Tormenta de Espadas (46 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—No le queda mucho tiempo —le advirtió el maestre Vyman cuando lo visitó aquella tarde—. Está perdiendo las últimas fuerzas, aunque todavía intenta luchar.

—Siempre ha sido un luchador —dijo ella—. El cabezota más adorable del mundo.

—Sí —asintió el maestre—, pero esta batalla no la puede ganar. Es hora de dejar la espada y el escudo. Es hora de rendirse.

«Hora de rendirse —pensó—, hora de buscar la paz.» ¿De quién hablaba el maestre, de su padre o de su hijo?

Al anochecer, Jeyne Westerling acudió a visitarla. La joven reina entró en la estancia con timidez.

—No quisiera molestaros, Lady Catelyn.

Catelyn estaba cosiendo, pero dejó la labor a un lado.

—Sois bienvenida aquí, Alteza.

—Por favor, llamadme Jeyne. No me siento nada «alteza».

—Pero lo sois. Sentaos, Alteza.

—Jeyne. —La muchacha se sentó junto a la chimenea y se estiró la falda con manos nerviosas.

—Como queráis. ¿En qué puedo serviros, Jeyne?

—Se trata de Robb. Está tan deprimido, tan... tan furioso, tan inconsolable... No sé qué hacer.

—Es duro quitarle la vida a un hombre.

—Lo sé. Le dije que utilizara los servicios de un verdugo. Cuando Lord Tywin condena a alguien sólo tiene que dar la orden. Así es más fácil, ¿no os parece?

—Sí —asintió Catelyn—. Pero mi señor esposo enseñó a sus hijos que matar no debería ser fácil.

—Ah. —La reina Jeyne se mordisqueó los labios—. Robb no ha comido nada en todo el día. Le dije a Rollam que le subiera una buena cena, costillas de jabalí con cebollas guisadas y cerveza, pero ni siquiera la ha probado. Se pasó toda la mañana escribiendo una carta y me dijo que no lo molestara, pero cuando la terminó la tiró al fuego. Ahora está sentado, consultando mapas. Le he preguntado qué buscaba, pero no me ha dicho nada. Me parece que ni me ha oído. Ni siquiera se ha cambiado de ropa. Lleva todo el día empapado y lleno de sangre. Quiero ser una buena esposa para él, de verdad, pero no sé cómo ayudarlo. No sé cómo animarlo ni cómo consolarlo. No sé qué necesita. Por favor, mi señora, vos sois su madre, decidme qué debo hacer.

«Dime tú a mí qué debo hacer yo.» Catelyn podría haber hecho la misma pregunta, si su padre hubiera estado en condiciones de responderle. Pero Lord Hoster se había ido, o casi. Ned también. «Y Bran, y Rickon, y mi madre, y Brandon, hace ya tanto tiempo.» Sólo le quedaba Robb. Robb y la cada vez más remota esperanza de recuperar a sus hijas.

—En ocasiones —empezó con voz pausada—, lo mejor es no hacer nada. Al principio, cuando llegué a Invernalia, me dolía ver que Ned se iba al bosque de dioses a sentarse bajo su árbol corazón. Parte de su alma estaba en aquel árbol, yo lo sabía, una parte que jamás sería mía. Pero pronto comprendí que, sin esa parte, no sería Ned. Jeyne, pequeña, os habéis casado con el norte, igual que hice yo. Y en el norte llegan los inviernos. —Trató de sonreír—. Sed paciente. Sed comprensiva. Os ama y os necesita, pronto volverá a vos. Puede que esta misma noche. Cuando eso suceda, estad allí. No puedo deciros más.

—Eso haré —dijo la joven reina cuando Catelyn hubo terminado; la había escuchado absorta—. Allí estaré. —Se puso en pie—. Tengo que volver, puede que me haya echado de menos. Iré a verlo. Pero si sigue con sus mapas, seré paciente.

—Bien —asintió Catelyn. Pero cuando la muchacha estaba ya junto a la puerta se le ocurrió algo más—. Jeyne —llamó—, hay otra cosa que Robb necesita de ti, aunque puede que él aún no lo sepa. Un rey necesita un heredero.

—Lo mismo dice mi madre. —La chica sonrió—. Me prepara una mezcla de hierbas, leche y cerveza para hacerme fértil, la bebo todas las mañanas. Le dije a Robb que seguro que le doy gemelos. Un Eddard y un Brandon. Creo que eso le gustó. Lo... lo intentamos casi todos los días, mi señora. En ocasiones, dos veces o más. —Se puso muy bonita al sonrojarse—. Pronto estaré embarazada, os lo prometo. Se lo pido todas las noches a la Madre en mis oraciones.

—Muy bien. Yo también rezaré. A los dioses antiguos y a los nuevos.

Una vez la chica hubo salido, Catelyn se volvió a su padre y le acarició el escaso pelo blanco que le caía sobre la frente.

—Un Eddard y un Brandon —suspiró—. Y quizá, con el tiempo, un Hoster. Te gustaría, ¿a que sí?

No respondió, pero tampoco había albergado esperanzas de que lo hiciera. Mientras el sonido de la lluvia contra el tejado se mezclaba con la respiración de su padre, pensó en Jeyne. La muchacha parecía tener buen corazón, tal como había dicho Robb.

«Y buenas caderas, lo que quizá sea más importante.»

JAIME (3)

A dos días a caballo del camino real atravesaron una amplia franja de destrucción: kilómetros de campos ennegrecidos y huertos donde los troncos de los árboles muertos hendían el aire como las saetas de un arquero. Los puentes también estaban destrozados y los arroyos bajaban crecidos con las aguas del otoño, así que tuvieron que recorrer las orillas en busca de vados. Las noches cobraban vida con el aullido de los lobos, pero no vieron a nadie.

En Poza de la Doncella, el salmón rojo de Lord Mooton ondeaba todavía sobre el castillo de la cima de la colina, pero las murallas de la ciudad estaban desiertas, las puertas destrozadas, y la mitad de las casas y comercios quemados o saqueados. No vieron más ser vivo que unos cuantos perros salvajes que se escabullían en cuanto los oían acercarse. El estanque del que tomaba su nombre la ciudad, donde según contaba la leyenda el bufón Florian había visto por primera vez a Jonquil mientras se bañaba con sus hermanas, estaba tan lleno de cadáveres putrefactos que el agua se había convertido en un engrudo color verde grisáceo.

—«Seis doncellas había en la poza de aguas cristalinas...» —empezó a cantar Jaime al echarle un vistazo.

—¿Qué hacéis? —preguntó Brienne.

—Estoy cantando «La poza de las seis doncellas». Seguro que la conocéis. Y eran doncellas muy tímidas, al igual que vos. Aunque me imagino que bastante más bonitas.

—Callaos —ordenó la moza con una mirada que daba a entender que le encantaría dejarlo flotando en el estanque con los cadáveres.

—Por favor, Jaime —le suplicó su primo Cleos—. Lord Mooton es vasallo de Aguasdulces, no nos conviene que salga del castillo. Y puede que haya otros enemigos escondidos entre las ruinas...

—¿Enemigos de quién, de esta mujer o nuestros? No son los mismos, primo. Tengo un deseo ardiente de ver si esta moza sabe manejar la espada que lleva.

—Si no guardáis silencio no me dejaréis más alternativa que amordazaros, Matarreyes.

—Desatadme las manos y permaneceré mudo todo el camino hasta Desembarco del Rey. ¿No os parece un trato justo, moza?

—¡Brienne! ¡Me llamo Brienne!

Tres cuervos salieron volando, sobresaltados por el ruido.

—¿Os apetece un baño, Brienne? —Se echó a reír—. Sois una doncella y ahí tenéis la poza. Yo os enjabonaré la espalda.

Siempre le enjabonaba la espalda a Cersei cuando eran niños en Roca Casterly.

La moza hizo dar la vuelta al caballo y se alejó al trote. Jaime y Ser Cleos la siguieron y salieron de las cenizas de Poza de la Doncella. Un kilómetro más adelante el verde empezó a regresar al mundo. Jaime se alegró. Las tierras quemadas le recordaban demasiado a Aerys.

—Va a tomar el camino del Valle Oscuro —murmuró Ser Cleos—. Por la costa sería más seguro.

—Más seguro, pero también más lento. Yo también prefiero por el Valle Oscuro, primo. Si quieres que te diga la verdad, me aburre tu compañía.

«Puede que seas medio Lannister, pero no tienes nada que ver con mi hermana.»

No había soportado nunca estar mucho tiempo lejos de su gemela. Ya siendo niños se metían juntos en la cama y dormían abrazados. «Hasta en el vientre materno.» Mucho antes de que su hermana floreciera, o de que él alcanzara la virilidad, habían visto yeguas y sementales en los prados, perros y perras en las perreras, y habían jugado a hacer lo mismo. En cierta ocasión la doncella de su madre los vio... No recordaba qué estaban haciendo en aquel momento, pero fuera lo que fuera horrorizó a Lady Joanna. Despidió a la doncella, trasladó el dormitorio de Jaime a la otra punta de Roca Casterly, puso un guardia ante el de Cersei y les dijo que no debían repetirlo jamás, o no le quedaría más remedio que contárselo a su señor padre. Pero no había nada que temer para ellos. Poco después su madre murió al dar a luz a Tyrion. Jaime apenas recordaba su aspecto.

Tal vez Stannis Baratheon y los Stark le hubieran hecho un favor. Habían difundido el relato de su incesto por los Siete Reinos, de modo que ya no había nada que ocultar. «¿Por qué no puedo casarme con Cersei abiertamente y compartir su lecho todas las noches? Los dragones siempre se casaban con sus hermanas.» Los septones, los señores y los plebeyos habían mirado para otro lado ante la costumbre de los Targaryen durante cientos de años, pues que hicieran lo mismo por la Casa Lannister. Sin duda sería un golpe para las pretensiones de Joffrey a la corona, sí, pero en realidad habían sido las espadas las que habían ganado el Trono de Hierro para Robert, y las espadas podrían conservarlo para Joffrey, fuera hijo de quien fuera. «Podríamos casarlo con Myrcella en cuanto enviemos a Sansa Stark de vuelta con su madre. Así vería el reino que los Lannister están por encima de las leyes, igual que los dioses y los Targaryen.»

Jaime había decidido que devolvería a Sansa, y también a la más pequeña, si es que la encontraba. No era tanto por recuperar su honor perdido como porque la idea de cumplir con su palabra cuando todo el mundo esperaba que la violase le producía una enorme diversión.

Cabalgaban a lo largo de un trigal pisoteado, junto a un muro bajo de piedra cuando Jaime oyó un sonido tras ellos, como si una docena de pájaros hubiera levantado el vuelo a la vez.

—¡Agachaos! —gritó al tiempo que se lanzaba sobre el cuello de su montura.

El caballo relinchó y se encabritó cuando una flecha se le clavó en la grupa. Otras saetas pasaron silbando. Jaime vio a Ser Cleos caer de la silla, pero se quedó con el pie enganchado en el estribo. Su palafrén se puso al galope y arrastró al hombre, que gritaba mientras se golpeaba una y otra vez la cabeza contra el suelo.

El caballo de Jaime se alejaba con torpeza, piafando y relinchando de dolor. Jaime giró la cabeza para buscar a Brienne con la mirada. Seguía a caballo, con una flecha clavada en la espalda y otra en la pierna, pero no parecía haberse dado cuenta. La vio desenvainar la espada y girar en círculo, en busca de los arqueros.

—¡Detrás del muro! —gritó Jaime mientras trataba de hacer girar su montura tuerta hacia la lucha. Se le habían enredado las riendas en las malditas cadenas, y las flechas volvían a silbar por el aire—. ¡A ellos! —gritó de nuevo al tiempo que espoleaba a su caballo para demostrar a la moza cómo se hacía.

El ridículo jamelgo tuvo fuerzas para emprender el galope. De repente se encontró cruzando el trigal mientras levantaba nubes de paja a su paso. Jaime apenas tuvo tiempo de pensar.

«Más vale que la moza me siga, antes de que se den cuenta de que los ataca un hombre desarmado y encadenado.» Entonces la oyó galopar a sus espaldas.

—¡Tarth! —gritó mientras lo adelantaba blandiendo ante ella la espada—. ¡Tarth! ¡Tarth!

Las últimas flechas pasaron entre ellos, inofensivas. Luego los arqueros huyeron en desbandada, igual que huyen siempre en desbandada todos los arqueros que no cuentan con refuerzos ante la carga de la caballería. Al llegar al muro, Brienne tiró de las riendas. Cuando Jaime la alcanzó, los arqueros ya habían desaparecido en el bosque, a veinte metros de distancia.

—¿Qué pasa, no os gusta luchar?

—Estaban huyendo.

—Ése es el mejor momento para matarlos.

—¿Por qué cargasteis? —Brienne envainó la espada.

—Los arqueros no tienen miedo mientras se puedan esconder detrás de muros y disparar desde lejos, pero si uno se lanza a la carga, huyen. Saben qué les pasará cuando los alcancen. Por cierto, tenéis una flecha en la espalda. Y otra en la pierna. Permitidme que os cure las heridas.

—¿Vos?

—¿Quién si no? La última vez que vi a mi primo Cleos, su palafrén estaba arando un surco con su cabeza. Aunque claro, habría que buscarlo. Es un Lannister, más o menos.

Cuando encontraron a Cleos todavía estaba atrapado por la espuela. Tenía una flecha clavada en el brazo derecho y otra en el pecho, pero lo que lo había matado había sido el suelo. La parte superior de su cabeza era un amasijo sanguinolento, y bajo la presión de la mano de Jaime los trocitos de hueso se movieron bajo la piel.

Brienne se arrodilló a su lado y le cogió la mano.

—Todavía está caliente.

—No tardará en estar frío. Quiero su caballo y sus ropas. Estoy harto de harapos y pulgas.

—Era vuestro primo. —La moza parecía horrorizada.

—Exacto, era —asintió Jaime—. No temáis, estoy bien provisto de primos. También me quedaré con su espada. Tendréis que compartir las guardias con alguien.

—Podéis montar guardia sin armas —dijo la moza levantándose.

—¿Encadenado a un árbol? Es posible. Y también es posible que haga un trato con la próxima banda de forajidos y les permita que os corten ese cuello gordo que tenéis, moza.

—No os daré armas. Y me llamo...

—Brienne, lo sé. Os juraré no causaros daño, si eso calma vuestros temores infantiles.

—Vuestros juramentos no tienen ningún valor. También le hicisteis un juramento a Aerys.

—Que yo sepa, hasta ahora no habéis cocido a nadie dentro de su armadura. Además, a ambos nos interesa que yo llegue sano y salvo a Desembarco del Rey, ¿verdad? —Se acuclilló junto a Cleos y empezó a desabrocharle el cinto de la espada.

—Alejaos de él. Ahora mismo. Deteneos.

Jaime estaba harto. Harto de su desconfianza, harto de sus insultos, harto de sus dientes torcidos, de aquel rostro aplastado lleno de manchas y de aquel cabello fino y lacio. Sin hacerle el menor caso, agarró con ambas manos la empuñadura de la espada larga de su primo, sujetó el cadáver con un pie y tiró. Apenas hubo salido la hoja de la vaina él ya giraba, describiendo un arco rápido y mortífero con la espada. El acero chocó contra el acero con un clamor estrepitoso. Brienne se las había arreglado para desenvainar también su espada justo a tiempo.

—Muy bien, moza —dijo Jaime riéndose.

—Dadme la espada, Matarreyes.

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