Catelyn vio que su hijo estaba furioso, pero cedió con tanta elegancia como pudo. «Si a Lord Walder le apetece servirme grajo guisado con gusanos, me lo comeré y repetiré», le había dicho. Y eso fue lo que hizo.
El Gran Jon había derrotado en la competición de bebida a otro de los Frey, en aquella ocasión era Petyr Espinilla el que yacía ebrio bajo la mesa. «¿Y qué esperaba? Ese muchacho abulta la tercera parte que él.» Lord Umber se secó la boca con el dorso de la mano, se puso en pie y empezó a cantar.
—«Había un oso, un oso, ¡un oso!, era negro, era enorme, ¡cubierto de pelo horroroso!»
No tenía mala voz, aunque la bebida hacía que se le trabara la lengua. Por desgracia, los violinistas, flautistas y tamborileros de la galería superior estaban tocando «Flores de primavera», cuya melodía era tan adecuada para la letra de «El oso y la doncella» como los caracoles para un plato de gachas. Hasta el pobre Cascabel se tapó las orejas para protegerse de semejante cacofonía.
Roose Bolton murmuró algo en voz tan baja que nadie lo oyó, y salió en busca de un excusado. La atestada sala era un constante bullicio de invitados y sirvientes que iban y venían. Catelyn sabía que en el otro castillo se estaba celebrando un segundo banquete para caballeros y señores de rango inferior. Lord Walder había exiliado a sus hijos ilegítimos y a los descendientes de éstos a esa orilla del río, de modo que los norteños de Robb acabaron llamándolo «el banquete de los bastardos». Sin duda algunos de los invitados se marchaban a hurtadillas para ver si los bastardos lo estaban pasando mejor que allí. Tal vez algunos incluso se fueran a los campamentos. Los Frey habían aportado carromatos con toneles de vino, cerveza y aguamiel para que los soldados pudieran brindar por el enlace entre Aguasdulces y Los Gemelos.
Robb se sentó en el lugar que Bolton había dejado libre.
—Unas pocas horas más y terminará esta farsa, madre —dijo en voz baja mientras el Gran Jon cantaba sobre la doncella que tenía miel en el cabello—. Walder el Negro ha sido dulce como un corderito para variar, y el tío Edmure parece muy satisfecho con su esposa. —Se inclinó hacia delante—. ¿Ser Ryman?
—Decidme, señor. —Ser Ryman Frey parpadeó.
—Había pensado pedirle a Olyvar que fuera mi escudero cuando marchemos hacia el norte, pero no lo he visto en el castillo —dijo Robb—. ¿Estará en el otro banquete?
—¿Olyvar? —Ser Ryman sacudió la cabeza—. No. Olyvar... no. No está... en los castillos. Tenía una misión.
—Ya entiendo. —El tono de Robb indicaba lo contrario. Al ver que Ser Ryman no daba más explicaciones, el rey se volvió a poner en pie—. ¿Quieres bailar, madre?
—No, gracias. —Le dolía mucho la cabeza y bailar era lo que menos falta le hacía—. Seguro que a cualquiera de las hijas de Lord Walder le encantará ser tu pareja.
—Seguro que sí.
Esbozó una sonrisa resignada. Los músicos estaban tocando en aquel momento «Lanzas de hierro», mientras el Gran Jon cantaba «El muchacho lujurioso».
«Alguien debería presentarlos, así mejoraría la armonía.» Catelyn se volvió a Ser Ryman.
—Tengo entendido que uno de vuestros sobrinos es bardo.
—Alesander, el hijo de Symond. Alyx es su hermana. —Alzó la copa para señalar en dirección a la muchacha que bailaba con Robin Flint.
—¿Cantará para nosotros Alesander esta noche?
—No. —Ser Ryman la miró con los ojos entrecerrados—. Está fuera. —Se secó el sudor de la frente y se puso en pie—. Disculpad, mi señora. Disculpad.
Catelyn se quedó mirando cómo se alejaba tambaleante hacia la puerta.
Edmure besaba a Roslin y le apretaba la mano. Más allá, Ser Marq Piper y Ser Danwell Frey jugaban a algo relacionado con la bebida, Lothar el Cojo le contaba una anécdota divertida a Ser Hosteen, uno de los Frey más jóvenes hacía malabarismos con tres dagas ante un grupo de niñas risueñas y Cascabel se lamía el vino de los dedos sentado en el suelo. Los criados entraban con enormes bandejas de trozos de cordero rosados y jugosos, el plato más apetitoso que se había visto en toda la velada. Y Robb bailaba con Dacey Mormont.
Cuando se ponía un vestido en vez de una cota de mallas, la hija mayor de Lady Maege era bastante atractiva, alta, espigada, con una sonrisa tímida que le iluminaba el rostro alargado. Era una grata sorpresa que resultara igual de grácil en la pista de baile que en el patio de armas. Catelyn se preguntó si Lady Maege habría llegado ya al Cuello. Se había llevado consigo al resto de sus hijas, pero Dacey, como compañera de combate de Robb, había optado por quedarse con él.
«Tiene el mismo don de Ned, inspira lealtad.» Olyvar Frey también había mostrado devoción hacia su hijo. Robb le había contado que Olyvar había querido seguir con él incluso después de que se casara con Jeyne.
El señor del Cruce, sentado entre las dos torres negras de roble, dio unas palmadas con las manos llenas de manchas. El sonido fue tan débil que hasta a los que se encontraban en el estrado les costó oírlo, pero Ser Aenys y Ser Hosteen lo vieron y empezaron a dar golpes con los vasos contra la mesa. Lothar el Cojo los imitó y luego Marq Piper, Ser Danwell y Ser Raymund. Pronto la mitad de los invitados estuvieron dando golpes rítmicos, y al final la multitud de músicos de la galería captaron la indirecta. Las flautas, tambores y violines fueron quedando en silencio.
—Alteza —dijo Lord Walder a Robb—, el septon ya ha soltado los rezos, se han pronunciado palabras y Lord Edmure ha envuelto a mi pequeña en su capa de pescado, pero aún no son marido y mujer. La espada necesita una vaina, je, je, y una boda necesita una cama. ¿Qué opina mi señor? ¿Qué os parece que los encamemos?
Una veintena o más de hijos y nietos de Walder Frey empezaron a golpear de nuevo las mesas con las copas.
—¡A encamarlos! —gritaban—. ¡A encamarlos! ¡Vamos a encamarlos!
Roslin se había puesto blanca. Catelyn se preguntó si sería la perspectiva de perder la virginidad lo que asustaba a la muchacha o el rito del encamamiento. Tenía tantos parientes que seguro que conocía la costumbre, pero la cosa cambiaba cuando una era la protagonista. La noche de bodas de Catelyn, Jory Cassel le había desgarrado la túnica en su precipitación por quitársela, y Desmond Grell, completamente borracho, se disculpaba por cada chiste atrevido justo antes de hacer el siguiente. Al verla desnuda, Lord Dustin le dijo a Ned que sus pechos bastaban para hacerle desear que no lo hubieran destetado nunca.
«Pobre hombre», pensó. Era de los que habían viajado con Ned hacia el sur para no volver jamás. Catelyn se preguntó cuántos de los hombres presentes aquella noche estarían muertos antes de acabar el año. «Mucho me temo que demasiados.»
Robb alzó una mano.
—Si vos creéis que ha llegado el momento, desde luego, Lord Walder. Vamos a encamarlos.
El anuncio fue recibido con un rugido de alegría. Arriba, en la galería, los músicos volvieron a coger las flautas, los cuernos y los violines, y empezaron a tocar «La reina se quitó la sandalia, el rey se quitó la corona». Cascabel saltaba sobre un pie y sobre el otro, y la corona tintineaba al compás.
—Me han dicho que los varones Tully no tienen polla, que tienen una trucha entre las piernas —gritó Alyx Frey con osadía—. ¿Qué hace falta para que se les levante, un gusano?
—¡Pues a mí me han dicho que las mujeres Frey tienen dos entradas en vez de una! —se apresuró a replicar Ser Marq Piper.
—¡Sí, pero las dos están cerradas con candado para la gente como vos! —fue la respuesta de Alyx.
Un coro de carcajadas recorrió la estancia hasta que Patrek Mallister se subió a una mesa para proponer un brindis en honor del pescado de Edmure, que sólo tenía un ojo.
—¡Y es una poderosa carpa! —proclamó.
—Bah, seguro que es una sardinilla de agua dulce —gritó Walda la Gorda Bolton al lado de Catelyn.
—¡A encamarlos! ¡A encamarlos! —volvieron a gritar.
Los invitados se arremolinaron en torno al estrado, los más borrachos los primeros, como siempre. Los hombres y los niños rodearon a Roslin y la levantaron por los aires mientras las doncellas y sus madres obligaban a Edmure a ponerse en pie y empezaban a tirarle de la ropa. Él se reía y les gritaba bromas procaces, aunque la música sonaba tan alta que Catelyn no oía lo que decía. En cambio sí oyó al Gran Jon.
—¡Dejadme a la novia! —rugió al tiempo que empujaba a un lado a los demás hombres para echarse a Roslin a un hombro—. ¡Pero mirad qué cosita! ¡Si no tiene carnes!
Catelyn sintió pena por la muchacha. La mayoría de las novias trataban de responder a las bromas, o al menos fingir que se estaban divirtiendo, pero Roslin estaba rígida de terror, se aferraba al Gran Jon como si tuviera miedo de que la dejara caer.
«Y además está llorando —vio Catelyn mientras Ser Marq Piper le quitaba a la novia uno de los zapatos—. Espero que Edmure sea delicado con la pobre chiquilla.» La música alegre y atrevida seguía sonando desde la galería; la reina ya se estaba quitando el manto y el rey, la túnica.
Catelyn sabía que debería estar con el grupo de mujeres que rodeaban a su hermano, pero su presencia sólo serviría para estropearles la diversión. Se sentía cualquier cosa menos pícara. Sin duda Edmure disculparía su ausencia, era mucho más divertido que lo desnudaran y lo llevaran a la cama una veintena de mujeres Frey risueñas y atrevidas que una hermana amargada y con el luto en la cara.
Mientras se llevaban de la sala en volandas al hombre y a la doncella, dejando a sus espaldas un rastro de prendas de ropa, Catelyn vio que Robb tampoco los acompañaba. Walder Frey era tan susceptible como para tomar aquello como un insulto hacia su hija.
«Debería ser de los que encaman a Roslin, pero ¿me corresponde a mí decírselo?» Se quedó tensa hasta que vio que otros se habían quedado también. Petyr Espinilla y Ser Whalen Frey dormían de bruces sobre la mesa. Merrett Frey se estaba sirviendo otra copa de vino, mientras que Cascabel vagaba por la estancia y robaba bocados de los platos de los que se habían marchado. Ser Wendel Manderly se enfrentaba con entusiasmo a una pierna de cordero y, por supuesto, Lord Walder estaba demasiado débil para levantarse sin ayuda. «Pero querrá que Robb vaya, claro.» Ya se imaginaba al anciano preguntando por qué Su Alteza no quería ver desnuda a su hija. El sonido de los tambores retumbaba de nuevo, retumbaba y retumbaba.
Dacey Mormont, que al parecer era la única mujer que quedaba en la estancia aparte de Catelyn, se acercó a Edwyn Frey por detrás y le tocó un brazo al tiempo que le decía algo al oído. Edwyn le apartó la mano con una violencia del todo improcedente.
—No —le dijo en voz demasiado alta—. Ya estoy harto de bailar.
Dacey palideció y se dio la vuelta. Muy despacio, Catelyn se puso en pie.
«¿Qué está pasando aquí? —La duda le pesaba en el alma, allí donde hasta hacía un instante sólo había sentido cansancio—. No es nada —trató de decirse—, estás viendo duendes en el bosque, te has convertido en una vieja idiota enloquecida por la pena y el miedo.» Pero algo se le debió de reflejar en el rostro, porque hasta Ser Wendel Manderly lo notó.
—¿Pasa algo, señora? —le preguntó con la pierna de cordero en la mano.
Catelyn no le respondió; lo que hizo fue ir en pos de Edwyn Frey. Los músicos de la galería habían dejado por fin al rey y a la reina como llegaron al mundo. Sin un instante de pausa, empezaron a tocar otra canción, una canción muy diferente. Nadie cantaba la letra, pero Catelyn reconoció al instante «Las lluvias de Castamere». Edwyn corría hacia una puerta. Ella corrió más deprisa aún, empujada por la música. Seis zancadas rápidas y lo alcanzó. «¿Y quién sois vos, preguntó el orgulloso señor, para que tenga que haceros tales reverencias?» Agarró a Edwyn por el brazo para obligarlo a darse la vuelta y la sangre se le heló en las venas al palpar los aros de hierro bajo la manga de seda.
Catelyn lo abofeteó tan fuerte que le rompió el labio.
«Olyvar —pensó—, y Perwyn, y Alesander, todos fuera. Y Roslin lloraba...»
Edwyn Frey la empujó para quitársela de encima. La música ahogaba el resto de los sonidos, retumbaba contra las paredes como si las piedras estuvieran tocando. Robb lanzó a Edwyn una mirada furiosa y avanzó para detenerlo... y se detuvo de repente cuando una saeta le brotó del costado, justo debajo del hombro. Si gritó en aquel momento, el sonido quedó ahogado por las flautas, los cuernos y los violines. Catelyn vio cómo un segundo dardo se le clavaba en la pierna y lo vio caer. Arriba, en la galería, la mitad de los músicos tenían en las manos ballestas en vez de tambores y laúdes. Corrió hacia su hijo.
—¡Robb! —gritó—. ¡Robb, Robb!
Vio cómo el Pequeño Jon levantaba el tablero de una mesa de los caballetes. En la madera se clavaron las saetas, una, dos, tres, mientras la ponía sobre su rey para protegerlo. Robin Flint estaba rodeado de hombres Frey con dagas que subían y bajaban. Ser Wendel Manderly se puso en pie con su pierna de cordero en la mano. Una saeta le entró por la boca abierta y le salió por la nuca. Ser Wendel se derrumbó hacia delante, tiró la mesa de los caballetes y lanzó por el suelo copas, jarras, platos, bandejas, nabos, remolachas y vino.
«Tengo que llegar a su lado.» Catelyn notaba la espalda ardiendo. El Pequeño Jon aporreó a Ser Raymund Frey en la cara con una pierna de carnero. Pero, cuando intentó echar mano del cinto del que colgaba su espada, la saeta de una ballesta lo hizo caer de rodillas. «Con pelaje dorado o pelaje carmesí, el león garras sigue teniendo.» Vio cómo Lucas Blackwood caía ante Ser Hosteen Frey. Walder el Negro derribó a uno de los Vance mientras luchaba contra Ser Harys Haigh. «Y las mías son tan largas y afiladas, mi señor, como las que vais exhibiendo.» Las ballestas acabaron con Donnel Locke, Owen Norrey y otra media docena de hombres. El joven Ser Benfrey había agarrado a Dacey Mormont por el brazo, pero Catelyn la vio coger una jarra de vino con la otra mano y estrellársela en la cara, antes de correr hacia la puerta. Que se abrió antes de que la alcanzara. Ser Ryman Frey entró en la estancia vestido de acero de la cabeza a los pies. Junto a él, en la puerta, había una docena de soldados de los Frey, todos armados con hachas de combate.
—¡Piedad! —gritó Catelyn.
Pero los cuernos, los tambores y el clamor del acero ahogaron su súplica. Ser Ryman clavó el hacha en el vientre de Dacey. Ya entraban hombres por otras puertas, hombres con cotas de mallas, vestidos con pieles y acero en las manos. «¡Norteños!» Durante un momento creyó que acudían al rescate, hasta que vio cómo uno de ellos le cortaba la cabeza al Pequeño Jon de dos golpes de hacha. La esperanza se apagó como una vela en medio de una tormenta.