No le había resultado fácil echarla, pero Jaime lo había hecho, recordándose que ya tenía una mujer.
—¿Enviáis chicas a todo aquel a quien ponéis una sanguijuela? —preguntó a Qyburn.
—Suele ser Lord Vargo quien me las envía a mí. Quiere que las examine antes de... Bueno, baste decir que en cierta ocasión amó de manera temeraria, y no quiere que vuelva a suceder. Pero no temáis, Pia está muy sana. Al igual que vuestra doncella de Tarth.
—¿Brienne? —Jaime lo miró con dureza.
—Sí. Es una muchacha fuerte. Y tenía la virginidad aún intacta. Al menos hasta anoche —puntualizó Qyburn con una risita.
—¿Os envió a examinarla?
—Desde luego. Es muy... remilgado, por decirlo de alguna manera.
—¿Tiene algo que ver con su rescate? —preguntó Jaime—. ¿Ha exigido su padre pruebas de que sigue siendo doncella?
—¿No os habéis enterado? —Qyburn se encogió de hombros—. Recibimos un pájaro de Lord Selwyn en respuesta al que le había enviado yo. El Lucero de la Tarde ofrece trescientos dragones a cambio de que le devuelvan a su hija sana y salva. Ya le había dicho a Lord Vargo que en Tarth no había zafiros, pero no me cree. Está convencido de que el Lucero de la Tarde lo quiere engañar.
—Trescientos dragones es un rescate digno de un caballero. La Cabra debería aceptar.
—La Cabra es el señor de Harrenhal, y el señor de Harrenhal no regatea.
«Mi mentira te salvó durante un tiempo, moza. Da las gracias por eso.» La noticia lo dejó irritado, aunque se lo debería haber visto venir.
—Si tiene la virginidad tan dura como el resto, la Cabra se va a romper la polla intentando metérsela —bromeó.
Brienne era muy fuerte, sobreviviría a unas pocas violaciones, consideró Jaime, aunque si se resistía demasiado a Vargo Hoat le podría dar por cortarle las manos y los pies.
«¿Y a mí qué me importa? Si me hubiera dejado coger la espada de mi primo sin ponerse pesada, tal vez aún tendría mano. —Él mismo había estado a punto de destrozarle la pierna, pero después de que ella le pusiera las cosas muy difíciles—. Puede que Hoat no tenga ni idea de lo fuerte que es la moza. Más le vale tener cuidado o le romperá ese cuello flaco que tiene, ¿no sería maravilloso?»
La compañía de Qyburn empezaba a cansarlo. Jaime trotó hasta la vanguardia de la columna. Un norteño menudo y grueso llamado Nage iba delante de Patas de Acero, con un estandarte de paz: una bandera con los colores del arco iris, con siete colas largas, en un asta culminada por una estrella de siete puntas.
—¿No deberíais los norteños tener otro estandarte de paz? —preguntó a Walton—. ¿Qué son los Siete para vosotros?
—Dioses sureños —replicó el soldado—. Pero para llevaros sano y salvo a vuestro padre necesitamos paz sureña.
«Mi padre. —Jaime se preguntó si Lord Tywin habría recibido la petición de rescate de la Cabra, con o sin su mano podrida—. ¿Cuánto vale un espadachín sin la mano de la espada? ¿La mitad del oro de Roca Casterly? ¿Trescientos dragones? ¿Nada?» Los sentimientos no habían doblegado nunca a su padre. En cierta ocasión el abuelo de Jaime, Lord Tytos, había tomado prisionero a un vasallo rebelde, Lord Tarbeck. La temible Lady Tarbeck respondió capturando a tres Lannister, entre ellos el joven Stafford, cuya hermana estaba prometida a su primo Tywin. «Enviadme de vuelta a mi amado señor o estos tres pagarán cualquier daño que sufra», había escrito a Roca Casterly. El joven Tywin sugirió a su padre que la complaciera, devolviéndole a Lord Tarbeck en tres pedazos. Pero Lord Tytos era un león más amable, de manera que Lady Tarbeck ganó unos cuantos años de vida para el cretino de su señor, y Stafford se casó, tuvo hijos y siguió cometiendo disparates hasta que cayó en Cruce de Bueyes. Pero Tywin Lannister perduró, eterno como Roca Casterly. «Y ahora tenéis un hijo enano y otro tullido, mi señor. Qué poco os debe de gustar...»
El camino los llevó a cruzar una aldea quemada. Debía de haber pasado un año o más desde que la habían incendiado. Las casuchas ennegrecidas y sin tejado seguían en pie, pero las malas hierbas crecían hasta la altura de la cintura en los campos circundantes. Patas de Acero dio el alto para abrevar a los caballos.
«Este lugar también lo conozco», pensó Jaime mientras aguardaba junto al pozo. Había habido una pequeña posada, de la que sólo quedaban los cimientos y una chimenea, donde había entrado para beber una jarra de cerveza. Una moza de ojos oscuros le sirvió queso y manzanas, pero el posadero no aceptó las monedas que le ofreció.
—Para mí es un honor tener bajo mi techo a un caballero de la Guardia Real, ser —le había dicho—. Esto se lo podré contar a mis nietos.
Jaime contempló los restos de la chimenea entre los hierbajos y se preguntó si habría llegado a tener nietos. «¿Les contaría que en cierta ocasión el Matarreyes bebió su cerveza y comió su queso y sus manzanas, o le daría vergüenza reconocer que dio de comer a alguien como yo?» No lo sabría jamás. Quienquiera que hubiera quemado la posada seguramente habría matado también a los nietos. Sintió cómo se le contraían los dedos fantasmales. Cuando Patas de Acero sugirió que encendieran un fuego y comieran algo, Jaime sacudió la cabeza.
—Este lugar no me gusta —dijo—. Sigamos adelante.
Cuando empezó a anochecer ya habían dejado el lago para seguir una senda tortuosa por un bosque de robles y olmos. El muñón de Jaime palpitaba con un dolor sordo cuando Patas de Acero decidió montar el campamento. Por suerte Qyburn llevaba con él un odre de vino del sueño. Una vez Walton hubo organizado las guardias, Jaime se tendió junto a la hoguera y colocó contra un tocón una piel de oso enrollada a modo de almohada para apoyar la cabeza. La moza le habría dicho que tenía que comer antes de dormirse para conservar las fuerzas, pero estaba más cansado que hambriento. Cerró los ojos, con la esperanza de soñar con Cersei. Los sueños que le provocaba la fiebre eran tan vívidos...
Estaba desnudo, solo, rodeado de enemigos, con altas paredes de piedra que se cernían sobre él. «La Roca», supo al instante. Sentía el inmenso peso del castillo sobre la cabeza. Estaba en casa. Estaba en casa y entero.
Alzó la mano derecha y flexionó los dedos para sentir su fuerza. Era mejor que el sexo. Mejor que el combate. «Cinco dedos, cinco dedos. —Había soñado que estaba tullido, pero no era así. Se notaba mareado de alivio—. Mi mano, mi querida mano.» Mientras estuviera entero, nada podría hacerle daño.
A su alrededor había una docena de figuras altas y oscuras; llevaban túnicas con capuchas que les cubrían los rostros y lanzas en las manos.
—¿Quiénes sois? —les preguntó con tono imperioso—. ¿Qué hacéis en Roca Casterly?
No le respondieron, sino que lo aguijonearon con las puntas de las lanzas. No tuvo más remedio que empezar a descender. Bajó por un pasadizo serpenteante, por escaleras angostas talladas en la roca, abajo, cada vez más abajo.
«Tengo que ir hacia arriba —se dijo—. Hacia arriba, no hacia abajo. ¿Por qué estoy bajando?» Bajo la tierra lo aguardaba la muerte, lo sabía con la certeza que sólo se tiene en los sueños; allí moraba algo oscuro y terrible, algo que lo esperaba. Jaime trató de detenerse, pero las lanzas lo aguijonearon. «Si tuviera la espada, nada podría hacerme daño.»
La escalera terminaba bruscamente en una oscuridad llena de ecos. Jaime percibió la vastedad del espacio que lo rodeaba. Se detuvo en seco al borde de la nada. Una punta de lanza le pinchó la base de la espalda, empujándolo hacia el abismo. Gritó, pero la caída fue corta. Aterrizó sobre las manos y las rodillas, en arena blanda y aguas poco profundas. Había cavernas inundadas en las profundidades de Roca Casterly, pero aquello no lo conocía.
—¿Qué lugar es éste?
—Tu lugar. —La voz retumbaba. Era un centenar de voces, mil voces, las voces de todos los Lannister desde Lann el Astuto, que había vivido en el amanecer de los tiempos. Pero era, sobre todo, la voz de su padre, y junto a Lord Tywin estaba su hermana, pálida y hermosa, con una antorcha encendida en la mano. Joffrey también estaba allí, era el hijo que ambos habían tenido, y tras ellos había otra docena de sombras oscuras con cabellos dorados.
—Hermana, ¿por qué nos ha traído padre aquí?
—¿Nos? Éste es tu lugar, hermano. Ésta es tu oscuridad.
Su antorcha era la única luz de la caverna. Su antorcha era la única luz del mundo. Cersei se volvió para marcharse.
—Quédate conmigo —le suplicó Jaime—. No me dejes aquí solo. —Pero se marchaban—. ¡No me dejéis en la oscuridad! —Algo espantoso habitaba allí abajo—. Al menos dadme una espada.
—Ya te di una espada —dijo Lord Tywin.
Estaba a sus pies. Jaime tanteó bajo el agua hasta que cerró los dedos en torno al puño. «Mientras tenga una espada, nada puede hacerme daño.» Cuando alzó la hoja, una lengua de llamas claras chisporroteó en la punta y recorrió el filo, antes de detenerse a un palmo de la empuñadura. El fuego adoptó el color del propio acero, de manera que ardía con una luz azul plateada, y las penumbras se retiraron. Alerta, Jaime se movió en círculo, preparado para cualquier cosa que saliera de la oscuridad. El agua le llenaba las botas hasta el tobillo, fría, muy fría.
«Cuidado con el agua —se dijo—. Puede haber criaturas que vivan aquí, simas ocultas...»
Oyó un fuerte chapuzón a su espalda. Jaime se giró en dirección al sonido... pero la tenue luz sólo reveló a Brienne de Tarth, con las manos unidas por gruesas cadenas.
—Prometí que os mantendría a salvo —dijo la moza, testaruda—. Hice un juramento. —Desnuda, alzó las manos hacia Jaime—. Por favor, ser, tened la bondad. —Los eslabones de acero se partieron como si fueran de seda—. Una espada —suplicó Brienne, y allí estaba, con cinturón, vaina y todo.
Se la abrochó en torno a la gruesa cintura. La luz era tan escasa que Jaime apenas podía verla, aunque estaban a un par de metros.
«Con esta luz casi parece hermosa —pensó—. Con esta luz casi podría ser un caballero.» La espada de Brienne también ardía con llamas azules y plateadas. La oscuridad se retiró un poco más.
—Las llamas arderán mientras vivas —oyó decir a Cersei—. Cuando mueran, tú también morirás.
—¡Hermana! —gritó—. ¡Quédate conmigo! ¡Quédate! —No obtuvo más respuesta que el suave sonido de unos pasos que se alejaban.
Brienne blandió la espada larga y contempló cómo las llamas plateadas cambiaban y tremolaban. A sus pies, un reflejo de la espada llameante brillaba en la superficie de las tranquilas aguas negras. Era tan alta y tan fuerte como la recordaba, pero a Jaime le pareció que en aquellos momentos tenía más formas de mujer.
—¿Qué guardan aquí abajo, un oso? —Brienne se movía, espada en mano, lenta, cautelosa. Daba un paso, se volvía, escuchaba. Cada pisada era un pequeño chapoteo—. ¿Un león cavernario? ¿Lobos huargos? ¿Algún oso? Decidme, Jaime, ¿qué habita aquí? ¿Qué habita en la oscuridad?
—La muerte. —Nada de osos, lo sabía. Nada de leones—. Sólo muerte.
—No me agrada este lugar. —A la luz fría, plateada y azul de las espadas, la corpulenta moza parecía pálida y fiera.
—Yo tampoco le tengo mucho cariño. —Las hojas llameantes creaban una pequeña isla de luz, pero a su alrededor se extendía un interminable mar de oscuridad—. Tengo los pies mojados.
—Podríamos volver por donde nos han traído. Si os subís a mis hombros no os costará alcanzar la entrada de ese túnel.
«Y así podría seguir a Cersei.» Sintió que se le endurecía, y se volvió para que Brienne no lo notara.
—Escuchad —dijo ella.
Le puso la mano en el hombro, y Jaime se estremeció bajo el roce repentino.
«Es cálida».
—Se acerca algo. —Brienne alzó la punta de la espada y señaló hacia la izquierda—. Allí.
Escudriñó la penumbra hasta que él también lo vio. Algo se movía en la oscuridad, aunque no alcanzaba a distinguir qué era...
—Un hombre a caballo. No, dos. Dos jinetes, hombro con hombro.
—¿Aquí, bajo la Roca?
No tenía sentido. Pero los dos jinetes se acercaban a lomos de sus caballos claros, ellos llevaban armaduras y sus monturas iban protegidas para la batalla. Emergieron de la oscuridad a paso lento.
«No hacen el menor ruido —advirtió Jaime—. No chapotean en el agua, las armaduras no tintinean, los cascos no resuenan contra el suelo.» Recordó a Eddard Stark, cuando recorrió la sala del trono de Aerys en el más absoluto silencio. Sólo habían hablado sus ojos: los ojos de un señor, fríos, grises, juzgándolo.
—¿Sois vos, Stark? —llamó Jaime—. Adelante. No os temí en vida y no os temo ahora que estáis muerto.
—Vienen más —le advirtió Brienne tocándole el brazo.
Él también los vio. Parecía que sus armaduras eran de nieve, y jirones de niebla les ondeaban desde los hombros sobre las espaldas. Llevaban los visores de los yelmos cerrados, pero Jaime Lannister no tenía que verles los rostros para reconocerlos.
Cinco habían sido sus hermanos. Oswell Whent y Jon Darry. Lewyn Martell, un príncipe de Dorne. El Toro Blanco, Gerold Hightower. Ser Arthur Dayne, la Espada del Amanecer. Y junto a ellos, coronado de niebla y dolor, con la larga cabellera ondeando a la espalda, cabalgaba Rhaegar Targaryen, príncipe de Rocadragón y heredero legítimo del Trono de Hierro.
—No me dais miedo —exclamó mientras se dividían para colocarse a ambos lados de él. No sabía hacia dónde mirar—. Lucharé con vosotros de uno en uno, o contra todos a la vez. Pero ¿quién se va a enfrentar a la moza? Se enfada mucho cuando la dejan al margen.
—Juré que lo mantendría a salvo —dijo ella a la sombra de Rhaegar—. Pronuncié un juramento sagrado.
—Todos hicimos juramentos —dijo Ser Arthur Dayne con voz de tristeza infinita.
Las sombras desmontaron de sus caballos espectrales. No hicieron ruido alguno al desenvainar las espadas largas.
—Iba a quemar la ciudad —dijo Jaime—. No quería dejar más que cenizas para Robert.
—Era vuestro rey —dijo Darry.
—Jurasteis protegerlo —dijo Whent.
—Y también a los niños —apuntó el príncipe Lewyn.
—Dejé en vuestras manos a mi esposa y a mis hijos. —El príncipe Rhaegar ardía con luz fría, blanca, roja y oscura alternativamente.
—Jamás pensé que les haría daño. —La luz de la espada de Jaime era cada vez menos brillante—. Yo estaba con el rey...
—Matando al rey —dijo Ser Arthur.
—Cortándole el cuello —dijo el príncipe Lewyn.
—El mismo rey por el que juraste que darías la vida —dijo el Toro Blanco.