Caxton pasó por entre dos estanterías y penetró en las sombras. La oscuridad en el interior del establo era casi absoluta, de modo que al cabo de unos pasos avanzaba a tientas, con la única luz que provenía de las pieles colgadas a ambos extremos de la nave. Aquella materia atraía su mirada, sobre todo porque no se veía nada más. No acertaba a ver siquiera sus manos extendidas, que intentaban palpar el muro del fondo del establo, pero en cambio veía perfectamente cada arruga, cada rasguño y cada mancha en las pieles. Parecía que resplandecieran, aunque tal vez fuera tan sólo que ondeaban con la brisa. Tenían una profundidad irreal, como si fueran ventanas abiertas a un espacio iluminado por la luz de la luna. Caxton tenía la sensación de que podía ver a través de la superficie, encima de la cual aparecían rostros que luego se desvanecían tan deprisa como el aliento sobre un cristal frío. Lo único que no cambiaba nunca era el color, aunque a veces, por el rabillo del ojo, creía atisbar un destello rojizo como una mancha de sangre que pronto desaparecía de su vista.
Caminaba con cuidado para no tropezar en la oscuridad, pero también para no tocar las pieles por error. Había tenido bastante con su primer encuentro con aquellos dedos fantasmales.
Ya casi había llegado al extremo opuesto del establo (o eso imaginaba, pues los tendederos con pieles se habían terminado y frente a ella estaba todo a oscuras) cuando, de repente, algo le acarició el pelo. Caxton se volvió y oyó una voz que susurraba su nombre. ¿O acaso lo había imaginado? Sin tiempo para asegurarse si realmente lo había oído, la voz desapareció y en el interior del establo se hizo un silencio tan sepulcral que le pareció imposible haber oído algo.
—¡Arkeley! —gritó Caxton—. ¿A qué estamos jugando?
No obtuvo respuesta. Dio la vuelta y vio que alguien había cerrado las puertas del establo. Estaba encerrada ahí dentro con las pieles, los teleplasmas, o lo que fueran, y le entraron ganas de ponerse a pedir ayuda a gritos, o tan sólo de gritar, de gritar por gritar...
—Laura —dijo alguien, y en esta ocasión no se lo había imaginado. Sin embargo, aquella voz. tan familiar, ¡tan imposible! Era la voz de su padre.
Estaba ahí, detrás de ella. Una de las pieles se había separado del tendedero y se había abombado hasta adoptar una forma casi humana. Tenía la voz de su padre y también sus ojos. Estaba envuelto en cadenas que resonaban y se arrastraban por el suelo del establo; las cadenas lo sujetaban y le impedían avanzar. Caxton extendió una mano, aunque no estaba segura de si quería tocarlo o bien ahuyentarlo. Llevaba tantos años muerto que sabía que no podía ser él. ¿O sí? ¿Era acaso lo que quedaba de él después de que su carne se hubiera corrompido?
Su olor, a champú y a Old Spice, envolvió a Caxton. La temperatura dentro del establo bajó diez grados en cuestión de segundos. Lo tenía tan cerca, tan cerca, que le notaba las durezas de las manos; le notaba el pelo de los brazos, aunque aún ni siquiera se habían tocado. Lo había echado tanto de menos. Había pensado en él cada día, incluso cuando la noche anterior el vampiro la había levantado y la había sacado del coche. Nada había vuelto a ser lo mismo desde su muerte, siempre había faltado y ni siquiera conocer a Deanna había logrado reparar esa herida.
—Papá —dijo con un suspiro, y dio un paso para abrazarlo.
Entonces se abrieron las luces y frente a ella había tan sólo un trozo de cuero, como la piel de un animal, colgando de una barra de madera.
—No te falta razón —dijo alguien. Se trataba de una voz muy humana, muy auténtica. Detrás de los tendederos había un hombre. Llevaba una gorra Caterpillar y las patillas largas hasta la barbilla. Tenía una mirada cálida y profunda, y los ojos fijos en Caxton. Su voz tenía el acento típico de Pensiltucky—. No te falta razón, Arkeley. Se sienten atraídos por ella. Es cebo para fantasmas.
—No son los fantasmas lo que me preocupan —dijo Arkeley, que se encontraba a no más de tres metros de ella.
El otro hombre —Urie Polder, supuso Caxton— salió de detrás del tendedero y se le acercó. Era alto y la miró fijamente a los ojos, pero Caxton apartó la mirada, como imaginó que hacía casi todo el mundo al verlo. Le faltaba el brazo izquierdo y de la manga de la camiseta le salía un trozo de madera, una rama de árbol con corteza, un nudo a modo de codo e incluso tres ramitas que hacían de dedos.
Pero lo que más impresionada la dejó no fue que Urie Polder tuviera un brazo de madera, sino que el brazo se movía. Sus delgados dedos se cerraron alrededor de la hebilla del cinturón y se subió los pantalones. Su hombro de madera y su hombro de carne se encogieron al mismo tiempo.
—Debemos llevarla dentro de la casa. Vesta lo hará allí mismo. —Sí, de acuerdo —respondió Arkeley. Parecía preocupado. Caxton se frotó los ojos con las manos.
—Mi padre... Ése era el fantasma de mi padre. Me ha enseñado el fantasma de mi padre sólo para. sólo para. —No supo cómo terminar la frase—. ¿Y qué coño es un teleplasma?
—La gente suele llamarlo «ectoplasma», que es más o menos lo mismo, pero entonces la habría puesto sobre aviso —le explicó Urie Polder—. Es piel de fantasma.
—¿Y cómo se le quita la piel a un fantasma? —preguntó.
—Bueno, pues. —respondió éste, con una sonrisa apocada—. No de una forma particularmente agradable para el fantasma.
En el establo hacía mucho frío. Fuera, el día era fresco para ser otoño, pero dentro del establo era pleno invierno. Los dos hombres se volvieron hacia la puerta abierta para marcharse, pero Caxton no se movió de donde estaba. Notó que la rabia le hervía y crepitaba en el estómago.
—Un momento —dijo y, aunque no las tenía todas consigo, los dos hombres se detuvieron—. Ése era mi padre. ¿Tiene al fantasma de mi padre colgado de un perchero?
No tenía ni idea de cómo había sucedido aquello. De qué hacía el fantasma de su padre, ni más ni menos, en aquel establo, pero no pensaba dar un paso más hasta haberlo descubierto.
—Bueno, verá, los fantasmas son un tema puntiagudo —dijo Polder y se rascó la barbilla con la mano de madera—. No es tan fácil de explicar.
Caxton sacudió la cabeza con gesto furioso. —He reconocido su voz. Le he visto los ojos.
—Sí —dijo Arkeley—. Es posible que fuera él, o por lo menos su espíritu. Pero también podría haber sido un espectro malvado con ganas de burlarse de usted. Es posible que ni siquiera se tratara de una aparición humana. En todo caso, fuera quien fuera, no estaba atrapado en esos cueros. Los teleplasmas no son los fantasmas en sí, sino más bien una ropa que los fantasmas pueden ponerse si quieren. Es una sustancia que ocupa este mundo y el otro simultáneamente, eso es todo.
Caxton asintió con la cabeza.
—Ya veo de qué va todo esto, aunque le advierto de que no por eso estoy menos cabreada. Si el teleplasma tiene una reacción tan potente ante mi presencia significa que estoy predispuesta a los fenómenos parapsicológicos; que soy sensible a ellos.
—Jovencita, basándome en lo que acabo de ver creo que podría ganarse la vida como médium —le dijo Polder—. Pero, por favor, tenemos que entrar en la casa. El encuentro con su padre ha hecho mucho ruido en el mundo de los espíritus; cualquiera que estuviera escuchando lo habría oído y puede que decida venir por usted.
Mientras se dirigían hacia la casa, Caxton dijo:
—Así pues, que sea sensible a los fantasmas significa que soy también sensible a los vampiros. Eso explicaría por qué anoche al vampiro le resultó tan fácil hipnotizarme.
Arkeley asintió con la cabeza.
—A mí me sorprendió que tuviera usted tan poca resistencia. Por eso la traje aquí, para ver si podía hacer algo.
Polder se detuvo frente a la insignia contra maleficios de su casa y le hizo un gesto con la mano, la mano de verdad. A continuación, se llevó el pulgar derecho a la frente y trazó un complejo símbolo. Caxton sintió que el poder de la insignia se atenuaba.
—Urie es un
hexenmeister.
Supongo que ya sabe lo que es.
—Donde me crié los llamábamos chamanes porque se decía que poseían magia india de todo tipo.
Caxton nunca se había tomado en serio aquellas viejas historias, aunque lo cierto era que tampoco había creído nunca en vampiros. Después de las aventuras de la noche anterior y de lo que había visto en el establo, estaba dispuesta a renunciar, en parte, a su escepticismo.
Entraron en la casa, donde los esperaba una mujer. Llevaba un largo vestido negro y un collar ajustado alrededor del cuello. Tenía el pelo rubio, ondulado y crespo. En sus largos dedos blancos llevaba decenas de anillos dorados idénticos.
—Vesta, ha pasado demasiado tiempo —dijo Arkeley y la besó en la mejilla. La mujer no apartó los ojos de Caxton ni por un instante.
—He puesto agua a hervir para preparar té. Darjeeling, como a ti te gusta —le dijo a Caxton—. Con azúcar en lugar de miel y con un poco de leche. No te sorprendas, por favor, Laura Beth Caxton. Sé ya muchas cosas sobre ti y espero descubrir muchas más.
Caxton ni siquiera abrió la boca. Entonces volvió la cabeza porque había visto un destello amarillento por el rabillo del ojo. Era la misma niña que había visto en la ventana, y desapareció con la misma rapidez que antes.
—Y tú, agente especial, debes tratarla mejor. Está arriesgando muchas cosas para ayudarte en tu sanguinaria cruzada.
Arkeley bajó la cabeza.
—No pongas esa cara. Te he preparado algo para el pie de tu mujer, toma —dijo Vesta y le tendió al agente federal una bolsa de plástico lleva de una materia vegetal toja y fibrosa—. Prepárale una cataplasma y que se lo ponga cada noche hasta que se mejore.
—¿Está casado? —le preguntó Caxton.
—Maté a un vampiro hace veinte años y otro anoche; de algún modo tenía que distraerme mientras tanto —respondió Arkeley.
Le dio las gracias a Vesta por el remedio, y él y Urie Polder salieron de la habitación. Sin embargo, no invitaron a Caxton a seguirlos, sino que fue Vesta Polder quien la acompañó a una salita, un cuarto oscuro pero pulcro, con una llameante chimenea y atestado de recargados muebles de madera oscura. En el centro de la sala había una mesita redonda con un tapete de terciopelo y, detrás de ésta, una butaca con relleno de crin de caballo. Vesta apartó la butaca y se sentó con una pierna colgando por encima de uno de los brazos. Caxton se quedó de pie frente a la mesa un buen rato, hasta que se le ocurrió coger una de las sillas, que había alineadas junto a la pared y colocarla al otro lado de la mesa, frente a Vesta.
Encima de la mesa había una tetera y una única taza de té, así como una voluminosa caja de madera tallada con un dragón chino sobre la tapadera y una fina baraja de cartas.
—Ya las has visto antes, en una película —dijo Vesta a tiempo que golpeaba la baraja contra la muñeca y barajaba las cartas con una sola mano—, pero no sabes qué son. Se llaman cartas Zener —le explicó y a continuación las abrió en abanico, como si estuviera mostrando una mano de póker—. Se utilizan en parasicología para poner a prueba la percepción extrasensorial. También tienen otras cualidades.
Cada carta mostraba, en una de sus caras, un símbolo trazado con gruesas líneas negras: un triángulo, una estrella, un círculo, unas franjas onduladas y un cuadrado.
—Bien, ahora tu instinto va a decirme lo que ves —dijo Vesta. A continuación cortó la baraja y levantó una carta para que Caxton la pudiera ver: una estrella.
—Es una estrella —dijo la agente.
—Sí, querida, ya lo sé —respondió Vesta, que dejó la carta encima de la mesita y abrió la caja tallada—. Yo lo veo todo. A partir de este momento, por favor, no digas nada más. No intentes proyectar, ni me des pistas. Simplemente mira las cartas.
Caxton no tocó el té. Una a una, Vesta iba levantando las cartas para que Caxton pudiera verlas. Tras un instante las ponía boca abajo sobre la mesa. De vez en cuando hacía una pausa para examinar el rostro de Caxton, con la misma atención que pondría si estuviera dibujando un esbozo. Entonces abría la caja china y de ella sacaba una largo cigarrillo de color marrón y una cerilla igual de larga. Daba una calada al cigarro y llenaba la sala de un humo acre y hediondo que hacía que a Caxton le lloraran los ojos. A continuación sacaba otra carta. Seguía así hasta llegar a la última y entonces volvía a barajar y empezaba de nuevo. Cada vez que barajaba había reglas nuevas. Caxton debía evitar mirar la carta. Debía intentar verbalizar el símbolo de la carta en su mente en lugar de visualizarlo. Debía vaciar completamente la mente de pensamientos. El tiempo se ralentizó, o tal vez se detuvo por completo. A lo mejor había algo más que tabaco en aquellos cigarrillos.
Vesta recogió las cartas y volvió a barajar.
—Muy bien. Ahora intenta pensar en un símbolo distinto al que veas.
Caxton asintió con la cabeza y se dispuso a hacer lo que le pedían. Cuando llevaban ya cinco cartas, Vesta la sorprendió:
—Te preocupa Deanna.
Era difícil concentrarse en la carta que tenía frente a ella, pero Vesta la agitó con dos dedos y Caxton apartó la mirada del rostro de la mujer.
—Lleva mucho tiempo sin trabajar —dijo la agente.
—Últimamente tiene pesadillas; pesadillas violentas. La otra noche tuviste que despertarla porque tenías miedo de que se hiciera daño a sí misma. Ella también está asustada, le da miedo que te vayan a matar.
«Pues ya somos dos», pensó Caxton.
—Aunque mires la carta que tengo en la mano, concéntrate en la que tienes en mente. Creo ver que a Deanna le da miedo el futuro. Está asustada porque no sabe si la vas a dejar seguir contigo. Y, sin embargo, a ti nunca se te ha ocurrido pedirle que se marche.
Caxton se mordió el labio. Cuando pensaba en Deanna le costaba incluso ver la carta que le mostraba Vesta.
—¿Puede leer su mente también? Pero ¡si está a ochenta kilómetros de aquí!
Vesta suspiró. Dejó las cartas y sacó otro cigarrillo de la caja. Era el quinto desde que habían empezado.
—Veo la parte de ella que existe dentro de tu —dijo mientras esparcía las cartas encima de la mesa—. Esto no sirve de nada. Algunas personas comprenden la técnica al instante y otras necesitan ayuda adicional. Con las sesiones y el tiempo necesarios podría enseñarte las nociones básicas de autodefensa parasicológica. Por ahora, sin embargo, tendremos que conformarnos con esto.
Volvió a abrir la caja y sacó un amuleto de latón atado a un cordón negro.