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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

13 balas (41 page)

BOOK: 13 balas
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—¡Puaj! —exclamó Caxton y lanzó la cabeza hacia un sombrío rincón de la sala. Fuera, en el pasillo, el cuerpo del siervo continuaba caminando pero había perdido toda coordinación. No era más que un conjunto de músculos agitándose sin ton ni son. Caxton sintió un profundo sentimiento de culpa y de repugnancia en su interior y creyó que iba a vomitar. Miró hacia el oscuro rincón, preguntándose si la cabeza se estaría moviendo y cuánto dolería que te decapitaran y no morir al instante.

Entonces se acordó de los siervos que se habían mofado de ella mientras los contemplaba desde el tejado de la cabaña de Farrel Morton. Pensó en el que la había atacado con una pala y en el que se había acercado a su ventana y había engañado a Deanna para que se cortara en pedazos. La culpa se marchó volando con alas de polilla.

El cuerpo decapitado aún caminaba, y al cabo de poco se estampó contra una pared y empezó a golpearla con el hombro como si quisiera atravesarla, hasta que quedó hecho jirones.

El resto de siervos se volvieron para ver qué ocurría. Se detuvieron en el pasillo en anárquica formación, con las armas listas para atacar, aunque no la apuntaban a ella. Habían pasado de largo por delante de la habitación sin saber que Caxton se había escondido allí. De hecho, si no hubiera asomado la cabeza, los siervos ya se habrían ido. Era difícil saberlo en la oscuridad del pasillo, pero Caxton imaginó que estarían desconcertados.

La horca que el siervo decapitado llevaba entre las manos cayó al suelo y rebotó con estruendo. Caxton la recogió y se percató de lo mucho que pesaba, sobre todo de la parte delantera. Las púas metálicas se inclinaron hacia el suelo al tiempo que Caxton intentaba levantar la herramienta. Era un arma penosa y, además, Caxton no estaba entrenada para manejarla.

La dejó caer al suelo. Repicó contra el linóleo y entonces Caxton desenfundó su Glock.

La multitud de siervos se echó hacia atrás. Alejándose de ella. Eso estaba bien. Algunos levantaron las manos, aunque no soltaron las armas.

Caxton apuntó con la pistola a uno de ellos y luego a otro. Los hizo estremecerse. No tenían forma de saber cuántas balas le quedaban. La agente salió al pasillo, con la pistola levantada, dispuesta a dispararle al primero que se moviera; tal vez así les entraría el pánico y se dispersarían como ratas asustadas. Caxton se aferró a esa esperanza.

Uno de ellos llevaba unas tijeras de cocina. Las abría y las cerraba nerviosamente, y las hojas refulgían bajo la luz de la luna. Otro iba vestido con una sudadera azul oscuro de Penn State y la capucha le enmarcaba el rostro arrasado. Sujetaba un martillo Con el que podría romperle el brazo a Caxton en un segundo si se le acercaba un poco. Caxton retrocedió un paso. Los siervos avanzaron un paso. Aquello no iba a funcionar. En cualquier momento iban a dejar de estar asustados y se abalanzarían sobre ella. Era imposible que lograra sobrevivir si todos la atacaban simultáneamente. Si no disparaba pronto se olerían el farol y todo habría terminado.

Se decidió por uno, el que llevaba el martillo. Parecía estar menos asustado que el resto. Caxton se tomó su tiempo para asegurarse un disparo certero, le apuntó justo al corazón y disparó. Al tiempo que apretaba el gatillo pensó: «Cuatro».

El pecho del siervo estalló y Caxton se vio envuelta en un fuerte hedor a carne corrompida. El resto de engendros retrocedieron, pero al cabo de poco volvieron a avanzar hacia ella y blandieron las armas con sus mortecinas manos. Se dirigían hacia ella como si pudieran leerle la mente a la perfección, como si también ellos hubieran contado sus disparos y supieran que estaba perdida.

Caxton liberó otro balazo, desesperada, y se maldijo por disparar sin apuntar ya en el momento en que apretó el gatillo. No esperó para ver dónde impactaba la hala, sino que se dio media vuelta y echó a correr por el mismo pasillo por el que había venido. Sintió que tenía a los siervos a sus espaldas, pisándole los talones. En la oscuridad, oía sus pesados pasos sobre el linóleo. ¿Verían mejor que ella en la penumbra? No lo sabía. No tenía ni idea. Encendió la linterna, pues le interesaba más ver adónde se dirigía que esconder su posición.

Abrió una puerta de un empujón, dobló una esquina, derrapó y a punto estuvo de llevarse por delante un archivador que alguien había dejado en medio del vestíbulo. Lo empujó con la fuerza que le proporcionaba la adrenalina y el estruendo que provocó su caída reverberó por toda la sala. A lo mejor un par de siervos se tropezarían con él.

Hacía tanto frío que al respirar el aire le congelaba la garganta, pero Caxton corría sin cesar, mientras la luz de su linterna brincaba frente a ella, por las paredes y el suelo.

CAPÍTULO 56

Caxton dobló la esquina de un estrecho pasillo sin ventanas. Se puso en cuclillas en la oscuridad e intentó controlar la respiración y el latido del corazón. La sangre le bombeaba con tanta fuerza en los oídos que tenía la sensación de que cualquiera que estuviera cerca la oiría.

La sangre. Aquél era precisamente el problema, ¿no? Caxton estaba llena de sangre y los siervos querían derramarla, tal vez para vengarse de lo que les había hecho, a ellos y a sus amos. A lo mejor, cuando estabas semimuerto tu corazón estaba lleno de celos hacia los vivos. Querían su sangre. Y luego estaba el vampiro, el vampiro desconocido que rondaba el sanatorio y que también la perseguía, que también quería su sangre, aunque por razones distintas.

Oyó a un siervo que se movía cerca de ella. Sus pies hacían menos ruido sobre el linóleo que un gato cruzando un jardín, pero aun así lo oyó. Nada aguzaba tanto los sentidos como el miedo.

Le quedaban tres balas, pero Caxton sabía perfectamente que no le iban a servir de nada. Podía dispararse una en el corazón; de ese modo, al menos, no se convertiría en vampira.

También podía dispararse en la cabeza. Así sí regresaría de entre los muertos.

¿Sería verdaderamente tan horrible? Sería traicionar a Arkeley, ciertamente; pero de todos modos a éste nunca le había gustado demasiado. Si se transformaba en vampira por lo menos su vida no terminaría. Cambiaría en muchos sentidos, pero no terminaría.

«Sí», dijo Reyes, dentro de su cabeza. Llevaba callado toda la noche. O bien estaba perdiendo el control sobre ella, o había estado esperando al momento adecuado.

«Eso es», añadió alguien más. «Dispárate en la cabeza».

Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y la hizo estremecerse. Oyó cómo el siervo que rondaba por el pasillo se detenía a menos de tres metros de ella. Contuvo la respiración hasta que éste pasó de largo de su escondrijo. Cuando creyó que no la oiría, Caxton soltó un poco de aire.

Alguien más había hablado dentro de su cabeza con una voz que no se parecía en nada a la de Reyes.

—Callaos rodos de una vez, joder —les dijo.

Una risita ahogada resonó en su garganta, como si estuviera riendo para sí misma. Aquello pintaba fatal, se dijo, pero no pensaba responderles, no iba a darles esa satisfacción.

Se puso en pie y llegó al final del oscuro pasillo, lanzando breves fogonazos de luz con la linterna para encontrar el camino. El pasillo desembocaba en un corredor más ancho abarrotado de material de construcción: montañas de tejas, cajas de baldosas de repuesto, palets de maderas e hileras y más hileras de cubos blancos llenos de mezcla para revocar. La luz de la luna se filtraba por un agujero en el techo y hacía que todo adquiriera un fantasmagórico halo plateado, pero incluso bajo esa luz tan inquietante Caxton se dio cuenta de que esos materiales de construcción debían de llevar años allí, abandonados. Probablemente los habrían comprado para algún proyecto que luego había sido abortado antes de empezar. A lo mejor querían arreglar el agujero del techo. La madera estaba carcomida y era viscosa al tacto, algunos de los cubos se habían agrietado y el polvo blanco que contenían se había amontonado por el suelo en sinuosos montoncitos. Se acercó con cautela, a sabiendas de que podía haber cualquier cosa oculta en las sombras donde no llegaba la luz de la luna. Bajó la mirada y observó el polvo que había acumulado en el suelo. El viento que entraba por el techo lo esparcía lánguidamente. Poco a poco, el polvo se reunió en algo que resultó ser una pisada. Laura no era una rastreadora experta, pero se dio cuenta de que aquella pisada no era mucho mayor que las suyas. El rastro era fresco, bien definido. Una mujer descalza había pasado por allí hacía poco.

«Laura», dijo alguien en la habitación contigua. ¿O lo había imaginado? Lo que Caxton tenía en la cabeza no era una ligera confusión, sino un espectáculo de magia digno de Las Vegas. Ya no podía estar segura de nada. Lo que acababa de oír podría haber sido un carraspeo más que una palabra. Y, en realidad, había sonado más como un crujido estructural del edificio que como un carraspeo. Si no hubiera sabido todo lo que sabía, podría haberse convencido de que era fruto de su imaginación.

Las huellas atrajeron su mirada hacia una puerta doble situada al otro extremo del pasillo. En una de las puertas había escrito con tinta negra: «SALA DE INVÁLIDOS». Alguien le estaba mandando un mensaje: debía cruzar aquellas puertas. Era una trampa, pero Arkeley ya le había enseñado cómo se había de actuar ante una trampa. Temblando más de lo que le habría gustado, Caxton se acercó a la puerta y empujó uno de los batientes, que se abrió fácilmente, con un leve chirrido de bisagras.

La sala que había al otro lado era cavernosa y extremadamente oscura. Con la linterna vio que en ella no quedaba ya nada que pudiera transportarse. Lo único que se conservaba en la sala eran varios armazones de cama pintados con esmalte blanco desportillado. Algunos estaban arrinconados, pero la mayoría seguían donde debían de estar el día en que clausuraron el sanatorio, colocados en unas hileras perfectas que se perdían en la impenetrable oscuridad.

¿Cuántas personas, cuántas generaciones habrían muerto en esa sala? ¿Cuántos hombres habían yacido en esas camas habían tosido y tosido hasta que alguien había llegado con un carrito y se había llevado su cuerpo exánime? ¿Cuántos fantasmas habían dejado tras de sí? El padre de Caxton había muerto de aquella forma, tosiendo y carraspeando, en una cama idéntica a...

Caxton sintió un contacto sobre el hombro, ligero como una pluma.

El miedo se apoderó de ella. No era una emoción, sino un animal vivo, que respiraba y se le encaramaba a los hombros y al cuello, como si buscara un lugar donde esconderse. A Caxton le dieron ganas de echar a correr, de chillar. Intentó darse vuelta, pero el miedo la había paralizado por completo.

Caxton apagó la linterna. Con un gran esfuerzo de concentración, logró empezar a respirar de nuevo.

«Laura». A lo mejor había sido una ráfaga de aire que había agitado las ramas de los árboles. Sí, los árboles. Seguro. La primera vez quizá se lo habría creído, pero después de tantas repeticiones sabía de qué se trataba: era un vampiro, y estaba jugando con ella como un gato juega con un estornino herido.

Caxton se le erizó la piel de los brazos.

Tal vez fuera Malvern. El baño de sangre podía haberle proporcionado la fuerza necesaria para llamarla de esa forma desde el otro extremo del sanatorio, O podía tratarse del otro vampiro, el vampiro desconocido.

Un viento helado le rozó a Caxton la cara y le revolvió pelo. En el pasillo no había viento hacía un momento. O alguien había abierto una puerca en algún lugar, o...

No pudo evitarlo, tenía que saberlo. Encendió la linterna justo en el momento en el que una mano lívida, manchada de rojo, se apartaba de su hombro. Dio un grito de terror, se apartó de un salto e intentó ubicar al propietario de esa mano, pero no vio nada. Volvió a apagar la linterna y cogió el arma con más fuerza. Tres»

Pasó un segundo, luego otro, pero no sucedió nada. Caxton quería volver a encender la linterna. Se dijo que a oscuras jugaba con desventaja, pues los vampiros veían a las personas en la oscuridad. Veían su sangre. Imaginó al vampiro mirándola en ese momento: ¿vería su rostro asustado o tan sólo la sangre que le corría por las venas? Imaginó el aspecto que debía de tener: el intrincado sistema de venas en movimiento, como si lo hubieran extraído del cuerpo mediante una compleja operación quirúrgica y colgara de unos hilos, como una marioneta. Una forma vagamente humana, pero hueca, una vibrante estructura de líneas rojas que latían trémulamente en el aire frío.

El vampiro, o la vampira, tenía que estar lo bastante cerca para atacarla. En cualquier momento se le echaría encima y la partiría en dos. ¿Por qué no lo había hecho aún? Estar allí, contemplando su propia destrucción, imaginando el dolor que se aproximaba, era casi peor que morir.

Encendió la linterna y apuntó al frente. Quería desafiar al vampiro, obligarlo a mostrarse. El vampiro lo entendió y se colocó en medio del haz de luz.

A diez metros de distancia, o incluso más lejos, la luz reveló apenas una pálida figura humana. Se trataba de una vampira y llevaba un vestido de encaje que a Caxton le resultaba extrañamente familiar, como si lo hubiera visto en una revista. Tenía las manos cubiertas de sangre.

Caxton había visto ya esa aparición con anterioridad. En el coche, cuando se había desmayado de miedo, había visto aquella vampira con las manos cubiertas de sangre que le hacía señas, la llamaba. De repente la vampira levantó las manos, con las palmas extendidas como si quisiera recoger la luz de la linterna de Caxton. La mancha roja se le escurrió por entre los dedos y Caxton se dio cuenta de que no era sangre. Era pelo, mechones de pelo corto y rojizo.

—Se me cayó todo de golpe, cariño —dijo la vampira y se acercó un poco. Se movía con tanta soltura como si patinara sobre hielo—. Pensé que te gustaría verlo por última vez.

A Caxton se le helaron los huesos, se quedó petrificada, fosilizada. El sonido que empezó a formarse en su garganta no era un nombre, sino más bien el ruido que hacen las rocas cuando, en invierno, se hielan, se agrietan y se parten. Sin embargo, cuando finalmente llegó a los labios de Caxton, ese sonido se parecía mucho al nombre de Deanna.

CAPÍTULO 57

Deanna le acarició la boca y el mentón. Sus dedos bajaron por el cuello de Caxton y agarraron la hebilla de su cinturón. Bajo la luz azulada y vacilante de la linterna, Deanna no tenía tan mal aspecto.

Aunque estuviera semimuerta.

—Me alegro tanto de verte —dijo con voz suave.

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