La radio emitió un sonido de estática.
—Aquí el equipo de emergencias, llamando a la jefatura. Necesitamos confirmación inmediata de las órdenes —dijo una voz femenina, distante y débil; era la capitana Suzie y Caxton supo que no iba a acudir en su ayuda. Eso le fastidió, pero no lo suficiente como para retroceder. No podía permitir que aquello la detuviera.
El cansancio empezaba a hacer mella en su cuerpo, lo notaba en los huesos. No debía olvidar que llevaba mucho tiempo sin dormir y que no podía confiar en que su cuerpo respondiera. Con un jadeo, tiró del rifle para soltarlo y se lo colgó al hombro; tener que arrastrarlo en un espacio tan estrecho era un verdadero contratiempo.
Caxton se detuvo y miró a su alrededor mientras intentaba recuperar el aliento y la orientación. Estaba a punto de perderse en medio del maizal, y de hecho, ya no estaba segura de si lograría encontrar el camino de regreso. No había ningún punto de referencia, nada que permitiera distinguir una parte del maizal de otra.
Pensar de aquella forma no iba a ayudarla. Estaba muy cerca y lo sabía. Caxton sacudió la cabeza, se llenó los pulmones de oxígeno y se negó a rendirse.
Cruzó por entre otra hilera de tallos y pronto encontró lo que estaba buscando: un surco donde la vegetación había quedado aplastado por el paso del ataúd. Caxton se agazapó y siguió aquella pista. Estaba segura de que andaba cerca. Pronto oyó de nuevo el sonido de ataúd arrastrándose por encima de las hojas seas de maíz que se acumulaban en el suelo. Al cabo de un instante percibió a los siervos susurrando, a unos tres metros de donde se encontraba ella, aunque no logró entender lo que decían. De pronto, Caxton notó que el ataúd se detenía y se paró en seco.
—¿La habéis visto?¿Hay algún rastro de ella? —susurró uno de los siervos. No obtuvo respuesta.
Poco a poco, para no hacer ruido, la atente colocó el rifle en posición de disparo. Agarró la escopeta que iba ensamblada debajo del cañón del rifle con una mano y empezó a avanzar con lentitud y aplomo; sus botas casi no hacían ruido sobre el barro. Frente a ella, al otro lado de las cañas de maíz, podía entrever la sombra de unas figuras. Se acercó un paso más y apartó la vegetación con el arma.
A través de la abertura logró vislumbrar un pasillo abierto en el maizal a modo de cortafuegos. El claro estaba lleno de siervos que rodeaban el ataúd, con las cabezas gachas. Uno de ellos incluso se subió encima de éste para intentar localizarla.
Caxton apuntó con la escopeta y apretó el gatillo. El siervo de encima del ataúd voló en pedazos y lanzó una lluvia esquirlas de hueso fragmentado. Los demás empezaron a aullar y a huir en estampida, aterrorizados. Uno pasó junto a ella, tan cerca que le habría bastado con estirar el brazo para agarrarlo. Sin embargo, Caxton dejó que se marchara: tenía cosas más importantes de las que ocuparse. Salió al cortafuegos y dio una vuelta completa para comprobar si alguno de los siervos había sido lo bastante valiente para quedarse. Aunque no vio a ninguno, se obligó a ignorar el ataúd hasta haberse cerciorado de que estaba sola. Entonces se agachó y lo contempló de cerca.
Se trataba de un ataúd mucho más elegante que las cajas de pino hexagonal que había visto hasta el momento. A diferencia de los otros vampiros. Reyes había optado por un modelo de lujo con molduras en forma de espiral. En su día había sido un elegante ataúd de lustrosa madera de cerezo; seguramente las asas de latón relucían antes de que lo arrastraran durante varios kilómetros a través del lodo del maizal. Ahora la madera estaba salpicada de tierra y uno de los extremos estaba tan embarrado que parecía que lo hubieran sumergido en un charco.
Caxton se acercó y colocó una mano encima de la tapa de madera, esperando percibir una presencia maligna al otro lado, pero no notó nada. Se acordó de la sensación de frío que había experimentado junto a Malvern, la ausencia de humanidad Quizá se daba la misma situación. Caxton se pasó la lengua por los labios y trató de abrir la tapa. Algo la mantenía cerrada.
Caxton supuso que tenía cierta lógica; los siervos no querrían que se abriera al trasladarlo. Pasó los dedos por el borde del ataúd y palpó tres clavos que fijaban la tapa a la caja.
La agente trató de comunicarse por radio pero no obtuvo ninguna respuesta. ¿Acaso se había alejado tanto que estaba fuera de cobertura? Parecía imposible. Caxton tenía la sensación de haber recorrido menos de medio kilómetro. Echó un vistazo a su alrededor. Ni siquiera se acordaba de por dónde había llegado. No se veía capaz de encontrar el camino de vuelta; pero en el caso de que lograra orientarse, volver significaría dejar atrás el ataúd. La opción segura, la más sensata, sería resignarse y retroceder, tratar de contactar con el equipo de emergencias local y, con suerte, regresar con refuerzos al lugar donde se encontraba el ataúd. No obstante, eso parecía misión imposible. Si abandonaba el ataúd durante unos minutos, seguro que los siervos volverían a por él. ¿No?
Por un momento todo se tornó borroso y tardó un buen rato en volver a ver bien. No podría pasar mucho más tiempo sin dormir. Decidió que esperaría a que Reyes estuviera muerto. A matarlo. Retiró el cargador del rifle y sacó las balas. El afilado borde metálico del cargador vacío serviría para romper los clavos. Probablemente deformaría el cargador en el proceso, de hecho el rifle quedaría inservible, pero aún contaba con su Beretta, que colocó encima del ataúd para tenerla a mano en todo momento.
Deslizó el borde del cargador entre la tapa y el cuerpo del ataúd e intentó serrar el primer clavo. Caxton movió el carga adelante y atrás unas cuantas veces hasta que se le resbaló y haciéndose un corte en la muñeca. Unas diminutas gotas de sangre salpicaron el ataúd y a Caxton se le cortó la respiración. Esperaba oír a Reyes removerse en el interior, que la sangre lo hiciera despertar. Pero el ataúd permaneció inmóvil, como si Estuviera completamente vacío.
No le hacía ninguna gracia la perspectiva de tener que mirar dentro de la caja y ver los paisanos, los huesos y la masa mucosa que ya había visto en el ataúd de Malvern. Con todo, el corazón de Reyes estaría allí, seco y encogido, a la espera de que Caxton lo aplastara con sus propias manos. La agente recogió el cargador del barro y lo introdujo de nuevo por la ranura de debajo de la tapa. Volvió a serrar el clavo hasta que se rompió. La madera chirrió al ceder. Caxton se aplicó con más fuerza y el segundo clavo se partió casi al instante. El sudor se le acumulaba bajo el casco y le chorreaba por detrás de las orejas. Le dolía la espalda y sabía que en cuanto se incorporara soltaría un grito de dolor. Tan sólo le faltaba un clavo. Introdujo el cargador por debajo de la tapa una vez más, pero antes de empezar a serrar, cerró los ojos y pensó en Deanna, tendida en el suelo de la cocina, ensangrentada e indefensa. Pensar en las ganas que tenía de acabar con Reyes hizo que recobrara las fuerzas. El tercer clavo se deshizo, de modo que Caxton tuvo que astillar la madera para liberar la tapa. Por fin estaba abierta; tan sólo le quedaba retirarla y asomarse.
Un miedo primigenio se apoderó de ella. Se detuvo un segundo. Se le erizó la piel de los brazos. Se levantó y un pinzamiento en la espalda la hizo gemir. Cogió su Beretta de encima del ataúd y echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no había ningún rostro demacrado observándola escondido en el maizal No vio nada. El corazón. Tenía que destruir el corazón. Levantó la tapa con el pie y el ataúd quedó abierto de par en par. Alzó el arma y apuntó hacia el forro de seda roja.
No había nada. Estaba vacío. Estaba tan exhausta que creyó oír al vampiro mofarse de ella, con una risa burlona y maligna.
De pronto algo le hizo un corte en la parte posterior de la piernas, le rajó el pantalón del uniforme y la hizo estremecerse de dolor. Caxton se desplomó, su cuerpo aterrizó dentro del ataúd. Todo ocurrió tan rápido que apenas tuvo tiempo de quitar el seguro de su pistola. La tapa del ataúd le cayó sobre la espalda y Caxton se dio de bruces contra la tapicería. Había caída en la trampa.
La luz se filtraba por una grieta que Caxton había abierto al intentar soltar la tapa. De no ser por aquel agujero, Caxton estaría atrapada en la oscuridad más absoluta. Trató de incorporarse, de abrir el ataúd a golpes, pero los siervos se habían sentado encima y se reían de ella. Caxton les oyó fijar la tapa con clavos, habían cerrado el ataúd a cal y canto. La agente intentó levantar la tapa con su cuerpo pero el espacio era demasiado pequeño, apenas podía ladearse ligeramente. Notaba un lacerante dolor en las piernas, justo donde la habían cortado. Iban a enterrarla viva.
Empezó a chillar al visualizarlo mentalmente, al imaginarse sepultada dos metros bajo tierra. De pronto tan sólo olía su propio sudor y su miedo; el aire del interior del ataúd empezaba a viciarse de tanto entrar y salir de los pulmones de Caxton. Cada vez que inspiraba, el aire contenía algo menos de oxígeno. ¿Cuánto tardaría en agotarlo del todo?
Gritó de nuevo, aunque era inútil. Los únicos que podían oírla se deleitarían con su angustia. Pero no le importaba, así que volvió a chillar por tercera vez y golpeó la tapa tapizada del ataúd, desesperada por salir de allí.
Empezó a zarandearse de un lado a otro, y entonces se dio cuenta de que los siervos la estaban arrastrando lejos del cortafuegos. El cuerpo de Caxton rebotaba contra el suelo del ataúd cada vez que éste sorteaba abruptamente alguna protuberancia o surco, los tallos partidos y terrones medio enterrados. El corazón de la agente latía desbocado y su respiración era cada vez más rápida; había perdido el control.
Notó cómo la Beretta brincaba entre sus pies, al fondo del ataúd. Debía de habérsele caído dentro cuando le hicieron el corte en las piernas. Intentó recuperarla pero no conseguía agacharse lo suficiente. Eso le hizo darse cuenta de lo diminuta que era su prisión. Gritó de nuevo al tomar conciencia de que no podía incorporarse, de de que no podía ni siquiera doblar las rodillas. Se estremeció de angustia cuando llegó a la conclusión de que estaba inmovilizada.
El ataúd dio un salto cuando los siervos lo arrastraron por encima de un obstáculo de grandes dimensiones, y la pistola chocó contra el tobillo de Caxton, que notó un dolor tan agudo que por un instante la oscuridad que la rodeaba se tornó verde, una ilusión óptica fruto del agotamiento, el pánico y el dolor físico. Intentó recordar si el arma aún tenía puesto el seguro y si había cargado una bala en la recámara. Si lo había hecho, si la pistola estaba montada, podía dispararse con el siguiente bache. Una bala dum-dum podía salir despedida del cañón de la pistola a una velocidad mayor que la del sonido. Podía dispararse en cualquier dirección y muchas de las posibles trayectorias se cruzaban con el cuerpo de Caxton.
Una razón más para echarse a gritar.
Caxton estiró el brazo hacia abajo tanto como pudo. Logró acariciar el borde del cañón de la pistola con las yemas de los dedos, notó la deslizante superficie. Su hombro se hundió en la tapicería del ataúd, chocando con fuerza contra la madera que había debajo. Caxton embistió la pared del ataúd, empujó y trató de apuntalarse con las piernas.
Entonces el ataúd tropezó con otro bache y Caxton sintió cómo le crujían los huesos del hombro por la violenta sacudida. Soltó un alarido de dolor. Con el trote la Beretta se había deslizado y ahora estaba un poco más cerca de Caxton. La agente la agarró con las yemas de los dedos y empezó a acercarla, milímetro a milímetro, hacia la palma de su mano. La Beretta rebotó de nuevo y a punto estuvo de resbalársele, pero Caxton no permitió que se le escapara. Finalmente logró sujetarla. Sentir el peso y el poder del arma en la mano la ayudó a relajarse y de pronto respirar ya no le resultaba un esfuerzo tan terrible.
—¡Sí! —exclamó al tiempo que colocaba el dedo en el guardamonte.
De pronto el ataúd se paró con una sacudida que a punto estuvo de descoyuntarle la columna. Uno de los siervos golpeó con los nudillos la tapa del ataúd. Aunque la voz le llegaba amortiguada, a Caxton le resultó extremadamente irritante cuando le preguntó:
—¿Va todo bien ahí dentro?
Caxton trató de deducir de dónde provenía la voz. Era muy difícil, pues la acústica en el interior del ataúd era muy mala y los ecos reverberaban en todas las paredes del reducido espacio.
Caxton presionó el cañón de la pistola contra la tapa. El siervo se mofó de ella.
—Yo de ti me pondría cómoda. Aún queda un largo...
Caxton apretó el gatillo y el ataúd se llenó de una onda expansiva de luz, calor y ruido. La agente empezó a sangrar por las orejas. Estaba ciega y sorda, le ardían las manos y de pronto cayó en la cuenta de que había cometido un grave error. ¿Y si la onda expansiva de la explosión le había reventado los tímpanos?
Poco a poco fue recuperando la visión. La débil luz del sol se filtró de forma oblicua por el agujero circular casi perfecto de la tapa del ataúd. Caxton vislumbró el cielo a través del orificio, el tono amarillento de los secos tallos de maíz. Aún ignoraba si habría alcanzado al siervo que se había burlado de ella.
El fuerte olor a cordita se le metió por las fosas nasales y le provocó arcadas, quería dejar de respirar en seco para no inhalar aquel gas, pero su cuerpo sabía mejor que su cerebro qué le convenía. Pegó los labios al agujero que la bala había dejado e inspiró ávidamente el oxígeno del exterior.
Durante un buen rato no ocurrió nada. El ataúd permaneció inmóvil. Caxton oía el latido de su corazón, aunque éste latía de forma extraña, con latidos más intensos y lentos de lo que hubiera esperado. Finalmente oyó un sonido, tenue, como un gorjeo; Un pájaro cantando entre el maizal. Los tímpanos de Caxton estaban intactos.
De pronto el ataúd reanudó la marcha, y empezó de nuevo a rebotar y traquetear sobre el suelo irregular, incluso más rápido que antes. Caxton se agarró como pudo, enfundó el arma en la pistolera y se aferró a la tapicería para no zarandearse de un lado a otro. La resbaladiza seda se le escurría de los dedos continuamente y pronto comenzaron a dolerle las manos.
Pasaban los minutos, minutos eternos que Caxton sólo podía medir contando poco a poco. Uuuuuuno, dooooos, treeees... Sabía que estaba contando o bien demasiado rápido, o bien demasiado despacio, pero no disponía de ningún otro modo de medir, el tiempo. Aún le temblaban las piernas y en ese momento no habría sabido decir si era por las heridas que tenía en las pantorrillas o porque estaban comprimidas en un espacio minúsculo.