Lo que ocurrió a continuación fue un torrente de puntas de flecha, una inundación de puntas de flecha, suficientes puntas de flecha para enterrar las pocas piedras, conchas y escasas monedas de cobre que cayeron en la olla.
Cuando terminó el recuento, Jon se vio rodeado. Unos le daban palmadas en la espalda mientras otros hincaban la rodilla en tierra ante él como si fuera un señor de verdad. Seda, Owen el Bestia, Halder, Sapo, Bota de Sobra, Gigante, Mully, Ulmer del Bosque Real, Donnel Hill el Suave y otro medio centenar de hermanos formaron un corro en torno a él. Dywen entrechocó los dientes de madera.
—Los dioses se apiaden de nosotros, nuestro Lord Comandante todavía lleva pañales.
—Espero que esto no signifique que no te puedo dar una paliza de muerte la próxima vez que entrenemos, mi señor. —Férreo Emmett sonrió.
Hobb Tresdedos quería saber si seguiría compartiendo la mesa con todos los hombres o si querría que le sirvieran las comidas en sus habitaciones. Hasta Bowen Marsh se acercó para decirle que le gustaría seguir siendo Lord Mayordomo si así lo deseaba Lord Nieve.
—Lord Nieve —dijo Cotter Pyke—, como la cagues te arranco el hígado y me lo como crudo con cebollas.
Ser Denys Mallister fue más cortés.
—Lo que me pidió el joven Samwell fue muy duro —le confesó el anciano caballero—. Cuando salió elegido Lord Qorgyle me dije: «No importa, lleva en el Muro más tiempo que tú, ya llegará tu momento». Cuando se votó a Lord Mormont pensé: «Es fuerte y decidido, pero también anciano, puede que aún llegue tu momento». Pero tú eres casi un niño, Lord Nieve, y ahora tengo que volver a la Torre Sombría con la certeza de que mi momento no llegará jamás. —Esbozó una sonrisa cansada—. No hagas que lamente lo que he hecho. Tu tío era un gran hombre, igual que tu padre y el padre de tu padre. Espero que estés a su altura.
—Eso —dijo Cotter Pyke—. Puedes empezar por decirles a los hombres del rey que hemos terminado y que queremos cenar de una puta vez.
—
Cenar
—graznó el cuervo—.
Cenar, cenar.
Cuando se los informó de la elección, los hombres del rey se retiraron de la puerta y Hobb Tresdedos salió hacia la cocina con media docena de ayudantes para ir a buscar la comida. Jon no esperó a que volvieran. Salió al exterior y caminó sin saber si estaba soñando, con el cuervo en el hombro y
Fantasma
pisándole los talones. Pyp, Grenn y Sam iban tras él sin parar de charlar, pero casi no oyó ni una palabra hasta que Grenn se acercó para hablarle en susurros.
—Ha sido cosa de Sam.
—¡Ha sido cosa de Sam! —ratificó Pyp. El muchacho había cogido un odre de vino antes de salir, bebió un largo trago—. Sam, Sam, Sam el mago —entonó—, Sam el genio, Sam, Sam, el maravilloso Sam. ¡Ha sido cosa de Sam! Pero ¿cuándo te las arreglaste para meter el cuervo en la olla, Sam? Y por los siete infiernos, ¿cómo podías estar seguro de que iba a volar hacia Jon? Imagínate que va y se posa en el cabezón de Janos Slynt, menuda cagada.
—Yo no he tenido nada que ver con lo del pájaro —insistió Sam—. Por poco me meo encima cuando salió volando de la olla.
Jon se echó a reír, algo sorprendido de volver a oír una carcajada propia.
—Sois una panda de locos, por si no os habíais enterado.
—¿Nosotros? —dijo Pyp—. ¿Que nosotros estamos locos? Oye, que yo sepa aquí sólo hay uno que acabe de convertirse en el Lord Comandante número novecientos noventa y ocho de la Guardia de la Noche. Será mejor que bebas un poco de vino, Lord Jon. Vas a necesitar mucho, mucho vino.
De manera que Jon Nieve cogió el odre que le ofrecía y bebió un trago. Pero sólo uno. El Muro estaba en sus manos, la noche era oscura y tenía que enfrentarse a un rey.
Se despertó al instante con los nervios a flor de piel. Por un momento no recordó dónde estaba. Había soñado que volvía a ser pequeña y todavía compartía el dormitorio con su hermana Arya. Pero la que se agitaba en sueños era su doncella, no su hermana, y aquello no era Invernalia, sino el Nido de Águilas.
«Y yo soy Alayne Piedra, una bastarda.» La habitación era fría y negra, aunque bajo las sábanas tenía calor. Aún no había llegado el amanecer. A veces soñaba con Ser Ilyn Payne y en esas ocasiones despertaba con el corazón desbocado, pero no había sido un sueño de ésos.
«Con mi hogar. He soñado con mi hogar.»
El Nido de Águilas no era su hogar. No era más grande que el Torreón de Maegor, y tras las imponentes murallas blancas no había más que montañas y un descenso largo y traicionero por Cielo, Nieve y Piedra hasta el pueblo llamado Puertas de la Luna en lo más profundo del valle. No había adónde ir y muy poco que hacer. Los criados más viejos le contaban que aquellos salones habían resonado con carcajadas cuando su padre y Robert Baratheon eran pupilos de Jon Arryn, pero de aquellos días hacía ya muchos años. Su tía tenía poca gente en el Nido de Águilas y rara vez permitía que los invitados traspasaran las Puertas de la Luna. Aparte de su anciana doncella la única compañía de Sansa era Lord Robert, de ocho años y una edad mental de tres.
«Y Marillion. Siempre Marillion.» Cuando tocaba para todos durante las cenas, el joven bardo parecía cantar sólo para ella, cosa que a su tía no le hacía la menor gracia. Lady Lysa mimaba a Marillion, había despedido a dos criadas y hasta a un paje por contar mentiras acerca de él.
Lysa estaba tan sola como siempre. Su flamante esposo pasaba más tiempo al pie de la montaña que con ella en la cima. En aquel momento estaba ausente, llevaba cuatro días fuera en reuniones con los Corbray. A base de fragmentos de conversaciones escuchadas aquí y allá, Sansa se había enterado de que los banderizos de Jon Arryn estaban resentidos con Lysa por su matrimonio y envidiaban la autoridad de Petyr como Lord Protector del Valle. La rama principal de la Casa Royce estaba al borde de la rebelión por la negativa de su tía a ayudar a Robb en la guerra, y los Waynwood, los Redfort, los Belmore y los Templeton los apoyaban plenamente. Los clanes de las montañas también estaban causando problemas, y el anciano Lord Hunter había muerto de manera tan repentina que sus dos hijos más jóvenes acusaban a su hermano mayor de haberlo asesinado. El Valle de Arryn se había librado de los peores efectos de la guerra, pero desde luego no era el lugar idílico que le había asegurado su tía.
«No me voy a poder dormir —pensó Sansa—. Tengo un caos en la cabeza.» De mala gana apartó la almohada, se quitó de encima las mantas, se dirigió hacia la ventana y abrió los postigos.
Estaba nevando sobre el Nido de Águilas.
Fuera los copos descendían suaves y silenciosos como recuerdos. «¿Ha sido esto lo que me ha despertado?» La capa de nieve ya era gruesa en el jardín, un manto que cubría la hierba y adornaba arbustos y estatuas con su brillo blanco al tiempo que empezaba a pesar en las ramas de los árboles. Aquel espectáculo devolvió a Sansa a las frías noches de hacía tanto tiempo, al largo verano de su infancia.
La última vez que había visto nieve fue el día que partió de Invernalia.
«Fue una nevada más ligera que ésta —recordó—. Robb tenía copos derretidos en el pelo cuando me abrazó, y la bola de nieve que intentó hacer Arya se le deshacía en las manos. —Dolía recordar lo feliz que había sido aquella mañana. Hullen la había ayudado a montar y ella había partido a caballo bajo los copos de nieve para ver el ancho mundo—. Aquel día pensé que mi canción estaba empezando, pero en realidad estaba a punto de terminar.»
Sansa dejó abiertos los postigos mientras se vestía. Sabía que haría frío, aunque las torres del Nido de Águilas rodeaban el jardín y lo resguardaban de lo más duro de los vientos de la montaña. Se puso ropa interior de seda y una combinación de lino, y por encima un vestido abrigado de lana azul de cordero, dos pares de medias en las piernas, botas atadas hasta las rodillas, gruesos guantes de cuero y, por último, una suave capa de piel de zorro blanco con capucha.
Su doncella se arrebujó en la manta cuando la nieve empezó a entrar por la ventana. Sansa abrió la puerta y bajó por la escalera de caracol. Cuando abrió la puerta que daba al jardín, el espectáculo era de una belleza tal que contuvo el aliento para no trastornar una hermosura tan perfecta. La nieve seguía cayendo en un silencio fantasmal y se depositaba en el suelo en un manto grueso inmaculado. Todos los colores habían desaparecido, sólo había blancos, negros y grises. Las torres blancas, la nieve blanca, las estatuas blancas, negras sombras y negros árboles, y por encima de todo el oscuro cielo gris.
«Es un mundo puro —pensó Sansa—. No es lugar para mí.»
Pese a todo pisó la nieve. Las botas se le hundieron hasta el tobillo en la blanda superficie blanca sin hacer el menor ruido. Sansa paseó sin rumbo entre arbustos escarchados y árboles oscuros y escuálidos, y se preguntó si estaría soñando todavía. Los copos que caían le acariciaban el rostro ligeros como el beso de un amante y se le derretían en las mejillas. En el centro del jardín, junto a la estatua de la mujer llorosa que yacía rota y medio enterrada en el suelo, volvió el rostro hacia el cielo y cerró los ojos. Sintió la nieve en las pestañas, la saboreó en los labios... Era el sabor de Invernalia, el sabor de la inocencia, el sabor de los sueños.
Cuando volvió a abrir los ojos descubrió que estaba de rodillas. No recordaba haberse dejado caer. Le pareció que el cielo gris se había aclarado un poco.
«Amanece —pensó—. Un día más. Un nuevo día.» Pero los que añoraba eran los días antiguos, rezaba por que volvieran. Pero ¿a quién podía rezar? Sabía que aquel jardín se había concebido como bosque de dioses, pero no había suficiente tierra y era demasiado pedregosa para que arraigaran los arcianos.
«Un bosque de dioses sin dioses, tan vacío como yo.»
Cogió un puñado de nieve y lo apretó entre los dedos. La nieve era densa y húmeda, mantenía la forma sin problemas. Sansa empezó a hacer bolas, les daba forma y las pulía hasta que quedaban redondas, blancas, perfectas. Recordó una nevada veraniega en Invernalia, cuando Arya y Bran le habían tendido una emboscada una mañana al salir del torreón. Cada uno de sus hermanos tenía preparadas una docena de bolas de nieve, y ella, ninguna. Bran se había subido al tejado del puente cubierto, fuera de su alcance, pero a Arya la persiguió por los establos y en torno a la cocina hasta que ambas se quedaron sin aliento. Tal vez le habría dado alcance, pero resbaló en una zona de hielo. Su hermana se acercó para ver si se había hecho daño. Cuando le dijo que no, Arya le tiró otra bola de nieve a la cara, pero Sansa la agarró por la pierna y la hizo caer, y le estaba frotando la nieve en el pelo cuando Jory llegó para separarlas entre carcajadas.
«¿Qué voy a hacer con las bolas de nieve? —Contempló con tristeza su pequeño arsenal—. No tengo a quién tirárselas. —Dejó caer la que estaba haciendo en aquel momento—. En vez de eso podría hacer un caballero de nieve —pensó—. O también...»
Juntó dos de las bolas de nieve, añadió una tercera, las rodeó con más nieve y palmeó el conjunto para darle forma de cilindro. Cuando lo tuvo listo lo puso en pie y, con la punta del meñique, abrió agujeros a modo de ventanas. Las almenas de la parte superior exigían más atención, pero cuando acabó ya tenía una torre.
«Ahora me hacen falta las murallas —pensó Sansa—, y después una fortaleza.» Puso manos a la obra.
La nieve caía y el castillo se alzaba. Dos murallas hasta la altura del tobillo, la interior más elevada que la exterior. Torres y torreones, fortines y escaleras, una cocina redonda, una armería cuadrada, los establos a lo largo de la cara interior de la muralla oeste... Al empezar sólo era un castillo, pero no pasó mucho tiempo antes de que Sansa supiera que era Invernalia. Bajo la nieve encontró palitos y ramas caídas que despuntó para hacer los árboles del bosque de dioses. Las lápidas del camposanto las hizo con trocitos de corteza de árbol. No tardó en tener los guantes y las botas completamente blancos, las manos le cosquilleaban y sentía los pies fríos y empapados, pero no le importaba. Lo único que importaba era el castillo. Algunas cosas le costaba recordarlas, pero la mayoría las conseguía visualizar como si hubiera estado en Invernalia el día anterior. La Torre de la Biblioteca, con la escalera de piedra enroscada por el exterior, La caseta de la guardia en la entrada, los dos grandes baluartes, la puerta en forma de arco, las almenas en la parte superior...
Y mientras la nieve no dejaba de caer, se acumulaba entre sus edificaciones tan deprisa como ella las alzaba. Estaba alisando el tejado en pendiente del Salón principal cuando oyó una voz. Alzó la vista y vio a su doncella llamándola desde la ventana. ¿Se encontraba bien mi señora? ¿Quería desayunar? Sansa sacudió la cabeza y siguió dando forma a la nieve para poner una chimenea en un extremo del Salón principal, casi imaginando que el fuego ardía en el interior.
El amanecer se coló como un ladrón en su jardín. El gris del cielo se hizo aún más claro y los árboles y los arbustos se tornaron color verde oscuro bajo sus estolas de nieve. Unos cuantos criados salieron a mirarla durante un rato; no les hizo caso y pronto volvieron al interior del edificio, donde hacía más calor. Sansa vio a Lady Lysa que la contemplaba desde su balcón envuelta en una túnica de terciopelo azul con ribetes de piel de zorro, pero cuando volvió a mirar su tía ya no estaba. El maestre Colemon se asomó por la ventana de la pajarera y estuvo un rato mirándola desde arriba, flaco y tiritando pero mordido por la curiosidad.
Todos los puentes se le caían. Había un puente cubierto entre la armería y el torreón principal, y otro que iba del cuarto piso de la torre de la campana al segundo de la pajarera, pero por mucho que les diera forma con todo cuidado se le derrumbaban sin remedio. La tercera vez que uno se cayó, masculló una maldición y se dejó caer sentada, frustrada e impotente.
—Apretad la nieve en torno a un palito, Sansa.
No habría sabido decir cuánto tiempo llevaba mirándola, ni cuándo había regresado del Valle.
—¿Un palito? —se sorprendió.
—Así tendrá más consistencia y se mantendrá en pie, creo yo —dijo Petyr—. ¿Puedo entrar en vuestro castillo, mi señora?
—No me lo rompáis, tened... —Sansa recelaba.
—¿Cuidado? —Sonrió—. Invernalia ha resistido contra enemigos mucho más temibles que yo. Porque es Invernalia, ¿verdad?
—Sí —reconoció Sansa.