Al este del Edén (48 page)

Read Al este del Edén Online

Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
8.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y entonces, Dessie se enamoró. Ignoro los detalles de este amor: quién era él y cuáles las circunstancias, si fue por religión, convicción, enfermedad o egoísmo. Supongo que mi madre sí lo sabía, pero aquél era uno de los asuntos que se guardaban celosamente en el sanctasanctórum familiar, sin que jamás se hiciera la menor alusión a él. Y si había otras personas en Salinas que lo supiesen, debieron de guardar aquel secreto con toda fidelidad. Todo lo que sé es que era un amor sin esperanza, gris y terrible. Al cabo de un año de tormento, Dessie perdió toda la alegría y sus risas cesaron.

Tom corría enfurecido y loco por las colinas, como un león presa de atroces dolores. Una vez, a medianoche, ensilló su caballo y partió sin esperar al tren de la mañana, en dirección a Salinas. Samuel lo siguió y envió un telegrama desde King City a Salinas.

Y cuando por la mañana Tom, con el rostro sombrío, espoleó a su agotado caballo por la calle John de Salinas, el sheriff estaba aguardándolo. Lo desarmó, lo metió en una celda y le sirvió café y brandy, hasta que Samuel fue en su busca.

Samuel no sermoneó a Tom, sino que se lo llevó consigo a casa, y nunca hizo la menor alusión al incidente. Y la paz reinó en la morada de los Hamilton.

2

El día de Acción de Gracias de 1911, la familia se reunió en el rancho —todos los hijos, excepto Joe, que se hallaba en Nueva York, Lizzie, que había dejado a su familia para entrar a formar parte de otra, y Una, que había fallecido—. Llegaron todos con regalos y más comida de la necesaria. Todos estaban casados, excepto Dessie y Tom. Los chiquillos llenaban la casa con sus bullicios, sus gritos, sus chillidos y sus peleas. Los hombres iban y venían de la herrería, de donde regresaban secándose los bigotes con la mano.

La carita redonda de Liza estaba cada vez más colorada. Ella organizaba y ordenaba. La estufa de la cocina permanecía constantemente encendida. Todas las camas estaban ocupadas, y en el suelo se dispusieron colchas sobre almohadones, para los niños.

Samuel volvió a mostrar su antigua alegría. Su espíritu sardónico resplandecía y su conversación volvió a adquirir el viejo ritmo cantarín. Se complacía en sus propias palabras, el canto y los recuerdos, hasta que de pronto, y antes de la medianoche, se sintió cansado. La fatiga se abatió sobre él, y se fue a la cama, en la que Liza estaba desde hacia dos horas. Lo que más le sorprendió es que deseara irse a la cama, no que tuviese que hacerlo.

Después de que sus padres se hubieron ido, Will fue a buscar el whisky a la herrería, y la familia se reunió en la cocina, para tomar rondas en los cóncavos vasos. Las madres iban de vez en cuando a los dormitorios para cerciorarse de que los niños estaban bien arropados. Todo el mundo hablaba en voz baja, para no despertar a los niños y a los viejos. Allí estaban Tom y Dessie, George y su linda Mamie, que de soltera se llamaba Dempsey; Mollie y William J. Martin, Olive y Ernest Steinbeck, Will y su Deila.

Todos querían decir lo mismo, los diez: que Samuel estaba viejo. Fue un descubrimiento tan súbito y repentino coma si de pronto se hubiese aparecido un fantasma. Siempre les había parecido imposible que aquello pudiese ocurrir. Mientras bebían whisky, seguían hablando en voz baja de aquel hecho insólito.

Sus hombros, ¿habéis visto qué hundidos los tiene? Y ya no camina con aquella elasticidad.

Arrastra algo los pies, pero, no es eso, son los ojos. Son sus ojos los que son viejos.

Siempre era el último en irse a la cama.

¿Y os habéis dado cuenta de que ha perdido el hilo de su discurso en mitad de una historia?

Yo me he dado cuenta por su piel. La tiene llena de arrugas, y el dorso de sus manos se ha vuelto transparente.

Cojea ligeramente de la pierna derecha.

Así es, pero recuerda que se trata de la que se rompió al caerse del caballo.

Ya lo sé, pero antes no cojeaba.

Decían estas cosas como si se tratase de una ofensa. Aquello no podía ocurrir, se decían. Padre no puede ser un viejo. Samuel es tan joven como el alba, como un alba perpetua.

Admitimos que pueda llegar a convertirse en un mediodía, pero, ¡Dios mío!, el crepúsculo no puede llegar nunca, y la noche…, ¡oh, Dios, no!

Era natural que sus espíritus se encogiesen atemorizados ante aquella revelación, y no querían decirlo, aunque en su interior todos lo sabían: el mundo no era posible sin Samuel.

¿Cómo podríamos pensar en algo sin saber su opinión al respecto? ¿Cómo sería la primavera, o la Navidad, o la lluvia? La Navidad, sin él, no sería posible.

Rechazaron con horror semejante idea, y buscaron una víctima, alguien a quien herir, porque ellos también habían sido heridos. Y se volvieron hacia Tom.

Tú estabas aquí. ¡Tú has estado siempre aquí!

¿Cómo ha podido ocurrir esto? ¿Cuándo ocurrió?

¿Quién se lo hizo?

¿No serás tú quien lo ha hecho con tu proceder desatinado?

Pero Tom pudo resistir aquel asalto, porque conocía la causa.

—Una es el motivo —dijo con aspereza—. No ha podido soportar su muerte. Me habló de cómo un hombre, un hombre de verdad, no tiene que permitir que la pena lo aniquile. Me repitió una y otra vez que estaba seguro de que el tiempo la suavizaría. Me lo repitió tanto, que me di cuenta de que estaba vencido.

—¿Por qué no nos lo dijiste? Acaso hubiéramos podido hacer algo.

Tom se puso en pie de un salto, violento y adulador a la vez.

—¡Maldita sea! ¿Qué había que decir? ¿Que se estaba muriendo de pena? ¿Que estaba perdiendo hasta el tuétano de sus huesos? ¿Qué había que decir? Vosotros no estabais aquí. Yo lo veía constantemente, y me daba cuenta de cómo se le apagaba la mirada, ¡maldita sea!

Tom salió de la habitación y le oyeron cómo golpeaba con sus patazas el empedrado del exterior.

Todos se sentían avergonzados. Will Martin dijo:

—Voy a salir a buscarlo.

—No lo hagas —le aconsejó George, rápidamente, y los demás parientes asintieron—. No lo hagas. Déjalo solo. Lo conocemos bien. Tom volvió al poco tiempo.

—Tendréis que perdonarme —se disculpó. Lo siento mucho. Creo que he bebido demasiado. Padre suele decir que estoy algo alegre cuando me pongo así. Una noche volví a casa —se trataba de una confesión— y atravesé el patio haciendo eses, para ir a caer entre los rosales, de donde salí arrastrándome sobre manos y rodillas, para subir de la misma manera la escalera y terminar por caer hecho un trapo junto a mi cama. A la mañana siguiente, quise decirle que sentía mucho lo ocurrido, y ¿sabéis lo que dijo? No pasa nada, Tom, sólo estabas algo alegre. Eso es todo que lo me dijo. Cuando vuelves a casa a gatas no es que estés bebido, sino alegre.

George interrumpió el delirante aluvión de palabras.

—Somos nosotros quienes te pedimos disculpas, Tom —respondió. Por nuestro tono, habrás pensado que estábamos culpándote y no era ésa nuestra intención. O puede que sí. En cualquier caso, lo sentimos mucho.

Will Martin dijo, volviendo a la realidad:

—La vida aquí es muy dura. ¿Por qué no le obligamos a vender todo esto y a trasladarse a la ciudad? Allí podría vivir todavía muchos años con la mayor felicidad. A Mollie y a mí nos gustaría que viniesen a vivir con nosotros.

—No creo que quisiera hacerlo —replicó Will—. Es más terco que una mula y más orgulloso que un caballo. Tiene un orgullo endiablado.

—Pero no perderíamos nada con preguntárselo —intervino Ernest, el marido de Olive—. También nos agradaría que viniesen, los dos, naturalmente, a vivir con nosotros.

Y luego, todos volvieron a quedar silenciosos, porque la idea de dejar de tener el rancho, aquel pedazo de tierra seca, desierta y pedregosa, en la ladera del monte, los entristecía.

Will Hamilton, en parte por instinto y en parte por su experiencia en los negocios, se había convertido en un agudo conocedor de los más profundos impulsos que agitan el alma de los hombres y mujeres.

—Si le pedimos que deje este lugar, ello equivaldría a pedirle que renuncie a la vida, y como es natural, no querrá hacerlo.

—Tienes razón, Will —contestó George—. Sería como renunciar, una cobardía. No, nunca lo hará, y si lo hace, no le doy ni una semana de vida.

—Se podría intentar de otra manera. Acaso tal vez consienta en venir a hacernos una visita. Entretanto, Tom gobernaría el rancho. Ya es hora de que padre y madre vean algo de mundo. Hay muchas cosas interesantes que les agradarían, y después, él podría volver y trabajar con más bríos. Y quién sabe si después de cierto tiempo ya no querría.

Suele decir que el tiempo tiene más fuerza que la dinamita —recordó Will.

—Me pregunto si realmente crees que es tan estúpido —dijo Dessie, apartándose el cabello de los ojos.

—A veces, a los hombres les gusta ser estúpidos, si ello les permite hacer algo que su inteligencia les prohíbe —respondió Will, basándose en su experiencia—. De cualquier modo, podemos probarlo. ¿Qué pensáis vosotros?

Todos asintieron con la cabeza, excepto Tom, que permanecía silencioso y huraño como una roca.

—¿Qué sucede Tom, no quieres encargarte del rancho? —le preguntó George.

—Oh, no es eso —respondió Tom—. Gobernar el rancho no es ninguna molestia, porque no hay nada que gobernar, ni jamás lo ha habido.

—Entonces, ¿por qué no estás de acuerdo?

—Me cuesta mucho insultar a mi padre —dijo Tom—. Él se daría cuenta.

—Pero ¿qué mal hay en sugerírselo?

Tom se frotó de tal forma las orejas, que la sangre desapareció y se quedaron blancas.

—Yo no os lo prohíbo —contestó. Pero no seré yo quien lo haga.

Podríamos escribirle una carta —sugirió George, una especie de invitación, medio en serio medio en broma. Y cuando estuviese cansado de la compañía de uno de nosotros, podría ir a casa de otro. Podría pasarse años visitando a la familia.

Y así es como lo dejaron.

3

Tom trajo la carta de Olive, desde King City, y, como conocía su contenido, esperó a que Samuel estuviera a solas para entregársela. Samuel se encontraba trabajando en la herrería y tenía las manos negras. Tomó el sobre por una punta, lo dejó encima del yunque y luego se restregó las manos en el barrilito de agua negra en el cual metía el hierro candente. Rasgó el sobre con la punta de un clavo de herradura y salió al sol para leer la carta. Tom había sacado las ruedas del carro y estaba engrasando los ejes con grasa amarilla, mirando a su padre por el rabillo del ojo.

Samuel terminó de leer, dobló la carta y volvió a meterla en el sobre. Luego, se sentó en el banco frente a la herrería, mientras su mirada vagaba por el espacio. Volvió a desplegar la carta, a releerla y a doblarla de nuevo, para metérsela en el bolsillo de su camisa azul. Luego, Tom le vio levantarse y subir lentamente la cuesta de la ladera oriental del valle, dando puntapiés a las piedras.

Había llovido un poco y unas cuantas hierbas raquíticas habían aparecido. A la mitad de la cuesta, Samuel se agachó, tomó un puñado de tierra pedregosa en la mano y lo esparció sobre la palma con el índice de la otra mano, separando la piedra, la arenilla, los pedacitos de mica brillante, alguna raicilla, y una piedrecita veteada; luego, lo tiró todo al suelo y se sacudió las manos. Agarró una brizna de hierba para mordisquearla, y levantó la mirada al cielo. Una nube grisácea se desplazaba rápidamente hacia el este, en busca de árboles sobre los cuales dejara caer la lluvia.

Samuel se levantó y bajó la cuesta lentamente. Se acercó al cobertizo de las herramientas y golpeó los soportes para asegurarse de su solidez. Se detuvo cerca de Tom como si lo viese por primera vez.

—Ya eres un hombre hecho y derecho —le dijo.

—¿Es que no se había dado cuenta, padre?

—Si, creo que sí —respondió Samuel, y volvió a alejarse sin rumbo fijo.

Su rostro mostraba aquella expresión sardónica que su familia conocía tan bien: la burla de si mismo que lo hacía reír para sus adentros. Paseó por el triste jardincillo y en torno a la casa, que aparecía vieja y decrépita.

Liza estaba extendiendo la masa con el rodillo para hacer un pastel. Tenía tal manejo del rodillo que la masa parecía viva. Se quedaba completamente plana y luego se enrollaba por su propio impulso. Liza levantó la blanca oblea y la depositó en un plato de estaño, recortando los bordes con un cuchillo. Los piñones estaban dispuestos en una taza con almíbar.

Samuel se sentó en la silla de la cocina, cruzó las piernas y miró a su esposa con ojos sonrientes.

—¡Es que no tienes nada que hacer? —le preguntó ella.

—Claro que sí, madre; ya sabes que trabajo no me falta.

—Pues no te quedes ahí sentado poniéndome nerviosa. Aquí está el periódico, si es que no tienes ganas de trabajar.

—Ya lo he leído —contestó Samuel.

—¿Todo?

—Todo lo que me interesa.

—Samuel, ¿qué te pasa? Te traes algo entre manos. Puedo verlo por la cara que pones. Dilo y déjame preparar en paz el pastel. El balanceó la pierna y sonrió.

—Qué mujercita tan menudita tengo —dijo—. Tres como ella, abultan como un pajarito.

—Samuel, no digas tonterías. A veces me agradan las bromas, sobre todo por la tarde, pero ahora aún no son las once. Di lo que tengas que decir.

—Liza, ¿conoces el significado de la palabra «vacaciones»? —le preguntó Samuel.

—Ya te he dicho que no bromees por la mañana.

—Pero, dime, ¿lo conoces?

—Claro que sí. No me tomes por tonta.

—¿Y qué significa?

—Pues irse a descansar al mar y a la playa. Y ahora, Samuel, dime lo que tienes en la cabeza.

—Me extraña que conozcas esa palabra.

—Quieres decirme adónde quieres ir a parar con todo esto? ¿Y por qué no tendría que conocerla?

—¿Alguna vez has tenido vacaciones, Liza?

—Bueno, yo… —y se interrumpió.

—En cincuenta años, ¿nunca te has tomado unas vacaciones, tú, pedacito de esposa?

—Samuel, sal de la cocina —le ordenó Liza con cierta inquietud. El sacó la carta del bolsillo y la desdobló.

—Es de Ollie —le explicó. Quiere que vayamos a Salinas. Arreglaron las habitaciones superiores. Quiere que vayamos a conocer a los niños; además, nos ha sacado abonos para la temporada del Chautauqua. Billy Sunday luchará con el diablo, y Bryan pronunciará un discurso memorable. Me gustaría oírlo. Dirá bastantes sandeces, pero dicen que las pronuncia de una manera que rompe el corazón.

Other books

Delilah: A Novel by Edghill, India
Jack Daniels and Tea by Phyllis Smallman
Living by the Book/Living by the Book Workbook Set by Howard G. Hendricks, William D. Hendricks
The Other Side of Paradise by Margaret Mayhew
The Invisibles by Hugh Sheehy
Dead Man's Quarry by Ianthe Jerrold