13 balas (32 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

BOOK: 13 balas
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Estaba atrapada.

Por lo menos ahora el cielo azul brillaba sobre su cabeza. Había logrado salir al exterior. Identificó el olor a estiércol cocido de Kennet Square y enseguida supo que podría encontrar ayuda muy cerca. El sureste de Pensilvania era una zona bastante poblada. Si conseguía salir del patio, sería libre.

Sin embargo, no había ninguna puerta. Ningún modo de cruzar al otro lado. Se había metido en un callejón sin salida. Los muros que la rodeaban eran robustos y macizos, y demasiado altos como para que Caxton pudiera trepar por ellos.

La puerta batiente repiqueteó y un siervo asomó su esquelética cabeza al exterior. Caxton lo apuntó con la pistola y el engendro volvió a esconderse.

—Arkeley —dijo Caxton—, ¿qué hago?

No obtuvo respuesta. A lo mejor al federal no se le ocurría ninguna idea. Le perseguían unos diez o doce siervos y tan sólo le quedaban dos balas. No tenía tiempo que perder.

Agarró una mesa de madera, en realidad no era más que una gran hoja de contrachapado clavada a un par de caballetes, y la arrastró hasta el muro más alejado. Luego se subió a la mesa de un salto. Aún estaba a unos dos metros del borde.

La puerta batiente osciló de nuevo. Una de las hojas se entreabrió, arañando el suelo desigual. Caxton miró hacia la puerta, se encontraba en un estado parecido a la hipnosis, no podía moverse. Si todos los siervos salían a por ella, incluso si sólo venían armados con cuchillos y garrotes, estaría muerta. No podría enfrentarse a ellos.

—Son unos cobardes —le dijo Arkeley con voz suave.

—¿Qué? —preguntó, a pesar de que ya lo había entendido—. ¡Sólo me quedan dos balas! —se quejó, aunque a estas alturas ya sabía perfectamente que aquel Arkeley era fruto de su imaginación. Era una manifestación abstracta de su instinto de supervivencia.

Caxton esperó un instante para dejar que los siervos se apiñaran y entonces disparó las dos balas justo en la ranura que había entre las dos hojas de la puerta. Oyó un chillido estridente y un griterío desesperado. Menos daba una piedra. Enfundó el arma descargada en la pistolera y bajó de un brinco al suelo. Entonces agarró otra mesa de trabajo y unos cuantos troncos. En un momento construyó una inestable montaña de madera que no tenía pinta de sostenerse, y mucho menos de aguantar el peso de Caxton. Se quedó observando la endeble torre y llegó a la conclusión de que le sería imposible subirse allí para luego saltar y alcanzar el borde del muro.

Pensó en lo que le diría Arkeley. ‹Tiene que hacerlo tan sólo una vez, y si cae y se parte el cuello tan sólo precipitará los acontecimientos›.

Con las manos indecisas, Caxton subió al improvisado andamio. Consiguió llegar a la cima, donde había colocado una carretilla bocabajo. Puso un pie sobre una rueda y se desequilibró ligeramente cuando ésta giró hacia atrás. El cuerpo le temblaba como la hierba en un día de viento. Con mucho cuidado, se puso de puntillas y saltó hacia la parte superior del muro. La montaña de madera se derrumbó y durante un instante Caxton voló por los aires, sin nada bajo sus pies.

La agente logró alcanzar con una mano el borde del muro y trató de sujetarse con todas sus fuerzas. La otra mano se balanceaba en el aire, pero Caxton consiguió contrarrestar la inercia de su brazo y agarrarse con ambas manos al extremo superior. Luego empezó a flexionar los codos y subió todo su peso a pulso. Desde allí pudo ver que tres de los lienzos del muro del patio eran aledaños con edificios anexos a la planta de laminación. La cuarta pared daba a un sendero de tierra, una carretera que tenía que llevar a algún sitio, algún sitio en el que estaría a salvo. Estaba a cinco metros del suelo, pero no se dio tiempo para pensárselo. Se agarró con las manos a la pared, dejó caer su peso y acto seguido se soltó.

Impactó contra el suelo a gran velocidad y se llevó un durísimo golpe en las costillas que la dejó sin aliento. Caxton soltó un alarido de dolor. Parecía que el resto de su cuerpo estaba bien. En cualquier caso, no se había roto ninguna extremidad. Se levantó y empezó a correr por la carretera, con la intención de detener el primer coche que encontrara.

Era libre.

SCAPEGRACE

Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes eran blancos.

Sredni Vashtar, SAKI

CAPÍTULO 43

Había una ducha en la parte trasera de la comisaría de la policía local, con toallas limpias, jabón de marca y otros productos de aseo. No era ninguna sorpresa, pues estaba al mando de una mujer. Caxton se decepcionó un poco porque esperaba encontrarse una bañera, aunque pensó que no hubiera sido muy profesional. Tardó mucho más en asearse de lo que seguramente era necesario.

Al desnudarse se dio cuenta de que aún llevaba el amuleto de Vesta Polder colgado del cuello, empapado de sudor y barro. Lo limpió y luego lo acercó a la luz, pero vio lo mismo que había visto antes: una espiral de frío metal. No tenía ni idea de si la había ayudado o le había fallado. A lo mejor esas cosas funcionaban así. Tal vez fuera totalmente psicosomático, o quizá había sido realmente lo que la había salvado de sucumbir al maleficio de Reyes. Supuso que nunca lo descubriría.

Para cuando hubo terminado de usar el baño, el equipo médico o ya había llegado para examinarla. Le dijeron que había tenido mucha suerte, que tenía las costillas dislocadas pero no fracturadas y que se recuperaría sin problemas en una o dos semanas. Tenía el cuerpo lleno de laceraciones y contusiones leves. Antes de dejar que se marchara a casa le limpiaron las heridas con antiséptico y se las vendaron.

Caxton se puso la ropa de calle que la jefa le había ofrecido, le iba algo grande, y se sentó en la sala del café con un cuaderno de hojas amarillas. Acto seguido empezó a escribir su historia. Redactar informes largos era algo que a Caxton nunca se le había dado demasiado bien. Le recordaban a los trabajos que tuvo que presentar en su intento fallido de cursar una carrera universitaria. Con todo, explicó la historia sin rodeos pero con todos los detalles que fue capaz de recordar. Tan sólo se detuvo cuando llegó Clara.

Clara. Caxton había pedido que la fotógrafa del sheriff acudiera ex profeso a la comisaría y la llevara a casa. Antes había llamado a Deanna, básicamente para asegurarse de que estaba bien. Deanna seguía en el hospital y no podía ir a recogerla. Caxton se convenció de que Clara había sido su segunda opción. Sin embargo, cuando la fotógrafa entró en la sala del café, se dio cuenta de que era algo más que una segunda opción, le bastaba lo que sintió al verla de nuevo para saberlo. Caxton extendió una mano vendada y Clara se la cogió, entonces se acercó a ella y se detuvo un instante antes de inclinarse de forma incómoda y besar a Caxton en la cabeza.

Una oleada de calor —provocada, entre otras cosas, por la vergüenza— se propagó por el rostro y el cuello de Caxton.

—Te dábamos por muerta —dijo Clara con voz algo temblorosa—. Te hemos estado buscando toda la noche. Le llamaron ayer por la mañana porque... porque creyeron que querría estar al corriente de tu desaparición. En cuanto lo supe vine corriendo v me uní al equipo de rescate. Te hemos buscado por todas partes. Hasta hemos registrado la planta de laminación, pero estaba cerrada a cal y canto. Dios mío, fui yo, personalmente, quien examinó aquel lugar, pero no vi nada.

—No seas tan dura contigo misma —dijo Arkeley en la cabeza de Caxton—. Son unos hachas camuflando sus escondites. Son capaces de confundir a cualquiera, especialmente a la luz de la luna.

—Él insistió en venir con nosotros —dijo Clara.

Caxton frunció el ceño. Quiso preguntarle a Clara a qué refería, si también había oído la voz de Arkeley, pero en aquel momento el federal entró en la sala del café y se sentó en la esquina de la mesa. Poco a poco Caxton se dio cuenta de que Arkeley ya no estaba únicamente en su cabeza. Por fin se encontraba junto al verdadero Jameson Arkeley, el cazador de vampiros.

Se sintió muy extraña al volver a verlo. Lo había interiorizado, había integrado su personalidad y gracias a ello había logrado sobrevivir al cautiverio al que la había sometido Reyes. Arkeley había tomado la forma de algo vital y necesario para ella. En comparación, el Arkeley de carne y hueso era alguien a quien tal vez no deseaba ver.

Caxton suspiró. A pesar de ello, tenía muchas cosas que contarle. Muchas cosas que el federal tenía que oír.

—Agente especial, tengo que darle parte de lo sucedido —dijo Caxton.

La cara del agente federal se contrajo y se llenó de arrugas que iban ora en una dirección, ora en otra, como si no lograra decidirse ni a sonreír ni a fruncir el ceño. Finalmente esbozó una mueca de dolor.

—Ya he oído la versión resumida de los hechos. Ha matado a Reyes.

—Esperé hasta el alba y le quemé el corazón —dijo Caxton. —Restarle importancia innecesariamente a un asunto es casi tan malo como embellecerlo sin sentido.

La agente le dedicó una mirada carente de sentimientos. Lo que Caxton tenía que contarle iba a interesarle.

—El vampiro intentó convertirme en uno de los suyos. Nadie se movió ni habló después de eso. Nadie se atrevió a romper el silencio hasta que Arkeley levantó una mano y se rasco el cogote.

—Vale, cuéntemelo en el coche —le dijo.

Caxton le dio las gracias a la jefa de la policía local y los tres compañeros se encaminaron adonde los esperaba el vehículo privado de Clara. Era un Volkswagen amarillo, un escarabajo último modelo con un pequeño florero pegado al salpicadero. Se parecía mucho a la propia Clara: pequeño, mono y procedente de un mundo totalmente distinto al que habitaba Caxton, un mundo que se podía visitar de vez en cuando, pero en el que nunca iba a poder quedarse. Los vampiros iban a asegurarse de ello.

Caxton se acomodó en el asiento trasero y Arkeley se sentó delante: sus vértebras fusionadas, había determinado Arkeley, superaban las costillas magulladas de la agente. Ésta se inclinó entre los dos asientos y les relató su horrible experiencia. Clara no se dirigía al oeste, hacia Harrisburg, sino al sureste, hacia Kennett Square. Nadie le explicó a Caxton por qué y ella estaba demasiado ocupada hablando para preguntárselo.

—Intentó someterme al Rito Silencioso, o por lo menos ése es uno de los nombres que le da Malvern. Una palabra más para denominar lo que también llama «ruegos». Reyes prefería llamarlo «hechizo».

No mencionó de dónde había sacado esa palabra, ni que había torturado a un siervo y le había arrancado los dedos. No quería que Clara se enterara nunca de lo que había hecho.

—Es una maldición, una especie de dominación mental, en cualquier caso, es una profanación del cerebro. Introdujo parte de sí mismo en mi cerebro a través de la mirada y se apoderó por completo de mis sueños. Podía obligarme a dormir a voluntad y me mantenía en un permanente estado de duermevela. Me mostró el infierno, creo, con la esperanza de que yo me suicidara.

—Ehhh... —dijo Arkeley.

—¿Quiere añadir algo? —preguntó Caxton.

Él le dedicó una mirada furiosa, como si la agente se hubiera olvidado de con quién estaba hablando. Era la primera vez que se dirigía a él con ese tono y Caxton estuvo a punto de soltar también un «ehhh».

—He estudiado todos los vampiros a los que he matado —dijo Arkeley—. El suicidio es una parte fundamental de la maldición. En Europa todos los suicidios se consideraban dudosos. Solían enterrar a los suicidas en un cruce de caminos para que, cuando el vampiro se levantara, no supiera dónde estaba su casa y se perdiera. En otros tiempos, y en otros lugares, enterraban a los suicidas con la cabeza arrancada y vuelta hacia abajo, o a veces le pegaban un tiro en el corazón.

—¿Con una bala de plata? —preguntó Clara.

—Eso es un mito —respondieron Arkeley y Caxton al unísono, lo que les brindó otra oportunidad de dedicarse una mirada desafiante.

—La maldición te empuja a quitarte la vida —explicó Caxton—. Una vez la tienes en el interior, la idea te consume, empiezas a pensar que la muerte pondrá fin a todos tus problemas. Se trata de la última etapa de la transformación y es necesaria. El vampiro me lo dejó muy claro.

—Es muy probable que Reyes pasara por el mismo proceso, ¿no? preguntó Arkeley con voz neutra, buscando tan sólo obtener información—. Y Lares, y Malvern antes que él.

Pero Caxton negó.

—No, Reyes no necesitó toda esa basura del sueño mágico. Él quería morir. Malvern miró dentro de su alma y él le dijo que sí, sin más. Congreve, porque así se llamaba el vampiro que matamos entre los dos, tardó unas tres horas en acceder. Reyes lo creó a él y al otro, el de las orejas recortadas. Congreve era un obrero de la construcción, por eso eligió aquel lugar para tendemos la emboscada. Tenía un master en música del Renacimiento, pero no conseguía encontrar un empleo relacionado con su especialidad, de modo que terminó trabajando en las vías de la autopista. Sin embargo, detestaba su trabajo, detestaba su vida. Reyes se aprovechó de ello y convenció a Congreve para que se volara la tapa de los sesos. A Malvern también le resultaba muy difícil lograr que personas sanas y felices se convirtieran en vampiros, por eso eligió siempre a perdedores, personas que no tenían nada que los atara a la vida.

—Dios —suspiró Clara—, yo me siento así la mitad del tiempo. Arkeley la ignoró.

—Y el otro, el de las orejas recortadas, ¿sabe cómo se llama? —le preguntó.

Caxton lo pensó un momento. Se mordió el labio. De pronto, sin que viniera a cuento, se le ocurrió que Clara confiaba en ella y que probablemente ni siquiera intentaría detenerla si de pronto se echaba hacia delante, agarraba el volante y lo giraba violentamente hacia la derecha. Avanzaban por el boscoso camino de sirga de un arroyo seco que se encontraba unos diez metros más abajo. El escarabajo se arrugaría como una lata de refresco al estrellarse contra las rocas del fondo.

Se reclinó en el asiento y se apretó las sienes con los puños para apartar aquel pensamiento de su cabeza. No era ella quien pensaba Aquello, aunque fuera idéntico al millón de otras cosas que llenaban su cabeza. Era Reyes, la parte de Reyes que había colonizado su cerebro. Su maldición aún intentaba destruirla.

—Scapegrace —dijo de pronto, escupiendo el nombre. Había tenido que esforzarse para que Reyes lo soltara, pero en cuanto tuvo el nombre, supo también toda su historia—. Kevin Scapegrace. Tenía dieciséis años. Alto pero flacucho, un chico asustadizo que no lograba sacar ni siquiera notas decentes en el instituto. Sus compañeros se burlaban de él. Uno de ellos, un chico mayor, violó a Kevin en las duchas durante la clase de educación física. Kevin estaba casi seguro de que a partir de entonces se habría convertido en gay y no podía vivir con aquella idea. —La boca de Caxton se tensó—. Se había tragado un bote de aspirinas cuando Reyes lo encontró. Reyes estuvo cuidando de él mientras tras sus siervos asaltaban una farmacia. Le proporcionaron una caja de Valium y se la tomó también. Kevin no llegó a entender lo que le estaban ofreciendo. Posteriormente acusó también a Reyes de violarle y ahora odia el ser en el que se ha convertido.

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