No obstante, había algo más. Reyes no iba a matarla porque quería algo de ella. A Caxton eso le daba miedo, una sensación a la que empezaba a acostumbrarse. De hecho, últimamente estaba asustada tan a menudo que cuando no lo estaba se sentía extraña. Cuando no tenía miedo pensaba que se le debía de estar escapando algo.
Reyes la llevó escalera arriba. Al bajarla, encerrada en la oscuridad del ataúd, el descenso se le había hecho eterno. Al llegar a lo alto de las escaleras se encontró en un amplio espacio cercado de gruesas paredes. El suelo de cemento estaba agrietado y de debajo brotaban malas hierbas. Las dimensiones y el vacío del lugar le hicieron pensar en una fábrica abandonada, pero entonces sus ojos empezaron a adaptarse a la luz de la luna que entraba por los ventanales y por fin pudo distinguir algunos detalles. Del techo colgaban una gran cantidad de cadenas y el suelo estaba cubierto de moldes y herramientas de fundición, como si fueran los juguetes de un gigante que se hubiera hecho mayor y hubiera dejado de jugar. Los ventanales superiores estaba rotos y algunas de las hojas de cristal esmerilado habían sido reemplazadas por tablones de madera o estaban perforadas con ventiladores. Lejos, al otro extremo de la nave, había un alto horno de carbón que debía de llevar varias décadas sin funcionar. Un caldero de diez metro de diámetro, un enorme receptáculo que en su día había albergado cientos de toneladas de acero fundido, colgaba frente al horno sujetado tan sólo por una gruesa cadena, pues la otra se había desprendido. El borde del caldero estaba pegado al suelo, atrapado en un charco de escoria solidificada. La guarida de Reyes era una planta de laminación de acero en desuso. Había muchísimas en Pensilvania, sobre todo alrededor de Pittsburgh, aunque no creía que la hubieran llevado tan lejos. Era más probable que se encontrara a varios kilómetros del maizal donde la habían atrapado, o apenas a unos cientos de metros. Dentro del ataúd había perdido la noción del tiempo y del espacio, por lo que era incapaz de hacer una estimación con exactitud. El cerebro le iba a mil por hora intentando deducir adónde la habían llevado, pero el esfuerzo fue inútil.
Por lo menos estaba en un sitio con luz y con ruidos, de modo que su cerebro ya no estaba desorientado ni sumido en la oscuridad. Botando a hombros del vampiro, estudió los alrededores como buenamente pudo. Reyes y sus siervos ocupaban tan sólo un rincón de la amplia nave industrial. Los esclavos sin rostro habían encendido una hoguera y habían dispuesto varias piezas de mobiliario, sillas viejas y sofás con muelles que sobresalían a través de los cojines podridos. Había unos quince reunidos alrededor del fuego, contemplaban cómo las llamas brincaban y danzaban, riéndose de algo. Cuando Reyes se acercó a ellos se hizo el silencio. El vampiro arrojó a Caxton sobre una butaca cubierta de moho y se puso en cuclillas junto a la hoguera. No parecía que tuviera intención de atarla ni de movilizarla en modo alguno.
—Si no vas a... —empezó a decir Caxton, pero se detuvo de golpe al notar que de pronto todos los siervos se habían vuelto para mirarla. Todos aquellos rostros mutilados la ponían nerviosa y la hacían pensar en su propia naturaleza mortal—. Si no vas a matarme, necesito ir al baño —dijo.
Esperaba que los siervos se burlaran de ella y eso fue precisamente lo que hicieron. Sus mofas y sus voces agudas hicieron que se ruborizada, pero tenía que orinar sí o sí.
—Pues te meas encima, zorra —le gritó uno de los siervos. Su mandíbula desgarrada se desencajó en una expresión guasona—. Venga, hazlo. Queremos verlo. ¡Méate encima!
Empezó a canturrearlo una y otra vez y algunos más se le unieron.
Reyes se levantó y agarró al siervo con ambas manos, la cabeza con una y los hombros con la otra. Entonces el vampiro retorció las manos y el siervo se partió en dos pedazos. Reyes los arrojó al fuego. Las llamas crecieron mientras consumían el cuerpo mutilado y un sucio hedor a engendro los rodeó.
Con eso terminaron los cánticos. Reyes rebuscó un momento en un montón de basura y al cabo de un rato sacón un cubo oxidado. Se lo tiró a Caxton y ésta lo cazó al vuelo.
—Vaya, gracias —dijo y se alejó del fuego.
El vampiro ni siquiera la miró mientras se internaba en la nave, bien lejos de los siervos. Tampoco le hacía falta: Caxton lo percibía en su interior, dentro de su cabeza, y sabía que nunca más se libraría de él. Notaba su presencia incluso mientras se acuclillaba sobre el cubo. Cerró los ojos e intentó bloquearlo, pero era imposible.
Dejó el cubo donde estaba y regresó hacia el fuego. En la nave hacía un frío atroz y Caxton se dijo que era preferible sobreponerse a la repugnancia que le provocaba su captor a morir de hipotermia.
Un siervo la estaba esperando con una bolsa de comida rápida en su huesuda mano. Caxton la cogió y se dio cuenta del hambre que tenía. Llevaba más de un día sin comer nada y si bien la adrenalina le había permitido ignorar la comida durante unas horas, eso no iba a ser así siempre. Abrió la bolsa y encontró una hamburguesa fría y un refresco. La hamburguesa tenía ya un mordisco. Durante un instante se preguntó si los siervos la habrían sacado de un contenedor o si alguno de ellos había decidido probarla, pero en el fondo le daba igual. Devoró la hamburguesa y la tragó con aquel espero refresco con textura a jarabe. Había pasado tanta sed que tenía los labios agrietados.
Una vez cubiertas sus necesidades básicas, volvió a sentarse en la butaca y se abrazó pata entrar en calor. No estaba segura de qué se esperaba de ella.
La fatiga le había minado las energías y tuvo que parpadear varias veces para aclararse la cabeza. En realidad no estaba cansada, se había pasado el día durmiendo. Al cabo de un instante volvió a invadirla aquella sensación, una oleada de apatía que hizo que le pesaran tanto los brazos que tuvo que dejarlos caer a ambos lados de la butaca. Le dolía el cuello tan sólo de tener que aguantar el peso de la cabeza.
Entonces se dio cuenta de que se trataba de Reyes. El vampiro estaba manipulándole la mente. A lo mejor sólo le estaba demostrando el poder que ejercía sobre ella, o a lo mejor quería que se durmiera por alguna razón.
Se acordó del siervo al que había torturado y matado en el suelo de su dormitorio. Éste le había hablado del «hechizo» que habían utilizado pata obligar a Deanna a romper la ventana. Sólo funcionaba en sueños, le había dicho. En sueños. Y para soñar hay que estar dormido. Quisiera lo que quisiera, Reyes iba a recurrir a la magia para conseguirlo y su magia sólo funcionaría si Caxton no estaba lo bastante consciente para oponer resistencia. La agente se burlo del vampiro:
—No tengo sueño. De hecho, creo que me voy a quedar despierta toda la noche para ver cómo te derrites en un charco de mucosidades —le espetó.
La reacción del vampiro hizo que Caxton sintiera como si la gravedad se hubiera duplicado. Sus extremidades la hundieron en los cojines de la butaca, se le dobló el cuerpo y se le cerraron los parpados. Caxton peleó contra esa sensación y tuvo las fuerzas justas para oponerse al sueño y mantenerse consciente. Sin embargo, el esfuerzo la dejó exhausta. Sabía que la siguiente vez que el vampiro lo intentara, ella no sería capaz de aguantar.
El vampiro aún no le había dirigido la palabra. Piter Lares tampoco había hablado con Arkeley cuando lo había arrastrado a su guarida. Caxton pensó que ojalá conociera el significado de ese silencio. Deseó saber qué estaba pensando.
Reyes no la miró. Lo que hizo, en cambio, fue arrodillarse en el suelo y meter una mano en el fuego. El dolor le asaltó de inmediato y Caxton se estremeció. Percibía tan sólo una fracción de lo que sentía Reyes, pero eso sólo fue un martirio que la dejó sin aliento.
Cuando el vampiro retiró la mano de las llamas, le tenía negra y cubierta de hollín. Se le había quemado parte de la carne de los dedos, de modo que se le veían los huesos. La carne volvió a regenerarse en cuestión de segundos, pero el hollín no desapareció. Reyes se acercó a Caxton y le pasó los dedos por las mejillas y la frente. La agente intentó apartar el rostro, pero la fuerza del vampiro superaba con creces la suya; era capaz de obligarla a permanecer totalmente inmóvil, tanto que no podía ni siquiera retorcerse como un gusano.
Las manos de Reyes olían a madera quemada y a carne chamuscada. Caxton percibió la impaciencia del vampiro mientras trazaba complejos símbolos sobre su cara, con las uñas sucias de hollín. Tardó poco en darse cuenta de que Reyes estaba escribiendo una palabra sobre su cara, una sola:
SUEÑO
¿Por qué le estaba costando tanto hacerla sucumbir al hechizo? Cuando lo había hechizado a él, había bastado una sola mirada, un encuentro casual con otros ojos. Sin embargo, la agente estaba peleando con demasiado ahínco y aquello ya estaba durando demasiado.
—¿Qué hechizo? —preguntó Caxton.
Reyes abrió los ojos como platos. AL parecer, Caxton no debería de haber sido capaz de oír sus pensamientos. El vampiro frunció el ceño y le agarró la cabeza con las dos manos. La agente cerró los ojos, pero él se los volvió a abrir con los pulgares.
Los ojos rojos de Reyes se clavaron en los suyos como dos brocas perforando una lámina de madera blanda. El vampiro la despojó de su conciencia como si le estuviera arrancando la ropa. Caxton ni pudo oponerse, tan sólo logró murmurar una sumisa protesta, un susurro exhalado entre dientes:
—No.
Se durmió al instante.
La oscuridad se apoderó de ella, una oscuridad mucho más absoluta de la que la había envuelto dentro del ataúd. No había suelo bajo sus pies, nada a sus lados y nada sobre su cabeza. Estaba inmóvil, inconsciente, inerte.
Hasta que, de repente, algo cambió.
Donde hasta entonces no había habido luz, de pronto la había: un tenue fulgor anaranjado, solitario, perdido en la oscuridad con ella. La luz latía y de vez en cuando soltaba un destello amarillo, como si Caxton hubiera soplado sobre una brasa, pero pronto adoptaba de nuevo un pálido tono naranja. Caxton extendió la mano, intentó mantenerla con vida, pues sabía que si no lo hacía, si no hacía algo, el parpadeo se apagaría y entonces estaría sola de nuevo.
La chispa fue creciendo gracias a la fuerza de Caxton. Creció y ardió, y ella olió el humo y se sintió feliz. Se convirtió primero en una brasa, luego en una charca de ardiente resplandor y finalmente emitió suficiente luz para que Caxton viera dónde estaba.
Se hallaba en medio de la nave, en el mismo lugar donde se había quedado dormida. La chispa que había creído estar alimentando se encontraba en realidad a treinta metros de distancia, en el fondo del caldero medio derrumbado. En ese momento se dio cuenta de que se trataba de algo más que una mera brasa. Sólo lo parecía porque estaba lejos. De hecho era una charca de metal fundido incandescente que aumentaba de tamaño ante sus ojos. Crecía y se hacía más profunda y pronto empezó a rebasar por encima del borde del caldero.
El metal líquido comenzó a manar por unas acanaladuras que había en el suelo, llenó varios moldes y trazó líneas de fuego en las grietas de cemento. De vez en cuando se acumulaba en montones de escoria encendida que se iba enfriando y ennegreciendo hasta que otra de las oleadas de metal ardiente que salían del caldero sin cesar volvía a fundirlo.
Un fulgor rojo cubría todas las superficies metálicas de la planta y un humo negro le llenó los pulmones a Caxton, que empezó a toser violentamente. Las sucesivas oleadas de lava metálica amenazaban con sepultarla y tuvo que trepar a lo alto de un molde enorme antes de que se le chamuscaran los pies.
Unas nubes de chispas rojas se arremolinaron alrededor del caldero. Los torrentes de humo negro coronaban el tejado a medida que el metal cubría el suelo como un lago de fuego. El calor era intenso, le curvaba las pestañas y le abrasaba las fosas nasales. Apenas podía respirar.
—¡No! —logró gritar antes de que los gases le llenaran la garganta y la asfixiaran. Caxton tosió y tosió hasta que ya no pudo hablar.
«Esto no es real», pensó. «¡Es sólo un sueño!» Pero no se parecía a ningún sueño que hubiera tenido hasta entonces, por lo que decidió cambiar aquella afirmación: «¡Está todo dentro de mi cabeza!», pensó.
Ésa era la verdad y ella lo sabía. Sin embargo, daba lo mismo. Si caía en el hierro fundido iba a arder igual. Se le achicharraría la piel, y se desprendería de sus músculos, y se le incendiaría el pelo. Sentiría un dolor atroz.
El nivel del metal líquido no paraba de subir. Caxton se agarró a una cadena que colgaba del techo. Los eslabones de metal estaban tan calientes que le abrasaban las palmas de las manos, pero Caxton sabía que tenía que hacerlo, treparía por ella.
El aire rugió a su alrededor, un viento cargado de hidrocarburos de acero candente. Los pulmones se le secaron y agrietaron al respirar en su ansiedad por inspirar una bocanada de aire fresco. A continuación le fallaron las piernas. Caxton se tambaleó y el molde sobre el que se encontraba empezó a fundirse bajo sus pies. Tenía la garganta llena de humo y le costaba mantener el equilibrio por culpa de la tos, una tos seca que hacía que le dolieran los pulmones. Se agarró de nuevo a la cadena y el metal le quemó la mano de tal forma que se soltó en un acto reflejo. El brusco gesto le hizo perder el equilibrio, sus pies resbalaron sobre el molde e intentó asirse a algo en el preciso instante en que el metal alcanzaba sus botas...
... y entonces abrió los ojos.
Estaba despierta.
Estaba tendida boca abajo en el suelo de la planta, con la mejilla pegada al sólido cemento. El caldero estaba frío y vacío en el otro extremo de la nave. A sus espaldas, los siervos estaban reunidos alrededor del fuego, bromeando y riendo. No tenía ni idea de cómo había ido a parar tan lejos de ellos mientras dormía. Oyó un ruido parecido al correr del agua y levantó la cabeza.
Reyes estaba a unos pocos metros de ella. Tenía los pantalones de chándal bajados por debajo de las nalgas y estaba orinando sobre una montaña de metal oxidado viejo, aunque lo que expulsaba no era orín sino sangre. Cuando terminó se subió los pantalones y se acercó a ella.
Caxton no tenía fuerzas para levantarse, ni siquiera para despegar la cara del gélido suelo. No veía más que los pies, blancos y pálidos, del vampiro. Tenía unas uñas gruesas y afiladas; seguramente se clavarían en la carne como cuchillas de acero.
—No me das miedo —consiguió decir Caxton con voz ronca. Esperaba que le ardiera la garganta (aún notaba el sabor del humo en el paladar), aunque, por supuesto, todo había sido un sueño—. En su día fuiste humano. Fuiste un hombrecillo triste que se quedaba en su casa y se la cascaba mirando los anuncios de lencería de las revistas.