—Ser Gregor la Montaña —dijo en voz baja—. Dunsen, Raff el Dulce, Ser Ilyn, Ser Meryn, la reina Cersei.
Se sintió rara al dejar fuera de la lista a Polliver y al Cosquillas. Y a Joffrey, también a Joffrey. Se alegraba de que hubiera muerto, pero le habría gustado verlo morir o mejor aún matarlo ella.
«Polliver dijo que Sansa y el Gnomo lo mataron. —¿Sería verdad? El Gnomo era un Lannister y Sansa—... Ojalá me pudiera transformar en lobo, ojalá me salieran alas y pudiera marcharme volando.»
Si Sansa también había caído, ella era la única Stark que quedaba. Jon estaba en el Muro a mil leguas de distancia, pero era un Nieve, y aquellos tíos y tías a los que el Perro quería venderla tampoco eran Starks. No eran lobos.
Sandor gimió y Arya giró para ponerse de costado y mirarlo. Se dio cuenta de que también había omitido su nombre. ¿Por qué? Trató de pensar en Mycah, pero le costaba recordar su cara. No lo había conocido durante mucho tiempo.
«Lo único que hizo fue jugar a las espadas conmigo.»
—El Perro —susurró—.
Valar morghulis
—añadió.
Tal vez por la mañana estaría muerto...
Pero, cuando la pálida luz del amanecer empezó a filtrarse entre los árboles, fue él quien la despertó con la punta de la bota. Había soñado otra vez que era una loba, que perseguía a un caballo sin jinete colina arriba, seguida por su manada, pero el pie de Sandor la trajo de vuelta justo cuando lo iban a matar.
El Perro estaba todavía muy débil y sus movimientos eran lentos y torpes. Daba cabezadas en la silla, sudaba y la oreja le volvía a sangrar a través de las vendas. Tenía que hacer acopio de todas sus fuerzas sólo para no caerse de
Extraño
. Si los hombres de la Montaña los hubieran perseguido, Arya dudaba de que hubiera tenido fuerzas para levantar una espada. Miró por encima del hombro, pero tras ellos no había nada más que un cuervo que revoloteaba de árbol en árbol. El único sonido que le llegaba era el del río.
Sandor Clegane se estaba tambaleando bastante antes del mediodía. Aún quedaban muchas horas de luz cuando la hizo detenerse.
—Tengo que descansar —fue lo único que dijo.
En aquella ocasión, al desmontar, cayó sin poder apoyarse en nada. No trató de levantarse, sino que se arrastró débilmente hasta debajo de un árbol y se apoyó en el tronco.
—Mierda —maldijo—. Mierda. —Vio que Arya lo estaba mirando—. Te despellejaría viva por una copa de vino, niña.
Ella le llevó agua. Sandor bebió un poco, se quejó de que sabía a barro y se hundió en un sueño febril y ruidoso. Lo tocó, y la piel le ardía. Arya olfateó las vendas como hacía a veces el maestre Luwin cuando le trataba un corte o un arañazo. Lo que más le había sangrado era la cara, pero era la herida de la pierna la que tenía un olor raro.
Se preguntó si aquello de Salinas estaría lejos y si podría llegar por su cuenta. «No tendría que matarlo. Si me marcho a caballo y lo dejo aquí se morirá él solo. Se morirá de fiebre y se quedará aquí tirado bajo el árbol hasta el fin de los tiempos.» Pero quizá sería mejor si lo mataba ella misma. Había matado al escudero en la posada, y el chico no había hecho más que agarrarla por el brazo. El Perro en cambio había matado a Mycah. «A Mycah y a muchos más. Seguro que ha matado a más de cien Mycahs.» Probablemente la habría matado también a ella si no fuera por el rescate.
Aguja
centelleó cuando se la sacó del cinturón. Al menos Polliver la había conservado afilada y en buen estado. Giró el cuerpo de lado en una posición de danzarina del agua que le salió por instinto. Las hojas secas crujieron bajo sus pies. «Rápida como una serpiente —pensó—. Suave como la seda de verano.»
Sandor abrió los ojos.
—¿Recuerdas dónde está el corazón? —preguntó en un susurro ronco.
—Sólo... iba a... —Se había quedado inmóvil como una piedra.
—¡No mientas! —gruñó—. Detesto a los mentirosos. Y a los mentirosos cobardes aún más. Venga. Hazlo. —Al ver que Arya no se movía entrecerró los ojos—. Maté a tu amiguito, el hijo del carnicero. Casi lo corté en dos y me reí. —Emitió un sonido extraño; Arya tardó un momento en comprender que estaba sollozando—. Y el pajarito, tu hermana, tu preciosa hermana... me quedé allí, con mi capa blanca, y dejé que la golpearan. Yo le arrebaté aquella canción de mierda, no me la dio. Y me la habría llevado a ella. Me la tendría que haber llevado. Me la tendría que haber follado hasta matarla, le tendría que haber arrancado el corazón antes de dejarla para ese enano. —Un espasmo de dolor le retorció el rostro—. ¿Qué quieres, loba, que te lo suplique? ¡Vamos! El don de la piedad... venga a tu amigo Michael...
—Mycah. —Arya se alejó de él—. No te mereces el don de la piedad.
El Perro la observó con los ojos brillantes de fiebre mientras ensillaba a
Gallina
. En ningún momento intentó levantarse para detenerla.
—Una loba de verdad remataría a un animal herido —le dijo cuando la vio montar.
«A lo mejor te encuentran lobos de verdad —pensó Arya—. A lo mejor les llega tu olor cuando se ponga el sol.» Así aprendería qué les hacían los lobos a los perros.
—No me tendrías que haber pegado con el hacha —dijo—. Tendrías que haber salvado a mi madre.
Hizo dar la vuelta a la yegua y se alejó de él sin volver la vista atrás.
Una luminosa mañana, seis días más tarde, llegó a un lugar donde el Tridente empezaba a ensancharse y el aire olía más a sal que a árboles. Siguió avanzando siempre cerca del agua, pasó junto a prados y granjas, y poco después de mediodía divisó una ciudad.
«Ojalá sea Salinas», pensó esperanzada. Un pequeño castillo dominaba la ciudad; era poco más que un torreón, apenas una edificación alta, cuadrada, con un patio y una muralla exterior. En la mayor parte de las tiendas, posadas y tabernas que rodeaban el puerto se veían los efectos de incendios y saqueos, pero algunos edificios aún parecían habitados. El puerto estaba allí y hacia el este se extendía la bahía de los Cangrejos, con aguas que centelleaban azules y verdes bajo el sol.
Y había barcos.
«Tres —contó Arya—, hay tres.» Dos de ellos no eran más que remeros fluviales, barcazas de bajíos hechas para surcar las aguas del Tridente. El tercero era más grande, un mercante marino con dos hileras de remos, proa dorada y tres mástiles altos con velas plegadas color púrpura. El casco también estaba pintado de color púrpura. A lomos de
Gallina
, Arya recorrió el muelle para verlo mejor. En un puerto los forasteros no eran tan raros como en una aldea, y a nadie pareció importarle quién era ni qué hacía allí.
«Necesito plata.» Se mordió el labio. A Polliver le habían quitado un venado y una docena de cobres, al escudero con espinillas que ella había matado ocho platas, y tan sólo un par de monedas en el bolso del Cosquillas. Pero el Perro le había dicho que le quitara las botas y que le descosiera el dobladillo de su jubón empapado de sangre. Ella había puesto un venado bajo cada pulgar en las botas y tres dragones de oro en el dobladillo que volvió a coser. Sandor se había quedado con todo.
«No fue justo. Eran tan míos como suyos.» Si le hubiera concedido el don de la piedad... pero no lo había hecho. No podía volver atrás, de la misma manera que no podía suplicar ayuda. «Suplicando no se consigue nada.» Tenía que vender a
Gallina
, y ojalá sacara suficiente por ella.
Un muchachito del puerto le dijo que los establos se habían quemado, pero su propietaria había llevado el negocio a la parte trasera del sept. A Arya no le costó dar con ella: era una mujer alta, corpulenta, con un agradable olor a caballo. Le gustó
Gallina
nada más verla, le preguntó a Arya cómo una yegua así había llegado a su poder y sonrió al oír su respuesta.
—Es un caballo de crianza —dijo—, eso se nota a la legua, y no dudo que perteneciera a un caballero, cariño. Pero ese caballero no era tu hermano muerto. Llevo muchos años haciendo negocio con el castillo, así que sé cómo es la gente de buena cuna. Esta yegua es de buena cuna, tú no. —Clavó un dedo en el pecho de Arya—. No sé si la encontraste o la robaste, me da igual, pero fue una de dos. Sólo así una pequeñaja harapienta como tú podría montar semejante palafrén.
—Entonces, ¿no me la vais a comprar? —Arya se mordió el labio.
—Sí, cariño, pero aceptarás lo que te ofrezca. —La mujer se rió entre dientes—. O eso o vamos al castillo y a lo mejor allí no te dan nada. Y si te descuidas, te ahorcan por robarle el caballo a un buen caballero.
Había media docena de habitantes de Salinas en las cercanías, cada uno dedicado a sus asuntos, así que Arya comprendió que no podía matar a la mujer. Por lo tanto, tuvo que morderse el labio y dejarse estafar. La bolsa que obtuvo daba pena de puro exigua, y cuando pidió algo más por la silla, la manta y las riendas, la mujer se rió de ella.
«Al Perro no lo habría timado», pensó durante el largo trayecto de vuelta a los muelles. Le pareció una distancia inmensamente más larga que cuando la había recorrido a caballo.
La galera púrpura seguía allí. Si el barco hubiera zarpado mientras se dejaba estafar habría sido demasiado para ella. Cuando llegó estaban subiendo por la plancha un barril de aguamiel. Trató de ir detrás, pero un marinero de la cubierta empezó a gritarle en un idioma que no conocía.
—Quiero ver al capitán —le dijo Arya.
Lo único que consiguió fue que gritara más fuerte, pero el jaleo atrajo la atención de un hombre corpulento de pelo cano con una chaqueta de lana púrpura, que por suerte hablaba la lengua común.
—Yo soy el capitán —dijo—. ¿Qué es lo que quieres? Date prisa, la marea no espera.
—Quiero ir al norte, al Muro. Mirad, tengo para pagar. —Le entregó la bolsa—. La Guardia de la Noche tiene un castillo a la orilla del mar.
—Guardiaoriente. —El capitán se vació la bolsa en la palma de la mano y frunció el ceño—. ¿Esto es todo lo que tienes?
«No es suficiente», supo Arya antes de que se lo dijera. Lo veía bien claro en su rostro.
—No me hace falta camarote ni nada así —dijo—. Puedo dormir en la bodega o...
—Que venga como chica de camarote —dijo un remero que pasaba por allí con una bala de algodón al hombro—. Puede dormir conmigo.
—Cuidado con lo que dices —le replicó el capitán.
—También puedo trabajar —insistió Arya—. Sabría fregar las cubiertas. Estuve un tiempo fregando las escaleras de un castillo. O podría remar...
—No —le replicó—, no podrías. —Le devolvió las monedas—. Y aunque pudieras tampoco importaría, niña. No se nos ha perdido nada en el norte. No hay nada más que hielo, guerra y piratas. De hecho, nos encontramos con una docena de barcos piratas al doblar Punta Zarpa Rota y no tengo ningunas ganas de volver a verlos. Nosotros vamos a poner rumbo hacia casa, y te recomiendo que hagas lo mismo.
«Yo no tengo casa —pensó Arya—. No tengo manada. Y ahora ni siquiera tengo caballo.»
El capitán empezó a darse la vuelta, ya no había más que hablar.
—¿Qué barco es éste, mi señor? —preguntó a la desesperada.
El hombre se detuvo lo justo para dedicarle una sonrisa cansada.
—Es la
Hija del Titán
, de la Ciudad Libre de Braavos.
—¡Esperad! —exclamó Arya de repente—. Tengo otra cosa.
Se la había escondido tan bien en la ropa interior para que nadie se la quitara que tuvo que hurgar un rato para encontrarla, todo ello mientras los remeros se reían y el capitán aguardaba con impaciencia evidente.
—Una moneda de plata más no va a cambiar nada, niña —le dijo.
—No es de plata. —Cerró los dedos en torno a ella—. Es de hierro. Tomad.
Le apretó contra la palma de la mano la pequeña moneda de hierro que Jaqen H'ghar le había dado, tan gastada que el hombre cuya cabeza aparecía en ella no tenía ya rasgos.
«Seguro que no vale nada, pero...»
El capitán la examinó, parpadeó y clavó la vista en Arya.
—¿Esto... cómo...?
«Jaqen me dijo que dijera las palabras también.» Arya se cruzó los brazos sobre el pecho.
—
Valar morghulis
—exclamó en voz tan alta como si supiera lo que significaba.
—
Valar dohaeris
—respondió él mientras se tocaba la frente con dos dedos—. Tendrás un camarote, por supuesto.
—Chupa más fuerte que el mío. —Elí acariciaba la cabeza del bebé mientras lo sostenía contra el pecho.
—Es que tiene hambre —dijo Val, la mujer rubia a la que los hermanos negros llamaban «la princesa salvaje»—. Hasta ahora ha vivido de leche de cabra y de las pócimas que le hacía el maestre ciego.
El niño aún no tenía nombre, igual que el de Elí. Era la costumbre de los salvajes. Por lo visto, ni siquiera el hijo de Mance Rayder tendría un nombre hasta que llegara su tercer año, aunque Sam había oído a los hermanos llamarlo «el principito» o «nacido-en-la-batalla».
Contempló cómo el niño mamaba del pecho de Elí, luego se fijó en cómo lo miraba Jon.
«Jon está sonriendo. —Una sonrisa triste, sí, pero al menos era una sonrisa. Sam se alegró de verla—. Es la primera vez que lo veo sonreír desde que volvió.»
Habían caminado desde el Fuerte de la Noche a Lago Hondo, y luego de Lago Hondo a Puerta de la Reina, siempre por un sendero angosto que iba de un castillo al siguiente, sin perder nunca de vista el Muro. A un día y medio del Castillo Negro, mientras se forzaban a seguir la marcha con los pies encallecidos, Elí oyó caballos tras ellos y se volvió para ver una columna de jinetes negros que procedían del oeste.
—Mis hermanos —la tranquilizó Sam—. Por este camino no va nadie más que la Guardia de la Noche.
Resultó que era Ser Denys Mallister, de la Torre Sombría, con un herido Bowen Marsh y los supervivientes de la batalla en el Puente de los Cráneos. Cuando Sam vio a Dywen, a Gigante y a Edd Tollett el Penas, se derrumbó y se echó a llorar.
Fueron ellos los que le relataron la batalla que había tenido lugar al pie del Muro.
—Stannis llegó a Guardiaoriente con sus caballeros y Cotter Pyke lo guió por los caminos de los exploradores para coger desprevenidos a los salvajes —le contó Gigante—. Los destrozó. Mance Rayder cayó prisionero y murieron un millar de sus mejores hombres, entre ellos Harma Cabeza de Perro. Por lo que nos han dicho, el resto se dispersaron como hojas en una tormenta.
«Los dioses son bondadosos», pensó Sam.