Tormenta de Espadas (133 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Hombres de Lord Bolton, venimos a ver a la Mano del Rey.

El capitán echó un vistazo a Nage, con su estandarte de paz.

—Querrás decir que venís a doblar la rodilla. No sois los primeros. Id directos al castillo y nada de altercados.

Les hizo un gesto para que entraran y volvió a concentrarse en los carromatos.

Si Desembarco del Rey estaba de luto por la muerte del niño rey, Jaime no vio muestras de ello. En la calle de las Semillas, un hermano mendicante con su túnica raída rezaba en voz alta por el alma de Joffrey, pero los transeúntes no le prestaban más atención que a un postigo suelto azotado por el viento. Por lo demás, la ciudad estaba como siempre: capas doradas con sus armaduras negras, aprendices de panadero que vendían panes, empanadas y pasteles calientes; putas asomadas por las ventanas con los corpiños a medio atar, y alcantarillas hediondas con los residuos de la noche. Pasaron junto a cinco hombres que intentaban sacar a rastras un caballo muerto de un callejón y, más adelante, con un malabarista que hacía girar cuchillos en el aire para deleite de un grupo de niños pequeños y soldados borrachos de los Tyrell.

Al atravesar aquellas calles conocidas en compañía de doscientos norteños, un maestre sin cadena y una mujer de increíble fealdad, Jaime descubrió que nadie lo miraba dos veces. No supo si sonreír o sentirse molesto.

—No me conocen —le dijo a Patas de Acero mientras cruzaban la plaza de los Zapateros.

—Vuestro rostro es diferente, y también vuestro blasón —señaló el norteño—. Además, ahora tienen un nuevo Matarreyes.

Las puertas de la Fortaleza Roja estaban abiertas, pero una docena de capas doradas armados con picas cerraban el paso. Bajaron las puntas cuando Patas de Acero se acercó al trote, pero Jaime reconoció al caballero blanco que estaba al mando.

—Ser Meryn —saludó.

—¿Ser Jaime? —Los ojos caídos de Ser Meryn Trant se abrieron como platos.

—Menos mal que alguien me recuerda. Decid a los hombres que se hagan a un lado.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez en que alguien se precipitara a obedecer una orden suya. Jaime había olvidado lo grata que era aquella sensación.

En el patio de armas encontraron a otros dos caballeros de la Guardia Real, que no vestían capas blancas la última vez que Jaime sirviera allí.

«Muy propio de Cersei, me nombra Lord Comandante y luego elige a mis hombres sin consultarme.»

—Por lo que veo me han dado dos nuevos hermanos —dijo al tiempo que desmontaba.

—Tenemos ese honor, ser.

El Caballero de las Flores estaba tan deslumbrante y puro con sus sedas y su armadura blanca que, en comparación, Jaime se sintió sucio y andrajoso. Se volvió hacia Meryn Trant.

—Por lo visto no habéis explicado bien sus deberes a nuestros nuevos hermanos, ser.

—¿Qué deberes? —preguntó Meryn Trant a la defensiva.

—El de mantener con vida al rey, por ejemplo. ¿Cuántos monarcas habéis perdido desde que me fui de la ciudad? Dos, ¿no?

Fue entonces cuando Ser Balon le vio el muñón.

—Vuestra mano...

—Ahora lucho con la izquierda. —Jaime se forzó a sonreír—. Así resulta más emocionante. ¿Dónde puedo encontrar a mi señor padre?

—En sus habitaciones, con Lord Tyrell y el príncipe Oberyn.

«¿Ahora Mace Tyrell y la Víbora Roja comparten el pan? Esto es cada vez más extraño.»

—¿La reina también está con ellos?

—No, mi señor —respondió Ser Balon—. La podéis encontrar en el sept, rezando por el rey Joff...

—¡Vos!

Jaime se volvió. El último de los norteños había descabalgado, y por fin Loras Tyrell había divisado a Brienne. Ella lo miró con gesto estúpido, agarrada a las riendas.

—Ser Loras...

—¿Por qué? —exigió Loras Tyrell avanzando a zancadas hacia ella—. ¿Por qué, decidme, por qué? Él os trató bien, os dio la capa arco iris. ¿Por qué lo matasteis?

—No lo maté. Habría muerto por él.

—Por él moriréis. —Ser Loras desenvainó la espada larga.

—No fui yo.

—Con su último aliento, Emmon Cuy juró que sí.

—Estaba fuera de la tienda, no pudo ver nada...

—Porque dentro de la tienda sólo estabais Lady Stark y vos. ¿Queréis decir que esa vieja fue capaz de atravesar el acero de un tajo?

—¡Había una sombra! Sé que parece cosa de locos, pero... Yo estaba ayudando a Renly a ponerse la armadura y de repente se apagaron las velas, y había sangre por todas partes... Lady Catelyn dijo que fue Stannis... No, su sombra. Yo no tuve nada que ver, lo juro por mi honor.

—Vos no tenéis honor. Desenvainad la espada. No quiero que se diga que os maté mientras estabais indefensa.

—Guardad la espada, ser —ordenó Jaime interponiéndose entre ellos.

Ser Loras dio un paso a un lado para esquivarlo.

—¿Sois cobarde, además de asesina, Brienne? ¿Por eso escapasteis, con su sangre en las manos? ¡Desenvainad la espada, mujer!

—Más os vale que no lo haga. —Jaime volvió a cerrarle el paso—. De lo contrario, será vuestro cadáver el que tengamos que retirar. La moza es tan fuerte como Gregor Clegane, aunque no sea tan bonita.

—Esto no os concierne, ser. —Ser Loras lo apartó a un lado.

—Soy el Lord Comandante de la Guardia Real, mocoso arrogante. —Jaime agarró al muchacho con la mano buena y lo zarandeó—. Soy tu comandante, al menos mientras vistas esa capa blanca. Ahora, envaina esa espada de mierda, o te la quitaré y te la meteré hasta un lugar que ni siquiera Renly encontró jamás.

El muchacho titubeó un segundo, lo necesario para que Ser Balon Swann interviniera.

—Haced lo que os dice el Lord Comandante, Loras.

Algunos capas doradas desenvainaron el acero, y en respuesta unos cuantos hombres de Fuerte Terror hicieron lo mismo.

«Espléndido —pensó Jaime—. Apenas desmonto del caballo y ya organizo un baño de sangre en el patio.»

Ser Loras Tyrell volvió a envainar la espada con un movimiento rabioso.

—Vaya, no ha sido tan difícil, ¿eh?

—Quiero que sea arrestada —señaló Ser Loras—. Lady Brienne, os acuso del asesinato de Lord Renly Baratheon.

—Por si os sirve de algo —dijo Jaime—, la moza tiene honor. Más honor del que he visto en vos. Y es posible que diga la verdad. Por mi vida que no es lo que se dice lista, pero hasta a mi caballo se le ocurriría una mentira mejor, si fuera una mentira lo que hubiera querido contar. Pero, dado que insistís... Ser Balon, escoltad a Lady Brienne a una celda de la torre y retenedla allí con vigilancia. Buscad también alojamientos adecuados para Patas de Acero y sus hombres, hasta que mi padre considere oportuno recibirlos.

—Sí, mi señor.

Los grandes ojos azules de Brienne lo miraban ofendidos mientras una docena de capas doradas al mando de Balon Swann se la llevaban.

«Me deberías estar lanzando besos, moza —habría querido decirle. ¿Por qué todo el mundo tenía que malinterpretar todo lo que hacía?—. Aerys. Siempre igual. Todo se remonta a Aerys.»

Jaime le dio la espalda y cruzó el patio a zancadas.

Otro caballero de armadura blanca guardaba las puertas del sept real. Era un hombre alto, de barba negra, hombros anchos y nariz aguileña. Al ver a Jaime esbozó una sonrisa agria.

—¿Adónde crees que vas?

—Al sept. —Jaime señaló con el muñón—. A ese sept. Quiero ver a la reina.

—Su Alteza está de luto. ¿Por qué querría recibir a alguien como tú?

«Porque soy su amante y porque soy el padre de su hijo asesinado», habría querido decir.

—Por los siete infiernos, ¿quién sois vos?

—Un caballero de la Guardia Real, y más te valdría aprender un poco de respeto, tullido, o te cortaré la otra mano y mañana te tendrás que tomar las gachas a sorbos.

—Soy el hermano de la reina, ser.

—¿Qué, habéis escapado? —Al caballero blanco le parecía de lo más divertido—. ¿Y de paso habéis crecido, mi señor?

—Su otro hermano, imbécil. Y el Lord Comandante de la Guardia Real. Venga, échate a un lado o lo lamentarás.

—Si sois... —El imbécil lo miró con más atención—. Ser Jaime. —Se irguió—. Os ruego que me perdonéis, mi señor. No os había reconocido. Tengo el honor de ser Ser Osmund Kettleblack.

«¿Y qué tiene eso de honorable?»

—Quiero estar un rato a solas con mi hermana. Encargaos de que nadie entre en el sept, ser. Si nos molestan, os cortaré la cabeza.

—Sí, señor. Como digáis, señor.

Ser Osmund le abrió la puerta.

Cersei estaba de rodillas delante del altar de la Madre. El féretro de Joffrey estaba a los pies del Desconocido, encargado de guiar al otro mundo a los que acaban de morir. El olor del incienso era tan denso que el aire se podía cortar; había un centenar de velas ardiendo, que elevaban otras tantas plegarias.

«Joff va a necesitar de todas y cada una de ellas.»

—¿Quién es? —Su hermana giró la cabeza. Después, cuando lo vio, preguntó—: ¿Jaime? —Se levantó, los ojos rebosantes de lágrimas—. ¿Eres tú de verdad? —Pero no fue hacia él.

«Nunca viene a mí —pensó Jaime—. Siempre espera, siempre deja que vaya a ella. Ella otorga, pero yo se lo tengo que pedir.»

—Tendrías que haber venido antes —murmuró cuando la tomó entre sus brazos—. ¿Por qué no pudiste venir antes, para salvarlo? Mi hijo...

«Nuestro hijo.»

—Vine tan pronto como pude. —Se liberó del abrazo y retrocedió un paso—. Ahí afuera hay una guerra, hermana.

—Qué delgado estás. Y tu pelo, tu pelo dorado...

—El pelo me volverá a crecer. —Jaime alzó el muñón. «Tiene que verlo cuanto antes»—. Esto no.

—Los Stark... —dijo Cersei abriendo los ojos como platos.

—No. Ha sido cosa de Vargo Hoat.

—¿De quién? —Aquel nombre no le decía nada.

—La Cabra de Harrenhal. Por poco tiempo.

Cersei desvió la mirada hacia el ataúd de Joffrey. Habían vestido al rey difunto con una armadura dorada que recordaba a la de Jaime de una manera escalofriante. El visor del yelmo estaba cerrado, pero las velas arrancaban suaves destellos del oro, de manera que el chico parecía luminoso y valiente en la muerte. La luz de las velas jugaba también con los rubíes que decoraban el corpiño del vestido de luto de Cersei, hacía que parecieran llamas diminutas. El cabello le caía sobre los hombros, sin peinar, desarreglado.

—Él lo mató, Jaime. Me lo había advertido. Me dijo que un día, cuando me sintiera segura y feliz, haría que mi alegría se me convirtiera en cenizas en la boca.

—¿Tyrion te dijo eso? —Jaime no lo quería creer. A los ojos de los dioses y de los hombres, matar a alguien de la misma sangre era peor que matar a un rey. «Él sabía que era hijo mío. Yo quería a Tyrion. Siempre fui bueno con él. Bueno, excepto en una ocasión... pero él no sabía la verdad acerca de aquello. ¿O sí?»—. ¿Por qué iba a matar a Joff?

—Por una puta. —Le agarró la mano buena y la sostuvo entre las suyas—. Me dijo que lo iba a matar. Joff lo supo. Mientras agonizaba, señaló a su asesino. Nuestro hermanito es un monstruo retorcido. —Besó los dedos de Jaime—. Lo matarás, ¿verdad?, lo matarás por mí. Vengarás a nuestro hijo.

Jaime apartó la mano.

—Sigue siendo mi hermano. —Le agitó el muñón ante la cara, por si no lo había visto bien—. Y no estoy precisamente en condiciones de matar a nadie.

—Tienes otra mano, ¿no? Y tampoco te estoy pidiendo que derrotes al Perro en combate. Tyrion es un enano encerrado en una celda. Si se lo ordenas, los guardias te dejarán pasar.

—Tengo que saber más. —La sola idea le revolvía el estómago—. Tengo que saber cómo fue.

—Lo sabrás —le prometió Cersei—. Habrá un juicio. Cuando sepas todo lo que hizo, desearás su muerte tanto como yo. —Le acarició el rostro—. Sin ti estaba perdida, Jaime. Tenía miedo de que los Stark me enviaran tu cabeza. No lo habría soportado. —Lo besó. Fue un beso ligero, apenas un roce de los labios sobre los suyos, pero cuando la rodeó con los brazos la sintió temblar—. Sin ti no estoy entera, Jaime.

En el beso que él le devolvió no había ternura, sólo hambre. Cersei abrió la boca para dejar paso a su lengua.

—No —protestó débilmente cuando los labios bajaron hacia el cuello—. Aquí no. Los septones...

—Los Otros se lleven a los septones.

La besó de nuevo, la besó en silencio, la besó hasta que empezó a gemir... Entonces barrió las velas con el brazo y la subió al altar de la Madre, le levantó las faldas y las mudas de seda. Ella lo golpeaba en el pecho con puños débiles, murmuraba algo sobre el riesgo, el peligro, sobre su padre, sobre los septones, sobre la ira de los dioses... Jaime no la oía. Se desanudó los calzones, se subió al altar y le abrió las blancas piernas. Deslizó una mano por el muslo y le arrancó la ropa interior. Vio entonces que tenía la sangre lunar, pero no le importó.

—Deprisa —le susurraba ella—, deprisa, deprisa, sigue, no pares, deprisa. Jaime, Jaime, Jaime. —Lo guió con las manos—. Sí —gimió Cersei ante su embestida—, mi hermano, mi querido hermano, sí, así, así, te tengo, ya estás en casa, ya estás en casa, ya estás en casa...

Le besó la oreja y le acarició el pelo corto, hirsuto. Jaime se perdió en su carne. Sentía cómo el corazón de Cersei latía al mismo ritmo que el suyo, y notaba la humedad de la sangre y la semilla allí donde se unían.

Pero, en cuanto hubieron terminado, la reina se lo quitó de encima.

—Déjame levantarme. Si nos encuentran así...

De mala gana, rodó hacia un lado y la ayudó a bajarse del altar. El mármol blanquecino estaba manchado de sangre. Jaime lo limpió con la manga y recogió las velas que había derribado. Por suerte, todas se habían apagado al caer.

«Si el sept se hubiera incendiado, no me habría dado ni cuenta.»

—Esto ha sido una locura. —Cersei se estiró el vestido—. Nuestro padre está en el castillo... Hemos de tener cuidado.

—Estoy harto de tener cuidado. Los Targaryen se casaban entre hermanos, ¿por qué nosotros no podemos hacer lo mismo? Cásate conmigo, Cersei. Ponte en pie ante todo el reino y di que es a mí a quien quieres. Celebraremos un banquete de bodas y tendremos otro hijo para sustituir a Joffrey.

—No tiene gracia. —Cersei dio un paso atrás.

—¿Acaso me estoy riendo?

—¿Es que te has dejado el cerebro en Aguasdulces? —La tensión se palpaba en su voz—. El derecho de Tommen al trono deriva de Robert, lo sabes muy bien.

—Heredará Roca Casterly, ¿no le basta con eso? Deja que sea nuestro padre quien se siente en el trono. Yo lo único que quiero es a ti.

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