Tormenta de Espadas (128 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Sí, ahí es donde guardamos la cama. —Sansa estaría allí adentro, vistiéndose para el banquete. Y Shae también—. Vino, Pod.

Tyrion bebió junto a la ventana, mientras contemplaba el caos en las cocinas, abajo. El sol no acariciaba todavía la parte superior de la muralla del castillo, pero ya le llegaba el olor de los panes horneados y las carnes asadas. Los invitados no tardarían en llenar el salón del trono, todos expectantes; aquélla sería una velada de canciones y esplendor, ideada no sólo para unir Altojardín con Roca Casterly, sino también para anunciar su poder y riqueza como lección para cualquiera que pudiera pensar en oponerse al reinado de Joffrey.

Pero ¿quién estaría tan loco como para cuestionar a Joffrey en aquel momento, después de lo que les había pasado a Stannis Baratheon y a Robb Stark? Todavía había escaramuzas en las tierras de los ríos, pero la pinza se cerraba por todas partes. Ser Gregor Clegane había cruzado el Tridente para apoderarse del Vado Rubí y luego tomó Harrenhal casi sin esfuerzo. Varamar se había rendido a Walder Frey el Negro y Poza de la Doncella estaba en manos de Lord Randyll Tarly, así como el Valle Oscuro y el camino real. En el oeste, Ser Daven Lannister se había unido a Ser Forley Prester en el Colmillo Dorado para marchar hacia Aguasdulces. Ser Ryman Frey avanzaba desde Los Gemelos con dos mil lanceros para reunirse con ellos. Y Paxter Redwyne aseguraba que su flota zarparía pronto del Rejo para emprender el largo viaje alrededor de Dorne y a través de los Peldaños de Piedra. Los piratas lysenos de Stannis estarían en inferioridad numérica de diez a uno. La contienda que los maestres empezaban a llamar la Guerra de los Cinco Reyes estaba a punto de terminar. Se decía que Mace Tyrell se quejaba de que Lord Tywin no había dejado ninguna victoria para él.

—¿Mi señor? —Pod estaba a su lado—. ¿Os vais a cambiar? Os he puesto el jubón. En la cama. Para la fiesta.

—¿La fiesta? —replicó Tyrion con amargura—. ¿Qué fiesta?

—La fiesta, el banquete de bodas. —A Pod se le escapó el sarcasmo, por supuesto—. El del rey Joffrey y Lady Margaery. Quiero decir, la reina Margaery.

—Muy bien, joven Podrick, vamos a ponernos festivos. —Tyrion decidió que aquella noche se iba a emborrachar a conciencia.

Shae estaba arreglándole el pelo a Sansa cuando entraron en el dormitorio. «Alegría y dolor —pensó al verlas juntas—. Risas y lágrimas.» Sansa lucía una túnica de raso plateado con ribetes de armiño y unas mangas tan amplias que casi tocaban el suelo con los puños de suave fieltro púrpura. Shae la había peinado con un gusto exquisito, recogiéndole el pelo en una redecilla de plata con gemas color púrpura. Tyrion nunca la había visto tan hermosa, aunque en aquellas mangas largas llevaba la señal del luto.

—Lady Sansa —le dijo—, esta noche vas a ser la mujer más hermosa del banquete.

—Mi señor es demasiado amable.

—Mi señora —dijo Shae implorante—, ¿no puedo ir a serviros en la mesa? Me muero por ver salir las palomas de la empanada.

—La reina ha elegido a todos los criados. —Sansa la miraba insegura.

—Y habrá demasiada gente en la sala. —Tyrion no tuvo más remedio que tragarse la contrariedad que sentía—. Pero habrá músicos por todo el castillo, y mesas en el patio exterior, con comida y bebida para todos.

Inspeccionó su jubón nuevo, de terciopelo carmesí con hombreras acolchadas y mangas abombachadas con cortes que dejaban ver la seda negra del forro. «Hermosa prenda. Sólo hace falta un hombre hermoso que la luzca.»

—Ven, Pod, ayúdame a ponerme esto.

Se bebió otra copa de vino mientras se vestía, luego tomó a su esposa por el brazo y la acompañó al exterior del Torreón para unirse a la marea de seda, satén y terciopelo que fluía hacia el salón del trono. Algunos invitados ya habían entrado para ocupar sus lugares en los bancos. Otros remoloneaban ante las puertas para disfrutar de aquella tarde cálida tan poco propia de la estación. Tyrion y Sansa recorrieron el patio para recitar las frases corteses de rigor.

«Se le da muy bien», pensó al verla decir a Lord Gyles que parecía mejor de su tos, alabar la túnica de Elinor Tyrell e interesarse por las costumbres matrimoniales en las Islas del Verano al hablar con Jalabhar Xho. Su primo Ser Lancel estaba allí, lo había llevado Ser Kevan, era la primera vez que abandonaba el lecho desde la batalla. «Parece un cadáver.» El pelo de Lancel se había vuelto blanco y quebradizo, y estaba flaco como un palo. Si no se hubiera apoyado en su padre se habría caído, seguro. Pero cuando Sansa ensalzó su valor y dijo cuánto se alegraba de verlo restablecido, tanto Lancel como Ser Kevan sonrieron. «Habría sido una buena reina para Joffrey, y una esposa aún mejor si hubiera tenido el sentido común de amarla.» Se preguntó si su sobrino sería capaz de amar a nadie.

—Esta noche estáis exquisita, pequeña —dijo Lady Olenna Tyrell a Sansa, cuando se acercó a ellos cojeando, con un traje de hilo de oro que debía de pesar más que ella—. Esperad, que el viento os ha revuelto el pelo. —La anciana le colocó unos cuantos mechones en su sitio y enderezó la redecilla del cabello de Sansa—. Sentí mucho enterarme de vuestras pérdidas —le dijo mientras—. Ya sé, ya sé, vuestro hermano era un traidor espantoso, pero si empezamos a matar hombres en las bodas les dará todavía más miedo contraer matrimonio. Así, ya está. —Lady Olenna sonrió—. Me complace deciros que partiré de vuelta a Altojardín pasado mañana. Ya estoy harta de esta ciudad hedionda, toda para vosotros. ¿Querréis acompañarme para ver aquello unos días, mientras los hombres están fuera en su guerra? Voy a echar muchísimo de menos a mi Margaery y a sus encantadoras damas. Vuestra compañía sería todo un consuelo.

—Sois muy buena conmigo, mi señora —dijo Sansa—, pero mi lugar está con mi señor esposo.

Lady Olenna dedicó a Tyrion una sonrisa arrugada, desdentada.

—¿Sí? Perdonad a esta vieja tonta, mi señor. No pretendía robaros a vuestra adorable esposa. Imaginé que partiríais al frente de un ejército Lannister contra algún terrible enemigo.

—Un ejército de dragones y venados. El consejero de la moneda debe permanecer en la corte para asegurarse de que los soldados reciben la paga.

—Claro. Dragones y venados, qué agudo. Y también centavos del enano. He oído hablar de esos centavos. Sin duda recolectarlos debe de ser un trabajo muy arduo.

—Dejo que sean otros quienes los recolecten, mi señora.

—¿De veras? Me imaginaba que os querríais encargar vos en persona. No podemos permitir que le roben a la corona sus centavos del enano, por supuesto que no. ¿Verdad?

—Los dioses no lo quieran. —Tyrion empezaba a preguntarse si Lord Luthor Tyrell no se habría tirado por el acantilado adrede—. Tendréis que disculparnos, Lady Olenna, tenemos que ocupar nuestros sitios.

—Yo también. Setenta y siete platos, nada menos. ¿No os parece un poco excesivo, mi señor? Yo no voy a comer más de tres o cuatro bocados, pero claro, vos y yo somos muy pequeños, ¿eh? —Volvió a acariciar el pelo de Sansa—. Venga, niña, seguid y tratad de ser más feliz —le dijo—. A ver, ¿dónde están mis guardias? Izquierdo, Derecho, ¿dónde os habéis metido? Venid, acompañadme al estrado.

Aunque aún quedaba una hora para la puesta del sol la sala del trono ya estaba iluminada con antorchas que ardían en todos los apliques de las paredes. Los invitados estaban junto a las mesas mientras los heraldos declamaban los nombres y títulos de las damas y señores que iban entrando. Pajes ataviados con la librea real los escoltaron por el ancho pasillo central. Arriba, la galería estaba abarrotada de músicos con tambores, flautas, violines, cuernos y gaitas.

Tyrion se agarró del brazo de Sansa e hizo el recorrido andando peor que nunca sobre las piernas torcidas. Sentía todos los ojos clavados en él, picoteándole la nueva cicatriz que lo había dejado aún más feo que antes. «Que miren —pensó mientras se subía a su asiento—. Que miren y murmuren cuanto quieran hasta hartarse, no me voy a esconder para darles un gusto.»

La Reina de Espinas fue la siguiente, arrastrando los pies con pasitos cortos. Tyrion no habría sabido decir cuál de los dos tenía un aspecto más absurdo, si él con Sansa o la menuda anciana entre sus dos guardias gemelos de más de dos metros.

Joffrey y Margaery entraron en el salón del trono a lomos de sendos corceles blancos. Los pajes corrían ante ellos y arrojaban pétalos de rosa bajo sus cascos. También el rey y la reina se habían cambiado de ropa para el banquete. Joffrey vestía calzones a rayas color negro y carmesí y un jubón de hilo de oro con mangas de satén negro e incrustaciones de ónice. Margaery había cambiado la recatada túnica que luciera en el sept por otra mucho más reveladora, un vestido de brocado color verde claro con el corpiño de encaje muy ceñido que le dejaba al descubierto los hombros y el nacimiento de los menudos pechos. Llevaba suelta la cabellera castaña, que le caía en cascada sobre los blancos hombros y le llegaba casi hasta la cintura. Se ceñía las sienes con una delicada corona de oro. Su sonrisa era tímida y dulce.

«Es una chica encantadora —pensó Tyrion—, y un destino mucho mejor del que merece mi sobrino.»

La Guardia Real los escoltó hasta el estrado, hacia los asientos de honor situados a la sombra del Trono de Hierro, que para la ocasión estaba cubierto de largos gallardetes de seda color oro Baratheon, carmesí Lannister y verde Tyrell. Cersei abrazó a Margaery y la besó en ambas mejillas. Lord Tywin hizo lo mismo, y luego Lancel y Ser Kevan. Joffrey recibió besos cariñosos del padre de su esposa y de sus dos nuevos hermanos, Loras y Garlan. Nadie parecía tener prisa por besar a Tyrion. Cuando el rey y la reina ocuparon sus asientos, el Septon Supremo se levantó para bendecir la mesa.

«Por lo menos no babea tanto como el anterior», se consoló Tyrion.

A Sansa y a él les habían asignado asientos en el lado de la derecha del rey, muy lejos de él, junto a Ser Garlan Tyrell y su esposa, Lady Leonette. Había una docena de invitados sentados más cerca de Joffrey, cosa que un hombre más susceptible habría considerado un insulto, dado que hacía muy poco tiempo había sido la Mano del Rey. Pero Tyrion habría estado más satisfecho si en vez de una docena hubieran sido un centenar.

—¡Que se llenen las copas! —proclamó Joffrey después de recibir el permiso de los dioses. Su copero vertió una jarra entera de un espeso tinto del Rejo en el cáliz dorado que Lord Tyrell le había regalado aquella mañana. El rey tuvo que cogerlo con ambas manos—. ¡Por mi esposa, la reina!

—¡Margaery! —gritó todo el salón—. ¡Margaery! ¡Margaery! ¡Por la reina!

Un millar de copas entrechocaron y el banquete se consideró iniciado. Tyrion Lannister bebió con todos los demás, vació su copa en aquel primer brindis e hizo señal de que se la volvieran a llenar en cuanto estuvo sentado de nuevo.

El primer plato era una crema de champiñones y caracoles rehogados en mantequilla que se sirvió en cuencos dorados. Tyrion apenas si había probado el desayuno y el vino ya se le había subido a la cabeza, de manera que agradeció mucho la comida. Terminó su plato enseguida.

«Uno menos, sólo quedan setenta y seis. Setenta y siete platos cuando todavía hay niños hambrientos en la ciudad, hombres que matarían por un rábano. Si nos pudieran ver ahora tal vez no les tendrían tanto cariño a los Tyrell.»

Sansa probó una cucharada de crema y apartó el cuenco a un lado.

—¿No es de tu gusto, mi señora? —preguntó Tyrion.

—Va a haber tantos platos, mi señor... Tengo el estómago pequeño.

Jugueteó nerviosa con el pelo y miró hacia donde estaba Joffrey con su reina Tyrell. «¿Le gustaría estar en el lugar de Margaery? —Tyrion frunció el ceño—. Hasta una niña debería tener más sentido común.»

Se dio la vuelta para distraerse con algo, pero mirase hacia donde mirase había mujeres, mujeres hermosas y felices que eran de otros hombres. Margaery, claro, que sonreía con dulzura mientras Joffrey y ella bebían del gran cáliz matrimonial de siete caras. Su madre, Lady Alerie, canosa y atractiva, todavía orgullosa al lado de Mace Tyrell. Las tres primitas de la reina, vivarachas como pajarillos. La morena esposa myriense de Lord Merryweather, con sus grandes ojos negros como nubes de tormenta. Ellaria Arena, sentada entre los dornienses (Cersei les había dado una mesa propia justo bajo el estrado, en un lugar de gran honor pero tan lejos de los Tyrell como permitía la anchura del salón), que en aquel momento se reía de algo que le había dicho la Víbora Roja.

Y había una mujer sentada casi al final de la tercera mesa por la izquierda... la mujer de uno de los Fossoway, según creía, con un embarazo avanzado. El vientre abultado no menguaba en absoluto su delicada belleza, ni tampoco su disfrute de la comida y de las caricias. Tyrion la observó mientras su esposo le daba los mejores pedacitos de comida de su plato. Bebían de la misma copa y, a menudo, se besaban sin motivo aparente. Siempre que lo hacían, él le ponía la mano sobre el vientre en gesto cariñoso, tierno y protector.

¿Qué haría Sansa si se inclinaba sobre ella y la besaba en aquel momento? «Apartarse, probablemente. O aguantar con valor, como era su deber. Si de algo sabe esta esposa mía es de cumplir con su deber.» Si le decía que aquella noche quería desvirgarla también lo soportaría porque era su deber y no lloraría más de lo justo.

Indicó por gestos que quería más vino. Cuando se lo vertieron ya se estaba sirviendo el segundo plato, un pastel de hojaldre relleno de cerdo, huevos y piñones. Sansa no probó más que un mordisco del suyo mientras los heraldos anunciaban al primero de los siete bardos.

Hamish el Arpista, con su barba blanca, anunció que ejecutaría «para los oídos de dioses y hombres una canción jamás antes escuchada en los Siete Reinos». Según dijo, su título era «Lord Renly cabalgó de nuevo».

Acarició con los dedos las cuerdas del arpa y el salón del trono se llenó de un dulce sonido.

—«Desde su trono de huesos el Señor de la Muerte contempló al caballero asesinado» —empezó Hamish.

Luego siguió cantando cómo Renly, arrepentido de su intento de usurpar la corona de su sobrino, desafió al mismísimo Señor de la Muerte y volvió a la tierra de los vivos para defender el reino del ataque de su hermano.

«Y por esto tuvo que acabar el pobre Symon en un caldero», meditó Tyrion. Al final, cuando la sombra del valiente Lord Renly voló hasta Altojardín para ver por última vez el rostro de su amada, la reina Margaery tenía los ojos llenos de lágrimas.

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