Cuando vieron quién era el enviado de la Guardia, Harma volvió la cabeza y escupió, y uno de los lobos de Varamyr mostró los dientes y empezó a gruñir.
—Debes de ser muy valiente o muy estúpido, Jon Nieve, para volver a nosotros con una capa negra —dijo Mance Rayder.
—¿Qué otra cosa puede llevar un hombre de la Guardia de la Noche?
—Mátalo —instó Harma—. Devuelve su cuerpo en esa jaula que tienen y diles que manden a otro. La cabeza me la quedaré para mi estandarte. Un cambiacapas es peor que un perro.
—Te advertí que mentía. —El tono de Varamyr era suave, pero su gatosombra miraba hambriento a Jon con los ojos grises convertidos en dos hendiduras—. Nunca me gustó su olor.
—Recoged las zarpas, fieras. —Tormund Matagigantes saltó del caballo—. Hay que escuchar al chico. Si le ponéis una garra encima puede que me haga esa capa de piel de gatosombra que tanto me apetece.
—Tormund Besacuervos —se burló Harma—. Pura palabrería, viejo.
—Cuando un caballo se acostumbra a la silla, cualquier hombre puede cabalgarlo —dijo con voz suave el cambiapiel. Tenía el rostro grisáceo, los hombros caídos y la cabeza calva; un ratón humano con ojos de lobo—. Cuando una bestia se habitúa a un hombre, cualquier cambiapiel puede metérsele dentro y cabalgarla. Orell se marchitaba dentro de sus plumas, por eso me quedé con el águila. Pero la unión funciona en ambos sentidos, warg. Orell vive ahora dentro de mí, me está susurrando cuánto te odia. Y yo puedo planear por encima del Muro y ver con ojos de águila.
—Así que lo sabemos todo —dijo Mance—. Sabemos los pocos que erais cuando conseguisteis detener la tortuga. Sabemos cuántos han venido desde Guardiaoriente. Sabemos cómo se van agotando vuestros suministros. Hasta vuestra escalera ha desaparecido y en esa jaula sólo pueden subir unos pocos cada vez. Lo sabemos todo. Y ahora tú sabes que lo sabemos. —Apartó el faldón de la tienda—. Entra. Los demás, esperad fuera.
—¿Cómo, yo también? —dijo Tormund.
—Tú sobre todo. Como siempre.
Dentro hacía calor. Había un pequeño fuego bajo los agujeros de salida del humo y un brasero ardía cerca del montón de pieles donde yacía Dalla, pálida y sudorosa. Su hermana le sostenía la mano.
«Val», recordó Jon.
—Sentí mucho lo que le pasó a Jarl —le dijo.
—Siempre trepaba demasiado deprisa. —Val lo miraba con ojos color gris claro.
Era tan blanca como la recordaba, esbelta, de pechos generosos, grácil hasta cuando no se movía, con los pómulos altos muy marcados y una gruesa trenza de cabellos color miel que le caía hasta la cintura.
—Se acerca la hora de Dalla —explicó Mance—. Ella y Val se quedan. Saben lo que tengo intención de decir.
Jon mantuvo su expresión tan inamovible como el hielo. «Ya era bastante canalla asesinar a un hombre en su tienda durante una tregua. ¿También tengo que matarlo delante de su esposa mientras nace su hijo?» Cerró los dedos en torno a la empuñadura de la espada. Mance no vestía armadura pero llevaba la espada envainada colgada del cinturón. Y en la tienda había otras armas, dagas y puñales, un arco y un carcaj con flechas, una lanza con punta de bronce recostada tras aquel...
Cuerno negro.
Jon se quedó sin respiración.
Un cuerno de guerra, un gigantesco cuerno de guerra.
«Mierda.»
—Sí —dijo Mance—. El Cuerno del Invierno, el mismo que Joramun hizo sonar en cierta ocasión para despertar a los gigantes de la tierra.
El cuerno era enorme, el largo de la curva era de dos metros y medio y tan ancho en la boca que habría podido meter el brazo hasta el codo. «Si de verdad perteneció a un uro, debió de ser el más grande que haya existido.» Al principio pensó que las bandas metálicas que lo circundaban eran de bronce, pero al acercarse vio que eran de oro. «Oro viejo, más tostado que amarillo, con runas grabadas.»
—Ygritte me dijo que no habíais encontrado el cuerno.
—¿Crees que los cuervos son los únicos que pueden mentir? Para ser un bastardo me caías bien... pero nunca confié en ti. Mi confianza hay que ganársela.
—Si has tenido el Cuerno de Joramun desde el principio, ¿por qué no lo has usado? —preguntó Jon mirándolo a la cara—. ¿Por qué te has molestado en construir tortugas y mandar thenitas para que nos maten mientras dormimos? Si este cuerno puede hacer lo que dicen las canciones, ¿por qué no lo haces sonar y terminamos de una vez?
Fue Dalla la que le respondió. Tenía la barriga tan grande que apenas si pudo incorporarse sobre el montón de pieles junto al brasero.
—Nosotros, el pueblo libre, sabemos cosas que los arrodillados han olvidado. A veces el camino más corto no es el más seguro, Jon Nieve. El Señor Astado dijo una vez que la brujería es una espada sin empuñadura. No hay manera segura de agarrarla.
—Ningún hombre sale de cacería con una sola flecha en su carcaj —dijo Mance pasando una mano a lo largo de la curva del gran cuerno—. Tenía la esperanza de que Styr y Jarl cogieran desprevenidos a tus hermanos y nos abrieran la puerta. Hice que tu guarnición se dispersara con amagos, incursiones y ataques secundarios. Bowen Marsh picó el anzuelo, como esperaba, pero tu banda de tullidos y huérfanos resultó ser más terca de lo previsto. Pero no pienses que nos has detenido. La verdad sigue siendo que sois muy pocos y nosotros, demasiados. Podría continuar atacando aquí y mandar diez mil hombres a atravesar la bahía de las Focas en balsas para tomar Guardiaoriente por la retaguardia. También podría asaltar la Torre Sombría, conozco los accesos tan bien como cualquiera. Podría mandar hombres y mamuts a excavar las puertas en los castillos que habéis abandonado, todo eso a la vez.
—Entonces, ¿por qué no lo haces?
En ese momento podría haber sacado a
Garra
, pero quería oír lo que decía el salvaje.
—La sangre —dijo Mance Rayder—. Al final vencería, sí, pero me desangraréis, y mi gente ya ha perdido demasiada sangre.
—Tus pérdidas no han sido tan grandes.
—Contra vosotros, no. —Mance estudió el rostro de Jon—. Ya viste el Puño de los Primeros Hombres. Sabes qué pasó allí. Sabes a qué nos enfrentamos.
—Los Otros...
—Se hacen más fuertes a medida que los días se acortan y las noches se vuelven más frías. Primero matan, después mandan a tus muertos contra ti. Los gigantes no han podido nada contra ellos, tampoco los thenitas, los clanes del río de hielo ni los hombres Pies de Cuerno.
—¿Ni tú?
—Ni yo. —En aquella admisión había ira y una amargura demasiado profunda como para expresarla con palabras—. Raymun Barbarroja, Bael el Bardo, Gendel y Gorne, el Señor Astado, todos vinieron al sur como conquistadores; en cambio yo he venido con el rabo entre las piernas para esconderme detrás de vuestro Muro. —Volvió a palpar el cuerno—. Si toco el Cuerno del Invierno, el Muro caerá. Al menos, eso es lo que dicen las canciones. Entre mi gente los hay que no desean otra cosa...
—Pero una vez caiga el Muro —dijo Dalla—, ¿qué detendrá a los Otros?
—Tengo una mujer sabia. —Mance le dedicó una sonrisa cariñosa—. Una verdadera reina. —Se volvió de nuevo hacia Jon—. Regresa y diles que abran la puerta y nos dejen pasar. Si lo hacen les daré el cuerno y el Muro permanecerá en pie hasta el fin de los tiempos.
«Abrir la puerta y dejarlos pasar.» Era fácil de decir, pero... ¿qué ocurrirá luego? ¿Gigantes acampados en las ruinas de Invernalia? ¿Caníbales en el Bosque de los Lobos, carros de guerra por los Túmulos, el pueblo libre secuestrando a las hijas de los armadores y plateros de Puerto Blanco, a las pescaderas de Costa Pedregosa...?
—¿Eres un verdadero rey? —preguntó Jon de repente.
—No he llevado nunca una corona en la cabeza ni he plantado el trasero en ningún trono de mierda, si eso es lo que preguntas —replicó Mance—. Mi nacimiento es de los más humildes, ningún septon me ungió la cabeza con óleos. No poseo castillos y mi reina lleva pieles y ámbar, no seda y zafiros. Soy mi propio campeón, mi propio bufón y mi propio arpista. No se llega a Rey-más-allá-del-Muro porque el padre de uno lo fuera antes que él. El pueblo libre no sigue a un nombre y no les importa qué hermano nació antes. Ellos siguen a los luchadores. Cuando dejé la Torre Sombría había cinco hombres que juraban que tenían madera de reyes. Tormund era uno de ellos, el Magnar otro. Maté a los tres restantes cuando dejaron claro que lucharían antes de seguirme.
—Puedes matar a tus enemigos —dijo Jon con brusquedad—, pero ¿puedes gobernar a tus amigos? Si dejamos que tu gente pase, ¿tienes la fuerza suficiente para hacerlos respetar la paz del rey y obedecer las leyes?
—¿Las leyes de quién? ¿Las de Invernalia y Desembarco del Rey? —Mance se echó a reír—. Cuando queramos leyes ya nos haremos las nuestras. También puedes quedarte con la justicia de tu rey y con sus impuestos. Te ofrezco el cuerno, no nuestra libertad. No nos arrodillaremos ante vosotros.
—¿Y si rechazamos la oferta?
Jon no dudaba de que ésa sería la respuesta. El Viejo Oso al menos habría escuchado, aunque se habría opuesto a la sola idea de permitir que treinta o cuarenta mil salvajes vagaran por los Siete Reinos. Pero Alliser Thorne y Janos Slynt lo rechazarían sin dedicarle un segundo de atención.
—Si os negáis —dijo Mance Rayder—, Tormund Matagigantes tocará el Cuerno del Invierno dentro de tres días, al amanecer.
Podía llevar el mensaje de vuelta al Castillo Negro y contarles lo del Cuerno, pero si dejaba vivo a Mance, Lord Janos y Ser Alliser se agarrarían de eso como prueba de que era un cambiacapas. Mil ideas atravesaron la cabeza de Jon.
«Si pudiera destruir el cuerno, si pudiera destrozarlo aquí y ahora...» Pero antes de que pudiera dar forma a ningún plan oyó el sonido grave de otro cuerno que las paredes de piel de la carpa hacían más tenue. Mance también lo oyó. Con el ceño fruncido se dirigió a la puerta. Jon lo siguió.
El cuerno de guerra sonaba con más fuerza. Su llamada había revuelto el campamento de los salvajes. Tres hombres Pies de Cuerno pasaron corriendo con picas en las manos. Los caballos resoplaban y relinchaban, los gigantes rugían en la antigua lengua y hasta los mamuts se mostraban inquietos.
—El cuerno de los exploradores —le dijo Tormund a Mance.
—Algo se acerca. —Varamyr estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la tierra a medio congelar, y sus lobos, incansables, describían círculos a su alrededor. Una sombra pasó por encima de él y Jon levantó la vista para ver las alas color gris azulado del águila—. Viene del este.
«Cuando los muertos caminan, las paredes, las estacas y las espadas no significan nada —recordó—. No puedes luchar con los muertos, Jon Nieve. Ningún hombre sabe eso tan bien como yo.»
—¿Del este? —Harma hizo una mueca—. Los espectros deberían estar a nuestra espalda.
—Del este —repitió el cambiapieles—. Algo se acerca.
—¿Los Otros? —preguntó Jon.
—Los Otros no vienen jamás cuando el sol brilla en el cielo —dijo Mance con un gesto de negación.
Los carros de guerra traqueteaban en el campo de batalla llenos de jinetes que agitaban lanzas de hueso afilado. El rey soltó un gruñido.
—¿Adónde demonios se creen que van? Quenn, haz que esos idiotas vuelvan a su sitio. Que alguien me traiga mi caballo. La yegua, el potro no. También quiero mi armadura. —Mance lanzó una mirada suspicaz en dirección al Muro. Encima del parapeto helado estaban los soldados de paja llenos de flechas, pero no había señal de ninguna otra actividad—. Harma, que monten tus exploradores. Tormund, busca a tus hijos y forma una triple línea de lanceros.
—Sí —dijo Tormund mientras se alejaba con paso vivo.
—Los veo —dijo el pequeño cambiapieles de aspecto ratonil con los ojos cerrados—. Vienen siguiendo las corrientes y los senderos de los animales...
—¿Quiénes?
—Hombres. Hombres a caballo. Hombres vestidos de acero. Hombres de negro.
—Cuervos. —Mance pronunció la palabra como si fuera una maldición. Se volvió hacia Jon—. ¿Creen mis antiguos hermanos que me atraparán con los calzones bajos si me atacan mientras parlamentamos?
—Si planeaban un ataque, a mí no me lo dijeron.
Jon no podía creerlo. Lord Janos no contaba con suficientes hombres para atacar el campamento de los salvajes. Además, estaba al otro lado del Muro y la puerta estaba sellada con escombros.
«Slynt había planeado otro tipo de traición, esto no puede ser cosa suya.»
—Si has vuelto a mentirme no saldrás vivo de aquí —lo avisó Mance.
Sus guardias le llevaron el caballo y la armadura. Jon vio gente correr por todo el campamento, cada cual con un propósito diferente. Algunos formaban como si fueran a asaltar el Muro mientras otros se escondían en el bosque, había mujeres que llevaban hacia el este carros tirados por perros, hacia el oeste vagaban los mamuts. Se llevó la mano a la espalda y sacó a
Garra
en el momento en que una fina línea de exploradores apareció por la linde del bosque, a unos trescientos metros. Llevaban cotas negras, medios yelmos negros y capas negras. Mance sacó su espada con la armadura aún a medio poner.
—No sabías nada de esto, ¿verdad? —le dijo a Jon con voz gélida.
Los exploradores se lanzaron sobre el campamento de los salvajes abriéndose camino entre los macizos de aulaga y los grupos de árboles, sobre las raíces y las rocas. Los salvajes corrieron a enfrentarse con ellos lanzando gritos de guerra y agitando garrotes y espadas de bronce, hachas de pedernal, cualquier cosa contra sus viejos enemigos. «Un grito, un tajo y la muerte de un valiente»; era lo que Jon había oído contar a los hermanos sobre la manera de combatir del pueblo libre.
—Puedes creer lo que quieras —le dijo a Mance—, pero no sabía nada de ningún ataque.
Antes de que Mance pudiera replicar, Harma pasó como un relámpago al galope, al frente de treinta jinetes. Su estandarte la precedía: un perro muerto empalado en una lanza, que salpicaba sangre a cada paso. Mance la contempló mientras chocaba con los exploradores.
—Quizá sea verdad lo que dices. Parecen hombres de Guardiaoriente. Marineros a caballo. Cotter Pyke siempre ha tenido más redaños que cerebro. Atrapó al Señor de los Huesos en Túmulo Largo, debe de haber pensado que también le funcionaría conmigo.
—¡Mance! —se oyó un grito. Era un explorador que acababa de salir de los árboles a lomos de un caballo con la boca llena de espuma—. Mance, hay más, nos tienen rodeados, hombres de hierro, de hierro, un ejército de hombres de hierro.