—De verdad. Vamos, suelta a la niña y ven a darme un beso.
Lysa se echó en brazos de Meñique entre sollozos. Mientras se abrazaban, Sansa se alejó arrastrándose a cuatro patas de la Puerta de la Luna y se abrazó a la columna más cercana. El corazón le latía a toda velocidad. Tenía el pelo lleno de nieve y le faltaba el zapato derecho.
«Se me debe de haber caído.» Se estremeció y se aferró a la columna con más fuerza todavía.
Meñique dejó que Lysa sollozara un momento contra su pecho, luego le puso las manos en los brazos y le dio un ligero beso.
—Mi celosa mujer, qué tontita —le dijo sonriendo—. Sólo he amado a una mujer, te lo prometo.
—¿Sólo a una? —Lysa Arryn le dedicó una sonrisa trémula—. Petyr, Petyr, ¿me lo juras? ¿Sólo a una?
—Sólo a Cat.
Le dio un empujón brusco, breve.
Lysa cayó hacia atrás y resbaló en el mármol mojado. Y desapareció. No gritó en ningún momento. Durante largos segundos no se oyó más sonido que el del viento.
—La habéis... la habéis... —Marillion lo miraba boquiabierto.
Los guardias seguían gritando al otro lado de la puerta, golpeándola con las astas de las lanzas. Lord Petyr ayudó a Sansa a ponerse en pie.
—¿Estáis herida? —Ella negó con la cabeza—. Entonces, deprisa, abrid la puerta, que entren mis guardias —dijo—. No hay tiempo que perder. Este bardo ha asesinado a mi señora esposa.
El camino que llevaba hasta Piedrasviejas rodeaba dos veces la colina antes de alcanzar la cima. Pedregoso y lleno de maleza, el tránsito por él habría sido lento incluso con buen clima, y la nevada de la noche anterior encima lo había dejado hecho un lodazal.
«Esto no es natural, nieve en las tierras de los ríos en otoño», pensó Merrett con melancolía. En realidad no había sido una gran nevada, lo justo para tender sobre el suelo un manto blanco durante la noche. Casi toda la nieve se había fundido cuando salió el sol, pero Merrett lo seguía considerando un mal presagio. Entre las lluvias, las inundaciones, el fuego y la guerra habían perdido dos cosechas y buena parte de la tercera. Si el invierno empezaba demasiado pronto habría hambre en las tierras de los ríos. Muchos pasarían necesidades y algunos morirían. La única esperanza de Merrett era no ser uno de ellos.
«Pero puede que lo sea. Con la suerte que tengo, seguro. Porque la única suerte que he tenido en mi vida es la mala.»
Bajo las ruinas del castillo, la ladera inferior de la colina tenía tanta maleza que entre ella se podrían haber ocultado medio centenar de bandidos.
«Si me descuido me estarán vigilando ahora mismo.» Merrett miró a su alrededor, pero no vio nada más que aulagas, helechos, cardos, cálamos aromáticos y arbustos de zarzamora entre los pinos y los centinelas verde grisáceo. En los alrededores los esqueletos de los álamos y los robles achaparrados poblaban el terreno como malas hierbas. No vio a ningún bandido, pero eso tampoco significaba nada. Los bandidos se sabían esconder mejor que los hombres honrados.
Merrett detestaba aquellos bosques, y a los bandidos los odiaba con todo su corazón. «Los bandidos me robaron la vida que tenía», le habían oído decir cuando bebía demasiado. Según su padre, bebía demasiado y demasiado a menudo. Lo decía constantemente y en voz alta.
«Y es verdad —reconoció con tristeza. Cuando uno vivía en Los Gemelos tenía que distinguirse por algo, de lo contrario se olvidaban de su existencia, pero no tardó en comprender que la reputación de ser el más bebedor del castillo no mejoraba en absoluto sus perspectivas—. Tuve el sueño de ser el mejor caballero que jamás había esgrimido una lanza, pero los dioses me lo arrebataron. ¿Por qué no me voy a tomar una copa de vino de cuando en cuando? Me calma los dolores de cabeza. Además, mi mujer es una arpía, mi padre me desprecia y mis hijos no valen para nada. ¿Qué motivos tengo para estar sobrio?»
Pero en aquel momento estaba sobrio. Bueno, había tomado dos cuernos de cerveza con el desayuno y una copita de tinto antes de ponerse en marcha, pero eso era sólo para que no le palpitara la cabeza. Merrett sentía cómo el dolor se le iba acumulando tras los ojos, y sabía que si le daba la más mínima oportunidad pronto se sentiría como si le hubiera estallado una tormenta entre las orejas. A veces los dolores de cabeza eran tan violentos que hasta le dolía llorar. En esas ocasiones lo único que podía hacer era tumbarse en la cama con la habitación a oscuras y un paño húmedo sobre los ojos, y maldecir su suerte y al bandido sin nombre que le había hecho aquello.
Sólo con pensarlo se ponía nervioso. En aquel momento no podía permitirse el lujo de padecer un dolor de cabeza.
«Si vuelvo a casa con Petyr sano y salvo puede que cambie mi suerte. —Llevaba el oro, lo único que le hacía falta era subir hasta la cima de Piedrasviejas, reunirse con los bandidos de mierda en las ruinas del castillo y hacer el intercambio. Un sencillo pago de rescate. Ni él lo podía estropear... a no ser que tuviera un dolor de cabeza tan fuerte que le impidiera cabalgar. Al anochecer tenía que estar en las ruinas, no acurrucado lloriqueando al borde del camino. Merrett se frotó la sien con dos dedos—. Una vuelta más a la colina y habré llegado.» Cuando recibieron el mensaje y se presentó voluntario para llevar el rescate, su padre lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Tú, Merrett? —preguntó. Luego se echó a reír por la nariz, con aquella repulsiva carcajada que tenía—. Je, je. Je, je. Je, je.
Merrett casi tuvo que suplicar para que le entregaran la bolsa con el maldito oro.
Algo se movió entre la maleza al borde del camino. Merrett tiró de las riendas con fuerza y echó mano de la espada, pero sólo era una ardilla.
—Idiota —se dijo al tiempo que volvía a envainar la espada que no había terminado de sacar—. Los bandidos no tienen cola. Por todos los infiernos, Merrett, contrólate.
El corazón le palpitaba a toda prisa, como si fuera un muchachito novato en su primera misión.
«Como si esto fuera el Bosque Real y me tuviera que enfrentar a la antigua Hermandad, no a los bandidos del señor del relámpago.» Por un instante sintió la tentación de dar media vuelta y trotar colina abajo en busca de la taberna más próxima. Con aquella bolsa de oro se podía comprar mucha cerveza, la suficiente para olvidarse de Petyr Espinilla.
«Que lo ahorquen, él se lo ha buscado. Es lo que se merece por largarse con una puta seguidora de campamento como un venado en celo.»
La cabeza le había empezado a latir; por el momento no era grave, pero sabía que iría a peor. Merrett se frotó el puente de la nariz. La verdad era que no tenía derecho a pensar así de Petyr. «Yo hice lo mismo a su edad.» En su caso, la única consecuencia grave habían sido unas viruelas, pero aun así no estaba en condiciones de juzgarlo. Las putas tenían su encanto, sobre todo para alguien con una cara como la de Petyr. Sí, el pobre chico tenía esposa, pero ella era parte del problema, no la solución. No sólo le doblaba la edad; encima, si los rumores eran ciertos, se acostaba con su hermano Walder. Por Los Gemelos siempre corrían muchos rumores y pocos de ellos eran verdad, pero en aquel caso concreto, Merrett les daba crédito. Walder el Negro era hombre que conseguía todo lo que quería, la esposa de su hermano incluida. También se había acostado con la mujer de Edwyn, eso lo sabía todo el mundo, era bien sabido que Walda la Bella se metía en su cama de cuando en cuando, y hasta se decía que había conocido a la séptima Lady Frey mucho mejor de lo debido. No era de extrañar que se negara a casarse. ¿Para qué comprar una vaca cuando había a su alrededor tantas ubres a la espera de que las ordeñara?
Merrett maldijo entre dientes y espoleó los flancos de su caballo para seguir cabalgando colina arriba. Por tentadora que resultara la perspectiva de gastarse el oro en bebida, sabía que, si no regresaba con Petyr Espinilla, más valía que no regresara jamás.
Lord Walder cumpliría pronto los noventa y dos años. El oído empezaba a fallarle, los ojos hacía tiempo que no le servían de casi nada y la gota se le había agravado hasta el punto de que había que llevarlo a todas partes. Todos sus hijos estaban de acuerdo en que no podía durar mucho más.
«Cuando muera cambiará todo, y no será para mejor. —Su padre era quejica y testarudo, con voluntad de hierro y lengua de víbora, pero su prioridad era cuidar de los suyos—. De todos los suyos, hasta de los que lo disgustan y decepcionan. Hasta de aquellos cuyos nombres no recuerda.» Pero cuando el viejo muriera...
Mientras Ser Stevron fue el heredero las cosas eran diferentes. El viejo llevaba sesenta años educando a Stevron, le había metido en la cabeza la importancia de la familia. Pero Stevron había muerto en la campaña del Joven Lobo en el oeste.
—De tanto esperar, sin duda —bromeó Lothar el Cojo cuando llegó el cuervo con la noticia.
Y sus hijos y nietos eran otro tipo de Frey. El heredero era en aquel momento Ser Ryman, el hijo de Stevron, un hombre testarudo, codicioso y corto de miras. Y después de Ryman iban sus hijos Edwyn y Walder el Negro, que eran aún peores.
—Por suerte se odian el uno al otro más de lo que nos odian a nosotros —había comentado Lothar el Cojo en cierta ocasión.
Merrett no estaba tan seguro de que fuera una suerte, y para sus adentros pensaba que Lothar era el más peligroso de todos. Lord Walder había ordenado el asesinato de los Stark en la boda de Roslin, pero fue Lothar el Cojo quien lo planeó todo con Roose Bolton, hasta las canciones que habría que tocar. Lothar era un tipo divertido para emborracharse con él, pero Merrett no era tan idiota como para darle la espalda. En Los Gemelos se aprendía enseguida que sólo se podía confiar en los hermanos de padre y madre, y ni siquiera en ellos ciegamente.
Cuando el anciano muriera cada hijo tendría que defender su territorio, y también cada hija. Sin duda el nuevo señor del Cruce conservaría a su lado en Los Gemelos a algunos de sus tíos, sobrinos y primos, a algunos, los que le cayeran bien, aquellos en los que confiara, o más probablemente los que considerase útiles.
«A los demás nos echará y nos las tendremos que arreglar por nuestra cuenta.»
Aquella posibilidad tenía muy preocupado a Merrett. En tres años cumpliría los cuarenta, era demasiado viejo para llevar la vida de un caballero errante... aunque hubiera sido caballero, cosa que no era. No tenía tierras ni riquezas propias. Lo único que poseía eran las ropas que llevaba puestas y poca cosa más, ni siquiera el caballo que montaba era suyo. No era tan listo como para hacerse maestre, ni tan piadoso como para hacerse septon, ni tan violento como para hacerse mercenario.
«Los dioses no me dieron más don que el de nacer, y hasta en eso fueron tacaños.» ¿De qué servía venir al mundo en el seno de una casa rica y poderosa si uno era el noveno hijo? Contando con los nietos y bisnietos, Merrett tenía más posibilidades de que lo eligieran Septon Supremo que de heredar Los Gemelos.
«No tengo suerte —pensó con amargura—. Nunca he tenido una pizca de suerte.»
Era un hombre corpulento, de pecho amplio y hombros anchos aunque su estatura no pasara de la media. Sabía que en los diez últimos años había engordado y tenía las carnes blandas, pero cuando era más joven, Merrett había sido casi tan robusto como Ser Hosteen, el mayor de sus hermanos de padre y madre, quien a su vez tenía fama de ser el más fuerte de la progenie de Lord Walder Frey. Cuando era niño lo habían enviado a Crakehall, a servir como paje en la familia de su madre. El viejo Lord Sumner no tardó en convertirlo en su escudero, y todos dieron por supuesto que tardaría pocos años en convertirse en Ser Merrett, pero los bandidos de la Hermandad del Bosque Real echaron por tierra aquellos planes. Mientras otro de los escuderos, su compañero Jaime Lannister, se cubría de gloria, Merrett empezó por contagiarse de viruelas por culpa de una seguidora de campamento, y luego encima lo tomó prisionero una mujer, ¡una mujer! A la que llamaban Gacela Blanca. Lord Sumner había pagado rescate por él a los bandidos, pero en la siguiente batalla lo derribó un golpe de maza que le rompió el yelmo y lo dejó inconsciente dos semanas. Más adelante le dijeron que todos lo habían dado por muerto.
Merrett no murió, pero los combates se terminaron para él. El menor golpe en la cabeza le producía un dolor cegador y hacía que se doblara lloroso. Dadas las circunstancias la caballería era una meta fuera de su alcance. Así se lo dijo con todo cariño Lord Sumner. Lo mandaron de vuelta a Los Gemelos, para hacer frente al desdén ponzoñoso de Lord Walder.
Después de aquello la suerte de Merrett fue de mal en peor. Su padre había conseguido arreglarle un buen matrimonio, lo casó con una de las hijas de Lord Darry, en los tiempos en los que los Darry contaban con el favor del rey Aerys. Pero apenas hubo desvirgado a su esposa, el rey Aerys perdió el trono. A diferencia de los Frey, los Darry se habían manifestado leales a los Targaryen, lo que les costó la mitad de sus tierras, buena parte de sus riquezas y casi todo su poder. En cuanto a su señora esposa, lo consideró decepcionante desde el primer día y durante años se empeñó en parir una hija tras otra, tres que nacieron vivas, una muerta y otra que murió siendo un bebé, antes de por fin darle un hijo. Su hija mayor resultó una ramera y la segunda una glotona. Cuando encontraron a Ami en los establos con nada menos que tres mozos de cuadra, se vio obligado a casarla con un caballero errante de mierda. Pensaba que la situación no podía empeorar... hasta que Ser Pate decidió hacerse un nombre derrotando a Ser Gregor Clegane. Ami volvió viuda al castillo, para desesperación de Merrett y sin duda para regocijo de todos los mozos de cuadras de Los Gemelos.
Merrett abrigó la esperanza de que su suerte estuviera cambiando por fin cuando Roose Bolton eligió casarse con su Walda y no con otra de sus primas más delgadas y atractivas. La alianza con Bolton era importante para la Casa Frey y su hija había contribuido a cimentarla; pensaba que aquello le daría ciertas ventajas. El viejo no tardó en desengañarlo.
—La ha elegido porque está gorda —le dijo Lord Walder—. ¿Te crees que a Bolton le importa un pedo de bufón que sea hija tuya? ¿Crees que pensó, «eh, mira, Merrett el Memo, justo el hombre que quiero tener como suegro»? Tu Walda es una cerda vestida de seda, por eso la ha elegido, y desde luego no te voy a dar las gracias. La misma alianza nos habría salido a mitad de precio si tu puerquita soltara la cuchara alguna vez.