Aquello la hizo pensar en dónde estaría descansando Ned. Las hermanas silenciosas se habían llevado sus huesos al norte, con la escolta de Hallis Mollen y una pequeña guardia de honor. ¿Habría llegado Ned a Invernalia, lo habrían enterrado junto a su hermano Brandon en las criptas oscuras bajo el castillo? ¿O se habrían cerrado las puertas en Foso Cailin antes de que pasaran Hal y las hermanas?
Tres mil quinientos jinetes avanzaban por el valle a través del Bosque Susurrante, pero Catelyn Stark pocas veces se había sentido tan sola. Cada legua que recorría la alejaba más y más de Aguasdulces, y no pudo evitar preguntarse si volvería a ver el castillo. Tal vez lo había perdido para siempre como tantas otras cosas.
Cinco días más tarde los exploradores regresaron para avisarles de que la crecida de las aguas se había llevado el puente de madera en Buenmercado. Galbart Glover y dos de sus hombres más osados habían intentado cruzar con sus monturas la turbulenta corriente del Forca Azul en el Vado de los Carneros: dos de los caballos y uno de los jinetes se ahogaron; el propio Glover tuvo que agarrarse a una roca hasta que lograron sacarlo.
—El río no bajaba tan crecido desde la última primavera —dijo Edmure—. Y si sigue lloviendo, las aguas subirán todavía más.
—Hay un puente corriente arriba, cerca de Piedrasviejas —recordó Catelyn, que había cruzado aquellas tierras a menudo con su padre—. Es más viejo y más pequeño, pero si sigue en pie...
—Ya no existe, mi señora —dijo Galbart Glover—. La corriente se lo llevó antes que el de Buenmercado.
—¿Hay algún otro puente? —preguntó Robb a Catelyn mirándola.
—No. Y los vados estarán intransitables. —Trató de hacer memoria—. Si no podemos cruzar el Forca Azul, tendremos que rodearlo, cruzar Sietecauces y el Pantano de la Bruja.
—Cenagales y malos caminos, y eso cuando los hay —avisó Edmure—. La marcha será lenta, pero en fin, al menos avanzaremos.
—Seguro que Lord Walder nos esperará —dijo Robb—. Lothar le envió un pájaro desde Aguasdulces, ya sabe que estamos en camino.
—Sí, pero es susceptible y desconfiado por naturaleza —dijo Catelyn—. Se puede tomar esta demora como un insulto deliberado.
—Muy bien, le pediré perdón también por el retraso. Menudo rey pareceré, disculpándome cada dos palabras. —Robb hizo una mueca—. Espero que Bolton consiguiera cruzar el Tridente antes de que empezaran las lluvias. El camino real va directo hacia el norte, su marcha será más sencilla. Aunque vayan a pie, llegarán a Los Gemelos antes que nosotros.
—Y una vez sus hombres se reúnan con los tuyos y mi hermano esté casado, ¿qué harás? —preguntó Catelyn.
—Ir al norte. —Robb rascaba a
Viento Gris
detrás de una oreja.
—¿Por el camino alto? ¿Contra Foso Cailin?
—Es una posibilidad —dijo el muchacho con una sonrisa enigmática, y por su tono Catelyn supo que no le sacaría ni una palabra más.
«Un rey sabio no dice lo que piensa», se recordó.
Llegaron a Piedrasviejas tras ocho días más de lluvia constante y acamparon en la cima de la colina desde la que se divisaba el Forca Azul, en el interior de las ruinas de una fortaleza de los antiguos Reyes del Río. Los cimientos seguían entre la maleza y mostraban dónde se habían alzado las murallas y torreones, pero la gente de la zona se había llevado la mayor parte de las piedras hacía ya tiempo para edificar graneros, septos, refugios... Pero, en el centro de lo que en el pasado fuera el patio del castillo, quedaba todavía un sepulcro medio oculto entre hierbas que llegaban a la cintura.
La tapa del sepulcro estaba tallada con la semblanza del hombre cuyos huesos yacían en el interior, pero la lluvia y el viento la habían erosionado. El rey había llevado barba, eso todavía se veía, pero por lo demás el rostro era liso y sin rasgos, con apenas vagos indicios de la boca, la nariz, los ojos y la corona que le había ceñido las sienes. Tenía las manos cruzadas sobre el mango de un martillo de combate que le descansaba sobre el pecho. Seguramente el martillo tuvo en su momento runas con su nombre e historia, pero los siglos las habían borrado. La propia piedra estaba agrietada y desmenuzada, decolorada aquí y allá por manchas de musgo y líquenes, y las rosas silvestres que crecían a los pies del rey le llegaban casi hasta el pecho.
Allí fue donde Catelyn encontró a Robb, de pie, sombrío en el ocaso, con
Viento Gris
por única compañía. La lluvia había cesado por el momento, y el muchacho llevaba la cabeza descubierta.
—¿Cómo se llama este castillo? —le preguntó en voz baja cuando Catelyn se le acercó.
—Cuando yo era niña el pueblo lo llamaba Piedrasviejas, pero no me cabe duda de que tendría otro nombre cuando aquí vivían reyes.
En cierta ocasión había acampado allí con su padre, camino de Varamar. «Petyr también iba con nosotros...»
—Había una canción —recordó Robb—. «Jenny de Piedrasviejas, con flores en el cabello.»
—Al final no somos más que canciones. Y eso si tenemos suerte.
Aquel día había jugado a ser Jenny, hasta se había puesto flores en el pelo. Y Petyr fingía ser su Príncipe de las Libélulas. Catelyn no tendría más de doce años, Petyr era un chiquillo.
—¿De quién es esta tumba? —preguntó Robb examinando el sepulcro.
—Aquí yace Tristifer, el cuarto de su nombre, Rey de los Ríos y las Colinas. —Su padre le había contado una vez su historia—. Su reino se extendía desde el Tridente al Cuello, eso fue miles de años antes de Jenny y de su príncipe, en los tiempos en que los reinos de los primeros hombres caían uno tras otro ante las acometidas de los ándalos. Lo llamaban «Martillo de Justicia». Luchó en cien batallas y venció en noventa y nueve, o eso dicen los bardos, y cuando erigió este castillo era el más fuerte de Poniente. —Puso una mano en el hombro de su hijo—. Murió en su centésima batalla, cuando siete reyes ándalos unieron sus fuerzas contra él. El quinto Tristifer no estuvo a su altura y no tardó en perder el reino, luego el castillo y, por último, el linaje. Con Tristifer el quinto de su nombre murió la Casa Mudd, que había reinado en las tierras de los ríos durante mil años antes de que llegaran los ándalos.
—Su heredero le falló. —Robb pasó una mano por la áspera piedra desgastada—. Habría querido dejar a Jeyne embarazada... Lo intentamos muchas veces, pero no estoy seguro...
—No siempre se consigue a la primera. —«Aunque en tu caso fue así»—. Ni siquiera en la que hace cien. Los dos sois muy jóvenes.
—Soy joven y soy rey —dijo—. Todo rey necesita un heredero. Si muriera en la próxima batalla el reino no debería morir conmigo. Según la ley Sansa es la siguiente en la línea de sucesión, de manera que Invernalia y el norte pasarían a sus manos. —Apretó los labios—. A las suyas y a las de su señor esposo, Tyrion Lannister. No lo puedo permitir. No lo voy a permitir. Ese enano no debe ser jamás dueño del norte.
—No —asintió Catelyn—. Debes nombrar a otro heredero hasta el momento en que Jeyne te dé un hijo. —Meditó un instante—. Tu señor padre no tenía hermanos, pero su padre tenía una hermana que contrajo matrimonio con uno de los hijos menores de Lord Raymar Royce. Tuvieron tres hijas, y las tres se casaron con señores menores del Valle. Una con un Waynwood y otra con un Corbray, de ésos estoy segura. La más pequeña... puede que fuera con un Templeton, pero...
—Madre. —El tono de Robb era brusco—. Te olvidas de una cosa. Mi padre tuvo cuatro hijos.
—Un Nieve no es un Stark. —Catelyn no lo había olvidado; no lo había querido ver, pero allí estaba.
—Jon es más Stark que cualquier señor menor del Valle que jamás ha visto Invernalia.
—Jon es un hermano de la Guardia de la Noche, ha jurado no tomar esposa y no poseer tierras. Los que visten el negro hacen votos de por vida.
—Igual que los caballeros de la Guardia Real. Eso no impidió que los Lannister les quitaran las capas blancas a Ser Barristan Selmy y a Ser Boros Blunt cuando ya no les eran útiles. Si envío a la guardia un centenar de hombres que ocupen el lugar de Jon, seguro que se les ocurrirá alguna manera de liberarlo de su juramento.
«Ya lo ha decidido.» Catelyn sabía lo testarudo que podía llegar a ser su hijo.
—Los bastardos no pueden heredar.
—No a menos que un decreto real los legitime —replicó Robb—. Sobre eso hay más precedentes que sobre liberar de sus votos a un hermano juramentado.
—Precedentes —replicó ella con amargura—. Sí, Aegon el Cuarto legitimó a todos sus bastardos en su lecho de muerte. ¿Sabes cuánto dolor desató, cuántas guerras se libraron y cuánta sangre se derramó por eso? Sé que confías en Jon, pero ¿puedes confiar en sus hijos? ¿O en los hijos de sus hijos? Los Fuegoscuro aspiraban al trono y causaron problemas a los Targaryen durante cinco generaciones, hasta que Barristan el Bravo mató al último de su estirpe en los Peldaños de Piedra. Si legitimas a Jon no hay vuelta atrás, no hay manera de volver a convertirlo en un bastardo. Si se casa y tiene hijos, los que tengas tú con Jeyne jamás estarán a salvo.
—Jon jamás haría daño a un hijo mío.
—¿Igual que Theon Greyjoy no haría daño a Bran ni a Rickon?
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saltó sobre la cripta del rey Tristifer y enseñó los dientes. El rostro de Robb era una máscara gélida.
—Eso ha sido tan cruel como injusto. Jon no es Theon.
—Eso quieres creer. ¿Y has pensado en tus hermanas? ¿Qué pasa con sus derechos? Estamos de acuerdo en que el norte no puede quedar en manos del Gnomo, pero ¿qué pasa con Arya? Según la ley va después de Sansa... Es tu propia hermana, es hija legítima...
—Y está muerta. Nadie ha visto a Arya desde que le cortaron la cabeza a mi padre. ¿Por qué te sigues engañando? Hemos perdido a Arya, igual que a Bran y a Rickon, y también matarán a Sansa en cuanto le dé un hijo al enano. El único hermano que me queda es Jon. Si muero sin herederos, quiero que me suceda como Rey en el Norte. Tenía la esperanza de que me apoyaras en esta elección.
—No puedo —dijo—. En todo lo demás estoy contigo, Robb. En todo. Pero en esto no, es una locura. No me pidas mi aprobación.
—No tengo por qué. Soy el rey.
Robb se dio la vuelta y se alejó,
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saltó de la tumba y trotó en pos de él.
«¿Qué he hecho? —pensó Catelyn, agotada, al quedarse sola junto al sepulcro de piedra de Tristifer—. Primero he hecho enfadar a Edmure y ahora a Robb, pero lo único que hago es decir la verdad. ¿Tan frágiles son los hombres que no soportan oírla?» Se habría echado a llorar si el cielo no le hubiera tomado la delantera. Lo único que pudo hacer fue caminar de vuelta a su tienda y quedarse allí sentada, en silencio.
En los días siguientes Robb estuvo en todas partes a la vez; cabalgaba al frente de la vanguardia con el Gran Jon, exploraba con
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, retrocedía para ver a Robin Flint en la retaguardia... Los hombres decían con orgullo que el Joven Lobo era el primero en levantarse cada amanecer y el último en irse a dormir por las noches, pero Catelyn no estaba segura de que durmiera.
«Está tan huesudo y famélico como su huargo.»
—Mi señora —le dijo una mañana Maege Mormont mientras cabalgaban bajo una lluvia constante—, estáis muy sombría. ¿Pasa algo?
«Mi señor esposo está muerto, y también mi padre, han entregado a mi hija a un enano perjuro para que engendre a su repulsiva progenie, mi otra hija ha desaparecido y probablemente haya muerto, y el último hijo varón que me queda y mi único hermano están furiosos conmigo. ¿Qué puede pasar?» Pero sin duda Lady Maege no querría oír tantas verdades.
—Es esta lluvia funesta —dijo en su lugar—. Hemos sufrido mucho y nos aguardan más peligros y más pesares. Tendríamos que hacerles frente con gallardía, haciendo sonar los cuernos y ondeando los estandartes. Pero la lluvia nos derrota. Los estandartes están empapados, y los hombres se arrebujan en sus capas, apenas si hablan unos con otros. Sólo una lluvia funesta nos helaría los corazones cuando más necesitamos que ardan con calor.
—Yo prefiero que me llueva agua en vez de flechas —dijo Dacey Mormont alzando la vista hacia el cielo.
—Mucho me temo que sois más valiente que yo. —Catelyn sonreía muy a su pesar—. ¿Todas las mujeres de vuestra Isla del Oso son así de guerreras?
—Somos osas, sí —dijo Lady Maege—. Hemos tenido que serlo. En los viejos tiempos los hombres del hierro nos atacaban en sus barcos, o a veces eran salvajes de la Costa Helada. Lo más común era que los hombres hubieran salido a pescar. Las esposas que dejaban atrás tenían que defenderse y defender a sus hijos, o dejar que las raptaran.
—En nuestra puerta hay un grabado —intervino Dacey—. Es una mujer vestida con una piel de oso, lleva en un brazo a un niño al que amamanta. En la otra mano tiene un hacha de batalla. No se puede decir que sea una verdadera dama, pero siempre me ha encantado.
—Mi sobrino Jorah nos trajo a casa en cierta ocasión a una verdadera dama —dijo Lady Maege—. La había ganado en un torneo. Ella aborrecía ese grabado.
—Sí, y todo lo demás —señaló Dacey—. Se llamaba Lynesse y tenía unos cabellos como hebras de oro. Su piel era blanca como la leche. Pero tenía manos blandas, no valían para sujetar un hacha.
—Y sus tetas no valían para dar de mamar —agregó su madre sin miramientos.
Catelyn sabía de quién hablaban; Jorah Mormont había llevado a su segunda esposa a Invernalia a algunos banquetes, y en cierta ocasión se quedaron quince días como invitados. Recordó que Lady Lynesse le había parecido muy joven, muy hermosa y muy desdichada. Una noche, después de varias copas de vino, llegó a confesar a Catelyn que el norte no era lugar para una Hightower de Antigua.
—Hubo una Tully de Aguasdulces que hace mucho tiempo pensaba lo mismo —le respondió con cariño, en un intento de consolarla—, pero con el tiempo descubrió que aquí había muchas cosas a las que podía llegar a amar.
«Ahora ya no queda nada —reflexionó—. Invernalia, Bran, Rickon, Sansa, Arya... los he perdido a todos. Sólo me queda Robb. —Tal vez en ella había demasiado de Lynesse Hightower y demasiado poco de los Stark—. Si hubiera sabido manejar un hacha tal vez los habría podido proteger mejor.»
Tras un día amanecía otro, y la lluvia seguía cayendo. Cabalgaron todo el trayecto Forca Azul arriba, más allá de Sietecauces, donde los ríos se desenmarañaban en una confusión de arroyos y riachuelos, y atravesaron el Pantano de la Bruja, donde centelleantes estanques verdes aguardaban para engullir al incauto y el suelo blando sorbía los cascos de los caballos como un bebé hambriento aferrado al pecho de su madre. La marcha era peor que lenta. Tuvieron que abandonar entre las ciénagas la mitad de los carromatos y redistribuir su carga entre mulas y caballos.