—¿Saben ustedes quién es?
No tenemos la menor idea.
—Usted suele ir a la taberna. ¿No será alguna de las jóvenes de allá? —Hace mucho tiempo que no voy. Además, en este estado me sería muy difícil reconocerla.
El médico se volvió después hacia Adam.
—¿La había visto usted antes?
Adam movió negativamente la cabeza.
—¿Por qué está haciendo tantas preguntas? —le increpó Charles con aspereza.
—Se lo diré, ya que quiere saberlo. Esta joven no ha sufrido un accidente, aunque su aspecto parece demostrarlo, sino que alguien que no la quería bien la puso en ese estado. Si quiere que le diga la verdad, alguien trató de matarla.
—¿Por qué no se lo pregunta a ella? —dijo Charles.
—Todavía tardará algún tiempo en poder hablar. Además, tiene el cráneo fracturado y sólo Dios sabe qué efecto puede tener eso sobre su mente. Lo que yo quiero decir es si debemos o no llamar al sheriff.
—¡No! —estalló Adam, y ambos lo miraron sorprendidos—. Dejémosla sola. Dejémosla descansar.
—¿Quién cuidará de ella?
—Yo —respondió Adam.
—Oye, mira… —empezó a decir Charles.
—¡Tú no te metas!
—Esta también es mi casa.
—¿Quieres que me vaya?
—No quise decir eso.
—Bien, pues si ella tiene que irse, yo también me iré.
El médico intervino:
—Venga, calmaos. ¿Por qué tienes tanto interés?
—Aunque se tratase de un perro, no querría que lo echasen.
—Pero tampoco te pondrías de ese modo. ¿Ocultas algo? ¿Qué hiciste anoche? ¿No habrás sido tú quien se lo ha hecho?
—Él estuvo aquí anoche —dijo Charles—. Ronca como un tren.
—¿Por qué no quiere permitir que se quede? Aquí se pondrá bien —argumentó Adam.
El médico se levantó y se frotó las manos.
—Adam —dijo, tu padre era uno de mis viejos amigos. Os conozco muy bien a ti y a tu familia. Tú eres un chico listo, y por eso no comprendo por qué no ves lo evidente. Me obligas a hablarte como a un niño. Esa muchacha ha sido asaltada. Estoy seguro de que quien lo hizo tenía intención de matarla. Si no se lo digo al sheriff voy a infringir la ley. Admito una ligera transgresión, pero no hasta ese extremo.
—Bueno, pues dígaselo. Pero no permita que la molesten hasta que se encuentre mejor.
—No tengo por costumbre permitir que molesten a mis pacientes —aseguró el médico—. ¿Insistís en tenerla aquí?
—Sí.
—Allá tú. Pasaré a verla mañana. Tiene que dormir. Dale agua y sopa caliente por el tubo, si tiene ganas.
Y el médico salió de la casa.
Charles se volvió hacia su hermano.
—Adam, por el amor de Dios, ¿qué significa todo esto? —exclamó.
—Déjame solo.
—Pero ¿qué te pasa?
—Déjame solo, Charles. Por favor, déjame solo.
—¡Cristo! —exclamó Charles, y tras golpear con el pie en el suelo, se dirigió rezongando a sus faenas.
Adam se alegró de que se fuese. Se ocupó en arreglar la cocina, lavó los platos del desayuno y, por último, barrió el suelo. Después de recoger la cocina, entró en su dormitorio y se sentó en una silla junto al lecho. La joven respiraba pesadamente bajo los efectos de la morfina. La tumefacción de su rostro empezaba a decrecer, pero todavía tenía los ojos hinchados y amoratados. Adam permaneció muy quieto y sin dejar de mirarla. Su brazo entablillado descansaba sobre el estómago, pero el brazo derecho yacía sobre la colcha, con los dedos ahuecados, como si formasen un nido. Era una mano infantil. Adam le tocó ligeramente la muñeca con el dedo, y los dedos de la joven se movieron un poco. Adam sintió el calor de su piel. Al principio con timidez, como si temiese ser descubierto, le abrió la mano y tocó las pequeñas yemas de los dedos. Estos eran rosados y suaves, y la piel del dorso de la mano tenía un color nacarado. Adam sonrió embelesado. Contuvo la respiración y se quedó alerta, pero la joven tragó saliva y continuó respirando rítmicamente. Adam tomó con delicadeza el brazo de la joven y lo introdujo bajo la colcha. Luego salió de puntillas de la habitación.
Durante varios días, Cathy permaneció amodorrada bajo los efectos combinados de la paliza y del opio. Cada extremidad de su cuerpo le pesaba como el plomo y se movía muy poco a causa de los dolores. Sin embargo, se daba cuenta de los movimientos que se producían a su alrededor. Poco a poco su mente y sus ojos se fueron aclarando. Dos hombres jóvenes estaban con ella, uno de vez en cuando y el otro casi constantemente. Advirtió que el otro hombre que venía era el médico, y que también había otro, alto y delgado, que le interesó más que los demás, con un interés originado únicamente por el miedo. Quizá mientras dormía bajo el efecto de las drogas, él había cogido algo y lo había guardado.
Muy lentamente, fue reconstruyendo lo que le había ocurrido en los últimos días. Volvió a ver el rostro del señor Edwards, y le vio también perder aquel aire de suficiencia plácida y adquirir una expresión asesina. Jamás había tenido tanto miedo en toda su vida, y ahora no podía decir ya que no sabía lo que era el miedo. Su mente se debatía como una rata que tratase de escapar. El señor Edwards estaba enterado del incendio. ¿Lo sabría alguien más? ¿Y cómo había podido llegar a saberlo él? Un terror ciego y angustioso se apoderó de ella al pensarlo.
Por algunas cosas que oyó, se enteró de que el hombre alto era el sheriff y de que quería interrogarla, y que el joven llamado Adam se lo impedía. Acaso el sheriff estaba enterado de lo del incendio.
Las fuertes voces que procedían de la habitación contigua le indicaron cómo debía proceder. El sheriff decía:
—Debe de llamarse de alguna manera. Alguien debe de conocerla.
—Pero ¿cómo quiere usted que responda? Tiene la mandíbula fracturada —contestó Adam.
—Si puede utilizar la mano derecha, será capaz de escribir la respuesta. Mire, Adam, si es verdad que alguien ha tratado de matarla, es mejor que yo actúe lo antes posible. Deme usted un lápiz y déjeme hablar con ella.
—Ya ha oído usted al doctor —replicó Adam—. También tiene fractura de cráneo. ¿Cómo quiere que se acuerde de lo que le pasó?
—Bueno, usted deme papel y lápiz, y ya veremos.
—No quiero que se la moleste.
—Mire, Adam, no me importa en absoluto lo que usted quiera. Le estoy diciendo que quiero papel y lápiz.
Entonces se oyó la voz del otro joven:
—Pero ¿a ti qué te importa? Van a terminar por creer que lo hiciste tú. Dale un lápiz.
Tenía los ojos cerrados cuando los tres hombres entraron sin hacer ruido en la habitación.
—Está dormida —susurró Adam.
Ella abrió los ojos y los miró.
El hombre alto se aproximó al borde del lecho.
—No quiero molestarla señorita. Soy el sheriff, le explicó. Ya sé que no puede hablar; pero ¿tendría usted la amabilidad de escribir algunas cosas en este papel?
Ella trató de asentir e hizo una mueca dolorosa. Parpadeó rápidamente, como para indicar su asentimiento.
—¿Ve usted? —dijo el sheriff. Está dispuesta a responder. —Puso una tablilla sobre el lecho, junto a ella, y le pasó los dedos en torno al lápiz—. Muy bien. Dígame. ¿Cómo se llama?
Los tres hombres le miraban el rostro. La joven cerró la boca y bizqueó los ojos. Luego los cerró, y el lápiz empezó a moverse. «No lo sé», garrapateó con enormes letras.
—Aquí tiene usted otra hoja. Escriba lo que recuerde.
«Estoy en tinieblas. No puedo pensar», escribió el lápiz antes de caer por el borde de la tablilla.
—¿No recuerda usted quién es y de dónde viene? ¡Piénselo!
Ella pareció realizar un gran esfuerzo y su rostro mostró una expresión trágica. «No. Todo confuso. Ayúdeme.»
—¡Pobre criatura! —dijo el sheriff. De cualquier modo, muchas gracias. Cuando se sienta mejor volveremos a probar. No, hoy ya no tiene que escribir más.
Ella escribió «Gracias» y el lápiz cayó de su mano.
Se había ganado también al sheriff que a partir de ese momento se puso de parte de Adam. Sólo Charles continuaba en sus trece. Cuando ambos hermanos se hallaban en la habitación y se requería la ayuda de los dos para asistirla sin hacerle daño, ella se dedicaba a estudiar el sombrío aspecto de Charles. Había algo en su rostro que le era familiar y que la intranquilizaba. Observaba cómo se tocaba la cicatriz de la frente con mucha frecuencia; se la frotaba y seguía su contorno con los dedos. Una vez él la sorprendió mirándole. Y bajando la mirada, dijo con brutalidad:
—No se preocupe, usted tendrá una igual, quizá mejor.
Ella le sonrió, y él apartó la mirada. Cuando Adam entró con la sopa caliente, Charles le anunció:
—Voy al pueblo a echar un trago.
Adam no recordaba haber sido casi nunca tan feliz. No le preocupaba en absoluto no conocer el nombre de la joven. Ella le había dicho que la llamase Cathy, y con esto él tenía bastante. Adam cocinaba para Cathy, aprovechando recetas de su madre y de su madrastra.
Cathy tenía una gran vitalidad. Se recuperaba a ojos vistas. La hinchazón desapareció de sus mejillas y fue adquiriendo la belleza de la convalecencia. No tardó mucho en poder sentarse en la cama con la ayuda de ambos hermanos. Empezó a abrir y a cerrar la boca cuidadosamente, y a ingerir alimentos machacados, que requerían poco esfuerzo de masticación. Llevaba todavía la frente vendada, pero su rostro mostraba muy pocas señales, si se exceptuaba el hueco en una de sus mejillas, precisamente del lado donde le faltaban los dientes.
Cathy se hallaba preocupada y su mente trataba de encontrar una escapatoria. Hablaba muy poco, incluso cuando ello ya no le requería esfuerzo.
Una tarde oyó que alguien andaba por la cocina.
—Adam, ¿es usted? —preguntó.
La voz de Charles respondió:
—No, soy yo.
—¿Haría usted el favor de venir un momento?
El apareció en el umbral, con expresión sombría.
—No viene usted a verme mucho —dijo ella.
—Es cierto.
—No le gusto.
—Me parece que tiene usted razón.
—¿Y me dirá por qué?
El pareció buscar alguna respuesta.
—No me inspira usted confianza. Además, no creo que perdiese usted la memoria.
—Pero ¿por qué tendría que mentir?
—No lo sé. Por eso no me inspira confianza. Hay algo que me resulta familiar.
—Usted nunca me ha visto.
—Puede. Pero hay algo que me fastidia y que tengo que averiguar. ¿Cómo sabe usted que nunca la he visto?
Ella permaneció silenciosa y él se volvió para irse.
—No se vaya —le rogó Cathy—. ¿Qué piensa usted hacer?
—¿Hacer con qué?
—Conmigo.
El la volvió a mirar con renovado interés.
—¿Quiere que le diga la verdad? —respondió.
—¿Qué otra cosa si no podría interesarme?
—No estoy muy seguro, pero se lo voy a decir. Haré que se marche de aquí tan pronto como sea posible. Mi hermano se ha vuelto loco, pero yo le haré entrar en razón, aunque para ello tenga que apalearlo.
—¿Y se atrevería usted? Es un hombre muy fuerte.
—Puedo hacerlo muy bien.
Ella lo miraba asombrada.
—¿Dónde está ahora Adam?
—Ha ido al pueblo a buscar más de esas malditas medicinas para usted.
—Es usted un hombre malvado.
—¿Quiere saber lo que pienso? Pues que no soy ni la mitad de ruin que usted bajo esa piel tan bonita. Estoy seguro de que es usted un diablo.
Ella rió con suavidad.
—Entonces somos dos —dijo—. Charles, ¿cuánto tiempo me queda?
—¿Para qué?
—Antes de que usted me eche. Dígamelo con franqueza.
—Muy bien, pues se lo diré. Unos ocho o diez días. Tan pronto como pueda tenerse en pie.
—¿Y si yo no me quisiera marchar?
El la miró astutamente, casi contento ante la idea de la lucha inminente.
—Muy bien, pues entonces escúcheme: cuando usted estaba bajo los efectos del opio y de la morfina, habló más de la cuenta, y también en sueños.
—No lo creo.
El rió, porque habla observado cómo contraía rápidamente la boca.
—No lo crea, pues. Si usted se marcha tan pronto como pueda, le prometo que no diré nada; pero si no quiere marcharse, Adam se enterará de todo, y el sheriff también.
—No puedo creer que haya dicho nada malo. ¿Qué podía haber dicho?
—No quiero discutir con usted. Además, tengo trabajo. Usted me ha preguntado y yo le he respondido.
Charles salió. Al llegar frente al gallinero, rió y se dio unos golpecitos en la pierna. "Creía que era más lista", se dijo. Y por primera vez en muchos días, se sintió mucho más tranquilo.
Charles la había asustado mucho. No había podido engañarlo, y eso la preocupaba. Era la única persona que conocía que utilizaba sus mismos métodos. Cathy podía leer sus pensamientos, y ello no la tranquilizaba en lo más mínimo. Se daba cuenta de que con él no servían sus triquiñuelas, y, por otra parte, se sentía necesitada de protección y descanso. Se encontraba sin dinero. Tenían que cuidar de ella y alimentarla por una temporada. Estaba cansada y enferma, pero su mente analizaba todas las posibilidades.
Adam volvió del pueblo con una botella de tónico. Le sirvió una cucharada.
—Tendrá muy mal gusto —le advirtió, pero le hará mucho bien. Ella lo tomó sin protestar y sin hacer demasiados aspavientos.
—Es usted muy bueno conmigo —dijo—. ¿Por qué lo hace?, me pregunto. Sólo le he traído quebraderos de cabeza.
—Nada de eso. Usted ha llenado de luz toda la casa. No la oigo nunca quejarse, a pesar de hallarse tan maltrecha.
—Es usted tan bueno, tan amable…
—Eso intento.
—¿Tiene que salir ahora? Por favor, quédese a hacerme compañía.
—Con mucho gusto. Ahora no tengo nada importante que hacer.
—Acerque una silla, Adam, y siéntese.
Una vez el joven hubo tomado asiento a su lado, ella le tendió la mano derecha, y él la tomó entre las suyas.
—Tan bueno y amable —repetía ella—. Adam, usted sabe guardar secretos y mantener una promesa, ¿no es verdad?
—Creo que si. ¿En qué piensa usted?
—Estoy sola y tengo miedo —exclamó la joven—. Tengo mucho miedo.
—¿Puedo serle de alguna ayuda?
—No creo que nadie pueda ayudarme.
—Dígame lo que le ocurre y veré si puedo hacerlo.
—Lo malo es que no puedo ni decírselo.