Arya alcanzó a verle el blanco de los ojos a Sandor Clegane cuando lanzó un nuevo ataque. Tres pasos adelante y dos atrás, un movimiento hacia la izquierda que Lord Beric bloqueó, otros dos pasos al frente y uno de retroceso,
clang
,
clang
, los enormes escudos de roble recibían un golpe detrás de otro. El pelo lacio del Perro se le había pegado a la frente con una película de sudor.
«Sudor de vino», pensó Arya al recordar que lo habían aprisionado cuando estaba borracho. Le pareció ver en sus ojos algo parecido a un atisbo de miedo. «Va a perder», se dijo exultante al tiempo que la espada llameante de Lord Beric giraba y golpeaba. El señor del relámpago, un torbellino de furia, recuperó todo el terreno que había ganado el Perro y de nuevo hizo que Clegane se tambaleara hasta el borde mismo del agujero de la hoguera. «Sí, sí, va a morir.» Arya se puso de puntillas para ver mejor.
—¡Maldito bastardo! —gritó el Perro al sentir cómo el fuego le lamía la parte trasera de los muslos. Se lanzó al ataque blandiendo la espada cada vez con más fuerza; trataba de destruir a su rival, más menudo, a base de fuerza bruta; intentaba romperle el arma, el escudo o el brazo. Pero las llamas de las paradas de Dondarrion le saltaban a los ojos y cuando el Perro se intentó apartar de ellas perdió pie y cayó sobre una rodilla. Lord Beric cayó sobre él al instante, el golpe descendente aulló y dejó en el aire un rastro de pendones llameantes. Jadeante y agotado, Clegane alzó el escudo sobre la cabeza justo a tiempo, y el crujido del roble al romperse resonó en toda la cueva.
—Se le ha incendiado el escudo —dijo Gendry en voz baja.
Arya también se había dado cuenta. Las llamas se extendieron por la descascarillada pintura amarilla y devoraron a los tres perros negros.
Sandor Clegane había conseguido ponerse en pie de nuevo en un contraataque salvaje. Hasta que Lord Beric no retrocedió un paso el Perro no pareció darse cuenta de que el fuego que le rugía tan cerca del rostro era el de su escudo en llamas. Con un grito de aversión, lanzó un tajo contra la madera ya rota y terminó de destrozarla. El escudo se hizo pedazos y uno de los trozos salió despedido por los aires, todavía en llamas, pero otro se le aferraba testarudo al antebrazo. Los esfuerzos que hacía para liberarse sólo servían para avivar el fuego. La manga se le prendió, y de repente tuvo el brazo izquierdo envuelto en llamas.
—¡Acaba con él! —gritó Barbaverde a Lord Beric.
—¡Culpable! —La palabra se elevó como un cántico al que se iban uniendo las voces.
—¡Culpable! —gritó Arya con los demás—. ¡Culpable! ¡Mátalo!
Suave como la seda de verano, Lord Beric se acercó para poner fin a la vida del hombre que tenía delante. El Perro lanzó un grito ronco, alzó la espada con ambas manos y asestó un golpe con todas sus fuerzas. Lord Beric lo detuvo con facilidad...
—¡Nooooooooo! —gritó Arya.
Pero la espada llameante se partió en dos, y el acero frío del Perro se hundió en la carne de Lord Beric allí donde se unía al cuello, abriéndolo hasta el esternón. La sangre caliente brotó como un torrente oscuro.
Sandor Clegane, todavía en llamas, se tambaleó hacia atrás. Se quitó de encima los restos del escudo y los lanzó a un lado con una maldición, antes de tirarse al suelo y rodar por la tierra para apagar las llamas que le devoraban el brazo.
Las rodillas de Lord Beric se doblaron muy despacio, como si se dispusiera a rezar. Abrió la boca, pero lo único que salió de ella fue sangre. Aún tenía clavada la espada del Perro cuando se derrumbó de bruces. La tierra del suelo se bebió su sangre. Bajo la colina hueca no se oía más sonido que el crepitar suave de las llamas y los gemidos del Perro que trataba de levantarse. Arya sólo podía pensar en Mycah y en todas las plegarias idiotas que había rezado para que muriera el Perro.
«Si hubiera dioses, Lord Beric habría ganado.» Ella sabía muy bien que el Perro era culpable.
—Por favor —chilló Sandor Clegane, que se sujetaba el brazo—. Me he quemado. Ayuda. Ayudadme. Ayudadme. —Estaba llorando—. Por favor.
«Pero si llora como un niño», pensó Arya, mirándolo atónita.
—Melly, cúrale las quemaduras —dijo Thoros—. Lim, Jack, ayudadme con Lord Beric. Más vale que vengas tú también, Ned.
El sacerdote rojo arrancó la espada del Perro del cadáver de su señor caído y clavó la punta en la tierra empapada de sangre. Lim deslizó las enormes manos bajo los brazos de Dondarrion, mientras que Jack-con-Suerte lo agarraba por los pies. Rodearon el foso de la hoguera y se perdieron en la oscuridad de uno de los túneles, seguidos por Thoros y por el muchacho llamado Ned.
El Cazador Loco escupió al suelo.
—Voto por llevarlo de vuelta al Sept de Piedra y meterlo en una jaula para cuervos.
—Sí —apoyó Arya—. Porque mató a Mycah. Lo mató, de verdad.
—Que ardillita tan furiosa —murmuró Barbaverde.
—R'hllor lo ha juzgado y lo ha encontrado inocente. —Harwin dejó escapar un suspiro.
—¿Quién es Rollor? —Arya ni siquiera era capaz de pronunciar el nombre.
—El Señor de la Luz. Thoros nos ha enseñado...
A ella no le importaba lo que Thoros les hubiera enseñado. Arrancó la daga de Barbaverde de su vaina y se apartó de él antes de que pudiera agarrarla. Gendry también trató de detenerla, pero para él siempre había sido demasiado rápida.
Tom Sietecuerdas y una mujer estaban ayudando al Perro a ponerse en pie. Al verle el brazo, la conmoción la dejó sin palabras. Tenía una franja rosada allí donde la correa de cuero lo había protegido, pero por encima y por debajo de ella la carne estaba agrietada, enrojecida, sanguinolenta, desde el codo a la muñeca. Cuando la mirada del Perro se cruzó con la suya el hombre hizo una mueca.
—¿Tantas ganas tienes de verme muerto? Pues venga, niña lobo. Clávamela. Es más limpia que el fuego.
Clegane trató de levantarse, pero cuando se movió un trozo de carne quemada se le cayó del brazo y las rodillas se le doblaron. Tom lo cogió por el brazo sano y lo sostuvo en pie.
«Tiene el brazo como la cara», pensó Arya. Pero era el Perro. Se merecía arder en un infierno de fuego. El cuchillo le pesaba cada vez más. Lo empuñó con más fuerza.
—Vos matasteis a Mycah —dijo una vez más, como si lo retara a negarlo—. Decídselo. Lo matasteis. Lo matasteis.
—Lo maté. —Se le retorció todo el rostro—. Lo arrollé con el caballo, lo corté en dos y me reí. También los vi dar palizas a tu hermana y los vi cortarle la cabeza a tu padre.
Lim le agarró la muñeca y se la retorció para quitarle la daga. Arya se revolvió a patadas, pero no se la devolvió.
—¡Al infierno, Perro! —gritó a Sandor Clegane con rabia desarmada, impotente—. ¡Ojalá vayáis al infierno!
—Ya ha ido —dijo una voz casi inaudible.
Cuando Arya se volvió, Lord Beric Dondarrion estaba detrás de ella, apoyado en el hombro de Thoros con una mano ensangrentada.
«Que los reyes del Invierno se queden con su cripta gélida bajo la tierra», pensó Catelyn. Los Tully sacaban las fuerzas del río, y al río regresaban cuando sus vidas llegaban a su fin.
Tendieron a Lord Hoster en un ligero bote de madera, vestido con una brillante armadura completa de plata. Yacía de espaldas sobre la capa azul y roja. El jubón también era bicolor, azul y rojo, y una trucha con escamas de plata y bronce coronaba la cresta del gran yelmo que le pusieron junto a la cabeza. Sobre el pecho le colocaron una espada de madera pintada, y le cerraron los dedos en torno a la empuñadura. Unos guanteletes de malla le ocultaban las manos enjutas y hacían que casi volviera a parecer fuerte. El enorme escudo de hierro y roble estaba a su izquierda, y el cuerno de caza que había utilizado toda la vida, a la derecha. El resto del bote estaba lleno de madera menuda, trozos de pergamino y también de piedras para darle peso en el agua. Su estandarte, la trucha saltarina de Aguasdulces, ondeaba en la proa.
Siete eran los elegidos para empujar la barca funeraria al agua, simbolizando los siete rostros de dios. Robb era uno, como rey de Lord Hoster. Lo acompañaban Lord Bracken, Lord Blackwood, Lord Vance y Lord Mallister, también Marq Piper... y Lothar Frey el Cojo, que había llegado de Los Gemelos con la respuesta que estaban aguardando. Acudía con una escolta de cuarenta hombres bajo el mando de Walder Ríos, el mayor de los bastardos de Lord Walder, un hombre de aspecto severo y cabello gris, con excelente reputación como guerrero. Su llegada a las pocas horas de la muerte de Lord Hoster había enfurecido a Edmure.
—¡Tendríamos que desollar a Walder Frey, tendríamos que descuartizarlo! —había gritado—. Para tratar con nosotros, envía a un tullido y a un bastardo, ¡sabe muy bien que nos está insultando!
—No me cabe duda de que Lord Walder elige con mucha intención a sus enviados —le respondió Catelyn—. Ha sido una especie de pataleta, una venganza infantil, pero no olvides con quién tratamos. Nuestro padre lo llamaba «el Tardío Lord Frey». Es un hombre de muy mal genio, muy envidioso y, sobre todo, muy orgulloso.
Por suerte, su hijo había mostrado más sentido común que su hermano. Robb había recibido a los Frey con toda la cortesía posible; había buscado sitio en los barracones para sus escoltas, y en privado le había pedido a Ser Desmond Grell que se retirara discretamente de manera que Lothar tuviera el honor de participar en la ceremonia que enviaba a Lord Hoster a su último viaje.
«Mi hijo ha adquirido una especie de sabiduría impropia de sus años, mi hijo, mi hijo.» La Casa Frey había abandonado al Rey en el Norte, pero el Señor del Cruce seguía siendo el más poderoso de los vasallos de Aguasdulces, y Lothar no hacía más que ocupar el lugar que le correspondía.
Los siete bajaron a Lord Hoster por la escalera del agua, chapoteando en los escalones a medida que subía el rastrillo. Cuando depositaron el bote en la corriente, Lothar Frey, un hombre corpulento y de carnes blandas, respiraba jadeante. Jason Mallister y Tytos Blackwood, que se ocupaban de la proa, se metieron hasta el pecho en el río para guiar la barca.
Catelyn lo contemplaba todo desde las almenas, esperaba y miraba, como había esperado y mirado tantas veces en el pasado. Abajo, la corriente rápida del Piedra Caída se clavaba como una lanza en el costado del ancho Forca Roja, y sus aguas azules y blancas agitaban el curso rojizo y marrón del río principal. La neblina de la mañana pendía sobre las aguas, tan tenue y sutil como los jirones del recuerdo.
«Bran y Rickon lo estarán esperando —pensó Catelyn con tristeza—, igual que antes lo esperaba yo.»
El ligero bote pasó bajo el arco de piedra roja que era la Puerta del Agua y fue cogiendo velocidad a medida que entraba en la corriente apresurada del Piedra Caída. El bote emergió por debajo de las altas murallas defensivas del castillo y la vela cuadrada se hinchó con el viento; Catelyn vio un rayo de sol que arrancaba destellos del yelmo de su padre. El timón de Lord Hoster Tully se mantuvo firme y navegó tranquilo hacia el centro del canal bajo la luz del sol naciente.
—Ahora —indicó su tío.
Junto a él, su hermano Edmure... No, ya era Lord Edmure, ¿cuándo se haría a la idea? Puso una flecha en el arco. Su escudero le acercó una tea a la punta. Edmure aguardó hasta que se inflamó, luego alzó el gran arco, se llevó la cuerda hasta la oreja y la soltó. La flecha se elevó con un zumbido vibrante. Catelyn siguió el vuelo con los ojos y con el corazón, hasta que fue a hundirse en el agua con un siseo, a buena distancia de la popa del bote de Lord Hoster.
Edmure masculló una maldición entre dientes.
—Ha sido el viento —dijo al tiempo que sacaba una segunda flecha—. Otra vez.
La tea besó el trapo empapado en aceite que estaba atado tras la punta de la flecha y las llamas lamieron el asta; Edmure alzó el arco, tensó la cuerda y la soltó. La flecha voló alta, con fuerza. Con demasiada fuerza. Se perdió en el río doce metros por delante del bote, su fuego se extinguió al instante. El rubor le subió a Edmure por el cuello, rojo como su barba.
—Una vez más —ordenó al tiempo que sacaba una tercera flecha del carcaj.
«Está tan tenso como la cuerda del arco», pensó Catelyn.
—Permitidme, mi señor —se ofreció Ser Brynden, que también se había dado cuenta.
—Ya puedo yo —insistió Edmure. Acercó la flecha para que se la prendieran, alzó el arco, respiró hondo y tensó la cuerda. Pareció titubear un instante eterno mientras el fuego crepitante ascendía por el asta. Por último la soltó. La flecha ascendió y ascendió, por último trazó una curva y cayó, cayó, cayó... y siseó al pasar de largo de la vela hinchada.
Había fallado por poco, apenas un palmo, pero había fallado.
—¡Los Otros se la lleven! —maldijo su hermano.
El bote estaba casi fuera del alcance, entraba y salía de los jirones de bruma del río. Sin decir palabra, Edmure tendió el arco a su tío.
—Deprisa —ordenó Ser Brynden.
Puso una flecha, la acercó a la tea, tensó la cuerda y la soltó antes de que Catelyn pudiera decir a ciencia cierta si se había prendido o no... Pero, mientras se elevaba, vio las llamas que trazaban un surco en el aire, un largo pendón anaranjado. El bote había desaparecido entre la bruma, que también se tragó a la flecha descendente... pero sólo un instante. Después, tan repentina como la esperanza, vieron la flor roja. Las velas se prendieron y la neblina se tiñó de rosa y de naranja. Por un momento Catelyn divisó con claridad la silueta del bote envuelto en llamas.
«Espérame, mi pequeña Cat», oyó susurrar a su padre.
Catelyn extendió el brazo a ciegas en busca de la mano de su hermano, pero Edmure se había alejado de ella para irse en solitario al punto más alto de las almenas. Fue su tío Brynden quien le tomó la mano y entrelazó con los suyos los dedos fuertes. Juntos contemplaron el fuego que se empequeñecía con la distancia a medida que el bote en llamas se alejaba.
Y al final desapareció... tal vez arrastrado por las aguas río abajo, tal vez hundido en ellas. El peso de la armadura depositaría a Lord Hoster en el fondo y descansaría en el lodo suave del lecho del río, en las húmedas estancias donde los Tully tenían su corte eterna, con bancos de peces como su último séquito.
Apenas el bote en llamas se perdió a lo lejos, Edmure se alejó a zancadas. Catelyn habría querido abrazarlo aunque sólo fuera un instante y sentarse con él una hora, una noche o un mes para hablar de los muertos y llorarlos. Pero sabía tan bien como él que no era el momento oportuno; se había convertido en el Señor de Aguasdulces, sus caballeros lo rodeaban, le susurraban condolencias y promesas de lealtad, formaban un muro entre él y algo tan insignificante como el dolor de una hermana. Y Edmure los escuchaba sin oírlos.