Hizo ademán de acariciarle la mejilla. Por la fuerza de la costumbre, el brazo que alzó fue el derecho. Cersei se apartó del muñón.
—No... No digas esas cosas. Me estás asustando, Jaime. No seas idiota. Una palabra nos lo podría costar todo. ¿Qué te han hecho?
—Me han cortado la mano.
—No, es algo más; has cambiado. —Retrocedió un paso—. Seguiremos hablando luego. Mañana. He mandado encerrar a las doncellas de Sansa Stark en una celda de la torre, tengo que ir a interrogarlas... y tú debes ver a nuestro padre.
—He viajado mil leguas para estar contigo, por el camino he perdido lo mejor de mí mismo. No me digas que me vaya.
—Vete —repitió ella al tiempo que se daba la vuelta.
Jaime se anudó los calzones e hizo lo que le ordenaba Cersei. Estaba agotado, pero no podía irse a la cama. A aquellas alturas su señor padre sabría ya que estaba de vuelta en la ciudad.
La Torre de la Mano estaba vigilada por guardias de la Casa Lannister, que lo reconocieron al instante.
—Los dioses son bondadosos por haberos devuelto a nosotros, ser —dijo uno al tiempo que le franqueaba el paso.
—Los dioses no han tenido nada que ver. La que me ha devuelto ha sido Catelyn Stark. Ella y el señor de Fuerte Terror.
Subió por las escaleras y entró en la estancia sin hacerse anunciar. Su padre estaba sentado junto a la chimenea, a solas, circunstancia que Jaime agradeció. No sentía el menor deseo de exhibir la mano mutilada ante Mace Tyrell o la Víbora Roja, y menos aún ante los dos juntos.
—Jaime —dijo Lord Tywin como si se hubieran visto por última vez durante el desayuno—. Lord Bolton me indujo a pensar que llegarías antes. Tenía la esperanza de que estuvieras aquí para la boda.
—Me retrasaron. —Jaime cerró la puerta con suavidad—. Tengo entendido que mi hermana se superó a sí misma. Setenta y siete platos y un regicidio, nunca se había visto una celebración así. ¿Desde cuándo sabes que estoy libre?
—El eunuco me lo dijo a los pocos días de tu fuga. Envié hombres a buscarte por las tierras de los ríos. Gregor Clegane, Samwell Spicer, los hermanos Plumm... Varys también hizo correr la voz, pero con discreción. Estuvimos de acuerdo en que cuantas menos personas supieran que estabas libre, menos intentarían darte caza.
—¿Varys te mencionó también esto? —Jaime se acercó a la chimenea para que su padre lo viera mejor.
Lord Tywin se levantó bruscamente de la silla, el aliento se le escapó entre los dientes con un siseo.
—¿Quién te ha hecho eso? Si Lady Catelyn cree que...
—Lady Catelyn me puso una espada en la garganta y me obligó a jurar que le devolvería a sus hijas. Esto ha sido obra de tu Cabra. ¡De Vargo Hoat, el señor de Harrenhal!
—Ya no. —Lord Tywin apartó la vista, asqueado—. Ser Gregor ha tomado el castillo. Casi todos los mercenarios desertaron y abandonaron a su capitán, y algunos de los antiguos criados de Lady Whent les abrieron una poterna. Clegane encontró a Hoat a solas, en Sala de las Cien Chimeneas, medio enloquecido de dolor y fiebre por una herida que se le había infectado. Me dijeron que era una herida en la oreja.
Jaime no pudo contener una carcajada. «¡La oreja! ¡Es increíble!» Se moría de ganas de contárselo a Brienne, aunque seguro que a la moza no le haría ni la mitad de gracia que a él.
—¿Ha muerto ya?
—No tardará. Le han cortado las manos y los pies, pero por lo visto a Clegane le divierte el ceceo del qohoriense.
—¿Y qué hay de sus Compañeros Audaces? —A Jaime se le había borrado la sonrisa.
—Los pocos que se quedaron en Harrenhal están muertos. El resto se dispersó. Seguramente se dirigirán hacia los puertos o tratarán de ocultarse en los bosques. —Volvió a clavar los ojos en el muñón de Jaime y la rabia le tensó la boca—. Les cortaremos la cabeza. A todos, sin excepción. ¿Puedes manejar la espada con la mano izquierda?
«Apenas puedo vestirme solo por las mañanas.» Jaime alzó la mano en cuestión para que su padre se la inspeccionase.
—Cinco dedos, igual que la otra. No veo por qué no va a funcionar igual.
—Bien. —Su padre se sentó—. Me alegro. Tengo un regalo para ti. Por tu regreso. Desde que Varys me lo dijo.
—A menos que se trate de una mano nueva, puede esperar. —Jaime se sentó en una silla frente a él—. ¿Cómo murió Joffrey?
—Veneno. Se intentó que pareciera que se había ahogado con un trocito de comida, pero hice que los maestres le abrieran la garganta y no encontraron ninguna obstrucción.
—Cersei dice que fue Tyrion.
—Tu hermano sirvió al rey el vino envenenado, ante los ojos de un millar de personas.
—Qué estúpido por su parte, ¿no?
—He mandado detener al escudero de Tyrion. Y a las doncellas de su esposa. Veremos qué nos cuentan. Los capas doradas de Ser Addam están buscando a la Stark y Varys ha ofrecido una recompensa. Se hará la justicia del rey.
«La justicia del rey.»
—¿De verdad ejecutarías a tu hijo?
—Ha sido acusado de regicidio, con el agravante de que la víctima es pariente suyo. Si es inocente no tiene nada que temer. Lo primero que tenemos que hacer es valorar las pruebas que hay contra él.
«Pruebas.» Jaime se imaginaba el tipo de pruebas que se podían presentar en aquella ciudad de mentirosos.
—Renly también murió en circunstancias extrañas, justo cuando le convenía a Stannis.
—A Lord Renly lo asesinó uno de sus guardias, una mujer de Tarth.
—Esa mujer de Tarth es la que me ha traído aquí. La he encerrado en una celda para apaciguar a Ser Loras, pero antes creeré en el fantasma de Renly que en quien diga que ella le hizo el menor daño. En cambio, Stannis...
—Lo que mató a Joffrey fue el veneno, no la brujería. —Lord Tywin volvió a mirar el muñón de Jaime—. No puedes servir en la Guardia Real sin mano para manejar la espada...
—Sí puedo —interrumpió—. Y serviré. Hay precedentes. Si quieres consultaré el Libro Blanco y te los buscaré. Entero o mutilado, un caballero de la Guardia Real sirve de por vida.
—Eso lo cambió Cersei cuando sustituyó a Ser Barristan por motivos de edad. Un regalo adecuado a la Fe persuadirá al Septon Supremo para que te libere de los votos. Reconozco que tu hermana cometió una estupidez al prescindir de Selmy, pero ahora que ha abierto las puertas...
—Alguien las tiene que volver a cerrar. —Jaime se levantó—. Estoy harto de mujeres de noble cuna que me cubren de mierda, padre. A mí nadie me preguntó si quería ser Lord Comandante de la Guardia Real, pero por lo visto lo soy. Tengo un deber...
—Así es. —Lord Tywin se levantó también—. Un deber para con la Casa Lannister. Eres el heredero de Roca Casterly. Ahí es donde tienes que estar. Tommen te acompañará, como pupilo y escudero. En la Roca es donde aprenderá a ser un Lannister; quiero mantenerlo alejado de su madre. He decidido buscarle un nuevo esposo a Cersei. Puede que Oberyn Martell, en cuanto consiga convencer a Lord Tyrell de que ese matrimonio no supondría una amenaza para Altojardín. Y ya va siendo hora de que tú también te cases. Los Tyrell se empeñan ahora en casar a Margaery con Tommen, pero si te ofreciera a ti en su lugar...
—¡No! —Jaime había soportado todo lo soportable. No, más de lo soportable. Estaba harto, harto de los señores, de las mentiras, harto de su padre, de su hermana, harto de toda aquella mierda—. No. No. No. No. No. ¿Cuántas veces tengo que decir que no para que lo entiendas? ¿Oberyn Martell? Es infame, y no sólo porque pone veneno en su espada. Tiene más bastardos que Robert y se acuesta con muchachitos. Y si por un instante se te ha pasado por la cabeza que me iba a casar con la viuda de Joffrey...
—Lord Tyrell me asegura que sigue siendo doncella.
—Por lo que a mí respecta puede morir doncella. ¡No la quiero, y tampoco quiero tu Roca!
—Eres mi hijo...
—Soy un caballero de la Guardia Real. ¡Soy el Lord Comandante de la Guardia Real! ¡Y no pienso ser otra cosa!
Las llamas de la chimenea arrancaban destellos de las espesas patillas que enmarcaban el rostro de Lord Tywin. Una vena le latía en el cuello. Pero nada dijo. Y nada dijo. Y nada dijo.
El silencio se fue haciendo más y más tenso, hasta que por último Jaime no lo pudo soportar.
—Padre... —empezó.
—No sois mi hijo. —Lord Tywin se dio la vuelta—. Decís que sois el Lord Comandante de la Guardia Real y nada más. Muy bien, ser. Id a cumplir con vuestro deber.
Sus voces se alzaban como pavesas que se arremolinaran en el cielo púrpura del anochecer.
—Aléjanos de la oscuridad, oh, Señor. Inflama nuestros corazones para que podamos recorrer tu camino luminoso.
La hoguera nocturna ardía en la creciente oscuridad, era como una gran bestia brillante cuya cambiante luz anaranjada proyectaba sombras de cinco metros por todo el patio. En las murallas de Rocadragón, el ejército de gárgolas y figuras grotescas parecía moverse inquieto.
Davos observaba el espectáculo desde una ventana en forma de arco situada en la galería superior. Vio a Melisandre alzar los brazos como si quisiera abrazar las llamas tremolantes.
—R'hllor —entonó con voz alta y clara—, tú eres la luz de nuestros ojos, el fuego de nuestros corazones, el calor de nuestras entrañas. Tuyo es el sol que calienta nuestros días, tuyas las estrellas que nos guardan en la noche oscura...
—Señor de la Luz, defiéndenos. La noche es oscura y alberga cosas aterradoras.
La reina Selyse era la que le daba las respuestas, con el rostro anguloso transido de fervor. El rey Stannis se encontraba junto a ella, tenía las mandíbulas apretadas y las puntas de la corona de oro rojo brillaban cada vez que movía la cabeza. «Está con ellos, pero no es uno de ellos», pensó Davos. Entre ambos se encontraba la princesa Shireen; la luz del fuego hacía que las zonas grises de la cara y el cuello parecieran casi negras.
—Señor de la Luz, protégenos —entonó la reina.
El rey no daba las respuestas como los demás. Estaba contemplando las llamas. Davos se preguntó qué vería en ellas. «¿Otra visión de la guerra que se avecina? ¿O tal vez algo más cercano a casa?»
—R'hllor que nos concedes el aliento, te damos las gracias —cantó Melisandre—. R'hllor que nos concedes los días, te damos las gracias.
—Te damos las gracias por el sol que nos calienta —respondieron la reina Selyse y los demás fieles—. Te damos las gracias por las estrellas que velan por nosotros. Te damos las gracias por el fuego de los hogares y las antorchas que mantienen a raya la oscuridad.
Las voces que recitaban eran menos que la noche anterior, o eso le pareció a Davos; menos rostros iluminados por la luz anaranjada del fuego. Pero ¿qué pasaría al día siguiente? ¿Habría menos aún... o más?
La voz de Ser Axell Florent resonó como un trompetazo. El resplandor del fuego lamía como una monstruosa lengua anaranjada el rostro del hombre de pecho abombado y piernas torcidas. Davos pensó que tal vez Ser Axell le daría más tarde las gracias. Lo que iban a hacer aquella noche bien podía convertirlo en Mano del Rey como había soñado.
—Te damos las gracias por Stannis, nuestro rey según tu voluntad —exclamó Melisandre—. Te damos las gracias por el puro fuego blanco de su bondad, por la espada roja de justicia que esgrime, por el amor que inspira en su leal pueblo. Guíalo y defiéndelo, R'hllor, y dale fuerzas para aniquilar a sus enemigos.
—Dale fuerzas —respondieron la reina Selyse, Ser Axell, Devan y los demás—. Dale valor. Dale sabiduría.
Cuando era niño los septones habían enseñado a Davos que al rezar pidiera sabiduría a la Vieja, valor al Guerrero y fuerza al Herrero. Pero en aquel momento a quien rezaba era a la Madre para que mantuviera a su querido hijo Devan a salvo del demoníaco dios de la mujer roja.
—¿Lord Davos? Será mejor que empecemos. —Ser Andrew le tocó el codo—. ¿Mi señor?
El título le seguía sonando raro, pero Davos se apartó de la ventana.
—Sí. Ha llegado el momento.
Stannis, Melisandre y los hombres de la reina seguirían rezando una hora o más. La sacerdotisa roja encendía hogueras a diario al llegar el ocaso, para dar las gracias a R'hllor por el día que terminaba y suplicarle que a la mañana siguiente volviera a enviar el sol para que dispersara la oscuridad. «Un contrabandista tiene que conocer las mareas y saber aprovecharlas.» Al final eso es lo único que era, Davos el contrabandista. Se llevó la mano mutilada al cuello en busca de su suerte y no encontró nada. La bajó de golpe y aceleró el paso un poco más.
Sus compañeros lo siguieron a zancadas para mantenerse a su altura. El Bastardo de Canto Nocturno tenía el rostro picado de viruelas y un aire de caballerosidad destrozada; Ser Gerald Gower era grueso, rudo y rubio; Ser Andrew Estermont era una cabeza más alto que los demás, con la barba en forma de punta de lanza y las cejas castañas muy pobladas.
«Todos son hombres buenos, cada uno a su manera —pensó Davos—. Y pronto serán hombres muertos si esta noche algo sale mal.»
—El fuego es un ser vivo —le había dicho la mujer roja cuando le pidió que le enseñara a ver el futuro en las llamas—. Está siempre en movimiento, siempre cambiando... como un libro cuyas letras danzaran y se movieran mientras intentáis leerlas. Hacen falta años de adiestramiento para ver las formas más allá de las llamas, y más años todavía para aprender a distinguir las formas de lo que será, de las formas de lo que puede ser o de lo que fue. Y aun entonces es difícil, muy difícil. Vosotros, los hombres de las tierras del ocaso, no lo entendéis.
Davos le preguntó cómo había hecho Ser Axell para aprender el truco tan deprisa, pero ella se limitó a sonreír con gesto enigmático.
—Cualquier gato puede mirar el fuego y ver ratones rojos.
No había querido mentir a los hombres del rey.
—Puede que la mujer roja vea nuestras intenciones —les advirtió.
—Entonces deberíamos empezar por matarla —propuso Lewys el Pescadero—. Conozco un lugar perfecto para tenderle una emboscada, cuatro de nosotros con espadas bien afiladas...
—Nos condenarías a todos —dijo Davos—. El maestre Cressen trató de matarla y lo supo al instante. Me imagino que lo vería en las llamas. Creo que percibe enseguida cualquier amenaza contra su persona, pero no puede verlo todo. Si no le hacemos caso, quizá no se fije en nosotros.
—Esconderse y actuar a hurtadillas no es honorable —objetó Ser Triston de Colina Cuenta, que había sido vasallo de los Sunglass antes de que Lord Guncer acabara en el fuego de Melisandre.