creo que sí.
—Querría usted asumir esa responsabilidad?
—Creo que sí. Tiene treinta y tres años. Ya ha vivido demasiado.
Lee dejó la linterna en el suelo. Samuel se acercó a ella y extendió instintivamente las manos para calentárselas con el calor de la llama.
—Hay algo que me preocupa, Adam —declaró Samuel.
—¿Qué es?
—¿No será que quiere usted matar a mi caballo porque la muerte es más cómoda?
—Hombre, yo quería decir…
—¿Le gusta su vida, Adam? —preguntó Samuel con rapidez.
—No, desde luego que no.
—Si yo tuviese una medicina que pudiese curarlo a usted y al mismo tiempo pudiese matarlo, ¿debería dársela? Medite la respuesta.
—¿Que medicina es ésa?
—No —atajó Samuel—. Si yo le digo que puede matarle es porque realmente es así.
—Vaya usted con cuidado, señor Hamilton —le advirtió Lee, vaya usted con cuidado.
—¿Qué pasa? —preguntó Adam—. Dígame lo que está pensando.
—Creo que por una vez voy a dejar de lado toda prevención —dijo Samuel con calma—. Escúcheme, Lee, si me equivoco, si cometo un error, acepto la responsabilidad, y asumiré la parte de culpa que me corresponda.
—¿Está usted seguro de lo que va a decir? —preguntó Lee con ansiedad.
—No, no estoy seguro. ¿Quiere usted la medicina, Adam?
—Si. No sé qué es, pero dígamelo.
—Adam, Cathy está en Salinas. Es dueña de un prostíbulo, el más vicioso y depravado de toda la comarca. Lo peor, lo más perverso, lo más repugnante que pueda pensarse allí se lo venden. Los lisiados y los jorobados acuden para satisfacer sus apetitos. Pero eso no es lo peor. Cathy, que ahora se llama Kate, toma para sí a los jóvenes apuestos y hermosos, y los destroza de tal modo que los inutiliza para siempre. Ahí tiene su medicina. Veamos qué efecto le produce.
—¡Es usted un embustero! —exclamó Adam.
—No, Adam, puedo ser otras muchas cosas, pero no soy mentiroso. Adam dio media vuelta y se enfrentó con Lee.
—¿Es cierto?
—Yo no soy ningún antídoto —respondió Lee—. Si, es cierto.
Adam se tambaleaba a la luz de la linterna, hasta que se volvió y echó a correr. Oyeron cómo se alejaba corriendo pesadamente, tropezando y cayendo entre los matorrales, ladera arriba. Al trasponer la cumbre de la colina, sus pasos dejaron de oírse.
—Su medicina actúa como un veneno —observó Lee.
—Asumo la responsabilidad —dijo Samuel—. Hace mucho tiempo que aprendí que si un perro ha ingerido estricnina y va a morir, se debe tomar un hacha y llevar al perro junto a un tajo. Después, hay que esperar la siguiente convulsión, y en ese momento, cortarle la cola de un hachazo. Si el veneno no ha tenido tiempo de obrar muy a fondo, el perro puede salvarse. El dolor agudo y repentino puede contrarrestar el veneno. Si no lo haces, el perro moriría con toda seguridad.
—¿Pero cómo sabe usted que en este caso ocurre lo mismo? —preguntó Lee.
—No lo sé. Pero si no lo hacía, seguramente hubiese muerto.
—Es usted muy valiente —afirmó Lee.
—No, soy un hombre viejo, y si me queda algo en la conciencia, no será por mucho tiempo.
—¿Qué supone usted que hará? —le preguntó Lee.
—No tengo la menor idea —respondió Samuel, pero por lo menos no andará por ahí atontado y ensimismado. ¿Quiere sostenerme un momento la linterna?
A la luz amarillenta, Samuel introdujo el bocado entre las quijadas de
Doxology
, un bocado tan gastado que no era más que una tenue lámina de acero. La rienda había sido abandonada hacía mucho tiempo. El caballejo podía arrastrar por el suelo, si quería, su vieja cabeza en forma de martillo, o detenerse para pastar la hierba junto al camino, pues Samuel lo dejaba obrar a su antojo. Dio unos golpecitos cariñosos en la grupa del animal, y éste se volvió con intención de soltarle una coz.
Cuando
Doxology
hubo ocupado su lugar entre las varas del coche, Lee preguntó:
—¿Le importaría que lo acompañase un trecho? Luego regresaré a pie.
—Venga, pues —dijo Samuel, tratando de no darse cuenta de que Lee lo ayudaba a montar en el coche.
La noche era muy oscura, y
Doxology
mostraba su disgusto porque se le obligase a caminar en la oscuridad, tropezando a cada paso.
—Suéltelo, Lee —exclamó Samuel—. ¿Qué es lo que tiene que decirme?
Lee no pareció sorprendido.
—Acaso soy tan entrometido como usted. Estoy empezando a creerlo. Suelo saber siempre lo que va a ocurrir, pero esta noche usted me ha engañado completamente. Hubiera apostado lo que fuera a que usted jamás se lo hubiera dicho a Adam.
—¿Sabía usted dónde se encontraba ella?
—Desde luego —contestó Lee.
—¿Lo saben los chicos?
—No lo creo, pero sólo es cuestión de tiempo. Usted ya sabe lo crueles que son los niños. Algún día, en la escuela, alguno de sus compañeros se lo soltará a los mellizos…