—No he dicho nada de que te perdone —insistió Ser Kevan—. Con una confesión este asunto quedaría en suspenso. Por eso tu padre me ha dicho que te transmita esta oferta.
—Dale las gracias de mi parte, tío, pero dile que ahora mismo no estoy de humor para confesar.
—Yo que tú cambiaría de humor. Tu hermana quiere tu cabeza, y al menos Lord Tyrell se inclina a satisfacerla.
—De modo que uno de mis jueces ya me ha condenado sin escuchar ni una palabra de mi defensa. —No esperaba otra cosa—. Al menos dime, ¿se me permitirá hablar y presentar testigos?
—No tienes ningún testigo —le recordó su tío—. Tyrion, si eres culpable de esta monstruosidad el Muro es un destino mucho mejor del que mereces. Y si eres inocente... Bueno, ya sé que se combate en el norte, pero pase lo que pase en este juicio para ti será un lugar más seguro que Desembarco del Rey. El populacho está convencido de que eres culpable. Si cometieras la estupidez de salir a las calles, te desmembrarían.
—Ya veo que la sola posibilidad te aterra.
—Eres el hijo de mi hermano.
—Eso se lo podrías recordar a él.
—¿Crees que te permitiría vestir el negro si no fueras de su sangre y de la de Joanna? Ya sé que Tywin te parece un hombre duro, pero no es más duro de lo necesario. Nuestro padre era amable y bondadoso, pero tan débil que sus vasallos se burlaban de él cuando se emborrachaban. Algunos no dudaban en desafiarlo abiertamente. Otros señores nos pedían prestado oro y no se molestaban en devolverlo. En la corte se bromeaba acerca de los leones desdentados. Hasta su amante le robaba. ¡Una mujer que era poco más que una prostituta se llevaba las joyas de mi madre! A Tywin le correspondió devolver a la Casa Lannister a su lugar, igual que le correspondió gobernar este reino cuando no tenía más de veinte años. Llevó esa pesada carga sobre los hombros hasta los cuarenta, y lo único que consiguió fue despertar la envidia de un rey loco. En vez de los honores que se merecía tuvo que soportar agravios y más agravios, pero trajo paz, abundancia y justicia a los Siete Reinos. No es más que un hombre. Harías bien en confiar en él.
Tyrion parpadeó, atónito. Ser Kevan siempre había sido firme, impasible y pragmático. Nunca le había oído hablar con tanta vehemencia.
—Lo quieres mucho.
—Es mi hermano.
—De acuerdo... Pensaré en lo que me has dicho.
—Piénsalo bien. Y deprisa.
No pensó en otra cosa durante toda la noche, pero al llegar la mañana no tenía ni un ápice más claro si podía confiar en su padre. Un criado le llevó gachas y miel para desayunar, pero el único sabor que sentía en la boca era el de la bilis ante la sola idea de hacer una confesión.
«Me llamarán asesino toda la vida. Durante mil años o más si se me recuerda será como el enano monstruoso que envenenó a su joven sobrino en su banquete de bodas.» Con sólo pensarlo se puso tan furioso que lanzó el cuenco con la cuchara contra la pared, en la que dejó una mancha de gachas. Ser Addam Marbrand la miró con curiosidad cuando acudió para escoltar a Tyrion al juicio, pero tuvo la delicadeza de no preguntar nada.
—Lord Varys —anunció el heraldo—, consejero de los rumores.
Empolvado, acicalado y con olor a agua de rosas la Araña no dejó de frotarse las manos una contra otra mientras hablaba.
«Lavándoselas de mi vida —pensó Tyrion mientras escuchaba el lastimero relato del eunuco acerca de cómo el Gnomo había intentado privar a Joffrey de la protección del Perro y lo que había comentado con Bronn sobre los beneficios de que Tommen fuera el rey—. Las medias verdades son peores que las mentiras directas.»
A diferencia de los otros, Varys tenía documentos: pergaminos enteros llenos de anotaciones, detalles, fechas, conversaciones enteras... Era tanto el material que sólo recitarlo llevó todo aquel día, y la mayor parte resultaba condenatorio. Varys confirmó la visita a medianoche a las habitaciones del Gran Maestre Pycelle y el robo de las pócimas y venenos, confirmó las amenazas que había hecho a Cersei la noche de la cena, confirmó hasta el último detalle de mierda excepto el envenenamiento en sí. Cuando el príncipe Oberyn le preguntó cómo sabía todo aquello si no había estado presente en ninguno de los acontecimientos, el eunuco dejó escapar una risita.
—Me lo contaron mis pajaritos. Su misión es saber, al igual que la mía.
«¿Cómo puedo contrainterrogar a un pajarito —pensó Tyrion—. Tendría que haberle cortado la cabeza al eunuco el día que llegué a Desembarco del Rey. Maldito sea. Y maldito sea yo por haber confiado en él.»
—¿Hemos terminado de escuchar a tus testigos? —preguntó Lord Tywin a su hija mientras Varys salía del salón.
—Casi —respondió Cersei—. Te ruego que me permitas presentar uno más mañana ante el tribunal.
—Como quieras —dijo Lord Tywin.
«Genial —pensó Tyrion, rabioso—. Después de esta farsa de juicio la ejecución va a ser casi un alivio.»
Aquella noche, meditaba sentado junto a la ventana y bebía una copa de vino cuando oyó voces al otro lado de la puerta.
«Ser Kevan viene a saber qué respondo», pensó al instante.
Pero el que entró no fue su tío. Tyrion se levantó para hacer una reverencia burlona ante el príncipe Oberyn.
—¿Se permite a los jueces visitar al acusado?
—A los príncipes se les permite hacer lo que les venga en gana. Al menos eso he dicho a vuestros guardias. —La Víbora Roja se sentó.
—Mi padre se va a disgustar mucho con vos.
—La felicidad de Tywin Lannister no ha sido nunca una de mis prioridades. ¿Estáis bebiendo vino de Dorne?
—No, del Rejo.
—Agua roja. —Oberyn hizo una mueca—. ¿Lo envenenasteis vos?
—No. ¿Y vos?
—¿Todos los enanos tienen la lengua así de larga? —preguntó el príncipe con una sonrisa—. El día menos pensado alguien os la va a cortar.
—No sois el primero que me lo dice. A veces pienso que debería cortármela yo mismo, no hace más que meterme en líos.
—Ya me he dado cuenta. Bien pensado, beberé un poco de zumo de uvas de Lord Redwyne.
—Como queráis.
Tyrion le sirvió una copa. El príncipe tomó un sorbo, lo paladeó y lo tragó.
—No está del todo mal. Mañana os enviaré un vino dorniense bien fuerte. —Bebió otro sorbo—. Ya he encontrado a la puta de pelo rubio que buscaba.
—Así que habéis estado en casa de Chataya.
—En casa de Chataya me acosté con la chica de piel negra. Creo que se llama Alayaya. Es exquisita, y eso a pesar de las cicatrices de la espalda. Pero la puta a la que me refiero es vuestra hermana.
—¿Ya os ha seducido? —preguntó Tyrion nada sorprendido.
Oberyn soltó una carcajada.
—No, pero lo hará si pago su precio. Hasta ha llegado a insinuar la posibilidad de un matrimonio. ¿Qué mejor esposo para Su Alteza que un príncipe de Dorne? Ellaria dice que debería aceptar. Sólo con imaginarse a Cersei en nuestra cama se pone caliente, la muy guarra. Así ni siquiera tendríamos que pagar el penique del enano. Lo único que me pide vuestra hermana a cambio es una cabeza, una cabeza bastante grande y sin nariz.
—¿Y? —inquirió Tyrion, a la espera.
El príncipe Oberyn hizo girar el vino en la copa antes de responder.
—Cuando el Joven Dragón conquistó Dorne, hace ya mucho tiempo, dejó al señor de Altojardín para que nos gobernara tras la claudicación de Lanza del Sol. Aquel Tyrell y los suyos fueron de fortaleza en fortaleza dando caza a los rebeldes y asegurándose de que seguíamos de rodillas. Llegaba con su ejército, se apoderaba de un castillo, se quedaba todo un ciclo lunar y luego partía hacia el siguiente. Tenía la costumbre de echar a los señores de sus habitaciones y dormir en sus lechos. Una noche se encontró bajo una cama con dosel de terciopelo. Cerca de las almohadas había un cordón para llamar al servicio por si quería que le llevaran a una moza. A Lord Tyrell le gustaban las mujeres dornienses, cosa comprensible, de manera que tiró del cordón, y cuando lo hizo el dosel se le abrió sobre la cabeza y le cayeron encima un centenar de escorpiones rojos. Su muerte fue la chispa que prendió el fuego que pronto se extendió por todo Dorne, con lo que las victorias del Joven Dragón quedaron en nada en menos de quince días. Los hombres arrodillados se levantaron y volvimos a ser libres.
—Ya conocía la historia —replicó Tyrion—. ¿Qué me queréis decir con ella?
—Sólo una cosa: si alguna vez me encuentro un cordón junto a la cama y tiro de él, preferiría mil veces que me cayeran encima los escorpiones a la reina desnuda.
—Al menos en eso estamos de acuerdo —dijo Tyrion sonriendo.
—Lo cierto es que tengo mucho que agradecer a vuestra hermana. De no ser por su acusación durante el banquete tal vez me estarían juzgando a mí en vez de a vos. —Los ojos del príncipe brillaban divertidos—. Al fin y al cabo, ¿quién sabe más de venenos que la Víbora Roja de Dorne? ¿Quién tiene más motivos para mantener a los Tyrell lejos de la corona? Una vez muerto Joffrey, según las leyes dornienses, el Trono de Hierro debería pasar a su hermana Myrcella, quien da la casualidad de que es la prometida de mi sobrino, gracias a vos.
—Aquí no se aplica la ley dorniense. —Tyrion había estado tan inmerso en sus propios problemas que no se había detenido a pensar en el tema de la sucesión—. Podéis estar seguro de que mi padre coronará a Tommen.
—Desde luego, puede coronar a Tommen aquí, en Desembarco del Rey. Pero también mi hermano puede coronar a Myrcella en Lanza del Sol. ¿Vuestro padre hará la guerra contra vuestra sobrina en defensa de vuestro sobrino? ¿Y vuestra hermana? —Se encogió de hombros—. Tal vez debería casarme con la reina Cersei, la única condición que le pondría sería que apoyara a su hija en vez de a su hijo. ¿Qué creéis que me respondería?
«Que jamás», se disponía a decir Tyrion, pero las palabras se le atragantaron. Cersei siempre había sentido amargura al verse apartada del poder por culpa de su sexo. «Si la ley dorniense se aplicara en occidente, tendría derecho a heredar Roca Casterly.» Jaime y ella eran gemelos, pero Cersei había sido la primera en nacer, no hacían falta más argumentos. Al defender la causa de Myrcella estaría defendiendo la suya propia.
—No sé qué haría mi hermana si tuviera que elegir entre Tommen y Myrcella —reconoció—. Pero da igual, mi padre no le permitirá tomar una decisión.
—Vuestro padre no vivirá eternamente —señaló el príncipe Oberyn.
Hubo algo en su manera de decirlo que hizo que a Tyrion se le erizara el vello de la nuca. De pronto se volvió a acordar de Elia y de lo que había hecho Oberyn el día de su llegada, mientras cruzaban el campo quemado.
«Quiere la cabeza que dio la orden, no sólo la mano que blandió la espada.»
—No es buena idea hablar como un traidor en la Fortaleza Roja, príncipe. Los pajaritos están escuchando.
—Que escuchen. ¿Acaso es traición decir que un hombre es mortal?
Valar morghulis
, como decían en la antigua Valyria, «Todos los hombres mueren». Y la Maldición demostró que era verdad. —El dorniense se dirigió hacia la ventana y contempló la noche—. Se dice que no tenéis ningún testigo que presentarnos.
—Albergaba la esperanza de que sólo con ver mi dulce rostro quedaríais convencidos de mi inocencia.
—Os equivocáis, mi señor. La Flor Gorda de Altojardín está convencido de que sois culpable y quiere veros morir. Su adorada Margaery también bebía de ese cáliz, como nos ha recordado cien veces.
—¿Y vos? —preguntó Tyrion.
—Los hombres rara vez son aquello que parecen. Y vos parecéis tan culpable que estoy seguro de que sois inocente. De todos modos lo más probable es que seáis condenado. A este lado de las montañas no abunda la justicia. No ha habido justicia para Elia, para Aegon ni para Rhaenys. ¿Por qué va a haberla para vos? A lo mejor al verdadero asesino de Joffrey lo ha devorado un oso. Son cosas que pasan en Desembarco del Rey. Ah, no, esperad, lo del oso fue en Harrenhal, ahora me acuerdo.
—¿Ése es vuestro juego? —Tyrion se frotó el muñón de la nariz. No tenía nada que perder con decirle la verdad a Oberyn—. Había un oso en Harrenhal y mató a Ser Amory Lorch.
—Mala suerte para él —dijo la Víbora Roja—. Y para vos. ¿Todos los hombres desnarigados mienten así de mal?
—No estoy mintiendo. Ser Amory sacó a rastras a la princesa Rhaenys de debajo de la cama de su padre y la mató a puñaladas. Lo acompañaban algunos soldados, pero no sé quiénes eran. —Se inclinó hacia delante—. Fue Ser Gregor Clegane quien destrozó la cabeza del príncipe Aegon contra una pared y violó a vuestra hermana Elia con las manos todavía manchadas de su sangre y sus sesos.
—Lo que hay que ver. Un Lannister diciendo la verdad. —Oberyn le dedicó una sonrisa fría—. Fue vuestro padre quien dio la orden, ¿verdad?
—No. —La mentira le salió sin vacilaciones, ni siquiera se paró a preguntarse por qué defendía a Lord Tywin.
—Qué hijo tan obediente. —El dorniense arqueó una fina ceja negra—. Y qué mentira tan endeble. Fue Lord Tywin quien puso a los hijos de mi hermana ante el rey Robert, envueltos en capas escarlata de los Lannister.
—Esto lo tendríais que hablar con mi padre, él era el que estaba allí. Yo estaba en la Roca y era tan joven que pensaba que la cosa que tenía entre las piernas sólo valía para mear.
—Sí, pero ahora estáis aquí, y me atrevo a decir que en una situación un tanto comprometida. Vuestra inocencia puede ser tan evidente como la cicatriz que tenéis en la cara, pero eso no os va a salvar. Y tampoco vuestro padre. —El príncipe dorniense sonrió—. En cambio yo sí podría.
—¿Vos? —Tyrion lo miró bien—. Sólo sois uno de los tres jueces, ¿cómo me podríais salvar?
—Como juez, no. Como campeón.
Era un libro blanco sobre una mesa blanca en una habitación blanca.
La habitación era redonda y las paredes de piedra blanca, con tapices de lana blanca. Ocupaba el primer piso de la Torre de la Espada Blanca, una esbelta edificación de cuatro pisos que se alzaba en un ángulo del muro del castillo y desde la que se dominaba la bahía. En la cripta se guardaban las armas y armaduras, los pisos segundo y tercero albergaban las celdas austeras y pequeñas donde dormían los seis hermanos de la Guardia Real.
Había ocupado una de aquellas celdas durante dieciocho años, pero esa misma mañana había trasladado sus pertenencias al piso superior, que se destinaba por completo a las estancias del Lord Comandante. Aquellas habitaciones también eran austeras, pero más espaciosas. Y quedaban por encima de la muralla exterior, de manera que tenía vistas al mar.