Tormenta de Espadas (130 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—¿Qué te ha parecido esto, Gnomo? —se burló Joffrey.

Los ojos de Tyrion echaban chispas. Se limpió la cara con la manga y parpadeó para intentar ver con claridad.

—Eso no ha estado bien, Alteza —oyó decir a Ser Garlan con voz tranquila.

—Claro que sí, Ser Garlan. —Tyrion no podía permitir que la situación se pusiera aún peor con la mitad del reino mirando—. No son muchos los reyes que honran a un humilde súbdito sirviéndole de su cáliz real. Lástima que el vino se haya derramado.

—No se ha derramado —replicó Joffrey, demasiado torpe para aceptar la salida que le ofrecía Tyrion—. Y no te estaba sirviendo.

La reina Margaery apareció de repente al lado de Joffrey.

—Mi amado rey —suplicó la joven Tyrell—, por favor, venid y volvamos a nuestro lugar, ya hay otro bardo esperando.

—Alaric de Eysen —dijo Lady Olenna Tyrell, apoyada en su bastón y prestando al enano empapado en vino tan poca atención como le prestaba su nieta—. Espero de todo corazón que nos toque «Las lluvias de Castamere». Hace casi una hora que no la oigo y se me está olvidando la letra.

—Además, Ser Addam quiere ofrecer un brindis —insistió Margaery—. Por favor, Alteza...

—No tengo vino —declaró Joffrey—. ¿Cómo voy a brindar sin vino? Ven a servirme, tío Gnomo. Ya que no quieres justar, serás mi copero.

—Lo considero todo un honor.

—¡No es ningún honor! —chilló Joffrey—. Agáchate y recoge mi cáliz. —Tyrion hizo lo que se le decía, pero cuando fue a coger el asa, Joff le dio una patada al cáliz—. ¡Que lo recojas! ¡No sé qué eres más, si torpe o feo! —Tuvo que arrastrarse por debajo de la mesa para coger la copa—. Bien, ahora llénalo de vino. —Pidió una jarra a una sirvienta y llenó la copa hasta sus tres cuartas partes—. No, enano, de rodillas. —Tyrion se arrodilló y alzó la pesada copa sin saber si iba a recibir un segundo baño, pero Joffrey cogió el cáliz con una mano, bebió un largo trago y lo puso en la mesa—. Ya te puedes levantar, tío.

Al tratar de levantarse tuvo un calambre en las piernas y casi volvió a caer de bruces, tuvo que agarrarse a una silla para guardar el equilibrio. Ser Garlan le tendió una mano. Joffrey se echó a reír y también Cersei. Luego otros. No veía quiénes eran, pero los oía.

—Alteza. —La voz de Lord Tywin era de una corrección impecable—. Van a traer la empanada. Se requiere vuestra espada.

—¿La empanada? —Joffrey cogió a su reina de la mano—. Vamos, mi señora, es la empanada.

Los invitados se levantaron entre gritos y aplausos, entrechocaron sus copas de vino a medida que media docena de cocineros sonrientes transportaban la inmensa empanada por el pasillo central. Medía dos metros de diámetro, tenía la corteza muy dorada, y en su interior se oían ruidos de aves encerradas.

Tyrion volvió a subirse a la silla. Lo único que le faltaba para tener un día completo era que una paloma se le cagara encima. El vino le había empapado el jubón y la ropa interior, sentía la humedad sobre la piel. Habría debido ir a cambiarse, pero no estaba permitido que nadie abandonara el banquete hasta la ceremonia del encamamiento. Calculó que para eso aún quedaban lo menos veinte o treinta platos.

El rey Joffrey y su reina bajaron del estrado para ir al encuentro de la empanada. Joff fue a desenvainar la espada, pero Margaery le puso una mano en el brazo para detenerlo.

—La
Lamento de Viuda
no se hizo para cortar empanadas.

—Cierto. —Joffrey alzó la voz—. ¡Ser Ilyn, vuestra espada!

«El espectro del banquete —pensó Tyrion cuando Ser Ilyn Payne salió de las sombras del fondo del salón. Observó cómo la Justicia del Rey, flaco y sombrío, avanzaba hacia allí. Tyrion era demasiado joven para haber conocido a Ser Ilyn antes de que perdiera la lengua—. Seguro que en aquellos tiempos era muy diferente, pero ahora el silencio forma parte de él, tanto como esos ojos vacíos, la cota de mallas oxidada y el espadón que lleva a la espalda.»

Ser Ilyn hizo una reverencia ante los reyes, se echó la mano detrás del hombro y desenvainó casi dos metros de reluciente plata ornamentada llena de runas. Se arrodilló para ofrecer la enorme espada a Joffrey con el puño por delante. El pomo era un pedazo de vidriagón tallado en forma de cráneo sonriente, con ojos de rubíes que centelleaban con fuego rojizo.

—¿Qué espada es ésa? —preguntó Sansa pegando un respingo en el asiento.

A Tyrion aún le escocían los ojos por el vino. Parpadeó y la volvió a mirar. El espadón de Ser Ilyn era tan largo y ancho como
Hielo
, pero demasiado plateado; el acero valyrio tenía una oscuridad propia, un alma de humo. Sansa le agarró el brazo.

—¿Qué ha hecho Ser Ilyn con la espada de mi padre?

«Debería haber devuelto la
Hielo
a Robb Stark», pensó Tyrion. Miró en dirección a su padre, pero Lord Tywin estaba observando al rey.

Joffrey y Margaery juntaron las manos para levantar el espadón, y juntos lo blandieron para trazar un arco plateado. Cuando la corteza de la empanada se rompió las palomas salieron volando en un remolino de plumas blancas y se dispersaron en todas las direcciones, aleteando hacia las ventanas y las vigas. Un grito de admiración subió de los bancos, y los violinistas y flautistas de la galería empezaron a tocar una briosa melodía. Joff tomó a su esposa en brazos y dio unas alegres vueltas con ella.

Un criado puso ante Tyrion un trozo de empanada caliente de paloma y lo cubrió con una cucharada de crema de limón. En aquella empanada las palomas estaban cocinadas de verdad, pero no le resultaban más apetitosas que las que revoloteaban por el salón. Sansa tampoco estaba comiendo.

—Estás muy pálida, mi señora —dijo Tyrion—. Te hace falta respirar aire fresco y yo necesito un jubón limpio. —Se levantó y le ofreció la mano—. Vamos.

Pero Joffrey regresó antes de que pudieran retirarse.

—¿Adónde vas, tío? ¿No te acuerdas de que eres mi copero?

—Tengo que cambiarme de ropa, Alteza. ¿Tenemos tu permiso para retirarnos?

—No. Me gustas así. Sírveme vino.

El cáliz del rey estaba sobre la mesa, donde lo había dejado. Tyrion tuvo que volverse a subir a la silla para alcanzarlo. Joff se lo quitó de las manos y bebió a tragos largos; se le movía la garganta mientras el vino púrpura le corría por la barbilla.

—Mi señor —dijo Margaery—, deberíamos volver a nuestro lugar. Lord Buckler quiere brindar por nosotros.

—Mi tío aún no se ha comido la empanada de paloma. —Joffrey sostuvo el cáliz con una mano y metió la otra en la ración de empanada de Tyrion—. No comerse la empanada trae mala suerte —le recriminó al tiempo que se llenaba la boca de paloma caliente y especiada—. Mira qué buena está. —Escupió los trozos de corteza, tosió y se metió en la boca otro puñado—. Aunque un poco seca. Habrá que pasarla con algo. —Joff bebió un trago de vino y volvió a toser, esa vez con más violencia—. Quiero verte...
cof...
montar en esa...
cof, cof
, cerda, tío. Quiero...

Un ataque de tos le impidió seguir hablando. Margaery lo miró con preocupación.

—¿Alteza?

—Es...
cof...
la empanada, no...
cof...
la empanada... —Joff bebió otro trago, o más bien lo intentó, porque escupió el vino cuando lo dominó otro ataque de tos que lo hizo doblarse por la cintura. Se le estaba poniendo la cara muy roja—. No...
cof...
no puedo...
cof, cof...

El cáliz se le escapó de la mano y el oscuro vino tinto corrió por el estrado.

—¡Se está ahogando! —exclamó la reina Margaery.

Su abuela corrió a su lado.

—¡Ayudad al pobre muchacho! —gritó la Reina de Espinas con una voz que era diez veces su estatura—. ¡Imbéciles! ¿Os vais a quedar ahí mirando? ¡Ayudad a vuestro rey!

Ser Garlan empujó a Tyrion a un lado y empezó a golpear a Joffrey en la espalda. Ser Osmund Kettleblack le abrió el cuello del jubón. De la garganta del muchacho salió un sonido agudo espantoso, como el de alguien que tratara de sorber todo un río a través de un junco hueco; luego el sonido cesó y el silencio fue aún más espantoso.

—¡Dadle la vuelta! —gritó Mace Tyrell a nadie en concreto—. ¡Dadle la vuelta, sacudidlo por los tobillos!

—¡Agua, que beba agua! —pedía alguien más allá.

El Septon Supremo empezó a rezar en voz alta. El Gran Maestre Pycelle gritó pidiendo que lo llevaran a sus habitaciones para coger unas pócimas. Joffrey se llevó las manos engarfiadas a la garganta; las uñas dejaron surcos ensangrentados en la carne. Bajo la piel, tenía los músculos duros como piedras. El príncipe Tommen gritaba y lloraba.

«Va a morir», comprendió Tyrion. Sentía una extraña calma, aunque a su alrededor reinaba el caos. Otra vez estaban dando golpes en la espalda a Joff, pero tenía el rostro cada vez más oscuro. Los perros ladraban, los niños chillaban, los hombres se gritaban consejos inútiles unos a otros. La mitad de los invitados al banquete se habían puesto de pie, unos se empujaban para ver mejor, otros corrían hacia las puertas ansiosos por salir lo antes posible.

Ser Meryn le abrió la boca al rey para meterle una cuchara por la garganta. En aquel momento, los ojos del muchacho se cruzaron con los de Tyrion.

«Tiene los ojos de Jaime. —Aunque nunca había visto a Jaime tan asustado—. No tiene más que trece años. —Joffrey intentó hablar, pero sólo emitió un sonido seco como un chasquido. Tenía los ojos dilatados de terror y alzó una mano... en busca de la de su tío o señalando—. ¿Me está pidiendo perdón o cree que puedo salvarlo?»

—¡Nooo! —aulló Cersei—. Ayúdalo, padre, que alguien lo ayude, ¡mi hijo! ¡Mi hijo!

«Visto lo visto —Tyrion pensó en Robb Stark—, mi boda parece cada vez mejor.» Buscó con la mirada a Sansa para saber cómo se estaba tomando aquello, pero en el salón había demasiada confusión y no la vio. Lo que sí vio en cambio fue el cáliz nupcial, en el suelo, olvidado por todos. Se dirigió hacia donde estaba y lo recogió. Aun quedaba en el fondo un dedo de vino purpúreo. Tyrion pensó un momento y lo derramó en el suelo.

Margaery Tyrell lloraba abrazada a su abuela.

—Sé valiente, sé valiente —le repetía la anciana.

La mayor parte de los músicos habían huido, aunque en la galería quedaba un flautista que tocaba una marcha fúnebre. Al fondo del salón del trono los invitados se arremolinaban y se empujaban en torno a las puertas. Los capas doradas de Ser Addam se dirigieron hacia allí para restaurar el orden. Hombres y mujeres salían a la noche; unos lloraban, otros se tambaleaban y vomitaban, algunos estaban pálidos de miedo. Tyrion pensó demasiado tarde que tal vez habría sido mejor que él también se hubiera marchado.

Cuando oyó el grito de Cersei supo que todo había terminado.

«Debería marcharme —pensó Tyrion—. Ahora mismo.» En vez de eso se acercó hacia ella.

Su hermana estaba sentada en un charco de vino y acunaba el cadáver de su hijo. Tenía el vestido manchado y desgarrado, y el rostro blanco como la nieve. Un perro negro y flaco se acercó a ella y olfateó el cuerpo de Joffrey.

—El chico ha muerto, Cersei —dijo Lord Tywin. Puso una mano enguantada en el hombro de su hija al tiempo que uno de los guardias espantaba al perro—. Suéltalo. Déjalo ya.

Ella no lo oyó. Hicieron falta dos guardias reales para obligarla a aflojar los dedos de manera que el cadáver del rey Joffrey Baratheon cayera al suelo, inerte.

El Septon Supremo se arrodilló junto a él.

—Padre de los cielos, juzga con justicia a nuestro bondadoso rey Joffrey —entonó el comienzo de la plegaria por los muertos.

Margaery Tyrell empezó a sollozar, y Tyrion oyó a su madre, Lady Alerie, intentando consolarla.

—Se ha ahogado, cariño. Se ha ahogado con la empanada. No ha tenido nada que ver contigo. Se ha ahogado, lo hemos visto todos.

—No se ha ahogado. —La voz de Cersei era más afilada que la espada de Ser Ilyn—. Mi hijo ha sido envenenado. —Miró a los caballeros blancos, que la rodeaban sin saber qué hacer—. ¡Guardia real, cumplid con vuestro deber!

—¿Cómo decís, mi señora? —preguntó Ser Loras Tyrell, inseguro.

—¡Arrestad a mi hermano! —le ordenó Cersei—. ¡Ha sido él, el enano! ¡Y su mujer! Han matado a mi hijo, a vuestro rey. ¡Apresadlos! ¡Apresadlos a los dos!

SANSA (5)

Muy lejos, al otro lado de la ciudad, una campana empezó a tañer.

Sansa se sentía como si estuviera viviendo en un sueño.

—Joffrey ha muerto —le dijo a los árboles para ver si así despertaba.

No estaba muerto aún cuando salió del salón del trono. La última vez que lo vio había caído de rodillas con las manos en la garganta y se arrancaba la piel mientras luchaba por respirar. El espectáculo era tan espantoso que tuvo que huir corriendo entre sollozos. Lady Tanda también había huido.

—Tenéis muy buen corazón, mi señora —le dijo a Sansa—. Pocas doncellas llorarían así por el hombre que las rechazó y las casó con un enano.

«Muy buen corazón. Tengo muy buen corazón.» Una carcajada histérica le subió por la garganta, pero Sansa la consiguió reprimir. Las campanas tañían lentas y pesarosas.
Dong... dong... dong...
Habían sonado igual cuando murió el rey Robert. Joffrey estaba muerto, estaba muerto, estaba muerto, muerto, muerto. ¿Por qué lloraba cuando de lo que tenía ganas era de bailar? ¿Eran lágrimas de alegría?

La ropa estaba donde la había dejado escondida la noche anterior. Sin doncellas que la ayudaran tardó más que de costumbre en desatarse las lazadas del vestido. Sentía una extraña torpeza en las manos, aunque no estaba tan asustada como debería dadas las circunstancias.

—Los dioses son crueles al llevárselo tan joven y tan guapo, en el banquete de su boda —le había dicho Lady Tanda.

«Los dioses son justos —pensó Sansa. Robb también había muerto en un banquete nupcial, por quien lloraba era por él—. Por él y por Margaery.» Pobre Margaery, dos veces casada y dos veces viuda. Sansa sacó un brazo de la manga, se bajó el vestido y se lo sacudió de las piernas. Lo dobló como mejor pudo y lo metió en el hueco de un roble, y sacudió la ropa que había tenido escondida allí.

—Ropa abrigada —le había dicho Ser Dontos—, y que sea oscura.

No tenía nada de color negro, de modo que había elegido un vestido marrón de lana gruesa. Lo malo era que el corpiño estaba decorado con perlas de agua dulce. «La capa las tapará.» La capa era verde, con una capucha amplia. Se puso el vestido por la cabeza y se echó la capa sobre los hombros, aunque por el momento no se subió la capucha. También se puso los zapatos, sencillos y resistentes, sin tacón y con la puntera cuadrada. «Los dioses han escuchado mis plegarias —pensó. Se sentía torpe y aturdida—. Mi piel se ha vuelto de porcelana, de marfil, de acero...» Movía las manos como si las tuviera entumecidas, como si fuera la primera vez que se arreglaba el pelo. Por un momento deseó tener allí a Shae para que la ayudara a quitarse la redecilla.

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