13 balas (40 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

BOOK: 13 balas
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Scapegrace había rodado hasta quedar tumbado de costado. Cuando Caxton lo miró, estaba intentando incorporarse de nuevo. El vampiro evitaba cruzar su mirada con la de la agente.

—Me has dado —dijo.

—¿Cómo?

—Me has dado en el corazón —terminó la frase. Hincó una rodilla al suelo, juro le temblaban los brazos—. Eso ha sido muy astuto. —Hincó la segunda rodilla—. Has esperado a que le hubiera dado toda la sangre a Malvern, has esperado a que me debilitara al máximo. Muy astuto. Oye —dijo al tiempo que se ponía en pie—, me iré sin hacer ruido, ¿vale? —Entonces levantó las manos para que quedaran a la vista—. No me mates. —Hablaba casi sin aliento, ¿le había perforado un pulmón?—. Por favor —continuó—. Enciérrame para siempre si quieres, pero no me mates. Aún no tengo ni dieciocho años.

—No —susurró Arkeley detrás de ella. «No lo escuches», intentaba decir.

Arkeley. ¿Aún estaba vivo? No lo estaría por mucho tiempo a menos de que lo bajara y le vendara las heridas. Caxton se dio media vuelta para mirarlo.

Era la oportunidad que Scapegrace había estado esperando. Cruzó la sala como un rayo. La sangre rojísima manó a borbotones del cuello y la barbilla de Hazlitt cuando el vampiro le desgarró al médico la mitad del cuello. Hazlitt soltó un grito ahogado. Caxton disparó a Scapegrace en la nuca, instintivamente, pero ni tan sólo logró ralentizarlo. Le disparó otra bala en la espalda, pero el vampiro tan sólo redobló sus esfuerzos y hundió la cara y sus hileras de dientes triangulares hasta el fondo del boquete que había hecho en el cuello de Hazlitt.

Cada gota de sangre que le chupara lo volvería más fuerte. En cuestión de segundos su cuerpo iba a ser resistente a las balas. Caxton tenía que matarlo inmediatamente. La agente contuvo la respiración, apuntó de nuevo y le disparó en la espalda. La bala se desintegró en el interior del cuerpo del vampiro, que se dobló y aulló de dolor. Se alejó de Hazlitt tambaleándose y cayó sobre los barrotes de varios equipos de perfusión, que se estrellaron contra el suelo con gran estruendo al tiempo que el vampiro intentaba en vano agarrarse a algo para no caer. Las piernas le temblaban como si fueran de gelatina. Se derrumbó en el suelo y finalmente murió entre convulsiones.

Hazlitt echó un último vistazo a la sala. Tenía la cara, el pecho y toda la parte delantera del cuerpo bañada en sangre. Luego cayó de bruces al suelo, tan muerto como el vampiro.

El siervo que se había escondido en el rincón se levantó de un salto y empezó a correr hacia la puerta. Caxton disparó obedeciendo a sus reflejos, sin embargo, falló. Disparó de nuevo y le pulverizó el brazo izquierdo. El siervo lloriqueó de dolor pero no se detuvo. Caxton disparó una tercera bala y el cuerpo del siervo voló en pedazos.

MALVERN

Hay una estaca en tu negro, burdo corazón.

A los aldeanos nunca les gustaste.

Están bailando y zapateando

sobre ti,

siempre supieron que eras tú.

‹Daddy›, SYLVIA PLATH

CAPÍTULO 54

—Cinco —gimoteó Arkeley.

Caxton enfundó la pistola en la pistolera vacía del cinturón. Casi encajaba. Aunque le temblaba el pulso, trepó por la escalera de mano y logró bajar a Arkeley al suelo. Encontró vendas y esparadrapo en el carrito con ruedas.

—Cinco —repitió Arkeley, como si acabara de acordarse de algo.

Sus heridas eran espantosas. Los siervos le habían propinado una buena paliza: su piel era un laberinto de cortes, la mayoría de los cuales estaban inflamados, y donde la piel no estaba trinchada o desgarrada, estaba magullada e incluso en algunos puntos se veían marcas de mordiscos. Tenía los ojos tan abotargados que no podía ni abrirlos y tenía también la boca amoratada e hinchada. Además, por supuesto, le faltaban los dedos que Scapegrace le acababa de arrancar. Caxton le vendó la mano izquierda con gasas, que al instante se tiñeron del color rojo intenso de la sangre arterial. Fue aplicando más vendaje a la herida de Arkeley para detener la hemorragia, aunque sin apretar demasiado. Al menos se trataba de la mano izquierda. Aún podría utilizar la mano derecha. Aún podría disparar.

Aunque en realidad todavía no. No podría disparar más, ni aquella noche, ni probablemente tampoco durante varios meses. Ni siquiera podía incorporarse.

A Caxton le entraron sudores fríos cuando se dio cuenta de que durante todo aquel rato había estado esperando que Arkeley se levantara y le pidiera su pistola. Caxton había creído que ella ya había cumplido con su parte y que ahora Arkeley se encargaría del resto.

—Cinco —murmuró el federal. —Chsss —contestó Caxton.

No sería así. Arkeley no iba a luchar contra los siervos. No iba a salir de Arabella Furnace por su propio pie. Salir de allí dependía de ella, de si era capaz de ir corriendo a por ayuda. A lo mejor lograba salvarle la vida a Arkeley, pero todo estaba en sus manos.

—Cinco.

—Vale ya —dijo Caxton—. ¿Cinco qué? ¿Cinco siervos? Creo que había bastantes más cuando llegué. Porque si estás intentando decirme que aquí hay cinco vampiros activos voy a manchar el uniforme —dijo con una sonrisa al tiempo que le daba unas palmaditas en la mano buena.

Arkeley cogió aire con esfuerzo y dijo precipitadamente:

—Sólo queda un vampiro activo. —Hizo una pausa—. Aún te quedan cinco balas en el cargador —añadió finalmente.

Lentamente, Caxton sujetó la Clock que tenía en el culturen. Sacó el cargador y contó las balas. Tan sólo quedaban cinco balas, tal y como había dicho Arkeley. Era imposible, era imposible que ya hubiera disparado ocho balas, ¿no? Caxton repasó mentalmente su enfrentamiento con el vampiro y se dio cuenta de que, en efecto, había gastado ocho balas.

Volvió a encajar el cargador en la pistola y la enfundó de nuevo.

—A partir de ahora —le dijo Arkeley, moviendo la cabeza de arriba abajo—, ten más cuidado.

Caxton asintió. Aunque seguramente Arkeley no lo vio, pues en aquel momento se apagaron las luces.

Fue tan rápido que Caxton pensó que tal vez había sido fruto de su imaginación. Parpadeó, pero la luz azul no se volvió a encender. La monótona oscuridad invadió todo el espacio que rodeaba a Caxton, una oscuridad tan densa que la agente sintió como si le frotara los ojos secos.

—Dios mío —dijo Caxton—. Lo saben. Saben que ha ocurrido algo. ¿Qué hacemos ahora?

Arkeley no respondió. Entonces Caxton extendió el brazo y le agarró la muñeca ensangrentada. Tenía pulso, aún, pero debía de estar inconsciente.

Caxton rebuscó en sus bolsillos, con la esperanza de encontrar algo que diera luz. Algo, lo que fuera. Scapegrace le había quitado casi todas sus pertenencias: el teléfono móvil, la PDA y las esposas.

—Oh, qué bien —susurró Caxton, aunque no sabía muy bien a quién se dirigía. El vampiro no le había confiscado su linterna mini-Maglite. Probablemente pensó que con aquello no podría hacerle daño a nadie. Caxton se la sacó a Arkeley del bolsillo y lo enfocó. La pequeña linterna proyectaba un haz de nebulosa luz azul pálido que la deslumbró durante un segundo, que alcanzaba apenas para que Caxton pudiera comprobar que Arkeley aún respiraba.

En una de las paredes de la habitación había un teléfono. Caxton descolgó el auricular y se lo llevó a la oreja. No había señal. La agente pulsó el botón de colgar más de veinte veces en un intento de hacerlo funcionar, pero no hubo suerte. Quien hubiera cortado la electricidad también debía de haber cortado las líneas telefónicas del sanatorio.

Lo que significaba que estaban al corriente de todo. Sabían dónde estaba y cuál sería su siguiente movimiento.

Si los siervos, y el vampiro que quedaba, sabían que Caxton estaba en la sala de Malvern, el primer objetivo que debía lograr era salir de allí. No podía trasladar a Arkeley, pues su peso era mucho mayor que el de ella y jamás lograría arrastrarlo, de modo que tendría que dejarlo allí, tendido en el suelo. Si los malos lo mataban por puro rencor, Caxton se odiaría durante el resto de su vida. Albergaba la esperanza de que los siervos estarían demasiado ocupados intentando matarla a ella.

Iluminó a su alrededor con la linterna, encontró la salida de la sala y corrió hacia el pasillo al que daba la puerta. Dejaría la Glock en la pistolera, así evitaría malgastar una bala si se asustaba de su propia sombra. Una precaución típica de Arkeley que, no obstante, ahora se le había ocurrido a ella y que la hizo sentirse bastante orgullosa. Aunque también era cierto que a esas alturas Arkeley ya habría urdido un plan. No sólo eso, sino que estaría ya llevándolo a cabo.

—Piensa —dijo intentando romper la capa de miedo que le cubría el cerebro, como si se tratara de escarcha—. Piensa.

Siendo realistas, ¿a qué podía aspirar? No era lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a solas a otro vampiro y a un número indeterminado de siervos. A Reyes lo había derrotado gracias al amuleto de Vesta Polder y Scapegrace había muerto porque lo había pillado por sorpresa, no porque poseyera ninguna cualidad especial. De modo que, si no podía enfrentarse a ellos, ¿qué podía hacer?

Podía correr. Podía salir del hospital y regresar con refuerzos. Era el único plan realista. Sabía que los siervos harían lo posible por detenerla. Caxton intentó ponerse en la piel, o en lo que quedaba de ella, de un bicho sin rostro. Aún no la habían atacado directamente... y no, no lo harían. Eran unos cobardes, Arkeley ya se lo había advertido. Se replegarían y la dejarían a ciegas y sin posibilidad de comunicarse. Intentarían hacerla salir, la obligarían a meterse en su trampa. Los siervos habían cerrado con llave la entrada principal. Intentar salir por donde había entrado sería un suicidio. Corrió a esconderse en el primer pasillo lateral que encontró.

Se acordó de la primera vez que visitó el sanatorio. Ya entonces pensó que era un enorme laberinto espeluznante. Ahora, con las luces apagadas, era mucho más inquietante y a Caxton le iba a resultar mucho más difícil orientarse. Sabía que tenía que ir en dirección sureste, hacia el ala del invernadero. Sí, eso sería lo ideal. Si lograba salir al exterior se sentiría mucho más segura. Tal vez la luz de la luna le revelaría algo útil.

El haz de su linterna iba un paso por delante de ella, iluminando menos de lo que a Caxton le hubiera gustado. El pasillo que estaba enfocando era una galería repleta de reflejos borrosos y sombras alargadas. Frente a ella podría haber cualquier cosa, cualquier cosa podría estar esperándola. Caxton avanzaba con la espalda pegada a la pared, poco a poco, paso a paso. No tenía alternativa.

Ya había recorrido la mitad del pasillo y comprobado todas las puertas a su paso cuando de pronto oyó un ruido. Era como si algo se moviera en el interior de la pared en la que se apoyaba. Caxton se apartó de un brinco y oyó cómo aquel algo se alejaba al mismo tiempo, como si se hubieran asustado mutuamente. Era un sonido rítmico y chirriante, o mejor dicho un conjunto de sonidos, el tamborileo de unas garras sobre la madera, el ruido de un cuerpo blando arrastrándose por el yeso agrietado. Frente a Caxton, al final del pasillo, algo atravesó la pared y cayó al suelo.

Caxton lo enfocó con la linterna y bajo su haz de luz apareció una rata. El animal miró a Caxton con sus diminutos ojos centelleantes, frunció el hocico y salió disparado.

—¡Menos mal! —dijo Caxton, intentando tranquilizarse. Sus palabras resonaron más de lo que Caxton habría querido.

Unos metros frente a ella, al final del pasillo, un siervo masculló:

—¿Qué ha sido eso?

Caxton se paró en seco. Dejó de respirar. Apagó la linterna. Un diminuto rayo de luz se colaba por los cristales cuadrados de la puerta de doble hoja que había al final del pasillo. Una sombra cruzó aquella luz, una sombra que parecía una cabeza humana.

—¿Lo has visto? —preguntó otro, con la misma voz chirriante, como el chillido de una rata. Otro siervo—. Ahí hay alguien, se acaba de apagar una luz.

—Ve a por los demás —dijo la primera voz.

La puerta batiente se abrió de golpe y un interminable torrente de siluetas humanas inundó el pasillo.

CAPÍTULO 55

Caxton fue a coger el arma pero se detuvo. Oyó decenas de pesados pasos que avanzaban por el pasillo hacia ella. No le quedaban más que cinco balas. Sería imposible enfrentarse a tantos siervos con tan sólo una pistola.

De pronto encendió la linterna y los enfocó. Sus rostros desollados y sus ojos vidriosos reflejaron la luz perfectamente. Iban vestidos con andrajos. Uno de ellos llevaba gafas. A varios les faltaba una mano o un brazo. Eran al menos doce y todos ellos iban armados: cuchillos de cocina, destornilladores afilados, hachas y cuchillos de carnicero. Uno llevaba una horca. Cuando entraron en contacto con la luz sus bocas se abrieron de par en par y todos echaron a correr hacia Caxton.

Si se quedaba donde estaba, los siervos iban a cargársela. Entonces apagó la linterna y se fue a toda velocidad hacia la salida. La hoja de la puerta yacía en el suelo de la habitación contigua, como si las bisagras se hubieran podrido.

Al fondo de la habitación había una ventana, pero Caxton vio que estaba protegida por unos barrotes. La habitación parecía la celda de una cárcel. ¿Habría sido la sala de psiquiatría?

Caxton oía que los siervos se le acercaban. Se había metido en aquella habitación por puro instinto, tratando de huir. ¿La habrían visto? No sabía si los siervos veían mejor en la oscuridad que los seres humanos. ¿La habrían visto o no? Se apoyó de espaldas contra la pared, junto al marco de la puerta, y respiró por la boca. Oyó los pasos de los engendros en el pasillo, los oyó arrastrar los pies por el sucio de linóleo y aporrear las paredes de yeso con las manos. ¿Habrían visto dónde se escondía? Tenían que estar muy cerca. Tenían que estar cada vez más cerca.

Le pareció que pasaban de largo por delante de la puerta tras la que estaba escondida, pero debía asegurarse. Asomó la cabeza por el umbral para echar un vistazo y se encontró a uno de ellos que le devolvía la mirada. Tenía la cara despellejada y en carne viva donde él mismo se había arrancado la piel. Su mirada estaba menos llena de odio que de patetismo, preñada de una tristeza hastiada más profunda de lo que Caxton jamás podría haber imaginado.

Sin pensárselo dos veces, Caxton alargó ambas manos, le agarró la cabeza, se la retorció y tiró de ella. El siervo gritó pero su carne se desgarró. Caxton tuvo más bien la sensación de estar arrancando una rama de un árbol que forcejeando con un ser humano. Los huesos crujieron en el interior del cuello del engendro y finalmente sus vértebras cedieron. Caxton se encontró de pronto sujetando una cabeza humana que la estaba mirando. La tristeza de esos ojos se había convertido en pánico. La boca aún se movía, pero ya no contaba ni con el aliento ni con la laringe para poder gritar.

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