—Esto otorga tierras, rentas y un castillo a Ser Emmon Frey y a su señora esposa, Lady Genna. —Ser Kevan puso otro montón de pergaminos delante del rey. Tommen mojó la pluma y firmó—. Esto es un decreto de legitimidad para el hijo natural de Lord Roose Bolton de Fuerte Terror. Y esto nombra a Lord Bolton vuestro Guardián del Norte.
Tommen mojaba y firmaba, mojaba y firmaba.
—Esto otorga a Ser Rolph Spicer la propiedad del castillo Castamere, así como el título de señor.
Tommen garabateó su nombre.
«Tendría que haber acudido a Ser Ilyn Payne», reflexionó Jaime. La Justicia del Rey no era tan amigo suyo como Marbrand y seguramente le habría dado una paliza mucho peor... pero, al no tener lengua, luego no habría podido alardear de ello. Lo único que hacía falta era que Ser Addam bebiera una copa de más y se le escapara un comentario, y el mundo entero sabría la clase de inútil en que se había convertido. «Lord Comandante de la Guardia Real.» Era sin duda una broma cruel... aunque no tanto como el regalo que su padre le había enviado.
—Esto es vuestro perdón real para Lord Gawen Westerling, su señora esposa y su hija, Jeyne, dándoles la bienvenida de vuelta a la paz del rey —siguió Ser Kevan—. Esto es un perdón real para Lord Jonos Bracken de Seto de Piedra. Esto es un perdón para Lord Vance. Esto para Lord Goodbrook. Esto para Lord Mooton de Poza de la Doncella.
—Parece que lo tienes todo bajo control, tío —dijo Jaime levantándose—. Dejo a Su Alteza a tu cargo.
—Como quieras. —Ser Kevan se levantó también—. Jaime, tendrías que ir a ver a tu padre. Esta brecha que se ha abierto entre nosotros...
—La ha abierto él. Y no la cerrará si me envía regalos con ánimo de escarnecerme. Díselo, si es que lo puedes apartar de los Tyrell el tiempo suficiente.
—Te hizo el regalo de corazón —dijo su tío con una expresión afligida—. Pensamos que tal vez te animaría para...
—¿Para que me creciera una nueva mano?
Jaime se volvió hacia Tommen. Aunque tenía los rizos dorados y los ojos verdes de Joffrey, el nuevo rey no compartía gran cosa con su difunto hermano. Era regordete, con el rostro redondo y sonrosado, y hasta le gustaba leer.
«Mi hijo, aún no tiene ni nueve años. El niño no es aún el hombre.» Tendrían que pasar siete años antes de que Tommen empezara a gobernar por derecho propio. Hasta entonces, el reino estaría bajo el firme control de su señor abuelo.
—Alteza —dijo—, solicito permiso para retirarme.
—Como queráis, Ser Tío. —Tommen se volvió hacia Ser Kevan—. ¿Los puedo sellar ya, tío abuelo?
Hasta el momento, lo que más le gustaba de ser rey era presionar el sello real sobre la cera caliente.
Jaime salió a zancadas de la sala del Consejo. Al otro lado de la puerta se encontró con Ser Meryn Trant, firme y rígido, de guardia con la armadura blanca y la capa nívea.
«Si éste, Kettleblack o Blount supieran lo vulnerable que soy...»
—Quedaos aquí hasta que Su Alteza haya terminado —dijo—, luego escoltadlo de vuelta a Maegor.
—Como digáis, mi señor —dijo Trant, inclinando la cabeza.
Aquella mañana el patio de armas estaba lleno de gente y ruido. Jaime se dirigió hacia los establos, donde un nutrido grupo de hombres ensillaba los caballos.
—¡Patas de Acero! —llamó—. De modo que ya os ponéis en marcha.
—En cuanto mi señora monte —dijo Patas de Acero Walton—. Mi señor de Bolton nos espera. Ah, ya está aquí.
Un mozo de cuadras salió del establo llevando una hermosa yegua gris por las riendas. La montaba una niña delgada, de ojos inexpresivos, abrigada con una gruesa capa. Era gris, al igual que el vestido que llevaba debajo, con ribetes de seda blanca. El broche que se la cerraba ante el pecho tenía forma de cabeza de lobo, con ópalos a modo de ojos rasgados. Llevaba la larga cabellera castaña suelta al viento. Jaime pensó que tenía un rostro muy atractivo, aunque los ojos eran tristes y recelosos.
Al verlo, la niña inclinó la cabeza.
—Ser Jaime —dijo con voz baja, nerviosa—, qué amable por vuestra parte venir a despedirme.
—Veo que me conocéis. —Jaime clavó la mirada en ella.
La niña se mordió el labio.
—Tal vez no me recordéis, mi señor, entonces era más pequeña, pero... tuve el honor de conoceros en Invernalia, cuando el rey Robert fue a visitar a mi padre, Lord Eddard. —Bajó los grandes ojos castaños—. Soy Arya Stark —murmuró.
Jaime no había prestado nunca mucha atención a Arya Stark, pero le pareció que aquella niña era mayor.
—Tengo entendido que partís para contraer matrimonio.
—Han dispuesto que me case con el hijo de Lord Bolton, Ramsay. Era un Nieve, pero Su Alteza le ha concedido el apellido Bolton. Dicen que es muy valiente. Estoy dichosa.
«Entonces, ¿por qué pareces tan asustada?»
—Os deseo todo lo mejor, mi señora. —Jaime se volvió hacia Patas de Acero—. ¿Os han dado el dinero que se os prometió?
—Sí, y ya lo hemos compartido. Tenéis toda mi gratitud. —El norteño sonrió—. Un Lannister siempre paga sus deudas.
—Siempre —dijo Jaime, lanzando una última mirada en dirección a la niña.
Se preguntó si habría alguna similitud. No es que tuviera mucha importancia, la verdadera Arya Stark se encontraría con toda probabilidad enterrada en una tumba anónima del Lecho de Pulgas. Sus padres habían muerto, y también todos sus hermanos, ¿quién osaría destapar el fraude?
—Buen viaje —le dijo a Patas de Acero.
Nage alzó el estandarte de paz, los norteños formaron una columna tan desastrada como sus capas de piel y salieron al trote por la puerta del castillo. En medio de la columna, la niña delgada de la yegua gris parecía muy menuda y desamparada.
Algunos caballos todavía se espantaban en la mancha negra del suelo de arena prensada, allí donde la tierra se había bebido la sangre del mozo de cuadras al que Gregor Clegane había matado de manera tan torpe. Sólo con verla Jaime se ponía furioso. Había dicho a la Guardia Real que mantuviera alejado al gentío, pero el imbécil de Ser Boros se había distraído con el duelo. Parte de la culpa había sido del estúpido muchacho, claro, y otra parte también del dorniense muerto. Pero sobre todo de Clegane. El golpe que cortó el brazo al muchacho había sido pura mala suerte, pero el segundo...
«En fin, Gregor lo está pagando caro.» El Gran Maestre Pycelle le estaba tratando las heridas pero, a juzgar por los alaridos que se escuchaban en las estancias del maestre, la curación no iba tan bien como debería.
—La carne se le pudre y las heridas rezuman pus —había dicho Pycelle al Consejo—. Ni siquiera los gusanos quieren acercarse a tal inmundicia. Sufre convulsiones tan violentas que lo he tenido que amordazar para que no se arranque la lengua de un mordisco. He cortado tanto tejido como he podido y he tratado la podredumbre con vino hirviendo y moho de pan, pero no ha servido de nada. Las venas del brazo se le están volviendo negras. Cuando lo sangré, todas las sanguijuelas murieron. Mis señores, tengo que saber qué sustancia maligna puso en su lanza el príncipe Oberyn. Propongo que detengamos a los otros dornienses hasta que sean más sinceros.
Lord Tywin se había negado.
—Ya vamos a tener suficientes problemas con Lanza del Sol por la muerte del príncipe Oberyn. No tengo la menor intención de empeorar las cosas tomando prisioneros a sus acompañantes.
—En ese caso, mucho me temo que Ser Gregor morirá.
—Sin duda. Es lo que le juré al príncipe Doran en la carta que le envié junto con el cuerpo de su hermano. Pero es imprescindible que lo mate la justicia del rey, no una lanza envenenada. Curadlo.
—Mi señor... —El Gran Maestre Pycelle lo miraba, consternado.
—Curadlo —repitió Lord Tywin, contrariado—. Supongo que estáis informado de que Lord Varys ha enviado pescadores a las aguas que rodean Rocadragón. Informan de que la isla está defendida por un destacamento casi simbólico. Los lysenos se han ido de la bahía, y con ellos la mayor parte de los hombres de Stannis.
—Excelente —dijo Pycelle—. Propongo que dejemos que Stannis se pudra en Lys. Nos hemos librado de ese hombre y de sus ambiciones.
—¿Acaso perdisteis también el cerebro cuando Tyrion os afeitó la barba? Estamos hablando de Stannis Baratheon. Ese hombre luchará hasta el final, y ni siquiera entonces se detendrá. Si se ha marchado, quiere decir que tiene intención de reanudar la guerra. Lo más probable es que se dirija a Bastión de Tormentas y trate de alzar en armas a los señores de la tormenta. Si es así, estará perdido. Pero si fuera más osado apostaría por Dorne. Trataría de ganar Lanza del Sol para su causa, y la guerra podría prolongarse años y años. De modo que no ofenderemos más a los Martell, por ningún motivo. Los dornienses podrán marcharse cuando deseen y vos curaréis a Ser Gregor.
De modo que la Montaña gritó, día y noche. Por lo visto, Lord Tywin Lannister podía intimidar al propio Desconocido.
Mientras subía por la escalera espiral de la Torre de la Espada Blanca, Jaime oyó los ronquidos de Ser Boros en su celda. La puerta de Ser Balon también estaba cerrada; aquella noche le correspondía velar por el rey, de modo que se pasaría el día durmiendo. Aparte de los ronquidos de Blount, la torre estaba muy silenciosa, cosa que convenía a Jaime.
«Yo también debería descansar.» La noche anterior, tras el baile con Ser Addam, el dolor de los golpes le había impedido dormir.
Pero, al entrar en el dormitorio, se encontró con su hermana que lo esperaba.
Estaba junto a la ventana abierta contemplando las murallas del castillo y el mar más allá. El viento de la bahía soplaba en torno a ella y le ceñía el vestido al cuerpo de una manera que a Jaime le aceleró el pulso. La túnica era blanca, tan blanca como las colgaduras de las paredes y los cortinajes de la cama. Espirales de esmeraldas diminutas adornaban los extremos de las anchas mangas y le adornaban el corpiño. La redecilla de oro con la que se recogía el pelo estaba cuajada de esmeraldas más grandes. El escote de la túnica dejaba al descubierto los hombros y la parte superior de los pechos.
«Qué hermosa es.» Lo único que deseaba en el mundo era tomarla entre sus brazos.
—Cersei. —Cerró la puerta con suavidad—. ¿Qué haces aquí?
—¿Adónde si no podía ir? —Cuando se dio la vuelta, vio que tenía los ojos llenos de lágrimas—. Nuestro padre me ha dejado bien claro que ya no me quiere en el Consejo. Jaime, tienes que hablar con él.
—Hablo con Lord Tywin todos los días. —Jaime se quitó la capa y la colgó de un clavo en la pared.
—¿Por qué eres tan terco? Lo único que quiere...
—Es obligarme a abandonar la Guardia Real y enviarme de vuelta a Roca Casterly.
—No es tan grave. A mí también me envía de vuelta a Roca Casterly. Me quiere bien lejos para manejar a Tommen a su antojo. ¡Tommen es hijo mío, no suyo!
—Tommen es el rey.
—¡Es un niño! Es un niñito asustado que ha visto cómo asesinaban a su hermano durante su banquete de bodas. Y ahora le están diciendo que se tiene que casar. ¡Esa chica le dobla la edad y ya ha enviudado dos veces!
Jaime se acomodó en una silla y trató de hacer caso omiso del dolor de los músculos magullados.
—Los Tyrell se muestran insistentes. Y no veo que tenga nada de malo. Tommen ha estado muy solo desde que Myrcella partió hacia Dorne. Le gusta estar con Margaery y con sus doncellas. Deja que los casen.
—Es tu hijo...
—Es mi semilla. No me ha llamado nunca padre, igual que Joffrey. Me lo dijiste un millón de veces, me advertiste que no mostrara demasiado interés por ellos.
—¡Era para protegerlos! Y también para protegerte a ti. ¿Qué habrían pensado todos si mi hermano se mostrara paternal con los hijos del rey? Hasta Robert habría sospechado algo.
—Bueno, ya no está en condiciones de sospechar nada. —La muerte de Robert le había dejado un regusto amargo en la boca. «Debí ser yo quien lo matara, y no Cersei»—. Yo sólo quería que muriera a mis manos. —«Cuando aún tenía dos»—. Si hubiera permitido que lo de matar reyes se convirtiera en costumbre, como a él le gustaba decir, te habría tomado como esposa ante los ojos de todo el mundo. No me avergüenzo de amarte, sólo me avergüenzo de las cosas que he hecho para ocultarlo. Aquel chiquillo de Invernalia...
—¿Acaso te dije yo que lo tirases por la ventana? Si hubieras tomado parte en la cacería, como te supliqué que hicieras, no habría pasado nada. Pero no, tenías que estar conmigo, no podías esperar a que volviéramos a la ciudad.
—Ya estaba harto de esperar. No soportaba ver a Robert meterse a trompicones en tu cama noche tras noche, siempre preguntándome si te exigiría que cumplieras tus deberes como esposa. —De repente, Jaime recordó algo más que le daba vueltas en la cabeza, algo relativo a Invernalia—. En Aguasdulces, Catelyn Stark estaba convencida de que yo había enviado a un criminal para cortarle el cuello a su hijo. Decía que le había dado una daga.
—Ah, ya —replicó ella, despectiva—. Tyrion también me preguntó por el tema.
—Lo de la daga era cierto. Las cicatrices que Lady Catelyn tenía en las manos no eran imaginarias, me las enseñó. ¿Fuiste tú la que...?
—Por favor, no digas tonterías. —Cersei cerró la ventana—. Sí, tenía la esperanza de que el crío muriese. Igual que tú. ¡Pero si hasta Robert pensaba que habría sido lo mejor para él!
»—Matamos a los caballos cuando se rompen una pata y a los perros cuando se quedan ciegos, pero somos demasiado débiles para mostrarnos igual de misericordiosos con un niño tullido —me dijo. Con esas palabras. Claro que él también estaba ciego en ese momento, de tanto beber.
«¿Robert?» Jaime había velado por el rey suficientes veces para saber que, cuando bebía de más, Robert Baratheon decía cosas que al día siguiente negaría airado.
—¿Estabais a solas cuando Robert hizo ese comentario?
—Me imagino que no pensarás que lo dijo delante de Ned Stark. Claro que estábamos a solas. Con los niños. —Cersei se quitó la redecilla del pelo, la colgó de un poste de la cama y sacudió la cabeza para desenredar los rizos dorados—. A lo mejor fue Myrcella la que envió al hombre de la daga, ¿qué te parece?
Pretendía que fuera una burla, pero Jaime vio al momento que había dado en el clavo.
—Myrcella no. Joffrey.
—A Joffrey no le gustaba Robb Stark —dijo Cersei con el ceño fruncido—, pero el crío no le importaba lo más mínimo. Si él mismo no era más que un niño...