—Aplíquelo a la historia de Caín y Abel —propuso Samuel.
—Yo no maté a mi hermano —intervino Adam.
Se interrumpió de pronto, y su mente retrocedió en el pasado.
—Trataré de hacerlo —contestó Lee a Samuel—. Creo que es la historia más conocida del mundo, porque es la historia de todos. Creo también que esta historia simboliza el alma humana. Lo explicaré a mi manera y les ruego que no me interrumpan si no soy lo suficientemente claro. El mayor terror que puede padecer un niño es no sentirse amado, y el rechazo constituye para él un verdadero infierno. Creo que todo el mundo, en mayor o menor grado, ha experimentado esta sensación. Y con ella viene la ira, y tras la ira el crimen, sea cual sea, como venganza por el abandono, y tras el crimen la culpa; ésta es la historia de la Humanidad. Yo creo que si esa sensación de abandono pudiese ser amputada, los hombres no serían lo que son. Puede que hubiera muchos menos locos, y seguro que no habría tantas cárceles. Eso es el comienzo de todo. Un niño, al sentirse rechazado por aquel que ama, da puntapiés al gato, y oculta su culpa secreta; y otro roba para que el dinero le devuelva el amor negado; y un tercero conquista el mundo…, pero siempre encontraremos la culpa, la venganza, y más culpa. El hombre es el único animal culpable. Sin embargo pienso que esta vieja y terrible historia es importante, porque constituye un mapa del alma, del alma secreta, rechazada y culpable. Señor Trask, usted ha dicho que no mató a su hermano y después ha recordado algo. No quiero saber qué era; pero ¿tenía alguna relación, por lejana que fuera, con Caín y Abel? ¿Y qué opina usted de mi origen oriental, señor Hamilton? Ya sabe usted que no soy mucho más oriental que usted.
Samuel había apoyado los codos sobre la mesa, cubriéndose los ojos y la frente con las manos.
—Me esfuerzo por pensar —contestó. ¡Maldita sea! Necesito pensar. Desearía estar solo para analizar todo esto con calma. Puede que haya destruido todo mi mundo y no sé si seré capaz de reconstruirlo.
—¿Es que no se puede construir un mundo sobre una verdad aceptada? —preguntó Lee con suavidad—. ¿No se podrían arrancar algunos dolores y locuras si se conociesen las causas?
—¡Maldita sea, no lo sé! Usted ha turbado la paz que reinaba en mi hermoso universo. Usted se ha enzarzado en una contienda intrincada, y usted mismo ha hallado la respuesta. ¡Déjeme solo, déjeme pensar! Su maldita perra ya está pariendo cachorros en mi cerebro. ¡Me gustaría saber qué opinaría mi Tom de esto! Lo examinada con la luz de su mente. Lo haría girar lentamente en su cerebro, como un lechón ensartado en el asador. Adam, diga lo que piensa. Ya lleva demasiado tiempo sumido en sus recuerdos.
Adam dio un respingo, y luego suspiró profundamente.
—¿No es demasiado sencillo? —preguntó. Siempre me han asustado las cosas sencillas.
—De sencillo no tiene nada —respondió Lee—. Al contrario, es desesperadamente complicado. Pero al final se encuentra la luz.
—No habrá luz dentro de un rato —apuntó Samuel—. Llevamos mucho tiempo aquí sentados, discutiendo, y ha empezado a oscurecer. Vine con la intención de ayudar a encontrar nombres para los niños, y todavía siguen sin ellos. Nos hemos estado columpiando colgados de una barra y haciendo volatines. Sería mejor, Lee, que no mezclase sus complicaciones con la maquinaria de las iglesias consagradas, o, de lo contrario, le crucificarán. Les gustan las complicaciones, pero a su manera. Y yo tengo que volver a casa.
—Dígame algunos nombres —pidió Adam con desesperación. —¿De la Biblia?
—De donde sea.
—Bien, veamos. De todos los que salieron de Egipto, sólo dos llegaron a la Tierra Prometida. ¿No le agradarían como símbolo de buenos augurios?
—¿Quiénes eran?
—Caleb y Josué.
—Josué era un soldado, un general. No me gusta la milicia. —pero Caleb era un capitán.
—Pero no un general. Creo que Caleb me gusta, Caleb Trask.
Uno de los gemelos se despertó e inmediatamente se puso a bostezar.
—Usted ha pronunciado su nombre —observó Samuel—. No le gusta Josué, pero sí Caleb. El moreno es el mas despierto. Mire, el otro también ha abierto los ojos. Otro nombre que siempre me ha gustado es el de Aaron, pero no consiguió llegar a la Tierra Prometida.
El segundo niño empezó a llorar, casi con alegría.
—Ese me gusta bastante —contestó Adam.
De pronto, Samuel rompió a reír.
—En dos minutos —dijo—. Y después de una catarata de palabras. Caleb y Aaron; ahora ya sois personas, os habéis unido a la congregación, y tenéis derecho a ser condenados.
—¿Han terminado ya? —preguntó Lee, cogiendo a los niños en brazos.
—Desde luego —respondió Adam—. Este se llama Caleb y el otro Aaron.
Los niños lloraban y Lee se fue con ellos a la casa, desapareciendo en la oscuridad creciente.
—Ayer era incapaz de diferenciarlos —manifestó Adam, y ahora son Aaron y Caleb.
—Gracias al Señor, nuestros pacientes pensamientos han tenido un resultado —sentenció Samuel—. Liza hubiera preferido el nombre de Josué. Le encanta el episodio del derrumbamiento de las murallas de Jericó. Pero también le gusta Aaron, así que me parece que hemos terminado. Voy a enganchar la calesa.
Adam lo acompañó al cobertizo.
—Me alegra que haya venido —dijo—. Me ha quitado un peso de encima.
Samuel puso el bocado a
Doxology
, aseguró la frontalera y ajustó la tarabita.
—Puede que ahora retome su proyecto del jardín del llano —sugirió. Me lo imagino como usted lo planeó.
Adam tardó en responder.
—Creo que las fuerzas me han abandonado —dijo al final—. Puedo sentir su vacío. Tengo bastante dinero para vivir. Nunca lo quise para mí solo. No tengo a nadie a quien poder enseñarle el jardín.
Samuel giró sobre sus talones y lo miró con los ojos empañados por las lágrimas.
—Esa fuerza nunca morirá —gritó. ¡Ni lo sueñe! ¿O es que se cree mejor que los demás? Sólo morirá cuando usted lo haga.
Se quedó recuperando el aliento durante unos momentos, y luego montó en la calesa; hizo restallar el látigo sobre la cabeza de
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y partió, encorvado y abatido, y sin decir adiós.
Los Hamilton eran gente rara, como cuerdas muy tensas, y algunas de ellas daban una nota tan alta que a veces saltaban. Eso ocurre muy a menudo en el mundo.
De todas sus hijas, Una era la preferida de Samuel. Ya desde muy pequeña mostró unas ganas insaciables de aprender, al igual que un niño nunca se cansaría de comer pasteles. Una y su padre conspiraban para aprender. Pedían prestados libros y los leían a hurtadillas, y se comunicaban sus descubrimientos.
De todos sus hermanos, Una era la que menos sentido del humor tenía. Se casó con un hombre muy moreno, cuyos dedos estaban manchados de productos químicos, principalmente nitrato de plata. Era uno de aquellos hombres que viven en la pobreza para proseguir su línea inquisitoria. La suya se limitaba a la fotografía. Creía que el mundo exterior podía transferirse al papel, no en los matices fantasmales del blanco y negro, sino en los colores que percibe el ojo humano.
Se llamaba Anderson, y era un hombre muy poco comunicativo. Como la mayor parte de los técnicos, sentía terror y desprecio por la teoría. Los saltos de la imaginación no eran para él. Escalaba un peldaño y ascendía con cuidado hasta el siguiente, de la misma manera que un escalador asciende por el último repecho de una cumbre. Sentía un gran desprecio, hijo del temor, por los Hamilton, porque todos ellos creían tener alas y, por eso, se habían pegado algún que otro batacazo.
Anderson nunca caía, nunca resbalaba, nunca volaba. Sus pasos eran lentos y ascendentes, y en la cumbre esperaba hallar aquello que perseguía: la fotógrafa en color. Tal vez se casó con Una por su escaso sentido del humor, lo cual lo tranquilizó. Y dado que la familia de su esposa lo asustaba e intimidaba, se llevó a Una al norte, a un rincón apartado del mundo, cerca de la frontera de Oregón. Debió de llevar una vida muy primitiva, entre tantos frascos y papeles.
Una escribía unas canas insípidas y frías, carentes de toda alegría, pero también de toda autocompasión. Estaba bien y esperaba que su familia también lo estuviese. Su marido se hallaba a punto de realizar un descubrimiento.
Pero entonces Una murió y su cadáver fue enviado junto a los suyos.
Jamás conocí a Una. Murió antes de lo que alcanzan mis más antiguos recuerdos, pero George Hamilton me habló de ella, muchos años después, con los ojos anegados en llanto y voz temblorosa.
—Una no era una chica bonita como Mollie —recordó. Pero tenía las manos y los pies más bonitos que puedas imaginarte. Sus tobillos eran cimbreantes como la hierba, y todo su cuerpo se movía al compás del viento. Sus dedos eran largos, con las uñas estrechas y almendradas. Y también poseía una tez muy bella, translúcida y nacarada.
»No reía ni jugaba como el resto de nosotros. Ella era diferente. Parecía estar siempre escuchando. Cuando leía, su rostro parecía el de alguien que está escuchando música. Y cuando le hacíamos alguna pregunta, ella respondía, en el caso de que conociese la respuesta, sin señalar ni hacer abigarradas descripciones repletas de "acaso" y de "podría ser", como hubiéramos hecho cualquiera de nosotros. Siempre andábamos con pájaros en la cabeza, pero Una era pura y simple.
»Y luego la trajeron a casa. Tenía las uñas rotas hasta la carne, y los dedos completamente agrietados y ajados. Y sus pobres piececitos… —George no pudo continuar hablando y al cabo de un rato añadió con la fuerza de un hombre que trata de dominarse: Estaban en un estado lamentable, cortados por las piedras y arañados por las espinas. Sus queridos piececitos no habían llevado zapatos durante mucho tiempo. Y su delicada piel era tan áspera como el cuero sin curtir.
Pensamos que se trató de un accidente —añadió, producido por la abundancia de productos químicos que la rodeaban. Eso fue lo que pensamos.
Pero Samuel, mientras lloraba y se lamentaba, pensó que no fue un accidente sino dolor y desesperación.
La muerte de Una fue un duro golpe para Samuel, una especie de terremoto silencioso. No pronunció ninguna palabra de ánimo o consuelo, sino que se limitó a sentarse en soledad, y a mecerse en su mecedora. Tenía la convicción de que su negligencia había sido la culpable.
Y desde aquel día, su cuerpo, que había luchado alegremente contra el tiempo, empezó a resentirse. Su piel juvenil se envejeció, sus ojos claros se enturbiaron y sus poderosos hombros se encorvaron ligeramente. Liza, con su sumisión al destino, podía afrontar la tragedia: no tenía ninguna esperanza cierta en este mundo. Pero Samuel había alzado una muralla de risas contra las leyes naturales, y la muerte de Una la resquebrajó hasta los cimientos. Se había convertido en un anciano.
A sus otros hijos les iba muy bien. George se dedicaba a los seguros. Will estaba enriqueciéndose. Joe había ido al este, y contribuía a la creación de una nueva profesión llamada publicidad. En este campo, los muchos defectos de Joe se convertían en virtudes. Descubrió que era capaz de comunicar y materializar lo que soñaba despierto, lo cual, debidamente aplicado, es la esencia misma de la publicidad. Joe era un hombre importante en el mundo publicitario.
Todas las chicas se casaron, excepto Dessie, la cual regentaba con mucho éxito un taller de modista en Salinas. El único que no había hecho nada era Tom.
Samuel le había dicho a Adam Trask que Tom andaba codeándose con la grandeza. El padre observaba a su hijo, y sabía a ciencia cierta por todo lo que estaba pasando, porque también lo había sentido en sí mismo.
Tom no poseía el suave lirismo de su padre ni su verborrea alegre y desenvuelta. Pero su presencia irradiaba fuerza, calor y una férrea integridad, que disimulaba su apocamiento y timidez. Era capaz de ser tan grande como su padre, pero de pronto se quedaba cortado como una cuerda de violín que se rompe, para recaer en su triste deambular por las tinieblas.
Era un hombre de rostro sombrío; su tez, quizá por la acción del sol, tenía un matiz rojo oscuro, como si por sus venas corriese sangre normanda, o acaso vándala. Su cabello, barba y bigote eran también de un tono rojo oscuro, y sus ojos azules brillaban de un modo sorprendente sobre su encarnada tez. Era muy robusto, de espaldas y brazos poderosos, pero de estrechas caderas. Podía competir con cualquiera cuando se trataba de levantar pesos, de correr, de echarse cargas al hombro o de montar a caballo, pero no poseía el menor sentido de lo que significaba una competición. Will y George eran jugadores y a menudo intentaron introducir a su hermano en las penas y alegrías de los juegos de azar.
—Lo he intentado —les decía, pero me aburre. Y creo que se debe a que, cuando gano, no siento ningún gran triunfo, y cuando pierdo, no representa ninguna tragedia. Sin estos dos elementos, no tiene el menor sentido jugar. Que nosotros sepamos, no es un modo de hacer dinero, y tampoco representa algo trascendental, como el nacimiento y la muerte, la alegría o el dolor; no siento nada. Jugaría si pudiera sentir algo, bueno o malo.
Will no le comprendía en absoluto. Toda su vida era una competición, y sólo vivía para pasar de una especie de juego a otro. Quería a Tom y trataba de que disfrutara de aquellas cosas que a él le parecían agradables. Le metió en sus negocios, e intentó inocularle las alegrías de la compra y venta, de ser más listo que otros hombres, de juzgarlos por sus fanfarronadas, de vivir por medio de maniobras y argucias.
Pero Tom volvía siempre al rancho perplejo, aunque no crítico, con la sensación de haber perdido el rumbo. Comprendía que hubiera hombres que disfrutaran con sus luchas entre sí, pero no quería engañarse a sí mismo fingiendo que también lo hacía.
Samuel solía decir que Tom se llenaba demasiado el plato, ya se tratase de habichuelas o de mujeres. Y Samuel es muy sabio, aunque creo que sólo conocía un aspecto de la naturaleza de Tom. Quizá los niños le conocíamos un poco mejor. La imagen que tengo de Tom es el resultado de combinar los recuerdos con las certezas y las conjeturas. ¿Quién sabe si fue así en realidad?
Vivíamos en Salinas y supimos que Tom acababa de llegar —creo que siempre llegaba de noche, porque bajo nuestras almohadas, es decir, la de Mary y la mía, encontramos paquetes de chicles. Y en aquella época, los chicles tenían tanto valor como el dinero. Había meses en que no venía, pero todas las mañanas, nada más despertarnos, metíamos las manos debajo de las almohadas para ver si había algo. Y todavía sigo haciéndolo, a pesar de los años transcurridos desde entonces.