Las llamas que recorrían la hoja de la espada se estaban apagando, y Jaime recordó lo que había dicho Cersei. «No.» El terror le atenazó la garganta como un puño. De pronto, la espada se le quedó a oscuras, sólo la de Brienne ardía, y los fantasmas se cernieron sobre ellos.
—No —dijo—. No, no, no, ¡nooo!
Se incorporó bruscamente con el corazón acelerado y se encontró en la oscuridad estrellada, en medio de un bosquecillo. Notaba en la boca el sabor amargo de la bilis y había sudado tanto que estaba tiritando, debatiéndose entre el frío y el calor. Cuando buscó la espada con la mirada, su muñeca terminaba entre los cueros y vendajes que envolvían el horrible muñón. De pronto sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos.
«Lo noté, noté la fuerza en los dedos y el tacto del cuero de la empuñadura de la espada. Mi mano...»
—Mi señor. —Qyburn se arrodilló junto a él, con el rostro paternal lleno de arrugas de preocupación—. ¿Qué sucede? Os he oído gritar.
—¿Qué pasa? —Walton Patas de Acero se erguía sobre ellos, alto y severo—. ¿Por qué habéis gritado?
—Ha sido un sueño... nada más. —Jaime contempló el campamento que lo rodeaba, perdido por un instante—. Estaba en un lugar oscuro, pero volvía a tener la mano. —Se miró el muñón y volvió a sentirse asqueado. «No hay ningún lugar así debajo de la roca», pensó. Tenía el estómago vacío y revuelto, y le dolía la cabeza de tenerla apoyada en el tocón.
—Todavía tenéis algo de fiebre —dijo Qyburn tocándole la frente.
—La fiebre me ha provocado el sueño. —Jaime se incorporó—. Ayudadme.
Patas de Acero lo agarró por la mano buena y lo puso en pie.
—¿Otra copa de vino del sueño? —preguntó Qyburn.
—No. Ya he tenido suficientes sueños por esta noche. —¿Cuánto faltaría para el amanecer? Sabía que, si volvía a cerrar los ojos, regresaría a aquel lugar húmedo y oscuro.
—¿Leche de la amapola, tal vez? ¿Algo para la fiebre? Aún estáis débil, mi señor. Tenéis que dormir. Tenéis que descansar.
«Eso es lo último que pienso hacer.» La luz de la luna brillaba clara sobre el tocón en el que Jaime había recostado la cabeza. El musgo que lo cubría era tan espeso que no se había dado cuenta antes, pero en aquel momento advirtió que la madera era blanca. Aquello le recordó a Invernalia y al árbol corazón de Ned Stark. «No era él —pensó—. Nunca fue él.» Pero el tocón estaba muerto, igual que Stark y todos los demás: el príncipe Rhaegar, Ser Arthur y los niños. «Y Aerys. Aerys está más muerto que ninguno.»
—¿Creéis en los fantasmas, maestre? —preguntó a Qyburn.
Una expresión extraña pasó por el rostro del hombre.
—Una vez, estando en la Ciudadela, entré en una habitación desierta y vi una silla vacía. Pero supe que allí había habido una mujer hacía tan sólo un momento. El cojín conservaba la huella de su cuerpo, la tela aún estaba tibia y su perfume permanecía en el aire. Si al abandonar una habitación dejamos en ella nuestro olor, sin duda parte de nuestra alma debe permanecer aquí cuando abandonamos la vida, ¿no os parece? —Qyburn extendió las manos—. Pero a los archimaestres no les gustaban mis ideas. Bueno, a Marwyn sí, pero era al único.
—Walton, ensillad los caballos —ordenó Jaime pasándose los dedos por el pelo—. Quiero volver.
—¿Queréis volver? —Patas de Acero lo miraba, dubitativo.
«Cree que me he vuelto loco. Y puede que tenga razón.»
—Me he dejado algo en Harrenhal.
—Eso que os habéis dejado lo tienen ahora Lord Vargo y sus Titiriteros Sangrientos.
—Vos contáis con el doble de hombres que él.
—Si no os entrego a vuestro padre como me han ordenado, Lord Bolton me despellejará como a una liebre. Tenemos que seguir hacia Desembarco del Rey.
En otros tiempos Jaime habría respondido con una sonrisa y una amenaza, pero los mancos tullidos no inspiraban mucho temor. ¿Qué haría su hermano en aquellas circunstancias?
«A Tyrion se le ocurriría algo.»
—Los Lannister mienten, Patas de Acero. ¿No os lo dijo Lord Bolton?
—¿Y qué? —El hombre frunció el ceño, desconfiado.
—Que, a menos que me llevéis de vuelta a Harrenhal, tal vez la canción que le cante a mi padre no sea la que habría querido el señor de Fuerte Terror. Hasta puede que le diga que Bolton ordenó que me cortaran la mano y fue Walton Patas de Acero quien esgrimió el hacha.
—Pero no fue así. —Walton se quedó mirándolo.
—No, pero ¿a quién va a creer mi padre? —Jaime se forzó a sonreír, con la misma sonrisa que utilizaba cuando nada en el mundo podía asustarlo—. Todo sería tan sencillo si volviéramos... No tardaríamos nada, y en Desembarco del Rey yo cantaría una canción tan dulce que no daríais crédito a vuestros oídos. Os quedaríais con la chica y con una buena bolsa de oro como muestra de gratitud.
—¿Oro? —se interesó Walton—. ¿Cuánto oro?
«Ya es mío.»
—Depende, ¿cuánto queréis?
Y, cuando salió el sol, ya estaban a medio camino de vuelta a Harrenhal.
Jaime forzó al caballo mucho más que el día anterior, y Patas de Acero y el resto de los norteños se vieron obligados a mantener su paso. Aun así era ya mediodía antes de que llegaran al castillo junto al lago. Bajo un cielo cada vez más oscuro que amenazaba lluvia, las inmensas murallas y las cinco torres se alzaban negras, ominosas.
«Qué muerto parece.» Los muros estaban desiertos, y las puertas, cerradas y atrancadas. En la cima de la barbacana pendía un estandarte inerte. «La cabra negra de Qohor», supo al instante. Jaime se llevó la mano a la boca para hacerse oír.
—¡Eh, los de dentro! —gritó—. ¡Abrid las puertas si no queréis que las derribe a patadas!
Sólo cuando Qyburn y Patas de Acero unieron sus voces apareció por fin una cabeza entre las almenas, sobre ellos. El guardia los miró desde arriba y desapareció. Poco después, oyeron cómo se alzaba el rastrillo. Las puertas se abrieron, y Jaime Lannister espoleó al caballo para cruzar la muralla, sin apenas mirar los matacanes al pasar bajo ellos. Había temido que la Cabra no los dejara entrar, pero por lo visto los Compañeros Audaces aún los consideraban sus aliados.
«Idiotas.»
El patio de armas estaba desierto, sólo se veía movimiento en los alargados establos con tejados de pizarra, y en aquel momento no eran caballos lo que buscaba Jaime. Tiró de las riendas y miró a su alrededor. Oyó ruidos procedentes de algún punto detrás de la Torre de los Fantasmas, hombres que gritaban en una docena de idiomas diferentes. Patas de Acero y Qyburn se situaron a ambos lados de él.
—Coged lo que habéis venido a buscar y nos marcharemos —dijo Walton—. No quiero problemas con los Titiriteros.
—Decid a vuestros hombres que mantengan las manos en las empuñaduras de las espadas y serán los Titiriteros los que no quieran problemas con vos. Dos a uno, ¿recordáis?
Jaime irguió la cabeza de repente al oír un rugido lejano, pero feroz. Retumbó contra las murallas de Harrenhal, y las risotadas crecieron como una marea. De repente, comprendió qué estaba pasando.
«¿Hemos llegado demasiado tarde?» El estómago le dio un vuelco, clavó espuelas y cruzó al galope el patio de armas; pasó bajo un arco de piedra, rodeó la Torre Aullante y atravesó el Patio de la Piedra Líquida.
La tenían en el foso del oso.
El rey Harren el Negro lo hacía todo con derroche de lujos, hasta los espectáculos del oso. El foso tenía diez metros de diámetro y cinco de profundidad, las paredes eran de piedra, el suelo de arena, y alrededor había seis hileras de gradas con bancos de mármol. Los Compañeros Audaces sólo ocupaban una cuarta parte de los asientos, según advirtió Jaime al bajarse con torpeza del caballo. Los mercenarios estaban tan concentrados en el espectáculo del foso que sólo los que estaban al otro lado se apercibieron de su llegada.
Brienne llevaba la misma túnica que le habían dado para cenar con Roose Bolton. Sin escudo, sin coraza, sin armadura, ni siquiera prendas de cuero endurecido, sólo seda rosa y encaje de Myr. Tal vez a la Cabra le había parecido que tendría más gracia vestida de mujer. La mitad de la túnica estaba hecha jirones, y del brazo izquierdo le manaba sangre, allí donde el oso le había dado un zarpazo.
«Al menos le han dado una espada. —La moza tenía el arma en una mano, se movía de costado y trataba de poner distancia entre el oso y ella—. No le va a servir de nada, el foso es muy pequeño.» Lo que tenía que hacer era atacar y terminar pronto con todo. Un buen acero era rival para cualquier oso. Pero la moza parecía tener miedo de acercarse. Los Titiriteros la llenaban de insultos y sugerencias obscenas.
—Esto no es asunto nuestro —dijo Patas de Acero a Jaime—. Lord Bolton les dijo que la moza era suya y que podían hacer lo que quisieran con ella.
—Se llama Brienne. —Jaime bajó por las escaleras, pasando junto a una docena de mercenarios que se iban sobresaltando. Vargo Hoat había ocupado el palco correspondiente al señor, en la grada más baja—. ¡Lord Vargo! —llamó por encima del griterío.
—¿Matarreyez? —El qohoriense estuvo a punto de derramar el vino.
Tenía el lado izquierdo de la cara mal vendado, el lino que le cubría la oreja estaba lleno de sangre.
—Sácala de ahí.
—No te metaz en ezto, Matarreyez, a menoz que quieraz otro muñón. —Agitó la copa de vino—. Vueztra zalvaje me arrancó la oreja de un mordizco. No me eztraña que zu padre no quiera pagar rezcate por zemejante monztruo.
Un rugido hizo que Jaime se volviera. El oso medía casi dos metros y medio de altura.
«Es como Gregor Clegane cubierto de pieles —pensó—, aunque probablemente más listo.» Pero la bestia no tenía el alcance asesino de la Montaña con su monstruoso espadón.
El oso rugió de rabia, mostrando una boca llena de enormes dientes amarillos, luego se dejó caer sobre las cuatro patas y avanzó hacia Brienne.
«Es tu oportunidad —pensó Jaime—. ¡Ataca! ¡Venga!»
En lugar de eso, Brienne lanzó un pinchazo inútil con la punta de la hoja. El oso retrocedió un instante y se volvió a adelantar con un gruñido. Ella dio un paso a la izquierda y lanzó otro pinchazo a la cara del oso. En esta ocasión el animal apartó la espada con una zarpa.
«Es cauteloso —comprendió Jaime—. Ya se ha enfrentado a otros hombres. Sabe que las espadas y las lanzas le pueden hacer daño. Pero eso no lo detendrá mucho tiempo.»
—¡Mátalo! —gritó, pero su voz se perdió entre el resto de los gritos.
Si Brienne llegó a oírlo, no dio muestras de ello. Se movía por el foso, siempre con la espalda contra la pared.
«Está demasiado cerca. Si el oso la acorrala contra el muro...»
La bestia giró con torpeza, en un arco demasiado abierto, demasiado deprisa. Rápida como un gato, Brienne cambió de dirección. «Ésa es la moza que recuerdo.» Dio un salto y lanzó un tajo contra el lomo del oso. La bestia lanzó un rugido y se volvió a erguir sobre las patas traseras. Brienne se escabulló como pudo.
«¿Dónde está la sangre?» De repente, Jaime lo comprendió.
—¡Le habéis dado una espada de torneo! —exclamó girándose hacia la Cabra.
La Cabra lanzó una carcajada como un rebuzno, que lo cubrió de vino y salivillas.
—Por zupuezto.
—Pagaré el rescate de mierda que queráis por ella. Oro, zafiros, lo que sea, Sacadla de ahí.
—¿La queréiz? Puez ir a buzcarla.
Y eso fue lo que hizo.
Apoyó la mano buena en la baranda de mármol, saltó y rodó al caer en la arena. Al oír el golpe sordo el oso se volvió, olfateó y miró con desconfianza al nuevo intruso. Jaime se incorporó sobre una rodilla.
«Por los siete infiernos, ¿y ahora qué hago?» Cogió un puñado de arena.
—¿Matarreyes? —oyó decir a Brienne, atónita.
—Jaime.
Dio un salto al tiempo que lanzaba la arena contra la cara del oso. El animal lanzó zarpazos al aire y rugió, furioso.
—¿Qué hacéis aquí?
—Una tontería. Poneos detrás de mí. —Se movió con cautela hacia ella y se interpuso entre Brienne y el oso.
—Poneos vos detrás. Yo tengo la espada.
—Una espada sin punta ni filo. ¡He dicho que os pongáis detrás de mí! —Vio algo medio enterrado en la arena y lo cogió con la mano buena. Resultó ser una quijada humana que todavía conservaba algo de carne verdosa, cubierta de gusanos.
«Qué bonito», pensó, preguntándose de quién sería aquella cara.
El oso se iba acercando, de modo que Jaime echó el brazo hacia atrás y lanzó el hueso, con la carne y los gusanos, contra la cabeza de la bestia. Falló por más de un metro.
«Me deberían cortar también la mano izquierda, total, para lo que me sirve...»
Brienne trató de salir de detrás de él, pero Jaime le puso la zancadilla y la derribó. Quedó tendida en la arena, aferrada a la inútil espada. Jaime se sentó sobre ella, y el oso atacó.
Se oyó un zumbido, y una saeta emplumada pareció brotar de repente del ojo izquierdo de la bestia. De las fauces abiertas salieron sangre y babas, y otro dardo lo alcanzó en la pata. La bestia rugió y se irguió. Vio a Jaime y a Brienne, y se tambaleó hacia ellos. Hubo más disparos de ballestas, los dardos atravesaron la piel y la carne. A tan corta distancia, los arqueros no podían fallar. Las saetas golpeaban con la fuerza de mazazos, pero el oso dio un paso más. «Pobre animal valiente, estúpido.» Cuando la bestia le lanzó un zarpazo, él se echó a un lado, gritó y le lanzó arena con una patada. El oso se giró para perseguir a su torturador, y dos dardos más se le clavaron en el lomo. Lanzó un último gruñido, se dejó caer sobre la arena manchada de sangre y murió.
Brienne consiguió ponerse de rodillas, con la espada aferrada y la respiración entrecortada. Los arqueros de Patas de Acero tensaban de nuevo las ballestas, mientras los Titiriteros Sangrientos les gritaban maldiciones y amenazas. Jaime vio que Rorge y Tresdedos habían desenvainado las espadas, y Zollo estaba desenrollando el látigo.
—¡Habéiz azezinado a mi ozo! —chilló Vargo Hoat.
—Y lo mismo haré con vos si me causáis problemas —replicó Patas de Acero—. Nos vamos a llevar a la moza.
—Se llama Brienne —dijo Jaime—. Brienne, la doncella de Tarth. Porque seguís siendo doncella, espero.
—Sí. —El feo rostro ancho de la mujer se sonrojó.
—Menos mal —dijo Jaime—, porque yo sólo rescato doncellas. —Se volvió hacia Hoat—. Tendréis el rescate que queríais. Por nosotros dos. Un Lannister siempre paga sus deudas. Venga, id a por unas cuerdas y sacadnos de aquí.