Con una maldición, Mance montó su caballo.
—Varamyr, quédate y cuida de que no le pase nada a Dalla. —El Rey-más-allá-del-Muro apuntó su espada hacia Jon—. Y vigila también a este cuervo. Si intenta huir, rájale la garganta.
—Será un placer. —El cambiapieles era una cabeza más bajo que Jon, encorvado y blando, pero el gatosombra podía sacarle las tripas con una garra—. También vienen del norte —le dijo Varamyr a Mance—. Será mejor que vayas.
Mance se colocó el yelmo con las alas de cuervo. Sus hombres ya habían montado.
—Punta de flecha —espetó Mance—, conmigo, en formación de cuña.
Pero, en cuanto clavó los talones en los ijares de la yegua y salió disparado por el campo en dirección a los exploradores, los hombres que corrían en pos de él abandonaron cualquier parecido con una formación.
Jon dio un paso hacia la tienda pensando en el Cuerno del Invierno, pero el gatosombra se interpuso moviendo la cola. Las fosas nasales de la bestia estaban dilatadas, la saliva le goteaba de los incisivos curvos. «Huele mi miedo.» En ese momento echó de menos a
Fantasma
más que nunca. A sus espaldas los dos lobos gruñían.
—Estandartes —oyó murmurar a Varamyr—. Veo estandartes dorados, ah... —Un mamut pasó cerca, barritando, con media docena de arqueros en la torre de madera que llevaba sobre el lomo—. El rey... no...
En aquel momento el cambiapieles echó atrás la cabeza y lanzó un grito.
El sonido era estremecedor, hendía los oídos con un dolor inmenso. Varamyr cayó al suelo retorciéndose y el gato comenzó a aullar también... y muy arriba, en lo más alto del cielo oriental, ante una pared de nubes, Jon vio que el águila ardía. Durante un segundo ardió con más fuerza que una estrella, envuelta en rojo, oro y naranja, con las alas agitándose enloquecidas en el aire como si pudiera escapar del dolor. Voló más alto, más y más y más.
El grito hizo que Val saliera de la tienda con el rostro blanco.
—¿Qué pasa, qué ocurre? —Los lobos de Varamyr peleaban entre sí, el gatosombra había desaparecido entre los árboles, el hombre seguía retorciéndose en el suelo—. ¿Qué le pasa? —preguntó Val horrorizada—. ¿Dónde está Mance?
—Allí —señaló Jon—. Se ha ido a luchar.
El rey iba al frente de su cuña dispersa hacia un grupo de exploradores; su espada brillaba.
—¿Se ha ido? No puede irse ahora. Ha empezado.
—¿La batalla?
Vio cómo los exploradores se dispersaban ante la sangrienta cabeza de perro de Harma. Los jinetes gritaron, lanzaron tajos y persiguieron a los hombres de negro que retrocedieron hacia el bosque. Pero más hombres salían de la espesura, una columna de soldados a caballo. «Caballería pesada», vio Jon. Harma tuvo que reagrupar sus fuerzas y dar la vuelta para enfrentarse a ellos, pero la mitad de sus hombres ya se había adelantado demasiado.
—¡El parto! —le estaba gritando Val.
Por doquier sonaban las trompetas con un sonido alto y estridente. «Los salvajes no tienen trompetas, sólo cuernos de guerra.» Ellos lo sabían tan bien como él; aquello hizo que el pueblo libre corriera en desorden: algunos hacia el combate; otros, en dirección contraria. Un mamut pisoteó un rebaño de ovejas que tres hombres intentaban llevar hacia el oeste. Los tambores retumbaban mientras los salvajes corrían para formar en columnas o líneas de defensa, pero eran demasiado lentos, demasiado desorganizados, era demasiado tarde. El enemigo salía del bosque, del este, del norte, del nordeste, tres grandes columnas de caballería pesada, todo acero bruñido, con sobrevestas de lana de vivos colores. No eran los hombres de Guardiaoriente, aquéllos sólo habían formado una línea de avanzadilla. Era un ejército. «¿El ejército del rey?» Jon estaba tan confuso como los salvajes. ¿Habría vuelto Robb? ¿Había decidido hacer algo por fin el niño del Trono de Hierro?
—Es mejor que vuelvas a entrar en la tienda —le dijo a Val.
Al otro lado del campo de batalla una columna había barrido a Harma Cabeza de Perro. Otra había aplastado el flanco de los lanceros de Tormund mientras él y su hijo intentaban hacerlos regresar a la desesperada. Los gigantes montaban en sus mamuts y eso no gustaba para nada a los caballeros que montaban los caballos con armadura; Jon vio cómo los corceles y los caballos de batalla relinchaban y se dispersaban a la vista de aquellas montañas de carnes bamboleantes. Pero también había miedo en el bando de los salvajes, cientos de mujeres y niños huían de la batalla, algunos para ir a meterse directamente entre los cascos de los caballos. Vio cómo el carro de perros de una anciana se interponía en el camino de tres carros de combate y los hacía chocar entre sí.
—Dioses —susurró Val—, dioses, ¿por qué hacen eso?
—Vuelve dentro de la tienda y quédate con Dalla. Aquí no estás a salvo.
Tampoco lo estaría adentro, pero eso no tenía por qué decírselo.
—Tengo que buscar a la comadrona.
—Tendrás que hacer de comadrona tú. Me quedaré aquí hasta que vuelva Mance.
Lo había perdido de vista pero volvió a localizarlo, se abría paso a través de un grupo de hombres a caballo. Los mamuts habían dispersado la columna central, pero las otras dos se acercaban en formación de pinza. En la linde oriental del campo algunos arqueros disparaban flechas en llamas contra las tiendas de campaña. Vio a un mamut que arrancaba a un jinete de su silla y lo lanzaba a quince metros de distancia con un movimiento de la trompa. Los salvajes pasaban a su lado, mujeres y niños que huían de la batalla junto con algunos hombres que los apuraban. Unos pocos lanzaron miradas torvas en dirección a Jon, pero tenía a
Garra
en la mano y nadie lo molestó. Hasta Varamyr huyó gateando a cuatro patas.
De los árboles salían más y más hombres, ya no sólo caballeros sino también jinetes libres, arqueros a caballo y hombres de armas con armadura ligera y capellinas, docenas, cientos de hombres. Hacían ondear un verdadero bosque de estandartes. El viento los agitaba demasiado deprisa para que Jon pudiera ver los blasones, pero logró distinguir un caballito de mar, un campo de aves, un anillo de flores... Y amarillo, mucho amarillo, estandartes amarillos con un emblema rojo. ¿De quién eran aquellos blasones?
Al este, al norte y al nordeste vio bandas de salvajes que intentaban resistir y pelear, pero los atacantes los estaban barriendo. El pueblo libre aún contaba con superioridad numérica pero los atacantes tenían armaduras de acero y caballería pesada. En lo más ardoroso de la batalla vio a Mance de pie sobre los estribos. Su capa roja y negra y su yelmo con alas de cuervo lo hacían fácilmente reconocible. Levantó la espada y sus hombres corrían ya hacia él cuando una cuña de caballeros chocó con ellos con lanzas, espadas y picas. La yegua de Mance se levantó sobre las patas traseras, corcoveó y una lanza le atravesó el pecho. Luego la marea de acero lo arrastró.
«Se ha terminado —pensó Jon—, no tienen nada que hacer.» Los salvajes corrían y arrojaban sus armas. Los hombres Pies de Cuerno, los habitantes de las cavernas, los thenitas con armaduras de bronce... todos huían. Mance había desaparecido, alguien exhibía la cabeza de Harma clavada en un palo, las líneas de Tormund estaban rotas... Sólo resistían los gigantes sobre sus mamuts, islas peludas en un mar de acero rojo. Las llamas pasaban de una tienda a otra y algunos de los pinos también empezaron a arder. Y en medio del humo llegó otra cuña de caballería pesada. Sobre los jinetes ondeaban las enseñas mayores, estandartes reales grandes como sábanas, una de ellas amarilla con largas lenguas puntiagudas que señalaban un corazón ardiente, y otra como una lámina de oro batido con un venado negro que tremolaba con el viento.
«Robert», pensó Jon en un momento de locura, acordándose del pobre Owen. Pero cuando las trompetas volvieron a sonar y los caballeros se lanzaron a la carga, el nombre que gritaban era otro.
—¡Stannis! ¡Stannis! ¡Stannis!
Jon se dio la vuelta y entró a la tienda.
Junto a la posada, en una horca maltratada por la intemperie, los huesos de una mujer se mecían y traqueteaban con cada ráfaga de viento.
«Esta posada la conozco.» Pero no había habido ninguna horca junto a la puerta cuando durmió allí con su hermana Sansa, bajo la mirada vigilante de la septa Mordane.
—Será mejor que no entremos —dijo Arya de repente—. Puede que haya fantasmas.
—¿Sabes cuánto hace que no bebo una copa de vino? —Sandor Clegane desmontó—. Además, tenemos que averiguar en qué manos está el Vado Rubí. Si quieres, quédate con los caballos, por mí...
—¿Y si te reconocen? —Sandor ya no se molestaba en ocultar el rostro, por lo visto no le importaba si lo reconocían o no—. A lo mejor te quieren coger prisionero.
—Que lo intenten.
Soltó la tira de sujeción de la espada para poder desenvainar con facilidad y empujó la puerta.
Arya no volvería a tener mejor ocasión de huir. Podía montar a lomos de
Gallina
y llevarse también a
Extraño
. Se mordió el labio. Luego, llevó a los caballos a los establos y entró tras él.
«Lo han reconocido.» Lo supo al instante por el silencio. Pero aquello no era lo peor. Ella también los conocía. Al posadero flaco no, ni a las mujeres, ni a los campesinos reunidos junto a la chimenea. A los otros. A los soldados. Conocía a los soldados.
—¿Qué, Sandor, buscando a tu hermano? —Polliver había tenido la mano bajo el corpiño de la chica sentada en su regazo, pero ya la había sacado.
—Buscando una copa de vino. —Clegane tiró un puñado de monedas de cobre al suelo—. Posadero, una jarra de tinto.
—No quiero problemas, ser —dijo el posadero.
—A mí no me llames «ser». —Se le frunció la boca—. ¿Qué pasa, estás sordo? ¡He pedido vino! —El hombre salió corriendo perseguido por los gritos de Clegane—. ¡Dos copas! ¡La niña también tiene sed!
«Sólo son tres», pensó Arya. Polliver apenas si la miró de reojo, y el chico sentado junto a él ni siquiera le prestó atención, pero el tercero le clavó una mirada larga y atenta. Era un hombre de mediana estatura y constitución, con un rostro tan corriente que no se sabía qué edad tenía. «El Cosquillas. El Cosquillas y Polliver.» A juzgar por su edad y atuendo, el chico no era más que un escudero. Tenía una enorme espinilla blanca a un lado de la nariz y unas cuantas rojas en la frente.
—¿Es el cachorrito perdido del que hablaba Ser Gregor? —le preguntó al Cosquillas—. ¿El que se hizo pipí en la alfombra y se escapó?
El Cosquillas puso una mano en el brazo del niño a modo de advertencia y asintió con la cabeza. Arya entendió perfectamente el gesto.
El escudero, no. O quizá no le importaba.
—Ser Gregor dice que el cachorrito de su hermano escondió el rabo entre las patas cuando la batalla se puso seria en Desembarco del Rey. Dice que huyó gimoteando. —Miró al Perro con una sonrisa burlona de lo más idiota.
Clegane miró al escudero sin decir palabra. Polliver empujó a la chica para que se bajara de su regazo y se puso en pie.
—El chico está borracho —dijo. El soldado era casi tan alto como el Perro, aunque ni mucho menos tan musculoso. Una barbita afilada le cubría la barbilla y la mandíbula, espesa, negra y bien recortada, pero en la cabeza apenas si tenía pelo—. No pasa nada, es que no sabe beber.
—Entonces que no beba.
—El cachorrito no me asusta... —empezó el chico, pero el Cosquillas le retorció la oreja como quien no quiere la cosa entre el índice y el pulgar y las palabras se transformaron en un aullido de dolor.
El posadero regresó a toda prisa con dos copas de barro y una jarra sobre una bandeja de latón. Sandor se llevó la jarra a la boca. Arya vio cómo se le movían los músculos del cuello al tragar. Cuando la volvió a dejar caer de golpe en la mesa ya estaba por la mitad.
—Ahora ya puedes servir. Y más vale que recojas esas monedas de cobre, son las únicas que vas a ver hoy.
—Nosotros pagaremos cuando terminemos de beber —dijo Polliver.
—Cuando terminéis de beber le haréis cosquillas al posadero para averiguar dónde guarda el oro. Es lo que hacéis siempre.
De repente el posadero pareció recordar que tenía algo al fuego. Los parroquianos también se estaban marchando y las chicas habían desaparecido. Lo único que se oía en la sala común era el tenue crepitar del fuego en la chimenea.
«También nosotros deberíamos marcharnos.» De eso Arya estaba segura.
—Si venís en busca de Ser Gregor, llegáis demasiado tarde —dijo Polliver—. Estaba en Harrenhal, pero ya se ha ido. La reina lo mandó llamar. —Arya vio que llevaba tres hojas al cinto: una espada larga a la izquierda, y a la derecha, una daga y otra arma más estilizada, demasiado larga para ser un puñal y demasiado corta para ser una espada—. Supongo que sabréis que el rey Joffrey ha muerto —añadió—. Envenenado en su banquete nupcial.
Arya dio un paso más hacia el centro de la estancia. «Joffrey está muerto.» Casi lo podía ver ante ella, con aquellos rizos rubios y la sonrisa antipática en los labios gordos y blandos. «¡Joffrey está muerto!» Sabía que tendría que alegrarse, pero aún se sentía vacía por dentro. Joffrey había muerto, sí, pero ¿qué importaba, si Robb había muerto también?
—Bravo por mis valientes hermanos de la Guardia Real. —El Perro soltó un bufido despectivo—. ¿Quién lo mató?
—Dicen que el Gnomo. Con la ayuda de su mujercita.
—¿Qué mujercita?
—Se me olvidaba que habéis estado escondido debajo de una piedra. La norteña, la chica de Invernalia. Nos han dicho que mató al rey con un hechizo y se transformó en un lobo con alas de murciélago para salir volando por la ventana de una torre. Pero se fue sin el enano y Cersei quiere cortarle la cabeza.
«Qué idiotez —pensó Arya—. Sansa sólo se sabe canciones, no hechizos, y jamás se casaría con el Gnomo.»
El Perro se sentó en el banco más cercano a la puerta. La boca se le contrajo, pero sólo por donde estaba quemada.
—Lo debería meter en fuego valyrio y cocerlo. O hacerle cosquillas hasta que la luna se vuelva negra. —Alzó la copa de vino y la vació de un trago.
«Es como ellos —pensó Arya al verlo. Se mordió el labio con tanta fuerza que notó sabor a sangre—. Igual que los demás. Tendría que matarlo mientras duerme.»
—¿Así que Gregor tomó Harrenhal? —preguntó Sandor.
—No le costó mucho —respondió Polliver—. Los mercenarios huyeron en cuanto corrió la voz de que nos acercábamos, sólo quedaron unos pocos. Uno de los cocineros nos abrió una poterna, quería vengarse de la Cabra, que le había cortado un pie. —Rió entre dientes—. Nos lo quedamos a él como cocinero, a un par de mozas para que nos calentaran las camas y a todos los demás los pasamos por la espada.