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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

13 balas (37 page)

BOOK: 13 balas
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Pero no fue así.

El federal se agachó, en posición de disparo, y se dirigió hacia el espacio entre la caseta de los perros y la casa. Tenía el brazo con el que sostenía el arma levantado y se movía como una veleta mientras apuntaba a asaltantes que ella ni siquiera atisbaba a ver. Apretó el gatillo y un deslumbrante fogonazo salió del cañón de su arma. Junto a ella, a unos pocos centímetros de su hombro izquierdo, un siervo cayó lentamente al suelo, retorciéndose de dolor.

Arkeley dio media vuelta y volvió a disparar... y acto seguido realizó un tercer disparo. Las sombras aullaban y se agitaban en la oscuridad, pero salían sin parar, como si emergieran de la noche, como si se estuvieran descolgando de las nubes iluminadas por la luna. Una sierva saltó sobre los hombros de Arkeley y le mordió el cuello con sus afilados dientes. El federal le aplastó La nariz con el puño que le quedaba libre y se la quitó de encima. Otro engendro se lanzó rodando contra sus piernas y lo obligó a hincar una rodilla. Arkeley le disparó en el pecho y el monstruo cayó de espaldas.

Otro siervo le agarró el arma a Arkeley y le retorció el brazo. Arkeley gritó de dolor. El engendro debía de haberlo cogido con la guardia baja.

Pero bastante tenía Caxton con sus propios problemas. Los siervos iban también a por ella, aunque lo hacían con menos virulencia y con muchos menos efectivos. Era evidente que no la consideraban una amenaza tan grande como Arkeley. Se sintió casi decepcionada.

Disparó a una figura oscura que avanzaba por el tejado de la caseta de los perros y ésta cayó al suelo con un siseo asfixiado. Caxton le pegó una patada en las piernas y notó cómo la carne se despegaba. Otro siervo intentó agarrarla por los hombros desde el tejado. Caxton levantó el arma y disparó sin ni siquiera mirar.

—¡Lárguese de aquí! —volvió a gritarle Arkeley.

Caxton miró hacia donde se encontraba el federal pero apenas logró distinguir su figura. Los esclavos de Scapegrace lo tenían completamente rodeado. Caxton disparó una y otra vez, intentando reducir el número de atacantes al tiempo que se marchaba corriendo, lejos de la caseta. Arkeley estaba a punto de sucumbir y Caxton lo sabía, pero poco podía hacer para ayudarlo: no tenía suficientes balas. Su única esperanza consistía en poder huir y regresar con refuerzos.

El problema era que no sabía adónde debía ir. El camino llevaba a la carretera, donde tal vez pudiera encontrar ayuda. Si llegaba algún tipo de respuesta policial, lo haría desde allí, siempre y cuando Caxton sobreviviera el tiempo suficiente. No obstante, Arkeley le había dicho que había varios siervos apostados allí. Con toda probabilidad la estarían esperando.

Así pues, decidió dirigirse hacia la parte trasera de la casa, donde había una valla de tres metros que cruzaba el bosque. Colocó un pie entre dos tablones, se levantó un poco y se agarró a las ramas que sobresalían por encima de la valla. La adrenalina le dio el empujón que necesitaba para pasar por encima y llegar al otro lado. Entonces se descolgó por el árbol. Las ramas le golpearon en la cara y le arañaron los brazos y las manos. Rodó por un empinado terraplén y terminó en el aparcamiento del colegio que había junto a su casa. El asfalto brillaba bajo la luz de la luna.

Se oyó un disparo al otro lado de la valla. Y luego otro... y aún otro más. Y luego nada. Caxton intentó respirar con normalidad y dominar su miedo. Probablemente Arkeley estuviera muerto, pero aquello tampoco cambiaba su situación.

Los árboles que había junto a la valla susurraron y sus hojas secas crujieron mecidas por el viento. Dos siervos estaban trepando la valla e iban tras ella. La estaban persiguiendo, iban a darle caza en cualquier momento.

Caxton comprobó su arma. Sólo le quedaba una bala y decidió que era mejor reservarla. Se puso en pie y echó a correr.

El edificio del colegio era bajo y de planta rectangular, un buen elemento de referencia para orientarse de noche. Aún no sabía si los siervos eran capaces de ver en la oscuridad absoluta o no. Los vampiros veían el resplandor de la sangre en la penumbra, pero ¿y sus sirvientes? Era una de las muchas cosas que debería haberle preguntado a Arkeley cuando aún podía. Cuando aún estaba vivo.

La culpa le recorrió el espinazo mientras doblaba una esquina y subía por una corta escalera. Era capaz de sentirse culpable y correr al mismo tiempo. Frente a ella había una alambrada; Caxton comprobó que se encontraba en un campo de béisbol. Se coló por un agujero y notó barro debajo de los pies. Frente a ella había un bosque. No le sorprendió: en Pensilvania había bosques por todas partes. Decidió que los árboles le proporcionarían cierto cobijo y que tal vez la ayudarían a esconderse de los siervos. Se internó en el bosque, pero enseguida se dio cuenta de su error. Es imposible correr de noche en un bosque. Por clara que sea la noche, bajo los árboles es diez veces más oscura. Caxton no veía absolutamente nada, de modo que podía golpearse con un tronco o tropezar con unas raíces. Llevaba una linterna en el bolsillo, pero encenderla significaría descubrir su posición al instante.

Sin luz podía romperse el cuello o, peor aún, una pierna. Podía terminar inmovilizada pero consciente, incapaz de huir y sin otra opción que esperar a que los siervos la encontraran. Tenía que salir del bosque lo antes posible, pero no podía regresar por donde había venido.

De pronto divisó un resplandor a lo lejos y se dirigió hacia allí, con las manos extendidas para no chocar. Movía las botas a espasmos, pues esperaba tropezar en cualquier momento con un arbusto o meterse en un charco de barro.

La luz revelaba la presencia de un claro de forma extrañamente regular a unos cincuenta metros. Había algunos árboles jóvenes aislados, pero el claro estaba cubierto básicamente de hierba seca. Caxton salió del bosque y se adentró en aquel espacio relativamente luminoso. Sintió que la sensación de alivio le inundaba todo el cuerpo y en ese preciso instante tropezó con una piedra. Se golpeó la barbilla contra el suelo medio congelado y sus dientes entrechocaron con un sonido horrible.

Rodó de lado, se incorporó y volvió la vista. La piedra con la que había tropezado tenía un aspecto pálido, casi fantasmal, bajo la luz de la luna. Era irregular por la parte superior, pero lisa por los lados; la lluvia y el viento la habían ido erosionando con el paso de los siglos, no obstante, en su día, mucho tiempo atrás, debía de haber sido angulosa y regular. Un bloque de piedra clavado en el suelo. Como una lápida.

Acababa de meterse en un cementerio abandonado.

CAPÍTULO 50

En cuanto vio dónde estaba se preguntó cómo no se había dado cuenta antes. Las lápidas estaban muy erosionadas, el paso del tiempo las había mermado hasta dejarlas a la altura perfecta para que alguien se tropezara. Sin embargo, Caxton distinguía las hileras de lápidas bien ordenadas y, al otro extremo del claro, vislumbró unas barras metálicas retorcidas, los restos de una verja de hierro forjado.

Caxton sabía que la zona rural de Pensilvania estaba llena de pequeños cementerios como ése. Las promotoras inmobiliarias los odiaban porque si querían edificar allí, la ley los obligaba a trasladar los cuerpos. No obstante, lo más habitual era que los dejaran donde estaban. Caxton no se llevó ninguna sorpresa cuando, en una ocasión, encontró un cadáver en el bosque que había detrás de su casa. Algunas décadas o siglos atrás debía de haber habido una iglesia por los alrededores que probablemente había terminado reducida a cenizas o a polvo. Caxton se dijo que no había por qué temer las tumbas. Los vampiros dormían en ataúdes, de acuerdo, pero no se enterraban a sí mismos en antiguos cementerios para sentirse como en casa.

Oyó un golpe a unos diez metros. Alguien había pisado una rama seca, o tal vez una capa de escarcha. Podría haber sido un gato o un ciervo, o una rama que había terminado por ceder. Pero Caxton se quedó helada. Sintió cómo todo su cuerpo se concentraba en sus oídos, pendiente únicamente de anticipar el siguiente sonido.

Oyó un tamborileo, como una traca encendida pero muchísimo más suave. Tal vez algo había pisado una alfombra de pinaza. Caxton se agachó lentamente, centímetro a centímetro, hasta que estuvo tendida en el suelo. Se encogió tanto como pudo, con la intención de hacerse invisible.

—¿Has visto eso? —dijo alguien. Era la estridente voz de un siervo. Tras un instante oyó que alguien respondía algo entre susurros.

Caxton se maldijo por haberse tumbado en el suelo, por haberse movido. En la oscuridad, si se hubiera quedado inmóvil, a lo mejor los siervos habrían pasado de largo sin darse cuenta.

Tan sólo tenía una bala en su Beretta. La carne de los siervos estaba corrompida y era flácida, de modo que probablemente podría golpear al otro y hacerlo añicos. Pero si eran tres, o si eran más rápidos de lo que esperaba, no tendría ninguna oportunidad.

Se puso tensa, preparada para levantarse y golpear a quien se le acercara. Haría todo lo posible para destrozarlos, si eran dos. Si eran tres o más, se pegaría un tiro en el corazón. Al menos así evitaría terminar convertida en una vampira.

—Allí, ¿lo ves? ¿Qué es eso? —preguntó un siervo.

Eran dos. Tenían que ser dos. Caxton rogó que fueran sólo dos.

Entonces oyó una tercera voz.

—¡Vosotros dos, dejadnos en paz! —dijo otro, otro que debía de estar de pie justo detrás de Caxton.

La agente rodó hacia un lado y miró hacia arriba: una lívida silueta con la cabeza redonda. Llevaba unos vaqueros apretados y una camiseta negra. Tenía las orejas oscuras y recortadas.

Scapegrace.

Caxton alzó la pistola y disparó su última bala justo en el pecho del vampiro. La bala le atravesó la camiseta y se perdió entre los árboles. El pálido cuerpo del vampiro no presentaba ni un simple rasguño. Caxton tampoco esperaba matarlo, pero él, incluso en la oscuridad, había percibido el resplandor sonrosado de la sangre fresca que corría por debajo de su piel. Sin embargo, había supuesto que al menos lo obligaría a dar un paso atrás, o que soltaría un gruñido. El vampiro ni siquiera sonrió, simplemente se agachó junto a ella y tocó la lápida con la que Caxton había tropezado. A ella no la miró, tampoco la tocó.

La agente intentó hacer una pregunta pero las palabras se le ahogaban en la garganta.

—¿Qué...? ¿Qué vas a hacer conmigo...?

—No me hables —la interrumpió él—. No digas nada a menos que yo te lo ordene. Puedo matarte —añadió—. Puedo matarte ahora mismo. Si tratas de huir te atraparé. Soy mucho más rápido de lo que solía. Pero quiero mantenerte con vida. Bueno, ésa es la orden que debo cumplir, supongo que ya sabes lo que Malvern quiere. Aunque también me ha dicho que si te hago algo de daño no pasa nada, que incluso ayudará.

Entonces la miró a los ojos y Caxton se estremeció al ver que el vampiro era tan joven. Scapegrace se había suicidado siendo tan sólo un niño, o tal vez un adolescente de no más de quince o dieciséis años. Tenía un cuerpo enclenque y encorvado que daba pena. La muerte no lo había convertido en adulto de la noche al día. Seguía pareciendo un niño.

—Por favor, no me mires así —le dijo—. No lo soporto.

Caxton apartó la mirada rápidamente. Sabía que sus propios rasgos debían de estar asolados por el miedo. Notaba cómo un moco le resbalaba por el labio superior y el sudor frío que le empapaba la frente.

—Puedo ver algunas cosas en la oscuridad, pero no puedo leer esto —le dijo el vampiro a Caxton mientras recorría con los dedos la superficie de la lápida.

Las letras se habían borrado casi por completo, aunque todavía podía verse algún ángulo o fragmento de una florida inscripción.

—A lo mejor tú lo ves mejor. Léemelo.

A Caxton le tembló la garganta y tuvo la sensación de que estaba a punto de vomitar. Intentó recuperar el control de su cuerpo y, a pesar de que tardó un poco, finalmente lo logró. En realidad no podía leer lo que ponía, pero se le ocurrió que quizá lograría descifrarlo si reseguía las letras con las yemas de los dedos. El miedo le atravesó el brazo como una lanza en cuanto lo alzó para recorrer la superficie de la piedra con un dedo. Logró descifrar parte de la inscripción:

ST PH N DELANC

JU 854 — JULIO 1854

Caxton le transmitió lo que había descubierto:

—Creo... Creo que pone Stephen Delancy y que murió en julio de 1854. La fecha de n-n-nacimiento es más d-d-difícil de d-d-descifrar —tartamudeó.

Caxton sintió como si le estuvieran echando un cubo de agua helada por la espalda. En parte debía de tratarse de aquella extraña sensación que sentía cada vez que se acercaba a un vampiro, la sensación de frío que ya había notado estando junto al ataúd de Malvern o cada vez que Reyes la había tocado. Pero la mayor parte de aquel pánico que le subía por la piel debía de provenir del hecho de que el vampiro podía matarla en cualquier momento. Podía hacerla pedazos incluso antes de que a ella le diera tiempo de alzar los brazos para protegerse.

—¿Tú cuándo crees que nació, en junio o en julio? ¿Vivió durante un mes entero o tan sólo unos días? —Scapegrace se arrodilló junto a Caxton y pasó una mano por encima de la lápida como si acariciara el rostro del bebé que había enterrado debajo—. Supongo que sólo hay una forma de averiguarlo.

—¡No! —gritó Caxton, al tiempo que el vampiro clavaba sus pálidos dedos en el suelo y empezaba a apartar puñados de tierra.

Caxton se abalanzó sobre él por la espalda y le golpeó la nuca con la pistola descargada. Al fin logró que el vampiro reaccionara.

Scapegrace se volvió, aún de rodillas, agarró a Caxton por la cintura y la arrojó al suelo. La Beretta descargada voló por los aires y se perdió en la oscuridad. Caxton no pudo seguir su trayectoria porque estaba demasiado ocupada dando tumbos por el suelo. Dio una voltereta hacia atrás al tiempo que agitaba los pies y pataleaba en vano. Chocó con el codo contra una piedra y el dolor le atenazó el brazo. Creía que no se había fracturado nada, tan sólo se había golpeado el hueso de la risa.

Para cuando pudo ponerse en pie de nuevo, Scapegrace ya había cavado un agujero de un metro de profundidad. Caxton aún sentía cómo los huesos y el cartílago de la mano le latían de dolor, pero pronto estaría bien. Sin embargo, en cuanto el vampiro sacó la caja de madera del agujero, Caxton se dio cuenta de que estaba llorando. Presa del miedo y el horror que aquello le producía, pensó que de un momento a otro iba a ponerse a gritar y a correr aun sabiendo que el vampiro la perseguiría.

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