Tormenta de Espadas (25 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Claro que sí. Chico, baja y tráeme unas cebollas.

El muchacho se colgó la ballesta del hombro, les echó una última mirada malhumorada y desapareció en el sótano.

—¿Tu hijo? —preguntó Ser Cleos.

—Es sólo un niño que mi mujer y yo recogimos. Teníamos dos hijos, pero los leones mataron a uno, y el otro murió de colerina. Los Titiriteros Sangrientos asesinaron a la madre de ese chico. En estos tiempos, para dormir se necesita alguien que monte guardia. —Con la hachuela les indicó la mesa—. Será mejor que os sentéis.

La chimenea estaba apagada, pero Jaime eligió la silla más cercana a las cenizas y estiró las largas piernas bajo la mesa. El tintineo de las cadenas acompañaba cada uno de sus movimientos.

«Un sonido irritante. Antes de que termine todo esto, enroscaré esas cadenas en el cuello de la moza, a ver si le gusta.»

El hombre que no era el posadero asó tres enormes chuletones de caballo y frió las cebollas en grasa de cerdo, lo que estuvo a punto de compensar las tortas duras de avena. Jaime y Cleos bebieron cerveza, y Brienne tomó una copa de sidra. El chico mantuvo la distancia y se apostó encima del barril de sidra con la ballesta sobre las rodillas, cargada y lista para disparar. El cocinero se sirvió un pichel de cerveza y se sentó con sus huéspedes.

—¿Qué noticias hay de Aguasdulces? —preguntó a Cleos, tomándolo por el jefe.

Ser Cleos miró a Brienne antes de responder.

—Lord Hoster está enfermo, pero su hijo defiende los vados del Forca Roja contra los Lannister. Se han librado varias batallas.

—Hay batallas por todas partes. ¿Adónde os dirigís, ser?

—A Desembarco del Rey. —Ser Cleos se limpió la grasa de los labios.

—Entonces, sois tres tontos —resopló el anfitrión—. Lo último que escuché es que el rey Stannis está ante las murallas de la ciudad. Dicen que tiene cien mil hombres y una espada mágica.

Las manos de Jaime se cerraron en torno a la cadena que unía sus manos y la retorció, deseando tener fuerzas para partirla en dos.

«Entonces le enseñaría a Stannis dónde puede envainarse su espada mágica.»

—En vuestro lugar —siguió diciendo el hombre—, me mantendría bien lejos de ese camino real. He oído que es muy peligroso. Hay lobos y leones, y bandas de mendigos que asaltan a todo el que encuentran.

—Miserables —dijo Ser Cleos, con desprecio—. Gente como ésa no se atreverá a molestar a hombres armados.

—Con vuestro perdón, ser, pero veo sólo a un hombre armado, que viaja con una mujer y un prisionero encadenado.

Brienne clavó una mirada sombría en el cocinero.

«A la moza la irrita que le recuerden que es una mujer», reflexionó Jaime, mientras retorcía de nuevo las cadenas. Notaba los eslabones duros y fríos sobre la carne, y el hierro, implacable. Las esposas le habían despellejado las muñecas.

—Quiero seguir el Tridente hasta el mar —le dijo la moza al anfitrión—. Conseguiremos monturas en Poza de la Doncella, y cabalgaremos por el Valle Oscuro y Rosby. Eso nos mantendrá lejos de lo peor de la batalla.

—No podréis llegar a Poza de la Doncella por el río —dijo el anfitrión, negando con la cabeza—. A menos de cincuenta kilómetros de aquí, el canal está bloqueado por un par de naves que ardieron y naufragaron. Allí hay una banda de forajidos que atacan a todo el que intenta pasar, y lo mismo ocurre río abajo, en torno a las Piedras Saltarinas y la isla del Ciervo Rojo. Y también han visto por allí al señor del relámpago. Cruza el río cuando quiere y cabalga en una u otra dirección, no se queda nunca quieto.

—¿Y quién es ese señor del relámpago? —preguntó Ser Cleos Frey.

—Lord Beric, si así os gusta más, ser. Lo llaman así porque golpea con mucha celeridad, como un relámpago que cae de un cielo sin nubes. Se dice que es inmortal.

«Todos mueren cuando se los atraviesa con una espada», pensó Jaime.

—¿Sigue acompañándolo Thoros de Myr?

—Sí. El mago rojo. He oído que tiene extraños poderes.

«Bueno, tenía el poder de beber tanto como Robert Baratheon, y eran muy pocos los que podían decir eso.» En cierta ocasión Jaime había oído a Thoros decirle al rey que se había convertido en un sacerdote rojo porque las túnicas de ese color ocultaban bien las manchas de vino. Robert se había reído tanto que había escupido cerveza sobre todo el vestido de seda de Cersei.

—No seré yo quien objete —dijo—, pero quizá el Tridente no sea el camino más seguro para nosotros.

—Lo mismo opino —asintió el cocinero—. Incluso si lográis llegar más allá de la isla del Ciervo Rojo y no os tropezáis con Lord Beric y el mago rojo, aún tendríais por delante el Vado Rubí. Lo último que oí fue que los lobos del Señor Sanguijuela eran los dueños del vado, pero eso fue hace bastante tiempo. Ahora, podrían ser de nuevo los leones, Lord Beric o cualquier otro.

—O nadie —sugirió Brienne.

—Si mi señora quiere dejarse la piel ahí, yo no diré nada... pero en vuestro lugar, yo abandonaría el río y atajaría por tierra. Si os mantenéis lejos de la carretera principal y os refugiáis bajo los árboles... Bueno, de todos modos no me gustaría ir con vosotros, pero podríais tener una oportunidad contra los titiriteros.

—Necesitaríamos caballos —dijo la mujer corpulenta, dubitativa.

—Aquí hay —señaló Jaime—. Oí relinchar a uno en el establo.

—Sí —dijo el posadero que no era posadero—. Hay tres bestias, pero no están a la venta.

—Claro que no. —Jaime tuvo que reírse—. Pero, de todos modos, nos las enseñarás.

Brienne lo miró con cara de pocos amigos, pero el hombre que no era un posadero le mantuvo la mirada sin parpadear.

—Enséñamelas —dijo ella a disgusto tras un momento de silencio. Y todos se levantaron de la mesa.

No habían limpiado los establos en mucho tiempo, a juzgar por el olor. Centenares de moscas negras y gordas formaban un enjambre sobre la paja, zumbaban de cuadra en cuadra, y cubrían los montones de boñiga de caballo que había por todas partes, aunque sólo se veía a las tres bestias. Eran un trío muy desigual: un caballo de tiro color marrón, que se movía con lentitud; un anciano penco blanco, tuerto, y un corcel pinto color gris, muy brioso.

—No se venden a ningún precio —anunció su presunto dueño.

—¿Cómo has llegado a ser dueño de esas bestias? —quiso saber Brienne.

—Cuando mi mujer y yo llegamos a la posada —dijo el hombre—, el caballo de tiro estaba en el establo, junto con el que os habéis comido. El penco blanco llegó una noche, y el chico atrapó al corcel, que corría libre, llevando aún los arreos y la montura. Mirad, os los mostraré.

La silla que les mostró estaba decorada con plata repujada. La manta del forro había sido originalmente de cuadros rosados y negros, pero ya era casi toda de color pardo. Jaime no reconoció los colores originales, pero no le costó ningún esfuerzo distinguir las manchas de sangre.

—Bueno, no creo que su dueño venga a reclamarlo. —Examinó las patas del corcel y contó los dientes del penco—. Dadle una pieza de oro por el corcel, si la silla va incluida —le aconsejó a Brienne—. Una de plata por el caballo de tiro. Y debería pagarnos por quitarle el penco blanco de las manos.

—No habléis con descortesía de vuestra montura, ser. —La mujer abrió la bolsa que le había dado Lady Catelyn y sacó tres monedas de oro—. Te pagaré un dragón por cada uno.

El hombre parpadeó y estiró la mano para coger las monedas de oro, pero vaciló y retiró la mano.

—No sé. No puedo montar un dragón de oro si tengo que huir. Ni comerme uno si tengo hambre.

—También puedes quedarte con nuestro esquife —dijo—. Podrás ir río arriba o abajo, como quieras.

—Dejadme probar un poco de ese oro. —El hombre tomó una de las monedas que ella tenía en la palma de la mano y la mordió—. Es bastante auténtico, diría yo. ¿Tres dragones y el esquife?

—Eso es un asalto descarado, moza —dijo Jaime, en tono amistoso.

—También necesitaré provisiones —le dijo Brienne a su anfitrión, soslayando a Jaime—. Cualquier cosa que podáis darnos.

—Hay más tortas de avena. —El hombre recogió los otros dos dragones de la mano de Brienne y los sacudió dentro del puño, sonriendo al oír el tintineo—. Sí, y pescado ahumado en salazón, pero eso te costará plata. Mis camas también tienen un precio. Querréis pasar la noche.

—No —respondió Brienne al instante.

El hombre la miró, intrigado.

—Mujer, no iréis a cabalgar de noche por lugares desconocidos, con caballos que acabáis de comprar. Lo más probable es que os metáis en el fango o que uno de los caballos se rompa una pata.

—La luna brillará esta noche —dijo Brienne—. No tendremos problemas para encontrar el camino.

—Si no tenéis plata —dijo el anfitrión tras pensar un instante—, podéis pagar las camas con unas monedas de cobre, así como una o dos mantas para abrigaros. Yo no dejo a un viajero a la intemperie.

—Eso me parece bastante correcto —dijo Ser Cleos.

—Las mantas están recién lavadas. Mi esposa se ocupó de ello antes de que tuviera que marcharse. No hallaréis ni una pulga, os doy mi palabra. —Hizo tintinear de nuevo las monedas, sonriendo.

—Mi señora, una buena cama nos haría mucho bien —le dijo Ser Cleos a Brienne; se sentía claramente tentado—. Si estamos descansados por la mañana, iremos más deprisa. —Miró a su primo, en busca de apoyo.

—No, primo, la moza tiene razón. Tenemos promesas que cumplir y muchos kilómetros por delante. Debemos continuar.

—Pero tú mismo dijiste... —objetó Cleos.

—Eso fue antes. —«Cuando creía que la posada estaba desierta»—. Ahora tengo la barriga llena y lo que hay que hacer es cabalgar bajo la luna. —Sonrió, mirando a la mujer—. Pero a no ser que tengáis la intención de llevarme sobre la espalda de ese caballo de tiro como un saco de harina, alguien tendría que hacer algo con respecto a estos grilletes. Es muy difícil cabalgar con los tobillos encadenados.

Brienne miró la cadena con el ceño fruncido. El hombre que no era un posadero se frotó la mandíbula.

—Hay una herrería al otro lado del establo.

—Enséñamela.

—Sí —dijo Jaime—, y cuanto antes, mejor. Detestaría pisar alguna boñiga. Para mi gusto, aquí hay demasiada mierda de caballo. Demasiada. —Clavó una mirada penetrante en la mujer, preguntándose si sería lo suficientemente lista para entender el significado.

Tenía la esperanza de que le quitara también los grilletes de las muñecas, pero Brienne todavía desconfiaba de él. Partió la cadena de los tobillos por el centro, con media docena de fuertes golpes de un martillo de herrero, dados sobre el extremo romo de un cincel de acero. Cuando sugirió que le liberara las manos, ella no le hizo el menor caso.

—A diez kilómetros río abajo, veréis una aldea quemada —dijo su anfitrión, mientras los ayudaba a ensillar los caballos y cargar los bultos. Esta vez, dirigió sus consejos a Brienne—. Allí se bifurca el camino. Si os dirigís hacia el sur, llegaréis al torreón de piedra de Ser Warren. Ser Warren se marchó y murió, así que no puedo deciros en poder de quién está ahora, pero es un sitio que hay que evitar. Lo mejor sería que siguierais el sendero entre los bosques, al sureste.

—Lo haremos —respondió ella—. Tenéis mi gratitud.

«Sería más exacto decir que tiene tu oro», pensó Jaime para sus adentros. Estaba cansado de que aquella enorme vaca con cara de mujer lo despreciara constantemente.

Ella tomó para sí el caballo de tiro y cedió el corcel a Ser Cleos. La amenaza se cumplió, y a Jaime le correspondió el penco tuerto, lo que puso fin a cualquier esperanza que pudiera haber albergado de espolear a su caballo y dejar a la mujer sumida en una nube de polvo.

El hombre y el chico salieron para verlos partir. El hombre les deseó suerte y les dijo que volvieran en tiempos mejores, mientras que el chico se mantuvo en silencio, con la ballesta bajo el brazo.

—Lleva una lanza o una maza —le dijo Jaime—, te servirán mejor.

«Mira lo que se gana con consejos amistosos», pensó cuando el chico lo miró con desconfianza. Se encogió de hombros, hizo girar a su caballo y no volvió la vista atrás.

Mientras se alejaban, Ser Cleos era una queja ambulante, de luto aún por la pérdida de su lecho de plumas. Cabalgaron hacia el este, siguiendo la orilla del río bañado por la luna. El Forca Roja era allí muy ancho pero de poca profundidad, sus orillas eran puro cieno y maleza. La bestia de Jaime caminaba plácidamente, aunque el pobre bruto viejo tenía tendencia a desviarse hacia el lado de su ojo sano. Le gustaba cabalgar de nuevo. No había montado un caballo desde que los arqueros de Robb Stark mataran debajo de él a su corcel en el Bosque Susurrante.

Cuando llegaron a la aldea quemada, se encontraron con dos caminos igualmente desalentadores: dos senderos estrechos, con profundas marcas dejadas por los carretones de los campesinos que llevaban su grano al río. Uno de ellos se dirigía al sureste y desaparecía pronto entre los árboles que podían divisar en la distancia, mientras el otro, más recto y pedregoso, apuntaba directamente al sur. Brienne los consideró un instante y después dirigió su caballo al camino del sur. Jaime se sintió gratamente sorprendido; era la misma elección que él hubiera hecho.

—Pero éste es el sendero contra el que nos ha prevenido el posadero —objetó Ser Cleos.

—No era posadero. —La mujer se encorvaba sin gracia sobre la silla, pero de todos modos parecía montar con seguridad—. El hombre se interesó demasiado por la ruta que íbamos a elegir, y esos bosques... son famosos escondites de bandidos. Podría haber intentado que nos metiéramos en una trampa.

—Moza lista. —Jaime miró sonriendo a su primo—. Me atrevería a aventurar que nuestro anfitrión tiene amigos más adelante en ese sendero. Ésos, cuyas bestias dejaron tan memorable aroma en el establo.

—También puede haber mentido con respecto al río, para que le compráramos estos caballos —dijo la mujer—, pero yo no me arriesgaría. Habrá soldados en el Vado Rubí y donde lo crucen los caminos.

«Será fea —pensó Jaime sonriendo de mala gana—, pero no es estúpida del todo.»

El resplandor rojizo que salía por las ventanas superiores del torreón de piedra los avisó con suficiente antelación, y Brienne los hizo marchar campo a través. Sólo cuando dejaron muy atrás el torreón, giraron de nuevo y regresaron al camino.

Transcurrió la mitad de la noche antes de que la mujer considerara seguro detenerse. Para entonces, los tres cabalgaban medio dormidos. Se detuvieron en una pequeña arboleda de robles y fresnos junto a una corriente perezosa. La mujer no permitió que encendieran fuego, por lo que compartieron una cena fría: tortas duras de avena y pescado salado. La noche era extrañamente serena. De un negro cielo de fieltro colgaba una media luna, rodeada de estrellas. En la distancia aullaban unos lobos. Uno de los caballos resoplaba, nervioso. No había ningún otro sonido.

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