Tormenta de Espadas (98 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Y una mierda —gruñó Rorge—. Mátalos Hoat. ¡O te juro que lo lamentarás!

El qohoriense titubeó. La mitad de sus hombres estaban borrachos, y los norteños los doblaban en número y estaban sobrios. Algunos de los ballesteros volvían a tener las armas listas.

—Zacadloz de ahí —ordenó. Se volvió hacia Jaime—. He decidido zer mizericordiozo. Decízcelo a vueztro zeñor padre.

—Así lo haré, mi señor. —«Aunque, para lo que te va a servir...»

Hasta que no estuvieron a media legua de Harrenhal, fuera del alcance de los arqueros de las murallas, Walton Patas de Acero no se permitió mostrar la ira que sentía.

—¿Estáis loco, Matarreyes? ¿Acaso queríais morir? ¡No hay hombre capaz de enfrentarse a un oso con las manos desnudas!

—Una mano desnuda y un muñón desnudo —lo corrigió Jaime—. Pero sabía que mataríais a la bestia antes de que la bestia me matara a mí. De lo contrario Lord Bolton os habría despellejado como a una liebre, ¿no?

Patas de Acero lo insultó hasta cansarse por demente, picó espuelas y galopó para situarse al frente de la columna.

—¿Ser Jaime? —Pese a las sedas manchadas y el encaje desgarrado, Brienne seguía pareciéndose más a un hombre con un vestido que a una mujer de verdad—. Os estoy agradecida, pero... ya estabais muy lejos. ¿Por qué volvisteis?

Se le ocurrieron una docena de réplicas ingeniosas, a cuál más cruel, pero Jaime se limitó a encogerse de hombros.

—Soñé con vos —respondió.

CATELYN (5)

Robb se despidió tres veces de su joven reina. La primera en el bosque de dioses, junto al árbol corazón, ante los ojos de los hombres y los dioses. La segunda bajo el rastrillo, donde Jeyne sólo lo dejó partir tras un largo abrazo y un beso más largo todavía. Y la tercera y última a una hora de distancia del Piedra Caída, cuando la muchacha llegó al galope en un caballo agotado para suplicar a su joven rey que la llevara con ella.

Catelyn se dio cuenta de que Robb estaba conmovido, pero también avergonzado. Era un día húmedo y gris, había empezado a lloviznar, y lo que menos falta le hacía era detener la marcha para quedarse a la intemperie consolando a una muchacha llorosa delante de la mitad de su ejército.

«Habla a Jeyne con dulzura —pensó al verlos juntos—, pero en el fondo está enfadado.»

Mientras el rey hablaba con la reina,
Viento Gris
no dejó de dar vueltas en torno a ellos, se detenía sólo para sacudirse el agua del pelaje y mostrar los colmillos a la lluvia. Cuando por fin Robb dio un último beso a Jeyne, la envió de vuelta a Aguasdulces escoltada por una docena de hombres y volvió a montar a caballo, el huargo salió disparado como una flecha que un arquero acabara de lanzar.

—Es evidente que la reina Jeyne tiene un corazón tierno —dijo Lothar Frey el Cojo a Catelyn—. Me recuerda mucho al de mis hermanas. Je, seguro que en este momento Roslin está bailando por Los Gemelos, canturreando «Lady Tully, Lady Tully, Lady Roslin Tully». Antes de mañana habrá conseguido muestras de tejido del rojo y el azul de Aguasdulces y se las pondrá junto a las mejillas para imaginarse lo bonita que estará con su capa de desposada. —Se volvió en la silla para dirigir una sonrisa a Edmure—. En cambio vos estáis muy callado, Lord Tully. ¿Cómo os sentís?

—Más o menos como en el Molino de Piedra justo antes de que sonaran los cuernos de batalla —respondió Edmure, bromeando sólo a medias.

Lothar se echó a reír de buena gana.

—Roguemos por que vuestro matrimonio tenga un final igual de venturoso, mi señor.

«Los dioses nos protejan si no es así.» Catelyn espoleó a su caballo para dejar a solas a su hermano con Lothar el Cojo.

Había sido ella la que se empecinó en que Jeyne permaneciera en Aguasdulces, aunque Robb habría preferido no separarse de su esposa. Lord Walder podría interpretar la ausencia de la reina en la boda como una afrenta más, pero su presencia habría sido otro tipo de insulto, como echar sal en la herida del anciano.

—Walder Frey tiene la lengua afilada y demasiada memoria —había advertido a su hijo—. No dudo de tu fuerza, sé que soportarías los reproches del viejo con tal de mantener la alianza, pero te pareces demasiado a tu padre como para quedarte sentado mientras insulta a Jeyne a la cara.

Robb no pudo negar que tenía razón.

«Pero, pese a todo, me guarda rencor —pensó Catelyn, agotada—. Ya echa de menos a Jeyne, y en cierto modo me culpa por su ausencia, aunque sabe que le di un buen consejo.»

De los seis Westerling que habían llegado del Risco con su hijo, sólo uno quedaba ya a su lado, Ser Raynald, hermano de Jeyne, el portaestandarte real. Robb había enviado al tío de Jeyne, Rolph Spicer, a entregar al joven Martyn Lannister en el Colmillo Dorado, el mismo día en que recibió el mensaje de Lord Tywin según el cual accedía al intercambio de prisioneros. Fue una maniobra muy hábil. Su hijo ya no tenía por qué temer por la vida de Martyn, Galbart Glover se sintió aliviado al saber que su hermano Robett viajaba ya en un barco que había zarpado de Valle Oscuro, Ser Rolph tenía una misión importante y honorable... y
Viento Gris
volvía a estar al lado del rey. «Que es donde debe estar.»

Lady Westerling se había quedado en Aguasdulces con sus hijos; Jeyne, su hermana pequeña Eleyna y el joven Rollam, el escudero de Robb, que había protestado hasta hartarse al ver que lo dejaban allí. Pero también eso era una maniobra sensata. Olyvar Frey ya había sido escudero de Robb, y sin duda estaría presente el día de la boda de su hermana; exhibir a su sustituto ante él no sería buena idea, ni tampoco una actitud elegante. En cuanto a Ser Raynald, se trataba de un caballero joven y alegre que decía que ningún insulto de Walder Frey conseguiría provocarlo. «Esperemos que sólo tengamos que enfrentarnos a insultos.»

Pero Catelyn también albergaba temores a ese respecto. Su señor padre jamás había confiado en Walder Frey después de la batalla del Tridente, y ella no lo olvidaba. La reina Jeyne estaría más segura tras las altas y fuertes murallas de Aguasdulces, bajo la protección del Pez Negro. Robb había creado un título nuevo, Guardián de las Fronteras del Sur. Si alguien podía defender el Tridente, ése era Ser Brynden.

Pero a la vez, Catelyn sabía que echaría de menos el rostro arrugado de su tío, y Robb también echaría de menos sus consejos. Ser Brynden había formado parte de todas las victorias que su hijo había obtenido. Galbart Glover estaba ahora al mando de los exploradores y la avanzadilla; era un hombre bueno, leal y firme, pero carecía de la genialidad del Pez Negro.

Tras el escudo de exploradores de Glover, la columna de Robb se extendía a lo largo de varios kilómetros. El Gran Jon iba al mando de la vanguardia. Catelyn viajaba en la columna principal, rodeada de caballos de batalla, cuyos cascos levantaban salpicaduras de barro, montados por hombres con armaduras. Detrás iba la caravana de equipamiento, una procesión de carromatos cargados de alimentos, forraje, suministros para el campamento, regalos de boda y aquellos heridos demasiado débiles para caminar, todo bajo la mirada atenta de Ser Wendel Manderly y sus caballeros de Puerto Blanco. La seguían los rebaños de ovejas, cabras y vacas huesudas, y detrás, un pequeño grupo de seguidores de campamento con los pies llenos de ampollas. Por último iba Robin Flint al mando de la retaguardia. No tenían enemigos a la espalda en cientos de leguas, pero Robb no quería correr el menor riesgo.

Eran tres mil quinientos hombres, tres mil quinientos hombres que habían sangrado en el Bosque Susurrante, que habían manchado de sangre sus espadas en la batalla de los Campamentos, en Cruce de Bueyes, en Marcaceniza, en el Risco y en las doradas colinas al oeste de los dominios de los Lannister. Aparte del modesto séquito de amigos de su hermano Edmure, la mayoría de los señores del Tridente se habían quedado para defender las tierras de los ríos mientras el rey reconquistaba el norte. Por delante los aguardaba la esposa de Edmure y la próxima batalla de Robb...

«Y a mí me esperan dos hijos muertos, un lecho vacío y un castillo lleno de fantasmas. —No era una perspectiva prometedora—. Brienne, ¿dónde estás? Tráeme a mis hijas, Brienne. Tráemelas sanas y salvas.»

La llovizna bajo la que habían emprendido la marcha se transformó hacia el mediodía en una lluvia constante, que continuó hasta entrada la noche. Durante el día siguiente los norteños no vieron el sol; cabalgaron bajo cielos plomizos con las capuchas puestas para que el agua no les entrara en los ojos. Era una lluvia fuerte, densa, que convertía los caminos en barrizales y los campos en ciénagas, que hacía crecer los ríos y arrancaba las hojas de los árboles. El repiqueteo constante dificultaba las conversaciones banales y el esfuerzo no valía la pena, de manera que los hombres sólo hablaban cuando tenían algo que decir, cosa que no sucedía muy a menudo.

—Somos más fuertes de lo que parecemos, mi señora —dijo Lady Maege Mormont mientras cabalgaban.

Catelyn había acabado por sentir un gran afecto hacia Lady Maege y su hija mayor, Dacey; los días le habían demostrado que eran mucho más comprensivas que la mayoría con respecto a lo sucedido con Jaime Lannister. La hija era alta y delgada; la madre, baja y recia; pero ambas vestían igual, cotas de mallas y corazas, con el oso negro de la Casa Mormont en escudos y jubones. A Catelyn le resultaban atuendos extraños para una dama, pero tanto Dacey como Lady Maege parecían cómodas como guerreras y como mujeres, cosa que nunca le había sucedido a la joven de Tarth.

—He luchado en todas las batallas al lado del Joven Lobo —comentó Dacey Mormont en tono alegre—. Todavía no ha perdido ninguna.

«No, pero ha perdido todo lo demás», pensó Catelyn, aunque jamás lo diría en voz alta. A los norteños no les faltaba valor, pero estaban lejos de su hogar y no tenían gran cosa que los mantuviera en pie aparte de la fe en su joven rey. Una fe que había que proteger a cualquier precio. «Tengo que ser más fuerte —se dijo—. Tengo que ser fuerte, por Robb. Si desespero, la pena me consumirá.» Aquel matrimonio iba a ser el factor decisivo. Si Edmure y Roslin se gustaban, si conseguían aplacar al Tardío Lord Frey y volvía a unir sus fuerzas a las de Robb... «Aun así, ¿qué posibilidades tendremos, atrapados entre los Lannister y los Greyjoy?» Era un tema sobre el que Catelyn no se atrevía a pensar mucho, aunque en la cabeza de Robb apenas si había sitio para otra cosa. Lo veía estudiar los mapas cada vez que montaban el campamento en busca de algún plan que le permitiera recuperar el norte.

Su hermano Edmure tenía otras preocupaciones.

—Me imagino que no todas las hijas de Lord Walder se parecerán a él, ¿verdad? —comentó una vez sentado en la alta tienda de lona a rayas, con Catelyn y sus amigos.

—Hay tantas madres diferentes que seguro que alguna de las hijas ha salido bonita —señaló Ser Marq Piper—, pero ¿por qué os iba a entregar una guapa ese viejo canalla?

—Claro, no tiene por qué —asintió Edmure con tono sombrío.

—Cersei Lannister es atractiva —le espetó de repente Catelyn, que ya no lo pudo soportar más—. Sería más inteligente por tu parte rezar por que Roslin sea fuerte y saludable, y tenga un corazón bondadoso y leal.

Y sin más, se levantó y los dejó solos.

Edmure no lo encajó bien. Al día siguiente evitó cruzarse con ella durante la marcha, prefirió en su lugar la compañía de Marq Piper, Lymond Goodbrook, Patrek Mallister y los jóvenes Vance.

«Ellos no le hacen ningún reproche que no sea en broma —se dijo Catelyn cuando transcurrió la tarde sin que intercambiaran palabra—. Siempre he sido demasiado dura con Edmure, y ahora el dolor afila cada una de mis palabras.» Lamentaba haberlo reprendido. Ya hacía bastante frío con la lluvia que caía del cielo sin necesidad de que ella enfriara todavía más el ambiente. ¿Y de verdad era tan espantoso querer una esposa bonita? Recordó la decepción infantil que había sufrido la primera vez que vio a Eddard Stark. Se lo había imaginado como su hermano Brandon en joven, pero estaba equivocada. Ned era más bajo y tenía un rostro más corriente, además, siempre parecía sombrío. Cuando hablaba era cortés, pero bajo las palabras se percibía una frialdad que no tenía nada que ver con Brandon, cuyas carcajadas retumbaban tanto como sus accesos de rabia. Hasta cuando la tomó por primera vez, en su amor había más deber que pasión. «Pero aquella noche engendramos a Robb; aquella noche hicimos un rey. Y después de la guerra, en Invernalia, tuve más amor que ninguna mujer cuando descubrí el corazón dulce y generoso que palpitaba bajo la apariencia solemne de Ned. No hay motivo para pensar que Edmure no descubrirá lo mismo con Roslin.»

Como si se tratara de un designio de los dioses, la ruta los llevó a través del Bosque Susurrante donde Robb había obtenido su primera gran victoria. Siguieron el curso del riachuelo serpenteante que cruzaba el angosto valle, igual que habían hecho los hombres de Jaime Lannister aquella desventurada noche.

«Entonces hacía más calor —recordó Catelyn—, los árboles aún estaban verdes y el arroyo no bajaba tan crecido.» En aquel momento las hojas caídas ahogaban su curso y se enredaban en húmedas marañas entre las rocas y las raíces, y los árboles que entonces habían servido de escondrijo al ejército de Robb habían cambiado su vestidura verde por hojas color oro viejo, con motas castañas y rojas que le recordaban al óxido y a la sangre seca. Sólo las piceas y los pinos soldado mostraban aún copas verdes que apuntaban hacia las nubes barrigonas como largas lanzas oscuras.

«No sólo han muerto árboles desde entonces», reflexionó. La noche del Bosque Susurrante, Ned todavía estaba vivo en su celda bajo la Colina Alta de Aegon, y Bran y Rickon se encontraban a salvo tras las murallas de Invernalia. «Theon Greyjoy peleó al lado de Robb y alardeó de lo cerca que había estado de cruzar su espada con la del Matarreyes. Ojalá hubiera sido así. Si hubiera muerto Theon en lugar de los hijos de Lord Karstark, ¿cuántos males se habrían evitado?»

Al atravesar el campo de batalla, Catelyn divisó rastros de la carnicería que había tenido lugar allí; un yelmo abandonado lleno de agua, una lanza astillada, los huesos de un caballo... Sobre los cadáveres de los caídos habían colocado piedras a modo de sepulturas, pero los animales carroñeros ya habían pasado por allí. Entre las rocas caídas se veían ropas de colores vivos y trozos de metal brillante. También divisó un rostro que la miraba; la forma del cráneo empezaba a emerger por debajo de la carne oscura y podrida.

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