—
Nieve
—graznaron—.
Nieve, nieve, nieve.
Era la palabra que les había enseñado. Pese a los nuevos cuervos, la pajarera parecía muy vacía. De los pájaros que había enviado Aemon sólo unos pocos habían regresado por el momento.
«Pero uno llegó a Stannis. Uno llegó a Rocadragón, a un rey al que todavía le importamos.»
A mil leguas hacia el sur, Sam sabía que su padre había puesto la Casa Tarly al servicio de la causa del chico que ocupaba el Trono de Hierro, pero ni el rey Joffrey ni el pequeño rey Tommen habían hecho ningún gesto cuando la Guardia pidió ayuda.
«¿De qué sirve un rey que no defiende su reino?», pensó furioso al recordar la noche en el Puño de los Primeros Hombres y el terrible viaje hasta el Torreón de Craster en medio de la oscuridad, entre la nieve y el miedo. Cierto, los hombres de la reina lo incomodaban, pero al menos estaban allí.
Aquella noche, a la hora de la cena, Sam buscó a Jon Nieve, pero no se encontraba en la gigantesca cripta de piedra donde comían los hermanos. Acabó por ocupar un lugar en el banco cerca de sus otros amigos. Pyp estaba hablando a Edd el Penas acerca de la competición para ver cuál de los soldados de paja recibía más flechas salvajes.
—Casi todo el tiempo fuiste por delante, pero el último día Watt de Lago Largo recibió tres y te adelantó.
—Nunca gano nada —se quejó Edd el Penas—. En cambio, los dioses siempre sonrieron a Watt. Cuando los salvajes lo derribaron en el Puente de los Cráneos, no cayó sobre las rocas, sino en un estanque de agua. Eso sí que es tener suerte.
—¿Cayó desde muy alto? —quiso saber Grenn—. ¿Salvó la vida al caer en el estanque?
—No —replicó Edd el Penas—. Ya estaba muerto, le habían partido la cabeza de un hachazo. Pero tuvo suerte de no caer contra las rocas.
Hobb Tresdedos les había prometido a los hermanos una pata asada de mamut para aquella noche, tal vez con la esperanza de arañar unos cuantos votos.
«Si era eso lo que pretendía, tendría que haber buscado un mamut más joven», pensó Sam mientras se sacaba una hebra de ternilla de entre los dientes. Dejó la comida a un lado con un suspiro.
Pronto habría otra votación y la tensión que se palpaba en el aire era más espesa que el humo. Cotter Pyke estaba sentado junto al fuego, rodeado de exploradores de Guardiaoriente. Ser Denys Mallister ocupaba un lugar cerca de la puerta con un grupo más reducido de hombres de la Torre Sombría.
«Janos Slynt tiene el mejor lugar —advirtió Sam—, a medio camino entre las llamas y la corriente.»
Se alarmó al ver junto a él a Bowen Marsh, ojeroso y demacrado, con la cabeza todavía vendada, pero escuchando lo que fuera que estuviera diciendo Lord Janos. Se lo comentó a sus amigos.
—Y mira allí —le dijo Pyp—. Ser Alliser está hablando con Othell Yarwyck al oído.
Después de la cena el maestre Aemon se levantó para preguntar si algún hermano quería tomar la palabra antes de votar con las fichas. Edd el Penas se puso en pie, con el semblante tan sombrío como siempre.
—Sólo quiero decir a quien quiera que esté votando por mí que sin lugar a dudas sería un pésimo Lord Comandante. Al igual que el resto de los candidatos.
Tras él tomó la palabra Bowen Marsh, con una mano sobre el hombro de Lord Slynt.
—Hermanos y amigos, pido que mi nombre se retire de la lista de candidatos. La herida todavía me molesta y la carga de ser Lord Comandante resultaría excesiva para mí... pero no para Lord Janos, que durante muchos años estuvo al mando de los capas doradas en Desembarco del Rey. Espero que todos le demos nuestro apoyo.
Sam oyó murmullos airados en la zona de la estancia donde estaba Cotter Pyke, y Ser Denys miró a uno de sus compañeros y asintió con la cabeza. «Es demasiado tarde, el daño ya está hecho.» Se preguntó dónde estaría Jon y por qué se había mantenido al margen.
La mayor parte de los hermanos eran analfabetos, de manera que, por tradición, las votaciones se hacían depositando fichas en una enorme olla de hierro que Hobb Tresdedos y Owen el Bestia habían sacado a rastras de la cocina. Los barriles con las fichas estaban en un rincón, tras una gruesa cortina, de manera que los votantes pudieran hacer su elección en secreto. Estaba permitido que un amigo votara en nombre de otro que estuviera de servicio, de modo que algunos hombres cogían dos fichas, tres o cuatro, y Ser Denys y Cotter Pyke depositaban los votos de las guarniciones que habían dejado atrás.
Cuando por fin estuvieron solos en la estancia, Sam y Clydas volcaron la olla delante del maestre Aemon. Una cascada de conchas marinas, piedras y monedas de cobre cubrió la mesa. Las manos arrugadas de Aemon se movieron a una velocidad sorprendente, pusieron las conchas en un lado, las piedras en otro, las monedas en un tercero y amontonaron juntas las pocas puntas de flecha, clavos y bellotas. Sam y Clydas contaron los montones y tomaron cada uno nota de los resultados.
Aquella noche le correspondía a Sam ser el primero en anunciar los resultados.
—Doscientos tres para Ser Denys Mallister —dijo—. Ciento sesenta y nueve para Cotter Pyke. Ciento treinta y siete para Lord Janos Slynt, setenta y dos para Othell Yarwyck, cinco para Hobb Tresdedos y dos para Edd el Penas.
—Yo he contado ciento sesenta y ocho para Pyke —dijo Clydas—. Según mis cuentas faltan dos votos, y según las de Sam, uno.
—Sam ha contado bien —dijo el maestre Aemon—. Jon Nieve no ha depositado ficha. No importa, ninguno de los candidatos está cerca.
Sam sintió más alivio que decepción. Pese al apoyo de Bowen Marsh, Lord Janos seguía teniendo sólo un tercio de los votos.
—¿Quiénes son los cinco que siguen votando por Hobb Tresdedos? —preguntó, intrigado.
—Hermanos que no lo quieren en las cocinas, seguro —dijo Clydas.
—Ser Denys ha perdido diez votos desde ayer —señaló Sam—. Y Cotter Pyke casi veinte. Mala cosa.
—Mala cosa para sus esperanzas de ocupar el puesto de Lord Comandante, sin duda —dijo el maestre Aemon—. Eso no nos corresponde a nosotros decidirlo. Diez días no es tanto tiempo. Hubo una vez una elección que duró casi dos años, con unas setecientas votaciones. Los hermanos tomarán una decisión a su debido tiempo.
«Sí —pensó Sam—, pero ¿qué decisión?»
Más tarde, mientras tomaban copas de vino rebajado con agua en la intimidad de la celda de Pyp, a Sam se le soltó la lengua y empezó a pensar en voz alta.
—Cotter Pyke y Ser Denys Mallister están perdiendo terreno, pero entre los dos todavía tienen dos tercios de los votos —comentó a Pyp y a Grenn—. Cualquiera de ellos sería un buen Lord Comandante. Alguien tendría que convencer a uno de ellos de que se retirase y diese su apoyo al otro.
—¿Alguien? —dijo Grenn, dubitativo—. ¿Quién?
—Grenn es tan tonto que cree que podría ser él —dijo Pyp—. Quizá cuando alguien acabe con lo de Pyke y Mallister debería convencer al rey Stannis de que se casara con la reina Cersei.
—El rey Stannis ya está casado —objetó Grenn.
—¿Qué puedo hacer con él, Sam? —suspiró Pyp.
—Cotter Pyke y Ser Denys no se caen bien —insistió Grenn, testarudo—. Se pelean por todo, ¡por todo!
—Sí, pero sólo porque tienen opiniones diferentes acerca de lo que es mejor para la Guardia —señaló Sam—. Si nosotros les explicáramos...
—¿Nosotros? —lo interrumpió Pyp—. ¿Cómo es que «alguien» se ha convertido en «nosotros»? Yo soy un mono de feria, ¿recuerdas? Y Grenn es... Bueno, Grenn. —Sonrió a Sam y movió las orejas—. En cambio, tú... tú eres hijo de un lord, el mayordomo del maestre...
—Y Sam el Mortífero —terminó Grenn—. Mataste al Otro.
—Lo que lo mató fue el vidriagón —dijo Sam por enésima vez.
—Hijo de un lord, el mayordomo del maestre y Sam el Mortífero —caviló Pyp—. Podrías hablar con ellos, tal vez...
—Podría —dijo Sam con voz tan lúgubre como la de Edd el Penas—, si no fuera demasiado cobarde para enfrentarme a ellos.
Jon, con la espada en la mano, describió un lento círculo en torno a Seda, obligándolo a volverse.
—Levanta el escudo —dijo.
—Es demasiado pesado —se quejó el chico de Antigua.
—Es tan pesado como tiene que ser para parar una espada —repuso Jon—. Venga, levántalo.
Avanzó un paso y lanzó un golpe. Seda alzó súbitamente el escudo a tiempo para parar el tajo con el borde y lanzó una estocada con su acero a las costillas de Jon.
—Bien —dijo Jon al notar el impacto en su escudo—. Eso ha estado muy bien. Pero tienes que darte impulso con el cuerpo. Añade tu peso al filo del acero y harás más daño que si usas sólo la fuerza del brazo. Vamos, inténtalo de nuevo, atácame, pero mantén arriba el escudo o haré que la cabeza te suene como una campana.
En lugar de eso Seda retrocedió un paso y se levantó el visor.
—Jon —dijo, con voz ansiosa.
Cuando se volvió ella estaba de pie detrás de él, rodeada por media docena de hombres de la reina.
«No es de extrañar que se haya hecho el silencio en el patio.» Había visto a Melisandre junto a sus hogueras nocturnas y en sus idas y venidas por el castillo, pero nunca tan de cerca. «Es bella», pensó; pero en los ojos rojos había algo más que perturbador.
—Mi señora.
—El rey quiere hablar contigo, Jon Nieve.
—¿Me permitís cambiar de ropa? —Jon clavó en el suelo la espada de prácticas—. Mi aspecto no es adecuado para presentarme ante un rey.
—Te esperaremos en la cima del Muro —dijo Melisandre.
«"Te esperaremos" —se fijó Jon—, no "te esperará". Es tal como cuentan. Ésta es su auténtica reina, no la que dejó en Guardiaoriente.»
Colgó la cota y el peto en la armería, regresó a su celda, se quitó las ropas empapadas de sudor y se puso otras negras limpias. Sabía que en la jaula haría frío y viento, y que encima del hielo lo notaría todavía más, por lo que eligió una capa con un grueso capuchón. Por último recogió a
Garra
y se colgó la espada bastarda a la espalda.
Melisandre lo esperaba en la base del Muro. Había despedido a los hombres de la reina.
—¿Qué quiere de mí Su Alteza? —le preguntó Jon cuando entraron en la jaula.
—Todo lo que puedas dar, Jon Nieve. Es un rey.
Jon cerró la puerta y tiró de la cuerda de la campana. La polea comenzó a girar. Ascendieron. El día era claro y el Muro lloraba, largos dedos de agua bajaban por su cara iluminada por el sol. En el espacio cerrado de la jaula de hierro notaba intensamente la presencia de la mujer roja.
«Hasta huele a rojo.» El aroma le recordó la forja de Mikken, el olor del hierro cuando estaba al rojo blanco; era un aroma de humo y sangre. «Besada por el fuego», pensó, recordando a Ygritte. El viento se introdujo entre las largas túnicas rojas de Melisandre y las hizo aletear contra las piernas de Jon que se encontraba de pie a su lado.
—¿No tenéis frío, mi señora? —le preguntó.
Ella se echó a reír.
—Nunca. —El rubí de su garganta parecía pulsar al unísono con los latidos de su corazón—. El fuego del Señor vive en mí, Jon Nieve. Siéntelo. —Le cogió la mano y se la llevó a la mejilla, y la mantuvo allí para que percibiera su calor—. Así debe ser la vida —le dijo—. Sólo la muerte es fría.
Stannis Baratheon estaba solo, de pie junto al borde del Muro, contemplando el campo donde había ganado su batalla y el inmenso bosque verde más allá. Llevaba los mismos calzones, túnica y botas negras que debía usar un hermano de la Guardia de la Noche. Sólo su capa lo diferenciaba: una pesada capa dorada, ribeteada de piel negra, con un broche en forma de un corazón ardiente.
—Alteza, os he traído al bastardo de Invernalia —dijo Melisandre.
Stannis se volvió para estudiarlo. Los ojos, bajo las espesas cejas, eran pozos azules insondables. Las mejillas hundidas y el mentón voluntarioso estaban cubiertos por una barba de un negro azulado, bien recortada, que no hacía gran cosa para ocultar la delgadez de su rostro. Tenía los dientes apretados, y el cuello, los hombros y la mano derecha, tensos.
Jon se acordó de algo que Donal Noye le había dicho en una ocasión con respecto a los hermanos Baratheon. «Robert era el auténtico acero. Stannis es puro hierro, negro, duro y fuerte, pero quebradizo como suele ser el hierro. Se partirá antes de doblarse.» Inquieto, se arrodilló mientras se preguntaba para qué lo necesitaba aquel rey quebradizo.
—Levántate. He oído muchas cosas sobre ti y muy variadas, Lord Nieve.
—No soy un lord, señor. —Jon se levantó—. Sé lo que habéis oído. Que soy un cambiacapas y un cobarde, que maté a mi hermano Qhorin Mediamano para que los salvajes me perdonaran la vida. Que cabalgué con Mance Rayder y tomé una mujer salvaje.
—Sí. Todo eso y mucho más. También dicen que eres un warg, un cambiapiel que merodea por las noches como un lobo. —La sonrisa del rey Stannis era dura—. ¿Qué hay de verdad en lo que se cuenta?
—Yo tenía un huargo,
Fantasma
. Lo abandoné cuando subí al Muro cerca de Guardiagrís y desde entonces no he vuelto a verlo. Qhorin Mediamano me dio la orden de unirme a los salvajes. Sabía que me obligarían a matar para probarme y me dijo que hiciera cualquier cosa que me pidieran. La mujer se llamaba Ygritte. He roto los votos que hice con ella, pero os juro por el nombre de mi padre que nunca he cambiado mi capa.
—Te creo —le dijo el rey, y eso lo sorprendió.
—¿Por qué?
—Conozco a Janos Slynt. —Stannis resopló—. Y también conocí a Ned Stark. Tu padre no era mi amigo, pero habría que ser tonto para poner en duda su honor o su honestidad. Tú te pareces a él. —Stannis Baratheon era un hombre alto y le sacaba una cabeza a Jon, pero estaba tan delgado que aparentaba diez años más de los que tenía—. Sé mucho más de lo que te imaginas, Jon Nieve. Sé que fuiste tú quien encontró la daga de vidriagón que utilizó el hijo de Randyll Tarly para matar al Otro.
—La encontró
Fantasma
. La hoja estaba envuelta en la capa de un explorador y la habían enterrado al pie del Puño de los Primeros Hombres. También había otras hojas... de lanzas, puntas de flechas, todas de vidriagón.
—Sé que aquí defendiste la puerta —dijo el rey Stannis—. De no ser así, yo hubiera llegado demasiado tarde.
—Donal Noye defendió la puerta. Murió abajo, en el túnel, combatiendo contra el rey de los gigantes.
—Noye me hizo mi primera espada, así como el martillo de guerra de Robert. —Stannis hizo una mueca—. Si el dios hubiera querido preservar su vida, habría sido mejor Lord Comandante de vuestra orden que cualquiera de los idiotas que se pelean ahora por el cargo.