—No me corresponde a mí decir qué había en el corazón de vuestro hermano, Alteza. La princesa Elia era una dama buena y gentil, aunque siempre estaba delicada de salud.
—Un día Viserys me dijo que había sido culpa mía —dijo Dany arrebujándose todavía más en la piel de león—, porque nací demasiado tarde. —Lo había negado de todo corazón, aún lo recordaba bien, hasta había llegado a decirle a Viserys que la culpa había sido suya por no nacer chica. El precio de tamaña insolencia fue una paliza terrible—. Me dijo que, si hubiera nacido cuando debía, Rhaegar se habría casado conmigo y no con Elia, y las cosas habrían sido diferentes. Si Rhaegar hubiera sido feliz con su esposa no habría buscado a la Stark.
—Es posible, Alteza. —Barbablanca hizo una pausa—. Pero no estoy seguro de que en la naturaleza de Rhaegar cupiera ser feliz.
—Lo describís como un amargado —protestó Dany.
—No, amargado no es la palabra. Tal vez... melancólico. Una nube de melancolía perseguía al príncipe Rhaegar, como una sensación de... —El anciano titubeó de nuevo.
—Hablad —lo apremió ella—. ¿Una sensación de qué?
—Tal vez de predestinación. Una predestinación funesta. Nació con dolor, mi reina, y todos los días de su vida pendió una sombra sobre él.
Viserys sólo le había hablado en una ocasión del nacimiento de Rhaegar. Tal vez lo entristecía hablar de eso.
—Lo que lo perseguía era la sombra del Refugio Estival, ¿verdad?
—Sí. Y pese a ello, era el lugar que más amaba el príncipe. Iba allí de cuando en cuando, con su arpa como toda compañía. Ni siquiera lo acompañaban los Caballeros de la Guardia Real. Le gustaba dormir en las ruinas de la sala principal, bajo la luna y las estrellas, y al regresar siempre traía una canción. Cuando uno le oía tocar el arpa de cuerdas de plata y cantar sobre ocasos, lágrimas y la muerte de reyes, tenía la sensación de que cantaba sobre sí mismo y sobre sus seres queridos.
—Y el Usurpador, ¿qué? ¿También cantaba canciones tristes?
—¿Robert? —Arstan soltó una risita—. A Robert le gustaban las canciones que lo hacían reír, cuanto más indecentes mejor. Sólo cantaba cuando estaba borracho, y eran canciones como «Un barril de cerveza», «Cincuenta toneles» o «El oso y la doncella». Robert era muy...
Los dragones alzaron las cabezas y rugieron al unísono.
—¡Son caballos!
Dany se puso en pie de un salto y se aferró a la piel de león. Oyó fuera la voz de Belwas el Fuerte que gritaba algo y más voces con el sonido de muchos caballos.
—Irri, ve a ver quién...
La cortina de la tienda se abrió y entró Ser Jorah Mormont. Estaba cubierto de polvo y salpicaduras de sangre, pero no había resultado herido. El caballero exiliado hincó una rodilla en tierra delante de Dany.
—Alteza, os traigo la victoria. Los Cuervos de Tormenta cambiaron de capa, los esclavos se dispersaron y los Segundos Hijos estaban demasiado borrachos para luchar, tal como vos dijisteis. Doscientos muertos, en su mayoría yunkai'i. Los esclavos tiraron las lanzas y huyeron y los mercenarios se rindieron. Hemos tomado varios miles de prisioneros.
—¿Y nuestras pérdidas?
—Una docena o menos.
Sólo entonces se permitió Dany una sonrisa.
—Levantaos, mi valiente oso. ¿Ha caído prisionero Grazdan? ¿O el Bastardo del Titán?
—Grazdan ha ido a Yunkai a transmitir vuestras condiciones. —Ser Jorah se puso en pie—. Mero huyó en cuanto se dio cuenta de que los Cuervos de Tormenta habían cambiado de capa. He enviado a varios hombres en su búsqueda, no se nos escapará.
—Muy bien —dijo Dany—. Perdonad a cualquiera que me jure fidelidad, ya sea mercenario o esclavo. Si se nos unen suficientes Segundos Hijos, conservad intacta la compañía.
Al día siguiente recorrieron las tres últimas leguas que los separaban de Yunkai. La ciudad era de adoquines amarillos, en vez de rojos; por lo demás, parecía una copia de Astapor, con los mismos muros a punto de desmoronarse, las mismas pirámides escalonadas y una arpía enorme sobre las puertas. La muralla y las torres estaban plagadas de hombres con hondas y ballestas. Ser Jorah y Gusano Gris desplegaron a sus hombres, Irri y Jhiqui levantaron la tienda, y Dany se sentó dentro a esperar.
La mañana del tercer día se abrieron las puertas de la ciudad, y empezó a salir una larga hilera de esclavos. Dany montó a lomos de la plata para recibirlos. Mientras pasaban, la pequeña Missandei les iba diciendo que debían su libertad a Daenerys de la Tormenta, la que no arde, Reina de los Siete Reinos de Poniente y Madre de Dragones.
—
¡Mhysa!
—le gritó un hombre de piel oscura.
Llevaba a una niña en brazos, una chiquitina que empezó a gritar la misma palabra con su vocecita aguda.
—
¡Mhysa! ¡Mhysa!
—¿Qué están gritando? —preguntó Dany a Missandei.
—Hablan en ghiscari, la antigua lengua pura. Lo que dicen significa «madre».
Dany sintió mariposas en el pecho. «Jamás daré a luz un hijo vivo», recordó. Le temblaba la mano cuando la alzó. Puede que sonriera. Debió de sonreír, porque el hombre sonrió a su vez.
—
¡Mhysa!
—volvió a gritar.
—
¡Mhysa!
—exclamaban otros, uniéndose al grito—.
¡Mhysa!
Todos sonreían, estiraban los brazos para tocarla, se arrodillaban ante ella.
«Maela»
la llamaban algunos, y otros gritaban
«Aelalla», «Qathei»
o
«Tato»
, pero en todos los idiomas significaba lo mismo.
«Madre. Me están llamando Madre.»
El cántico se elevó, creció y se extendió. Llegó a ser tan alto que asustó a su caballo, la yegua retrocedió, sacudió la cabeza y agitó la cola gris plateada. Llegó a ser tan alto que pareció que estremecía las murallas amarillas de Yunkai. Los esclavos seguían saliendo por las puertas y se iban uniendo al coro. Corrían todos hacia ella, se empujaban, tropezaban, querían tocarle la mano, acariciar las crines de la yegua, besarle los pies... Sus pobres jinetes de sangre no podían mantenerlos a todos a distancia y hasta Belwas el Fuerte gruñía impotente.
Ser Jorah le suplicó que se retirase, pero Dany recordó un sueño que había tenido en la Casa de los Eternos.
—No me harán daño —le dijo—. Son mis hijos, Jorah.
Se echó a reír, clavó los talones en los flancos del caballo y cabalgó hacia ellos, las campanillas de su pelo tintineaban con el sonido dulce de la victoria. Primero al trote, luego más deprisa, luego a galope tendido, con la trenza al viento tras ella. Los esclavos liberados le abrían paso.
—¡Madre! —le gritaban cien gargantas, mil gargantas, diez mil—. ¡Madre! —entonaban al tiempo que le intentaban acariciar las piernas al pasar—. ¡Madre! ¡Madre! ¡Madre!
Cuando Arya divisó la forma, dorada bajo los rayos del sol del atardecer, de la gran colina que se alzaba en la distancia, supo al instante que habían vuelto a Alto Corazón.
Llegaron a la cima antes del anochecer y acamparon en un lugar seguro. Arya recorrió el círculo de tocones de arciano con Ned, el escudero de Lord Beric; se subieron a uno y contemplaron cómo los últimos rayos de luz se desvanecían por el oeste. Desde allí se veía una tormenta que estaba descargando por el norte, pero Alto Corazón estaba por encima de las nubes de lluvia. En cambio no estaba por encima del viento; las ráfagas soplaban tan fuertes que sentía como si hubiera alguien a su espalda tironeándole de la capa. Pero, cuando se daba la vuelta, no había nadie.
«Fantasmas —recordó—. Alto Corazón es un lugar encantado.»
En la cima de la colina habían encendido una gran hoguera; Thoros de Myr estaba sentado ante ella con las piernas cruzadas y escudriñaba las llamas como si no existiera nada más en el mundo.
—¿Qué hace? —preguntó Arya a Ned.
—A veces, cuando mira las llamas, ve cosas —le respondió el escudero—. El pasado, el futuro, cosas que están pasando muy lejos...
Arya entrecerró los ojos y clavó la mirada en el fuego para intentar ver lo mismo que el sacerdote rojo, pero sólo consiguió que le lagrimearan y tuvo que apartar la vista. Gendry también estaba mirando al sacerdote rojo.
—¿De verdad puedes ver el futuro ahí? —le preguntó de repente.
—Aquí no. —Thoros se apartó del fuego con un suspiro—. Al menos hoy. Pero hay días en que sí, en que el Señor de la Luz me otorga visiones.
—Mi maestro decía que eras un borracho —dijo Gendry, que no parecía muy convencido—, un farsante y el peor sacerdote que ha habido jamás.
—Qué cruel. —Thoros rió entre dientes—. Cierto, pero cruel. ¿Quién era tu maestro? ¿Te conozco de antes, muchacho?
—Yo era el aprendiz del maestro armero de Tobho Mott, en la calle del Acero. Siempre le comprabas espadas.
—Es verdad. Me cobraba el doble de lo que valían y me echaba la bronca por prenderles fuego. —Thoros se echó a reír—. Tu maestro tenía razón, no era un buen sacerdote. Fui el menor de ocho hijos, de manera que mi padre me entregó al Templo Rojo, pero no era el camino que habría elegido yo. Recité las oraciones y pronuncié los hechizos, pero también organicé incursiones a las cocinas y más de una vez me encontraron con una chica en la cama. Qué niñas tan malas, yo no tenía ni idea de cómo se habían metido entre mis sábanas.
»Aunque tenía talento para los idiomas y cuando miraba las llamas... Bueno, a veces veía algo. Pero causaba más problemas que otra cosa, así que al final me mandaron a Desembarco del Rey para llevar la luz del Señor a un Poniente que adoraba a los Siete. Al rey Aerys le gustaba tanto el fuego que se pensó que podría convertirlo. Por desgracia, sus piromantes se sabían mejores trucos que yo.
»En cambio, el rey Robert me cogió cariño. La primera vez que participé en un combate con una espada en llamas, el caballo de Kevan Lannister se encabritó y lo tiró al suelo, y Su Alteza se rió tanto que pensé que se iba a herniar. —El recuerdo hizo sonreír al sacerdote rojo—. Pero tu maestro también tenía razón en eso, no es manera de tratar una espada.
—El fuego consume. —Lord Beric estaba tras ellos y algo en su voz hizo callar a Thoros al instante—. Consume y cuando termina no queda nada. ¡Nada!
—Beric, amigo mío. —El sacerdote tocó el brazo del señor del relámpago—. ¿Qué estás diciendo?
—Nada que no haya dicho antes. ¿Seis veces, Thoros? Seis veces son demasiadas. —Se dio la vuelta bruscamente.
Aquella noche el viento aulló casi como un lobo, y había lobos de verdad hacia el oeste que parecían darle lecciones. Los turnos de guardia correspondieron a Notch, a Anguy y a Merrit de Aldealuna. Ned, Gendry y la mayor parte de los otros dormían profundamente cuando Arya divisó una forma clara y menuda que se movía por detrás de los caballos, con el fino cabello blanco al viento, apoyada en un bastón nudoso. Aquella mujer no mediría ni un metro. La luz de la hoguera hacía que le brillaran unos ojos tan rojos como los del lobo de Jon.
«Que también era un fantasma.» Arya se acercó con sigilo y se arrodilló para mirar.
Thoros y Lim acompañaban a Lord Beric cuando la enana se sentó junto a la hoguera sin que la invitaran. Los miró con aquellos ojos como carbones encendidos.
—La Brasa y el Limón vuelven a honrarme con su visita, igual que Su Alteza, el Señor de los Cadáveres.
—Ese nombre es como un mal presagio. Os he pedido que no me llaméis así.
—Sí, es verdad. Pero apestáis a muerte reciente, mi señor. —No le quedaba más que un diente en la boca—. Dadme vino o me marcho. Tengo los huesos viejos y me duelen las articulaciones cuando sopla el viento, y aquí arriba siempre sopla el viento.
—Un venado de plata por vuestros sueños, mi señora —dijo Lord Beric con solemne cortesía—. Y otro más si tenéis noticias para nosotros.
—Un venado de plata no se come ni se puede montar. Un odre de vino por mis sueños, y por mis noticias un beso del idiota grandote de la capa amarilla. —La mujercita soltó una carcajada como un cacareo—. Eso, un beso en la boca, con lengua. Hace mucho tiempo del último, demasiado. Su boca debe de saber a limones, y la mía, a huesos. Soy demasiado vieja.
—Es verdad —se quejó Lim—. Demasiado vieja para vino y besos. Lo único que te voy a dar es un espaldarazo, bruja.
—El pelo se me cae a puñados, y hace mil años que nadie me da un beso. Es duro ser tan vieja. Bueno, pues entonces una canción. Una canción de Tom Siete a cambio de las noticias.
—Tom te cantará lo que quieras —le prometió Lord Beric.
Él mismo le dio el odre de vino. La enana bebió un largo trago; el vino le corría por la barbilla. Cuando bajó el odre, se limpió la boca con el dorso de la mano.
—Vino agrio para noticias agrias, sin duda muy apropiado. El rey ha muerto, ¿qué os parece?
A Arya se le paró un instante el corazón.
—¡El rey, como si hubiera pocos! ¿A qué rey te refieres, bruja? —preguntó Lim sin miramientos.
—El mojado. El rey kraken, mis señores. Soñé que moría y murió, y ahora los pulpos de hierro se enfrentan unos a otros. Ah, y Lord Hoster Tully también ha muerto, pero eso ya lo sabíais, ¿verdad? En la sala de los reyes, la Cabra se sienta en solitario, febril, mientras sobre él se cierne la sombra del gran perro. —La anciana bebió otro largo trago de vino, apretando el odre al tiempo que se lo llevaba a los labios.
«El gran perro.» ¿Se referiría al Perro? ¿O tal vez a su hermano, la Montaña que Cabalga? Arya no estaba segura. Los dos lucían el mismo emblema, tres perros negros sobre campo amarillo. La mitad de los hombres por cuya muerte rezaba eran leales a Ser Gregor Clegane: Polliver, Dunsen, Raff el Dulce, el Cosquillas y, claro, el propio Ser Gregor. «A lo mejor Lord Beric los ahorca a todos.»
—Soñé con un lobo que aullaba bajo la lluvia —decía la enana—, pero nadie oía su dolor. Soñé con un clamor tal que pensé que la cabeza me estallaría, tambores, cuernos, gaitas y gritos, pero el sonido más triste era el de las campanillas. Soñé con una doncella en un banquete, con serpientes púrpura en los cabellos y veneno en los colmillos. Y más tarde volví a soñar con esa doncella, que mataba a un cruel gigante en un castillo hecho de nieve. —Giró la cabeza de repente y sonrió en la penumbra con los ojos clavados en Arya—. De mí no te puedes esconder, chiquilla. Ven, acércate.
Arya sintió como si unos dedos gélidos le recorrieran el cuello. «El miedo hiere más que las espadas», se recordó. Se levantó y se aproximó al fuego con cautela, caminaba sobre la mitad delantera del pie, presta a huir.