Al este del Edén (73 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Si la serie de acontecimientos que se sucedieron hubiesen sido planeados por un enemigo omnipotente e implacable, el resultado no hubiera sido más eficaz. Cuando el tren llegó a Sacramento, una avalancha de nieve interceptó los pasos de las Sierras durante dos días, y los seis vagones tuvieron que permanecer en una vía muerta, mientras el hielo se fundía e iba goteando. Al tercer día, el tren pudo cruzar las montañas, y entonces hizo por todo el Medio Oeste un calor desacostumbrado en aquella época del año. En Chicago se cruzaron diversas órdenes contradictorias, de las que nadie tenía la culpa, sino que fueron esas cosas que pasan, pero como resultado los seis vagones de lechuga de Adam permanecieron en la estación de mercancías durante cinco días más. Aquello fue ya más que suficiente, y no es necesario entrar en detalles. Lo que llegó a Nueva York no era más que un horrible aguachirle, que hubo que tirar enseguida. Adam leyó el telegrama de los comisionistas, y se recostó en su silla, mientras una extraña sonrisa de resignación aparecía en su rostro para no borrarse.

Lee lo dejó solo para que se rehiciese del golpe. Los chicos se enteraron de la reacción que ello produjo en Salinas. Tildaban a Adam de loco. Esos individuos que edifican tales castillos siempre salen con las manos en la cabeza. Los hombres de negocios se felicitaban por la vista que habían tenido al no meterse en aquel asunto. Se requería experiencia para llegar a ser un hombre de negocios. Las personas que heredaban su fortuna siempre se metían en líos. Y si se deseaba una prueba de ello, sólo había que fijarse en cómo Adam había gobernado su rancho. Un loco y su dinero no andaban juntos por mucho tiempo. Acaso aquello le serviría de lección. Y encima había doblado la producción de la fábrica de hielo.

Will Hamilton recordó que no sólo se había manifestado en contra de aquel proyecto, sino que había predicho en detalle todo lo que había de ocurrir. No se alegraba por ello, pero ¿qué se puede hacer cuando no se quieren escuchar los consejos de un prudente hombre de negocios? Y Dios sabía muy bien que Will tenía mucha experiencia acerca de ideas descabelladas. Con toda circunspección, le había recordado que Sam Hamilton también había sido un loco. Y por lo que respecta a Tom Hamilton, ése era un loco de atar.

Cuando Lee comprendió que ya había pasado suficiente tiempo, dejó de andarse por las ramas y tomó asiento frente a Adam con el fin de llamar su atención.

—¿Qué tal se encuentra? —le preguntó.

—Muy bien.

—No irá a encerrarse otra vez en su cascarón, ¿verdad?

—¿Qué te hace suponer eso? —preguntó Adam.

—Es que tiene usted el mismo aspecto de antes. Y sus ojos poseen otra vez esa mirada de sonámbulo. ¿Le molesta que le hable así?

—No —respondió Adam—. Pero me gustaría saber si estoy arruinado.

—No del todo —dijo Lee—. Le quedan todavía nueve mil dólares y el rancho.

—Hay que pagar una factura de dos mil dólares por la retirada de los desperdicios —añadió Adam.

—Eso es aparte de los nueve mil.

—Debo bastante por la nueva maquinaria para fabricar hielo.

—Eso ya está pagado.

—¿Y me quedan nueve mil?

—Y el rancho —confirmó Lee—. Tal vez podría usted vender la fábrica de hielo.

El rostro de Adam se endureció, y perdió su sonrisa aturdida.

—Sigo creyendo en mi idea —contestó—. Se encadenaron una serie de circunstancias desgraciadas. Mantendré la fábrica de hielo. Con la ayuda del frío se pueden conservar muchas cosas. Además, la fábrica produce algo de dinero. Tal vez se me ocurra alguna solución.

—Procure no imaginar nada que le cueste dinero —repuso Lee—. Me fastidiaría mucho tener que desprenderme de la cocina de gas.

3

El fracaso de Adam dolió mucho a los mellizos. Tenían ya quince años y hacía mucho tiempo que sabían que eran hijos de un hombre rico, así es que les costó bastante acostumbrarse a la nueva situación. Si aquel asunto no hubiese tenido aspectos tan carnavalescos, el efecto no hubiera sido tan deplorable. Recordaban llenos de horror los enormes carteles que adornaban el tren. Si los hombres de negocios se burlaban de Adam, sus compañeros eran mucho más crueles. De la noche a la mañana comenzaron a llamarles «Aron y Cal Lechuga» o, simplemente, Cogollos de Lechuga.

Aron habló del asunto con Abra.

—Ahora todo será diferente —le dijo.

Abra había crecido, y era una muchacha muy hermosa. Sus pechos se habían desarrollado con el fermento de los años, y su rostro poseía la calma y la irradiación de la belleza. Ya había dejado atrás su fase de niña bonita. Era una muchacha fuerte, segura de sí misma y femenina.

Contempló el rostro preocupado del muchacho y le preguntó:

—¿Por qué será diferente?

—Porque creo que ahora somos pobres.

—Tú hubieras trabajado aunque hubieras sido rico.

—Ya sabes que quiero seguir estudiando.

—Y puedes. Yo te ayudaré. ¿Ha perdido tu padre todo su dinero?

—No lo sé. Es lo que ellos dicen.

—¿Quiénes son «ellos»? —preguntó Abra.

—Pues todo el mundo. Y es posible que tus padres no quieran ya que te cases conmigo.

—Entonces, no les diré nada.

—Estás demasiado segura de ti misma.

—Sí —respondió ella—. Lo estoy. ¿Quieres darme un beso?

—¿Aquí mismo? ¿Aquí, en la calle?

—¿Por qué no?

—Todos lo verán.

—Eso pretendo —dijo Abra.

—No. No quiero que la gente lo sepa de esta forma —replicó Aron.

Ella se adelantó poniéndose ante él, y lo detuvo.

—Mire usted, caballero. Va usted a besarme ahora mismo.

—¿Por qué?

—Así todo el mundo sabrá que soy la señora Cogollo de Lechuga —contestó con calma.

Él le dio una especie de rápido picotazo y luego la obligó a ponerse de nuevo a su lado.

—Tal vez yo mismo deba cortar esta relación —expuso él.

—¡Qué quieres decir?

—Ahora ya no soy lo bastante bueno para ti. Tan sólo soy un pobre. ¿Crees que no he visto la diferencia en tu padre?

—Lo que eres es un tonto —le recriminó Abra; y frunció un poco el entrecejo, porque ella también había notado la diferencia en su padre.

Fueron a la confitería de Bell y se sentaron a la mesa. Ese año estaba de moda el zumo de apio. El año anterior lo habían estado los helados con ciertos refrescos.

Abra agitaba delicadamente las burbujas con su paja, pensando en cómo había cambiado su padre desde que ocurrió el desastre de las lechugas. Había llegado incluso a decirle:

—¿No crees que sería más juicioso que salieras con algún otro chico, para variar?

—Pero estoy prometida a Aron.

—¡Prometida! —exclamó su padre en son de mofa—. ¿Desde cuándo los niños se prometen? Harías mejor en mirar un poco a tu alrededor. Hay otros peces en el mar.

Y recordó que recientemente se habían hecho algunas alusiones y referencias a la conveniencia de emparentarse con algunas familias, e incluso una vez llegaron a decir que hay personas que no pueden ocultar un escándalo eternamente. Ocurrió cuando se comentaba que Adam había perdido todo su dinero.

Ella se inclinó por encima de la mesa.

—Lo que podríamos hacer es tan sencillo que te hará reír.

—¿Qué es?

—Podríamos gobernar el rancho de tu padre. El mío dice que son tierras muy hermosas.

—No —respondió Aron con prontitud.

—¿Por qué?

—No deseo convertirme en granjero y no quiero que seas la esposa de un campesino.

—Yo seré la esposa de Aron, sea éste lo que sea.

—No pienso abandonar el colegio —aseguró el muchacho.

—Yo te ayudaría —replicó Abra.

—¿De dónde sacarías el dinero?

—Lo robaría —afirmó ella.

—Me gustaría irme de esta ciudad —dijo Aarón. Todo el mundo se burla de mí. No puedo soportarlo.

—Pronto lo olvidarán.

—No, no lo olvidarán. No quiero quedarme aquí dos años más para terminar la Escuela Superior.

—Quieres dejarme, Aron?

—No. ¿Por qué demonios tenía que meterse mi padre en cosas que desconoce?

—No censures a tu padre —le replicó Abra—. Si su idea hubiese resultado, todo el mundo le hubiera hecho reverencias.

—Pero no resultó. Me hizo un flaco servicio. Ahora ya no puedo ir con la cabeza alta. ¡Oh, Dios, le detesto!

—¡Aron! ¡Deja de decir esas cosas! —le respondió Abra con firmeza.

—¿Cómo sabré si no mintió al hablar de mi madre?

El rostro de Abra se puso rojo de cólera.

—Te mereces una zurra —dijo—. Si no estuviésemos a la vista de todo el mundo, te pegaría yo misma. —Contempló el bello rostro del muchacho, contraído por la rabia y el despecho, y de pronto cambió de táctica—: ¿Por qué no le preguntas sobre tu madre? No tienes más que ir y preguntárselo.

—No puedo, recuerda lo que te prometí.

—Tú sólo me prometiste no repetir lo que yo te dije.

—Pero es que si yo le pregunto, querrá saber quién me lo ha dicho.

—Muy bien —gritó ella—. Eres un niño inútil. Te libero de tu promesa. Ve y pregúntale.

—No sé si lo haré.

—Hay veces que siento deseos de asesinarte —se exasperó ella—. ¡Pero, Aron, es que te quiero tanto, te quiero tanto!

Se oían risitas que provenían de un extremo del mostrador. Abra y Aron habían levantado la voz más de la cuenta, y los demás clientes, que los observaban con disimulo, habían oído las últimas palabras. Aron se sofocó, y en sus ojos aparecieron lágrimas de ira. Salió corriendo del establecimiento, y desapareció calle arriba.

Abra recogió con toda calma su bolso, se alisó la falda y la cepilló con la mano. Luego fue tranquilamente adonde estaba el señor Bell y pagó los zumos de apio. Al dirigirse después a la puerta, se detuvo junto al grupo de jóvenes de donde provenían las risitas.

—Es mejor que lo dejéis en paz —les advirtió con frialdad, y continuó su camino, seguida por una voz de falsete que decía:

—¡Oh, Aron, te quiero tanto!

Una vez en la calle echó a correr con la intención de alcanzar a Aron, pero no pudo encontrarlo. Llamó entonces por teléfono a su casa, pero Lee le contestó que Aron no había vuelto todavía. Lo cierto era que Aron se hallaba en su dormitorio, lleno de despecho y de resentimiento. Lee lo había visto entrar sigilosamente y encerrarse en su habitación.

Abra recorrió arriba y abajo las calles de Salinas con la esperanza de verlo. Estaba enfadada con él, pero por otra parte se sentía terriblemente sola. Nunca antes Aron había huido de su lado, y Abra ya no sabía estar sola.

Cal tuvo que aprender por su cuenta a estar solo. Durante un tiempo trató de unirse a Abra y Aron, pero éstos no deseaban su compañía. El muchacho se sentía celoso y se esforzó por atraerse a la joven, pero fracasó en su empeño.

Encontraba fácil el estudio, aunque no sentía mucho interés por él. Aron tenía que esforzarse más por aprender, lo que le confirió un mayor sentido de la responsabilidad, y desarrolló un respeto por la instrucción completamente desproporcionado con la calidad de la que recibía. Cal se lanzaba sin pararse en barras. No le importaban mucho los deportes ni las demás actividades de la escuela. Su creciente inquietud le obligaba a salir por las noches. Se convirtió en un muchacho alto y orgulloso, pero sombrío.

Capítulo 38
1

Desde sus primeros recuerdos, Cal había anhelado calor y afecto, como es propio de todos los seres humanos. Si hubiese sido hijo único, o si Aron hubiese sido diferente, Cal habría sido un muchacho normal. Pero desde el principio, todo el mundo se rendía ante Aron debido a su belleza y simplicidad. Cal, como es natural, se esforzaba por atraer hacia sí la atención y el afecto de la única manera que sabia, es decir, tratando de imitar a Aron. Y lo que era encantador en el rubio e ingenuo Aron, parecía desagradable y sospechoso en Cal, con su rostro sombrío y sus ojos hendidos. Y puesto que sólo se trataba de una imitación, el resultado no era convincente. Donde Aron hallaba una buena acogida, Cal recibía un desaire por hacer o decir exactamente lo mismo.

Y así como unos cuantos golpes en la nariz hacen tímido a un cachorro, del mismo modo unos cuantos desaires inculcan la timidez en un niño. Pero mientras un cachorro suele apartarse con el rabo entre las patas y expresión rastrera y adulona, o bien echarse patas arriba abyectamente, un niño puede ocultar su timidez con despreocupación, con bravatas o con el silencio. Y una vez que un niño ha sufrido algún desaire y se le ha rechazado, se sentirá siempre rechazado aunque en realidad no lo sea, o lo que es peor, él mismo creará ese sentimiento en las personas, por el solo hecho de esperarlo.

En Cal, aquel proceso fue tan largo y tan lento, que él ni siquiera lo advirtió. Se había construido un muro de suficiencia en tomo a él lo bastante fuerte como para defenderlo contra el mundo. Si este muro tenía algunos puntos débiles, debían hallarse en los lados próximos a Aron y a Lee, y en especial a Adam. Es posible que Cal hubiese encontrado seguridad y refugio en la propia falta de atención de su padre. Desde luego, era mejor pasar inadvertido que despertar una atención adversa.

Cuando era muy pequeño, Cal descubrió un secreto. Si se dirigía con cautela al lugar donde su padre estaba sentado y se apoyaba ligeramente contra la rodilla paterna, la mano de Adam se levantaba maquinalmente para acariciar el hombro de Cal. Es probable que Adam ni se diese cuenta de su acción, pero aquella caricia despertaba tal torrente de emoción en el alma del muchacho, que éste escatimaba el empleo de este gozo especial, reservándolo solamente para cuando tenía necesidad de él. Era como una magia que había que administrar. Era el símbolo ritual de una tenaz adoración.

La situación no se alteró con el cambio de escenario. En Salinas, Cal no tenía más amigos que en King City. Tenía socios, sí, y gozaba incluso de cierta autoridad y admiración, pero nunca tuvo amigos. Vivía solo, e iba solo a todas partes.

2

Si Lee sabía que Cal salía por las noches y volvía muy tarde, no parecía darse por enterado, ya que comprendía que no podía hacer nada para evitarlo. Los vigilantes nocturnos lo veían a veces paseando solo. El jefe, Heisserman, tenía por principio informar al encargado de la escuela, quien le aseguró que Cal no solamente no tenía ninguna mala nota por faltar a clase, sino que además era muy buen estudiante. El jefe, desde luego, conocía a Adam, y en vista de que Cal no rompía los vidrios de las ventanas, ni alborotaba, advirtió a los vigilantes que no le perdiesen de vista, pero que lo dejasen en paz, excepto en el caso de que quisiera armar camorra.

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