—¡Basta! —exclamó Reyes desde algún lugar, o desde ningún lugar. Todo se detuvo: el tiempo se detuvo, el movimiento se detuvo. Caxton estaba sola. El metal fundido empezó a retirarse hasta dejar a la vista de nuevo el suelo de la nave. El acero licuado llenaba todavía las acanaladuras y emitía algo de luz, y el horno seguía humeando y soltando ráfagas de chispas rojas. Sin embargo, el calor se volvió si no soportable, sí por lo menos habitable, y el aire perdió espesor, hasta que Caxton pudo volver a respirar sin dolor. El chorro de metal que salía del enorme caldero quedó reducido a un leve goteo y Caxton se descolgó cadena abajo y llegó al suelo de la nave sin quemarse.
En un rincón de la nave se abrió una trampilla y se oyó el chirrido de las bisagras. Caxton se acercó a la abertura con paso tímido y actitud expectante. Vio unas escaleras que descendían en la oscuridad, pero nada más.
Con paso inseguro y cansado, bajó hasta el primer rellano. Notaba el frío de los escalones bajo sus pies, tanto que apretó los dedos. Tras aquel largo rato envuelta por el calor de fundición de la nave, había olvidado qué se sentía cuando hacía frío. Avanzó otro paso y levantó los brazos para protegerse la cabeza. Estaba bastante segura de que en cuanto hubiera descendido un poco más, la trampilla se cerraría con un espantoso estruendo, o se cerraría como una ratonera cuando todavía estuviera cerca y le caería encima de su ya de por sí bastante magullado cuerpo. En aquel sueño podía ocurrir cualquier cosa.
—Laura, por favor, únete a nosotros —dijo alguien desde la oscuridad. La voz tenía un marcado acento centroamericano, lo cual la sorprendió. Dio otro paso y luego otro más. La trampilla no se cerró. Poco a poco se dio cuenta de que al fondo de las es— caleras había algo que emitía una luz débil y amarillenta que titilaba como una llama en una suave brisa.
Bajó un poco más... y de repente se dio cuenta de que aquella habitación le resultaba muy familiar. Se trataba de una sala abovedada, con las paredes cubiertas de estanterías llenas de tarros, cajas y mantas enrolladas. Era el mismo almacén subterráneo en el que había aparecido por primera vez en la nave, el lugar donde los siervos habían dejado su ataúd. De hecho, la ofensiva caja seguía ahí, ahora con la tapa cerrada. En uno de los extremos del ataúd ardía una vela en un viejo candelabro, en el otro había sentado un hombre de estatura y complexión medianas. Llevaba una sudadera con capucha abierta sobre una camisa blanca abotonada. Tenía la piel oscura y llevaba el pelo cuidadosamente recogido en la nuca. El tipo le sonrió y le mostró su pequeña boca y sus dientes redondeados, unos dientes muy humanos, no obstante, Caxton supo que se trataba de Efraín Reyes. Era Reyes como había sido en vida, antes de morir y convertirse en vampiro.
—Cuando la planta estaba en uso, aquí se almacenaban el bórax y la cal —le dijo—. Por eso huele así.
A continuación dio unos golpecitos en la tapa del ataúd, invitándola a sentarse junto a él.
Caxton no podía oler nada. El humo del metal fundido le había abrasado los conductos nasales y ya no percibía los olores. Pero no se lo dijo y se limitó a sentarse junto a él. Encima del ataúd no había espacio suficiente como para que se sentaran separados, de modo que terminó pegándose a él, cadera con cadera y brazo con brazo.
—Quería hablar contigo directamente —le dijo Reyes en cuanto Caxton se hubo acomodado—. Aunque ella me ha recomendado que no lo haga.
No sabía muy bien por qué, pero Caxton estaba segura de que se refería a Malvern, que era Justinia Malvern quién había dictado las normas de aquella conversación. Esa información debía de originarse en la parte de Reyes que habitaba dentro del cerebro de Caxton.
—Se supone que todo esto debe hacerse en silencio. Incluso lo ha bautizado como «el Rito Silencioso».
—¿Estás en contacto con ella... en este momento? —le preguntó Caxton.
«Sí», oyó dentro de su mente, pero Reyes sólo titubeó.
—No te puedo contestar. —Era como si el vampiro no fuera consciente de que Caxton lo había oído. Como si no supiera que la conexión entre ellos discurría en ambos sentidos—. No puedo decirte nada hasta que hayas aceptado la maldición.
—Entonces, ¿de qué tenemos que hablar? Porque yo me niego a...
hacer lo que me pides -le respondió Caxton. Era tan incapaz de hacerlo como de pronunciar la palabra en voz alta—. Vas a tener que matarme tú mismo.
—Yo no te estoy pidiendo nada. Tienes que aceptarlo por ti misma, tienes que aceptar convertirte en uno de nosotros.
—No puedo... He visto a Malvern, en su ataúd...
Caxton oyó un frufrú a sus espaldas e intentó volverse, pero sus movimientos eran muy lentos. Había alguien detrás de ella, aunque en realidad no se trataba de una presencia humana. Por fin logró volverse lo suficiente para advertir la presencia de una mujer, una vampira que se apoyaba contra las estanterías como si en ello le fuera la vida. Llevaba un largo vestido de seda morado muy largo por delante y ahuecado por detrás gracias a una falda de aro. Sobre su cabeza calva llevaba una peluca gris que le ocultaba las orejas en punta, un parche de satén negro en un ojo y tenía 1os labios manchados de sangre coagulada.
Era Malvern. Justinia Malvern con el aspecto que debía de haber tenido cuando aún era una vampira activa y bien alimentada. Un icono de fuerza y poder. No se movió, ni sonrió, ni habló. Su único ojo examinaba a Caxton sin pestañear. En ese ojo, Caxton vio lo que su poderoso aspecto lograba ocultar tan bien: Malvern estaba desesperada. Estaba pidiéndole ayuda y, al mismo tiempo, la estaba examinando, tratando de decidir si era digna.
—Nos necesita, Laura. No puedes ni imaginarte su sufrimiento. Tenemos que ayudarla y, para ello, necesitamos que te conviertas en uno de nosotros. Tienes una vida bastante patética, ¿vale? Y no pretendo ser cruel.
Su voz cambió a medida que iba hablando y su acento centroamericano se fue volviendo más áspero. Malvern se desvaneció sin previo aviso y en su lugar quedó tan sólo un olor a sangre que, poco a poco, fue transformándose en el conocido hedor a estiércol cocido.
Caxton no entendía nada... pero entonces volvió la cabeza muy despacio y miró a Reyes a los ojos. El sueño había terminado y Caxton había regresado a la realidad. Nada había cambiado: Caxton seguía sentada junto a Reyes en el ataúd, a la tenue luz de la llama parpadeante de una vela. El vampiro quería hacerle creer que aún estaba soñando, ¿por qué sino la transición entre el sueño y la vigilia había sido tan sutil? Sin embargo, Reyes ya no presentaba el aspecto de un ser humano vestido como es debido que Caxton había visto en el sueño, sino que llevaba únicamente un pantalón de chándal y tenía la piel más blanca que la nieve. Caxton alzó la mirada y vio la cabeza calva y las orejas triangulares de Reyes. Tenía la boca llena de dientes diabólicos.
Antes parecía una persona, un ser humano único e irrepetible. Ahora era igual que el vampiro contra el que Caxton había luchado, el vampiro que Arkeley había destrozado con el martillo eléctrico.
«Congreve», oyó en el interior de su cabeza. Era el nombre del difunto vampiro. Esa voz no podía ser la de Reyes, ¿por qué iba a molestarse en proporcionarle información? Aunque tal vez ya no le importaba lo que Caxton pudiera saber, menos si estaba seguro de que la agente iba a morir.
—Todo depende de ti —le dijo Reyes al tiempo que le ofrecía un objeto pesado y anguloso.
Caxton bajó lentamente la mirada y vio que se trataba de una pistola. Era su Beretta.
—Ella pensó que tal vez lo entenderías —continuó—. Que estarías dispuesta a ayudarla. Pero eso tan sólo depende de ti. Ahora coge esto y métete el cañón en la boca.
Caxton frunció el ceño, confundida. Su mano levantó el arma sin ningún esfuerzo. Se le contrajeron los músculos y vio cómo su propia mano le acercaba la pistola a la cara. Sabía que le sería más difícil bajar el arma que obedecer las órdenes del vampiro. Trató de recuperar la sensación de apatía que se había apoderado de ella durante el sueño. Intentó concentrarse, convencerse de lo fácil que sería solucionarlo todo en aquel preciso instante.
Caxton quería complacer al vampiro y cuando se dio cuenta de ello se sobresaltó. Se había pasado la vida tratando de complacer e impresionar a todas las personas que le infundían respeto su padre, sus superiores de la unidad de autopistas y Arkeley. ¿Por qué no iba a hacer lo mismo con un vampiro que la tenía bajo su control?
—Vamos, Laura. Tengo otras cosas que hacer, ¿vale? —Reyes no la tocó, ni a ella ni a la pistola—. La mayoría de la gente se decide bastante rápido. Yo, por ejemplo, en cuanto la vi en su ataúd lo tuve claro. Supe lo que me estaba ofreciendo y supe que no podía dejarlo escapar. ¡La inmortalidad, Laura, es un deseo contagioso! ¡Es algo maravilloso! ¿Qué es lo que te retiene? Caxton no se había dado cuenta de que se estaba mostrando reticente. Al contrario, pensaba que estaba siendo buena. La pistola continuaba acercándosele, avanzaba lentamente hacia sus labios. Se le abrió la mandíbula al tiempo que la lengua intentaba separarle los labios resecos.
La voluntad de Reyes y la suya propia se habían fusionado. Caxton sentía la presencia del vampiro en su interior, como un gusano que le hurgaba entre los hemisferios del cerebro. Justinia Malvern se lo había hecho antes a Reyes, pensó; le había bastado con una sola mirada, con mirarlo durante un instante a los ojos. La vieja vampira había profanado al electricista desde el rincón de una habitación mientras éste colocaba una bombilla. Y ahora él le estaba haciendo lo mismo a Caxton recurriendo al mismo poder. Reyes había engendrado a Congreve y al otro vampiro, el que se recortaba las puntiagudas orejas a diario. Era todo un experto. ¡Cómo podía Caxton ni siquiera pensar que iba a resistir?
La pistola le rozó los labios. Notó cómo el gélido metal entraba en contacto con su delicada piel, como una descarga eléctrica. Se le pusieron los ojos bizcos cuando dirigió la vista hacia abajo, hacia el cañón. Tan sólo quedaban unos pocos centímetros más. Caxton sabía que el arma se introduciría un poco más en su boca y después su dedo apretaría el gatillo.
—Tu madre también lo hizo. Tu padre fumaba tres cajetillas de cigarrillos al día, sabía lo que se hacía —dijo Reyes. Entonces respiró. Estaba muy cerca de Caxton, pero no la miraba—. Tu novia está al caer. Yo lo hice sin titubear. No es tan difícil.
El dedo de Caxton se colocó sobre el gatillo. Un espasmo, un temblor.
En ese momento Arkeley bajó por la escalera, sin hacer el más mínimo ruido al apoyar el pie en cada escalón. Se situó justo detrás de Caxton y le puso una mano en el hombro. Caxton no podía verlo, pero sabía que era él. Tal como había sucedido en la nave llena de metal fundido.
—No es usted tan débil como cree —le dijo Arkeley.
Fue lo más bonito que le habían dicho jamás. Un último pensamiento bonito para poner fin a su vida.
«En realidad usted no está aquí», pensó Caxton.
No lo entendía... Si estaba totalmente despierta, ¿cómo era posible que tuviera a Arkeley detrás? El federal se le había aparecido en el sueño; pero aquello, notar su presencia en la vida real, era imposible.
En el mismo instante en que Caxton se formuló esa pregunta, Arkeley desapareció. Su mano le dejó apenas un rastro de calor en el hombro. De pronto Caxton notó que sus propias manos aumentaban de peso y la pistola se alejó de sus labios. Aún la apuntaba, sin embargo, ahora el cañón reposaba sobre su pecho, al lado izquierdo del esternón. Si apretaba el gatillo, se volaría el corazón.
—¡No! —exclamó Reyes y su voz resonó con estruendo en la pequeña habitación.
El vampiro se movió tan rápido que Caxton fue incapaz de seguirlo con la mirada. La pistola saltó por los aires y fue a caer en un rincón del sótano. La mano con la que Caxton había sujetado el arma le dolía tanto que tuvo la sensación de que se la acababan de golpear.
—No. No, no, no. Joder —gimió Reyes—. ¿Cómo puedes ser tan estúpida? No tengo tiempo para esto.
Entonces el vampiro la miró y sus ojos inyectados en sangre se llenaron de rabia y odio. Levantó un brazo y acto seguido Caxton salió despedida del ataúd y cayó desplomada al otro extremo de la sala.
Reyes se incorporó y agarró a Caxton por el cabello con una de sus enormes manos. Le tiró de la cabellera mirándola a los ojos hasta que Caxton logró ponerse en pie.
—Pensé que todo eso del silencio eran chorradas, pero supongo que estaba equivocado. Quiero que olvides todo lo que he dicho, ¿de acuerdo? Olvídalo todo, siéntate aquí y no muevas ni un músculo hasta que vuelva a por ti.
Caxton asintió con la cabeza. Estaba totalmente entregada a su voluntad. Si Reyes le ordenaba que saltara a la pata coja y cloqueara como una gallina, lo haría.
—Vale. De acuerdo, ¡joder! Si te empeñas en ser testaruda, yo lo seré más, perra. Esta noche volveremos a empezar.
El vampiro se restregó la mano por los ojos y la boca con un gesto de frustración y se dio la vuelta. Caxton pensó que se llevaría la vela y la dejaría a oscuras, que desaparecería por la escalera y la dejaría sola. Su destino, en cambio, estaba mucho más cerca. El vampiro abrió la tapa del ataúd, se metió dentro y dejó a Caxton contemplando la parpadeante llama de la vela.
Fuera debía de estar amaneciendo, pensó Caxton. La noche debía de haber concluido.
O, en cualquier caso, la primera noche. ¿Cuántas veces más tendría que sucumbir al sueño del metal fundido? ¿Cuántas noches más pasarían antes de que se pegara un tiro, antes de que finalmente se rindiera al maleficio?
Se oyó un sonido líquido y borboteante procedente del ataúd. Reyes estaba tan seguro de que no corría peligro, de que Caxton no podría hacerle daño, que la dejó justo al lado de su cuerpo en proceso de licuación. Y no se equivocaba: Caxton no podía mover ni un dedo. Dispuesta a comprobarlo, la agente se miró las manos, el pulgar derecho. Se preparó para moverlo, hizo acopio de todas las fuerzas que le quedaban e intentó levantarlo tan sólo un poco. Seguramente iba a ser un esfuerzo inútil, pero sintió que debía intentarlo antes de rendirse. Si se demostraba a sí misma que era incapaz de hacerlo, que no podía ni tan sólo mover el pulgar, entonces ¿qué sentido tendría luchar un minuto más? Haría lo que Reyes le pidiera. Se concentró en mover el pulgar. Sin embargo, justo antes de que empezara, una voz que provenía de la nada la sobresaltó.