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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

13 balas (36 page)

BOOK: 13 balas
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Pero estaba conduciendo, si, vale. Caxton entrecerró los ojos en el momento en el que un camión con remolque pasó rugiendo y sus potentes focos le bañaron la cara de luz. Parpadeó para recuperar la visión y se concentró en el coche, en el disco de velocidad, en la aguja del nivel de gasolina. Lo que fuera con tal de seguir habitando el aquí y el ahora.

Elvin, que tal vez fuera la única persona del mundo que entendía aún menos lo que acababa de suceder que ella misma, había tenido la amabilidad de acompañarla al cuartel general de la Unidad H, donde estaba aparcado su coche. No lo había tocado desde que se había puesto el traje antidisturbios para montar en el Granola Roller. Se acercó al coche patrulla y le acarició la piel metálica, como si fuera una especie de máquina del tiempo que pudiera devolverla al pasado, antes de que Deanna muriera, antes de que ella misma se convirtiera en una medio vampira. Entonces se volvió, porque Elvin estaba allí detrás, sin decidir si debía marcharse o acercarse más, como si su cuerpo se viera impelido en ambas direcciones por una especie de física emocional. Elvin frunció el ceño durante un buen rato y, finalmente, habló.

—Mi hermana te quería mucho —dijo—. Me lo dijo ella misma. Cuando descubrí que era lesbiana sentí deseos de burlarme de ella, pero entonces me aseguró que te quería de verdad y yo me dije que, en ese caso, no podía reprocharle nada. Quiero decir que no elegimos de quién nos enamoramos. Nadie lo elige.

—Supongo que no —respondió Caxton, aunque no entendía qué era lo que quería Elvin. ¿Que le diera un abrazo? ¿Recordar a su hermana?—. Gracias por acompañarme —había añadido entonces. Él había asentido y ahí había quedado todo.

Caxton se secó una lágrima inexplicable, a medio formar. Oh, Dios, estaba conduciendo, tenía que concentrarse, pensar adónde se dirigía. Entonces se dio cuenta de que acababa de pasarse la salida. Frenó y miró por el retrovisor; la carretera estaba desierta. Lentamente, con un sordo sonido de gravilla, dio marcha atrás y maniobró hasta el camino correcto. Luego condujo hasta su casa sin perder la noción del tiempo ni una sola vez. Paró el coche. La luz de los faros se extinguió y todo quedó a oscuras. Se quedó sentada en el coche, contemplando la casa. Deanna siempre dejaba una luz encendida cuando la esperaba.

Fueron los aullidos de los perros lo que la sacaron de su ensimismamiento. Se había olvidado de ellos. ¿Cómo era posible? En cualquier caso, así era: se había olvidado de los perros, que llevaban más de un día sin comer. Recibían agua automáticamente gracias a una garrafa que poseía un mecanismo automático, pero no habían comido nada. Estarían muertos de hambre. Antes incluso de dirigirse a la casa, salió corriendo hacia la caseta y cogió una bolsa de diez kilos de comida para perros. Ya dentro de la caseta, encendió las luces y soltó un grito ahogado.

Los perros estaban bien, pero alguien había intentado abrir las jaulas. Los galgos estaban acurrucados detrás de los barrotes torcidos y deformados. Aullaban y lloraban, presas de una aterradora confusión. Los barrotes estaban manchados de sangre y de uno de ellos colgaba algo así como una tira de tela. Caxton se acercó un poco más y puso una mano encima de una jaula. Lo que colgaba de los barrotes no era una tira de tela, sino un fragmento de carne arrancada precipitadamente. Allí había estado un siervo y no hacía demasiado. Había intentado matar a los perros, pero sólo había logrado destrozarse el brazo.

Dejó salir a los perros, los abrazó y les llenó los cuencos de comida. El hambre pudo más que su desconcierto y comieron con glotonería. Añadió vitaminas de una botella de plástico y los dejó allí. Regresó al coche y cogió la Beretta con las balas dum-dum. Con manos torpes y medio heladas, cargó la pistola y fue hasta la puerta delantera de la casa.

¿Por qué habían acudido allí? Caxton había creído que si la casa estaba vacía, iban a dejarla en paz. No lograba entenderlo. Puso una mano en el pomo de la puerta y supo al instante que estaba abierta. Con cautela, por si alguien la estaba esperando dentro, sacó la linterna y cruzó el umbral.

Un frío silencio la recibió. En la casa soplaba una gélida brisa que se colaba por la ventana de la cocina, cubierta ahora con un cartón; la ventana que había matado a Deanna. El aire cruzaba el pasillo y entraba en su dormitorio. Caxton accionó el interruptor pero no sucedió nada. Levantó la mirada y vio que la lámpara del pasillo estaba aplastada y con las bombillas rotas.

Incluso en la oscuridad, se dio cuenta de que habían saqueado la casa. Había sábanas enrolladas y tiradas por todo el pasillo, como si las hubieran arrancado de la cama. Habían cogido los platos, las cacerolas y la sartén de hierro, y lo habían amontonado todo en un rincón. Había algunas cosas rotas, pero se notaba que quien lo hubiera hecho no había seguido ningún método específico; parecía más bien un trabajo hecho con prisas o en un arrebato. Habían arrancado las fotos de las paredes y las habían tirado por el suelo. Su linterna se detuvo en una y la luz reflejada en el cristal la deslumbró. Se acercó un poco más. Era una foto de Deanna y Caxton en un concurso canino; estaban agachadas y le daban instrucciones a Wilbur, que caminaba por encima de una barra de equilibrios. Dios, había sido un día increíble. El cristal estaba agrietado y el marco, roto.

Sacó la foto con cuidado y se la metió en el bolsillo en un intento de salvar algo.

El dormitorio estaba hecho un asco. El colchón estaba despanzurrado y había trozos de espuma por todas partes. Aquello parecía obra de unas afiladas zarpas, o tal vez hubieran usado cuchillos. Habían desvalijado también el armario de Caxton y casi toda su ropa estaba amontonada en un rincón. Iba a tardar una eternidad en ordenarlo todo. Se dio la vuelta y ahogó otro grito al ver que el intruso había dejado un mensaje. Éste cubría la mitad de la pared del dormitorio y parecía escrito con sangre:

NO VIVIR

NO DORMIR

UNETE A MI

No hacía falta una firma para saber quién le mandaba aquel mensaje: Seapegrace, el último miembro de la estirpe de Justinia Malvern. EI vampiro quería terminar lo que Reyes había empezado y estaba esperando a que ella se suicidara para luego ayudarle a resucitar a la vampira. Por algún motivo, debía de haber creído que destruir su casa iba a contribuir a que consiguiera lo que quería. A lo mejor había pensado que aquello la deprimiría.

La parte de Reyes que seguía habitando su cerebro emitió un leve latido, como si rechazara aquella idea. Caxton lo entendió, un poco... O, mejor dicho, se dio cuenta de que Seapegrace no había entendido nada. Para aquel adolescente, el vampirismo había sido un don oscuro. ¿Cómo podía alguien no desear aquel poder, aquella fuerza? Con aquel mensaje le estaba diciendo que ya no necesitaba dormir, que podía deshacerse de la prisión de su frágil cuerpo y de sus emociones humanas y convertirse en algo mucho más grande.

—Pero, entonces, ¿por qué se recorta las orejas cada día cuando se pone sol? —preguntó, pero en esa ocasión Reyes prefirió guardar silencio.

Cuando pensaba en el chico muerto, Caxton se sentía más triste que enfadada. Ahora que Seapegrace se había destruido a sí mismo, la destrucción gratuita de la propiedad de otros era la única válvula de escape que tenía para liberar su furia.

Caxton echó un vistazo en el resto de la casa, pero no encontró nada. Seapegrace y sus siervos se habían marchado hacía rato. Volvió a contemplar la cama y se dio cuenta de no iba a ser capaz de dormir allí otra vez. Entonces decidió llamar a Clara y preguntarle si su invitación seguía en pie. Salió al jardín de atrás, donde la señal del móvil era más potente, y vio el cobertizo de Deanna. La puerta estaba entreabierta, por supuesto. Seapegrace había intentado hacerles daño a los perros. Odiaba todo lo que tuviera relación con los vivos y también habría intentado destruir las obras de arte de Deanna.

Entró en el cobertizo y cerró el teléfono antes de localizar el número de Clara. Accionó el interruptor y las luces se encendieron, las bombillas de cien vatios del techo cobraron vida. El cobertizo parecía estar intacto. Las tres sábanas colgaban del techo y la luz se filtraba por entre la tela y adquiría un tono amarillento y anaranjado. A lo mejor Seapegrace había visto algo en el arte de Deanna; a lo mejor aprobaba el uso de sangre como medio de expresión... Aunque, desde luego, seguro que no había adivinado de qué tipo de sangre se trataba. Se dirigió de nuevo a la puerta, pero cuando ya iba a salir de detuvo en seco. Acababa de oír un paso y no era suyo.

—Laura —dijo alguien y por un momento pensó que era el fantasma de su padre, que habitaba aquellas sábanas, del mismo modo que había habitado el teleplasma del granero de Urie Polder.

Pero era Arkeley, que salió de detrás de una de las obras.

—¡Agente especial! —dijo Caxton. El corazón le latía a cien por hora, pero se fue calmando a medida que lo vio acercarse—. No esperaba encontrarle aquí.

—Laura —repitió—. Lo siento mucho. No era mi intención involucrarla tanto en este asunto.

¿Era posible que se estuviera disculpando por la muerte de Deanna? Para Caxton, la pena se había convertido en una especie de segunda piel, más gruesa, que las palabras de Arkeley no lograban atravesar.

—No pasa nada —dijo. No era cierto, sin embargo, las palabras se le escaparon de forma inevitable, como si se tratara de un bostezo.

—Necesitaba un cebo, la necesitaba a usted porque ellos la necesitaban. La única forma de escapar de una trampa es hacerla saltar antes de que tu enemigo esté totalmente preparado, ¿recuerda?

—Me lo enseñó usted.

Era su cuerpo quien hablaba, no su corazón. Y su cuerpo quería irse a la cama. Clara. Tenía que llamarla. Clara tenía que ir a recogerla. Por lo menos pasaría una hora antes de que pudiera dormir. Empezó a mandarle un mensaje a Clara porque le pareció que sería más sencillo que hablar con ella por teléfono. Aquella noche ya había hablado suficiente.

—No lo entiende... —insistió Arkeley, pero ella negó con la cabeza—. Laura, necesito que se concentre.

Arkeley se acercó rápidamente hacia ella y Caxton estuvo segura de que le pegaría de nuevo. La agente contuvo la respiración y abrió los ojos de par en par.

—¿Qué es lo que es tan importante? —le preguntó, encontrando por fin su propia voz—. ¿Qué coño es tan importante para que tenga que escucharle nada más y nada menos que esta noche?

Arkeley sacó el arma. Caxton soltó un grito ahogado: no tenía ni idea de qué estaba haciendo.

—Están ahí fuera, esperando a que salgamos de aquí —le dijo—. Son varias decenas de siervos y por lo menos dos vampiros.

CAPÍTULO 49

—¿Cómo que dos vampiros? —preguntó Caxton—. Pero ¡si los matamos a todos a excepción de Scapegrace! No querrá decir que Malvern... ¡Es imposible!

—No, yo no he dicho eso —respondió Arkeley, que comprobó el mecanismo de su Glock 23. Entonces señaló la Beretta que yacía inerte en la mano de Caxton. Ésta comprobó que hubiera una bala en la recámara y a continuación apoyó el arma en el hombro, con el cañón apuntando hacia el techo—. Malvern está en Arabella Furnace. Le he pedido a Tucker que lo comprobara hace quince minutos y me ha dicho que no se había producido ningún cambio en su condición, de modo que tenemos que haber cometido por lo menos un error.

—Vimos tres ataúdes en la cabaña de caza —insistió Caxton. No quería oír lo que él iba a contestar, aunque oía ya el eco de sus palabras en lo más recóndito de su cráneo.

—Eso no quiere decir que no pudiera haber uno más en otra parte.

Arkeley se acercó al interruptor procurando no dejarse ver a través de la puerta abierta.

—Repasemos lo que sé con seguridad. Vine aquí anoche para relevarla del servicio y destinarla de nuevo a la patrulla de autopistas. Entonces vi que pasaba algo raro. Había unos diez coches y camiones aparcados en la carretera. Eché un vistazo pero no me pareció que ninguno de sus vecinos estuviera dando una fiesta. Abandoné mi propio vehículo y decidí venir a pie a través del bosque. Ya estaban preparando la emboscada. Hay seis siervos escondidos en la rampa de acceso, tres más en el patio contiguo y tres más en el tejado de la caseta de los perros. Seguro que hay más, ésos son tan sólo los que yo he conseguido ver. También he visto a un vampiro que les daba órdenes. Llevaba las orejas recortadas, de modo que asumiremos que se trataba de Scapegrace. Y luego otro vampiro ha salido por la ventana de su dormitorio.

—¿Está totalmente seguro de que se trataba de un segundo vampiro? ¿Pudo verlo bien?

Arkeley negó.

—No puedo estar seguro de nada, pero definitivamente vi a un ser de piel blanquecina y orejas largas. Tenía las manos manchadas de rojo.

Caxton se colocó al otro lado de la puerta, tal como le habían enseñado. Cuando salieran lo harían juntos, mirando en direcciones ligeramente opuestas para poder cubrirse las espaldas.

Caxton le mandó un mensaje de móvil a Clara y le pidió que enviara refuerzos. Entonces llamó a la jefatura de policía para avisar de que un agente estaba envuelto en un tiroteo. Sabía que nadie iba a llegar a tiempo, pues el cuartel más cercano se encontraba a varios kilómetros de distancia. Iban a tener que abrirse paso ellos solos, sin la ayuda de nadie. Levantó los ojos y miró a Arkeley.

—¿Tenemos algún plan? —le preguntó.

—Sí —le respondió él—. Dispararle a todo lo que se menee.

Cruzaron juntos el umbral. Arkeley levantó el arma y disparó incluso antes de que sus ojos se hubieran acostumbrado a la oscuridad. Caxton vio una sombra que se le aproximaba, una sombra con el rostro descompuesto, y disparó a bulto. El engendro se desplomó sin hacer ruido.

De repente estaban por todas partes.

Las sombras se descolgaban de los árboles, pálidas figuras que giraban en círculos a su alrededor como lobos preparándose para un ataque. En esta ocasión no hubo avisos, ni mensajes crípticos para despistarlos. Un siervo salió aullando de la oscuridad, blandiendo un cuchillo de quince centímetros, pero Caxton le partió la cara con el arma. El engendro cayó al suelo, pero no sin que antes tres más se le echaran encima.

—¡Son demasiados! —exclamó Caxton—. ¡Tenemos que salir de aquí!

—¡Váyase! —le respondió el federal con un grito, aunque sólo estaba a un metro de distancia—. ¡Márchese ahora!

Caxton se separó de Arkeley y se dirigió hacia el lateral de la caseta de los perros, con la intención de por lo menos tener algo que le cubriera la espalda. De otro modo podían atacarla por sorpresa. Esperaba que Arkeley corriera también a ponerse a cubierto.

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