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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

13 balas (44 page)

BOOK: 13 balas
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A Caxton se le encendió el rostro de rabia y notó que le ardían las mejillas. ¿Dónde se había metido toda esa gente? ¿Por qué había tenido que ser ella quien matara a Deanna? Mientras todos ellos esperaban allí fuera, ella había estado en el interior del edificio peleando por su vida.

De pronto la puerta trasera del Granola Roller se abrió y Clara bajó del vehículo, llevaba rodilleras y coderas cosidas al uniforme del departamento del sheriff. Alguien gritó para que se detuviera, pero Clara continuó corriendo hasta que tuvo a Caxton entre sus brazos.

—No estás muerta —dijo Clara—. Cuando recibí tu mensaje de móvil fui directamente a tu casa.

—¿Mi mensaje de móvil? —preguntó Caxton. Era cierto, le había mandado uno, justo antes de que ella y Arkeley abandonaran el cobertizo. Hacía ya muchas horas.

—Decías que necesitabas mi ayuda pero no decías para qué. Fui a tu casa y aquello parecía una zona de guerra. Estaba todo hecho un asco y había cuerpos por todas partes. Los perros lloraban como locos.

—¿Los perros?

Clara asintió con la cabeza.

—Están bien. O, en cualquier caso, no están heridos, sólo asustados. Pensé que querrías saberlo.

Los perros estaban bien. Eso ya era mucho, una buena noticia a la que aferrarse. Sin embargo, Caxton necesitaba más, necesitaba oír más cosas buenas, sentirse más cerca de la vida. Algo en lo que pensar para no sufrir un ataque de histeria.

—Cuando me di cuenta de que no estabas allí, avisé a mi departamento, a tu unidad, a la Oficina Federal de Prisiones y a todo el mundo que se me ocurrió. —La expresión de Clara cambió de golpe, de una inquietud abstracta a una preocupación concreta—. Oye —dijo—, pero ¿tú estás bien?

¿Cómo iba a responder a eso? Después de todo lo ocurrido... Después de todo lo que había hecho... ¿Su existencia era aún real, seguía siendo un ser humano? Caxton no estaba segura.

—Yo... No, no estoy bien.

Clara asintió con la cabeza.

—Lo estarás —dijo.

Entonces se le acercó más y la besó en los labios. Tras un instante de desconcierto Caxton se rindió al abrazo y se sintió como si se fundiera en aquellos brazos de mujer. Sonaron silbidos y aplausos que provenían de los coches de policía, pero a Caxton no le importó. Había sido una noche muy larga.

—Gracias. Gracias por venir a rescatarme —dijo al fin.

Los ojos de Clara estaban llenos de complicidad, una gran complicidad. Tal vez la había comprendido, aunque sólo fuera un poco. Esa mirada la reconfortó más incluso de lo que hubiera podido imaginar. Las luces giratorias e intermitentes teñían el rostro de Clara de distintos colores: rojo, verde, azul.

Caxton se dirigió hacia el Granola Roller y saludó con la cabeza a la capitana Suzie. Miró a su alrededor y también vio al sheriff. Estaba fuera de su jurisdicción, pero a lo mejor la policía estatal le había concedido una autorización temporal. Ya tendría tiempo para preocuparse del papeleo, pensó.

—Que alguien me deje una pistola —dijo Caxton.

Alguien sacó una de un maletero y se la dio.

—Hay un número indeterminado de siervos en el edificio —dijo—. Tenemos que encontrarlos a todos, pero primero tenemos que sacar al agente especial Arkeley de allí. No se encuentra en muy buen estado. —De pronto se dio cuenta de que ella no tenía ninguna autoridad sobre nadie que estuviera allí—. ¿Les parece bien? —preguntó.

La capitana Suzie le dedicó una sonrisa.

—Muéstrenos el camino, agente —dijo la capitana.

Caxton dirigió a seis agentes armados hasta los dientes y equipados con potentes linternas. Se acordaba perfectamente del camino que los llevaría a la sala de Malvern, pero de todos modos odiaba tener que adentrarse en la oscuridad de Arabella Furnace. Tenía la sensación de que entre aquellas sombras podría esconderse cualquier cosa. Cuando al final llegaron a la cortina de plástico que cubría la puerta de la sala, Caxton suspiró aliviada. Nada se les había echado encima, ninguna figura mortecina había salido como una flecha de entre las sombras para hacerlos añicos.

—Vale, preparen la camilla —dijo, y entró en la sala.

Le sorprendió ver que Arkeley había logrado sentarse. Aunque le chocó mucho más ver a Malvern en pie.

La vieja vampira no presentaba un aspecto saludable, ni mucho menos. Tenía unos músculos tan delgados y secos que parecían las ramas de una vid en invierno. Bajo su piel acartonada se transparentaban los huesos y el camisón hecho jirones le colgaba como una tienda de campaña. Tenía la cara hecha trizas y llena de manchas, y el ojo medio deshinchado. Pero la sangre que le habían llevado Scapegracc y Deanna le había alcanzado para salir del ataúd, algo que llevaba un siglo sin poder hacer. Estaba de pie e incluso andaba, se dirigía hacia Arkeley con la boca abierta. Sus dientes estaban en perfecto estado: afilados, mortíferos y numerosos.

—Eso es. Ven aquí —dijo Arkeley. Estaba recostado sobre un brazo, con la otra mano le hizo un gesto a Malvern para que se acercara—. Venga, vieja arpía. Eso es lo que quieres ¿no? Venga, es toda tuya.

Debía de haberse hecho un corte en la mano y tenía la palma llena de sangre fresca. O quizá no había dejado de sangrar en ningún momento, pues aquélla era la mano en la que no tenía dedos, la mano que Scapegrace casi le había arrancado de un mordisco. Las linternas de los agentes se posaron sobre la mano de Arkeley que brilló, húmeda y sanguinolenta.

Caxton percibió la necesidad, el deseo que irradiaba el cuerpo de Malvern. Cada tendón y cada fibra de aquel cuerpo a medio reconstituir ansiaba esa sangre. No debía de ver más allá.

Caxton sabía exactamente lo que Arkeley estaba haciendo. Un juez había determinado hacía ya muchos años que Malvern era un ser humano y le había conferido protección legal contra cualquier ataque físico por parte de la policía. Ahora bien, al mínimo movimiento que Malvern hiciera para herir o dañar a un ser humano, todo cambiaba. En cuanto Malvern tocara a Arkeley se convertiría en un blanco legítimo.

Caxton quiso gritarle a Arkeley, ordenarles a sus acompañantes que lo sacaran de allí. Caxton quería salvarle la vida. Sin embargo, sabía lo que Arkeley le diría. Había estado esperando durante toda su vida, o en todo caso durante veinte años de ella, a que se le presentara una oportunidad como aquélla. Lo último que querría era que alguien lo estropeara todo.

Caxton se mantuvo firme. Podía sentir cómo los agentes que tenía a sus espaldas empezaban a ponerse nerviosos. Querían atacar, pero Caxton levantó las manos para detenerlos.

—Venga, ven y cógela —bramó Arkeley.

Malvern se arrastró hacia él. Las manos, que le colgaban a ambos lados del tronco, se cerraron y luego las volvió a abrir. Tumbada en su ataúd, había gozado de todo el tiempo del mundo para imaginar lo bien que le sentaría chuparle la sangre al federal que la había encerrado... ¿Qué clase de sueños vengativos habría tenido? Aunque también debía de ser consciente de lo que le ocurriría a ella, del precio que tendría que pagar por probar esa sangre.

—No puedes resistirte —la provocó Arkeley—. Si fueras un ser humano tal vez lograrías controlarte, pero eres una vampira y no puedes resistirte al olor de la sangre, ¿me equivoco?

Arkeley se inclinó hacia ella, con la mano aún extendida, y se la colocó frente a la cara. Casi podría decirse que Arkeley estaba obligando a Malvern a atentar contra la ley, y eso también constituía delito, pero Caxton decidió que si la llamaban a testificar mentiría para encubrirlo. Haría lo que fuera para que Arkeley lograra esa victoria.

Un párpado finísimo cubrió el ojo de Malvern y tembló como si la vampira estuviera a punto de desmayarse.

Vamos! —gritó Arkeley. Su cuerpo también temblaba. Debía de estar en las últimas—. ¡Vamos!

La boca de Malvern se cerró muy despacio, dolorosamente. A continuación se abrió de nuevo y se oyó un crujido como si alguien arrugara una bolsa de papel.

—Maldito seas —dijo la vampiresa.

Entonces se dio la vuelta, se arrastró hasta el ataúd y se metió dentro. Se tumbó de espaldas y apoyó su arrugada cabeza sobre la tapicería de seda.

—No! —gritó Arkeley al tiempo que golpeaba el suelo con su mano herida—. ¡Llevo demasiado tiempo esperando este momento! ¡Lo he perdido todo!

Con un débil movimiento titubeante, Malvern se incorporó, cogió la tapa del ataúd con sus manos esqueléticas y la cerró de golpe.

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