—Hace que me sienta avergonzado —dijo Adam.
—¿Y eso?
—Verá usted, pues porque como me encuentro en una posición bastante desahogada, no me veo obligado a vivir en un lugar como éste.
—Yo tampoco, pero no por eso me siento avergonzado, al contrario, estoy muy contento.
Cuando el carricoche remontó la cuesta, Adam descubrió el pequeño grupo de edificios que formaban la residencia de los Hamilton: una casa con muchos colgadizos, un establo para las vacas, un taller y un cobertizo para los carruajes. Era un panorama reseco y abrasado, sin ningún árbol corpulento, y sólo un jardincillo que se regaba a mano.
Louis se volvió hacia Adam y en sus palabras había una sombra de hostilidad.
—Quiero informarle de una o dos cosas, señor Trask. Hay personas que cuando ven a Samuel Hamilton por primera vez se forman la idea de que está algo chiflado. No habla como las demás personas, pero hay que tener en cuenta que es irlandés. Tiene muchos planes, más de cien al día. Y también mucha esperanza. ¡Por Dios, es necesario que haya tenido mucha para resignarse a vivir en esta tierra! Pero, recuerde usted: es un excelente trabajador, un buen herrero, y alguno de sus planes ha dado resultado. Además, le he oído hablar de cosas que iban a suceder y que han sucedido como él decía.
Adam se sintió alarmado ante aquella amenaza velada.
—No soy la clase de hombre capaz de hundir a otro —dijo—, y comprendió que súbitamente Louis lo trataba como a un forastero y a un enemigo.
—Yo sólo he querido advertirle. Muchos de los que vienen del este creen que, si un hombre no tiene mucho dinero, no vale nada en absoluto.
—Yo jamás creería que…
—Es posible que el señor Hamilton no haya podido ahorrar ni cuatro centavos, pero es de los nuestros, y es tan bueno como el mejor de nosotros. Y además, ha sacado adelante la familia más maravillosa que jamás haya conocido. Quiero únicamente que se acuerde de esto.
Adam estaba a punto de defenderse, pero se limitó a decir:
—Lo recordaré. Gracias por habérmelo advertido.
Louis volvió a mirar al frente.
—Allí está, mírelo, frente al taller. Nos habrá oído.
—¿Lleva barba? —preguntó Adam, forzando la mirada.
—Sí, se ha dejado una hermosa barba. Pronto se le habrá vuelto blanca; le asoman ya muchas canas.
Pasaron frente a la casa y vieron a la señora Hamilton asomada a la ventana, y siguiéndolos con la vista; se detuvieron por último frente al taller, donde los esperaba Samuel.
Adam vio a un hombre corpulento, con una barba de patriarca, cuya cabellera gris se agitaba en el aire como el vilano de un cardo. Sus mejillas, por encima de la barba, estaban rosadas por los efectos del sol sobre su piel de irlandés. Llevaba una camisa azul muy limpia, unos zahones y un delantal de cuero. Estaba remangado, y sus brazos musculosos aparecían también muy limpios. Solamente sus manos estaban ennegrecidas por el trabajo en la forja. Después de echarle un vistazo, Adam se fijó en sus ojos, de un azul pálido y repletos de una juvenil alegría, y con las típicas arrugas a su alrededor producidas por la risa.
—Louis —dijo—. Me alegro de verle. Incluso en este paraíso que nos rodea, es agradable ver a los amigos —añadió con sarcasmo, y sonrió a Adam.
—He traído al señor Adam Trask para que le conociera. Es un forastero que viene del este, pero tiene intención de establecerse entre nosotros —le explicó Louis.
—Encantado de conocerle —dijo Samuel—. Siento no poder darle la mano. No quiero ensuciarle la suya con estas tenazas de herrero.
—He traído algunos flejes, señor Hamilton. ¿Podría usted hacerme algunos ángulos? Todo el armazón de mi colector se ha ido al garete.
—Claro que sí, Louis. Pero apéense. Pondremos los caballos a la sombra.
—Ahí detrás tengo una pierna de venado, y el señor Trask ha traído un poco de «eso».
Samuel miró hacia la casa.
—Quizá sería mejor que sacásemos «eso» cuando hayamos situado el coche detrás del establo.
Adam advirtió el sonsonete de su voz, pero no así el acento extranjero con la excepción tal vez de las tes y las eles, más agudas y pronunciadas con la lengua apoyada en un punto más alto del paladar.
—Louis, ¿quiere desenganchar el tiro? Voy a llevar adentro el pernil. Liza se alegrará. Le gusta mucho el guisado de venado.
—¿Está en casa alguno de los chicos?
—Pues no. George y Will vinieron a pasar el fin de semana a casa, y se fueron anoche a un baile, al Wild Horse Canyon, en la escuela de Peach Tree. Vendrán con todo el grupo al atardecer. Por eso hemos echado de menos un sofá. Ya se lo contaré más tarde. Liza querrá vengarse, no hay duda; fue Tom quien lo hizo. Pero ya se lo contaré.
Rió y se dirigió hacia la casa, con el pernil de ciervo envuelto.
—Si lo desean, pueden llevar el «eso» al taller para que el sol no lo caliente.
Lo oyeron llamar a su esposa al aproximarse a la casa:
—Liza, ¿a que no lo adivinas? Louis Lippo ha traído un cuarto de venado más grande que tú.
Louis llevó el coche a la parte trasera del establo, y Adam lo ayudó a desenganchar los caballos, a trabarlos y dejarlos a la sombra.
—Se refería a que el sol podía calentar la botella —dijo Louis.
—Debe de ser una mujer terrible.
—No es mayor que un pájaro, pero de acero.
Samuel se reunió con ellos en el taller.
—A Liza le encantaría que se quedaran a comer —anunció.
—Pero ustedes no nos esperaban —protestó Adam.
—Calle, hombre. Ella hará algunos pastelitos de carne. Es un placer tenerlos aquí. Deme esos flejes, Louis, y dígame cómo los quiere.
Samuel encendió fuego con astillas en el negro hogar de la forja, e hizo soplar el fuelle sobre él, echando luego coque húmedo con los dedos hasta que lo tuvo bien fuerte.
—Venga acá, Louis —dijo, y écheme una mano con el fuego. Tiene que atizarlo despacio y sin parar. —Depositó los flejes de hierro sobre el lecho de ascuas—. No, señor Trask, Liza está acostumbrada a cocinar para nueve chicos medio muertos de hambre. No hay nada que pueda espantarla. —Colocó el hierro, con ayuda de las tenazas, en una posición más conveniente y lanzó una carcajada—. Consideremos mi último comentario como una mentira piadosa —dijo—. Mi mujer está rugiendo como los guijarros removidos por la rompiente. Y les advierto a ustedes que es mejor que no mencionen la palabra «sofá». Eso la pondría muy furiosa.
—Algo ha comentado antes al respecto —recordó Adam.
—Si conociese a mi hijo Tom, lo comprendería enseguida, señor Trask. Louis ya lo conoce.
—Naturalmente que lo conozco —corroboró Louis.
—Mi Tom es un diablillo —prosiguió Samuel—. Siempre se sirve más de lo que puede comer. Siempre planta más de lo que puede cosechar.
Es excesivo en los placeres y en las penas. Hay muchas personas como él. Liza cree que yo también soy así. Ignoro lo que la vida le deparará. Acaso grandes cosas, acaso derrotas. Bien, ya ha habido algún que otro Hamilton que ha terminado colgado. Pero eso ya se lo contaré otro día.
—El sofá —sugirió Adam cortésmente.
—Ah, sí, el sofá. Tengo la costumbre, y Liza lo repite hasta la saciedad, de pastorear mis palabras como si fuesen ovejas descarriadas. Bueno, el caso es que se organizó ese baile en la escuela de Peach Tree, y todos los muchachos, es decir, George, Tom, Will y Joe, decidieron ir. Y desde luego preguntaron a las chicas si les apetecía. George, Will y Joe, pobres muchachos, invitaron cada uno a una amiga, pero Tom, como siempre, se excedió en su porción: invitó a las dos hermanas William, Jennie y Belle. ¿Cuántos agujeros para los tornillos quiere usted, Louis?
—Cinco —contestó Louis.
—Perfecto. Ahora tengo que decirle, señor Trask, que mi Tom posee todo el egoísmo y el amor propio de un muchacho que se cree feo. Lo normal es que vaya siempre hecho un zarrapastroso, pero cuando llega una fiesta, se engalana como un árbol de mayo y se ufana como las flores primaverales. Eso le ocupa mucho tiempo. ¿Observa usted que el cobertizo de los carruajes está vacío? George, Will y Joe salieron primero, y no tan guapos como Tom. George tomó el coche, Will se llevó la calesa y Joe el cochecillo de dos ruedas. —Los ojos azules de Samuel brillaban de contento—. Bien, pues luego salió Tom, tan tímido y resplandeciente como un emperador romano, y lo único que quedaba con ruedas era un rastrillo para el heno; pero como puede suponer, en él no cabría ni una sola de las hermanas William. Vaya usted a saber si por buena o mala suerte, Liza estaba echando la siesta. Tom se sentó en la escalera y se puso a pensar. Luego le vi dirigirse al establo: enganchó dos caballos, y sacó el mango del rastrillo. Arrastró con dificultad el sofá fuera de la casa y ató las patas con una cadena. ¡El maravilloso sofá de crin y alto respaldo que Liza quiere más que nada en el mundo! Yo se lo había regalado para que descansase en él antes de que naciese George. Lo último que pude ver fue a Tom arrastrándose por la ladera del monte, repantigado a sus anchas en el sofá, camino de la casa de las William. ¡Oh, Señor!, cuando regrese lo traerá tan pelado por el roce como una oblea. —Samuel dejó sus tenazas y puso los brazos en jarras para reír más a gusto—. Y Liza está que echa chispas. ¡Pobre Tom!
—¿Querría usted tomar un poco de «eso»? —preguntó Adam, sonriendo.
—Con mucho gusto —respondió Samuel.
Aceptó la botella, echó un traguito, y se la devolvió.
—Uisquebaugh. Es una palabra irlandesa, significa whisky, agua de vida. Y así es.
Puso los flejes al rojo sobre el yunque, y les hizo varios agujeros; después dobló el metal hasta formar ángulos con ayuda de su martillo, haciendo saltar las chispas. Luego introdujo el hierro en medio barril de agua negra, lo que produjo un silbido.
—Aquí están —dijo, arrojándolos al suelo.
—Muchas gracias —respondió Louis—. ¿Cuánto es?
—El placer de su compañía.
—Siempre es así —se lamentó Louis desolado.
—No; cuando le abrí su nuevo pozo, usted me pagó lo que le pedí.
—Ahora que me acuerdo, el señor Trask piensa comprar la residencia de Bordoni, la antigua concesión de Sánchez. ¿La conoce usted?
—Y muy bien —contestó Samuel—. Es una propiedad muy buena.
—El señor Trask quiere saber si hay agua en ella, y yo le dije que usted sabe más acerca de eso que todos los de la comarca.
Adam le alargó la botella, Samuel bebió un sorbito con toda delicadeza y se secó los labios con el antebrazo, procurando no mancharse de hollín.
—Todavía no me he decidido —dijo Adam—. Sólo estoy averiguando.
—¡Oh, Señor, ha puesto usted el dedo en la llaga! Dicen que es muy peligroso hacer preguntas a un irlandés, porque las responderá. Supongo que usted sabrá lo que hace cuando me da licencia para hablar. He oído decir que hay dos maneras de considerarlo. Según unos, el hombre silencioso es un sabio, y según otros, un hombre que no habla es un sujeto desprovisto de ideas. Naturalmente, me inclino a favor de la segunda teoría. Liza dice que con exceso. ¿Qué desea usted saber?
—Bien, pues volvamos a la propiedad de Bordoni. ¿A qué profundidad habría que excavar para encontrar agua?
—Tendría que ver el lugar, en algunos sitios a unos diez metros, en otros a sesenta, y en ciertos puntos hasta el mismísimo centro de la Tierra.
—Pero dicen que usted hace aparecer el agua.
—Casi en todos los sitios, menos en mis propias tierras.
—He oído que a usted le falta agua aquí.
—¿Que lo ha oído? ¡Hasta el propio Dios debe de haberlo oído! Lo he dicho a voz en grito.
—Se trata de una propiedad de ciento sesenta y una hectáreas a ambas orillas del río. ¿Se encontrará agua en el subsuelo?
—Tendría que ir allá a echar un vistazo. Me parece que es un valle poco corriente. Si usted tiene paciencia, acaso le cuente algo acerca de él, porque lo he visto y he metido mi sonda hasta bastante profundidad. Un hombre hambriento se atraganta de comida mentalmente, no le queda otro remedio.
—El señor Trask es de Nueva Inglaterra —le explicó Louis Lippo—. Su proyecto es establecerse aquí. Ya había estado antes en el oeste, pero en el ejército, luchando contra los indios.
—¿Estuvo usted recientemente? Tendría que hablarme de ello. Me gusta aprender.
—No me agrada recordarlo.
—¿Por qué no? ¡Buena les esperaba a mi familia y a mis vecinos si yo hubiese luchado contra los indios!
—Yo no quería luchar contra ellos, señor.
El «señor» se le escapó sin darse cuenta.
—Sí, ya lo comprendo. Debe de ser una cosa muy dura tener que matar a un hombre desconocido y contra el que no se siente ninguna clase de odio.
—Puede que lo haga más fácil —observó Louis.
—Sí, eso es verdad, Louis. Pero también hay hombres que se sienten en su corazón amigos de todo el mundo, y hay otros que se odian a sí mismos, y que esparcen su odio en torno a ellos como la mantequilla sobre una rebanada caliente.
—Preferiría que hablásemos de las tierras —dijo Adam con algo de desasosiego, porque se le representó en la memoria una lúgubre imagen de cadáveres amontonados.
—¿Qué hora es?
Louis salió afuera y miró al sol.
—No más de las diez.
—Si empiezo a hablar, no conseguiré detenerme. Mi hijo Will dice que hablo con los árboles cuando no puedo encontrar un vegetal humano. —Suspiró y se sentó sobre un barrilito de clavos—. Decía que era un valle extraño, pero acaso se deba a que he nacido en un país muy verde. ¿Lo encuentra usted extraño, Louis?
—No, yo nunca he salido de O.
—Lo he excavado mucho —dijo Samuel—. Algo sucedió bajo su superficie, acaso todavía continúa sucediendo. Debajo del valle se halla el lecho de un océano, y bajo éste otro mundo. Pero ello no tiene por qué preocupar a un granjero. En la superficie es una tierra bastante buena, particularmente en los llanos. La capa superior del valle es ligera y arenosa, pero mezclada con ella están las tierras de las colinas, acarreadas por las lluvias invernales. A medida que se asciende hacia el norte, el valle se ensancha, y el suelo se vuelve más negro, más espeso y quizá más rico. En mi opinión, en esa región hubo antaño pantanos, y las raíces centenarias se pudrieron debajo del suelo, fertilizándolo y ennegreciéndolo. Y cuando se excava un poco, aparece alga de arcilla grasienta formando una argamasa con él. Me refiero a González, al norte, en la boca del río. A ambos lados, en torno a Salinas, Blanco, Castroville y Moss Landing, aún subsisten los pantanos. Y cuando algún día los desequen, esa tierra será una de las más ricas de este mundo rojo.