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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (63 page)

BOOK: Sortilegio
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—¿Crees que iba a proporcionarles a esos hijos de puta el poder de mi fruta?

—Pero Lem..., los árboles. Todos esos árboles.

Lo estaba rebuscándose en los bolsillos, y sacó algunos puñados de peras de Judas. Muchas estaban magulladas y rotas, y el jugo brillaba al correrle a Lo por los dedos. El perfume de las frutas penetró el aire sucio trayendo recuerdos de tiempos perdidos.

—En todas ellas hay semillas, poeta —le explicó Lem— y en cada semilla hay un árbol. Encontraré otro lugar donde plantarlas. —Eran palabras valientes, pero el hortelano sollozaba mientras las decía—. No nos vencerán, Calhoun —continuó—. Sea cual sea el dios en cuyo nombre vienen, no nos arrodillaremos ante ellos.

—No debéis hacerlo —convino Cal—. O si no todo estará perdido.

Mientras le decía aquello, Cal se dio cuenta de que la mirada de Lo se desviaba de él para dirigirse hacia la chusma de los coches.

—Deberíamos marcharnos —apuntó Lo volviendo a meterse la fruta en el bolsillo—. ¿Quieres venir conmigo?

—No puedo, Lem.

—Bueno, les enseñé tus versos a mis hijas. Los he recordado igual que tú me has recordado a mí...

—No son míos —dijo Cal—. Son de mi abuelo.

—Ahora nos pertenecen a todos —repuso Lo—. Plantados en buen suelo...

De pronto se oyó un disparo. Cal se dio la vuelta. Los tres hombres que estaban contemplando el fuego los habían visto y venían hacia ellos. Todos iban armados.

Lo le cogió a Cal una mano durante unos instantes y se la apretó a modo de despedida. Luego, cuando el primer disparo fue seguido por otros, el contacto quedó roto. Lo ya se estaba adentrando en la oscuridad, alejándose de la luz del incendio, pero el terreno era desigual y se cayó al cabo de unos cuantos pasos. Cal fue tras él, al tiempo que los pistoleros empezaban otra tanda de disparos.

—¡Aléjate de mí...! —le gritó Lo—. Por el amor de Dios, ¡corre!

Lo estaba revolviendo en el suelo para recoger la fruta que se le había caído del bolsillo. Cuando Cal ya estaba a punto de alcanzarlo, uno de aquellos pistoleros tuvo suerte. Un disparo le dio a Lo. Este lanzó un grito y se apretó el costado con una mano.

Los pistoleros casi habían llegado al lugar donde se encontraban los que les habían servido de blanco. Habían dejado de disparar para poder disfrutar de un deporte mejor desde más cerca. Sin embargo, cuando ya estaban a menos de media docena de metros, el que iba delante de todos resultó abatido por un proyectil lanzado desde el humo. Le golpeó en la cabeza y le abrió una herida de consideración. Cayó de bruces, cegado por la sangre.

Cal tuvo tiempo de ver el arma que había derribado a aquel individuo, y la reconoció como una radio; poco después De Bono se abría paso entre el sucio aire hacia los pistoleros. Éstos le oyeron acercarse: iba gritando como un salvaje. Dispararon un tiro en dirección a De Bono; el disparo falló por mucho. De Bono se lanzó más allá de los cazadores y salió corriendo en dirección al fuego.

El líder, apretándose la cabeza con las manos, se estaba poniendo en pie con grandes dificultades, dispuesto a emprender la persecución. La táctica de De Bono, aunque hubiera servido para distraer a los verdugos, tenía tanto de buena como de suicida. Los pistoleros lo tenían atrapado contra el muro que formaban los árboles al arder. Cal pudo verlo correr como un rayo entre el humo en dirección al fuego mientras los asesinos lo perseguían sin dejar de proferir alaridos. Dispararon una descarga completa; De Bono los esquivó como buen equilibrista que era. Pero no había manera de esquivar el infierno que se le avecinaba, que tenía frente a él. Cal lo vio mirar hacia atrás fugazmente una vez más para hacerse una mejor composición de lugar sobre la disposición de los perseguidores; luego —como un idiota— se sumergió en el interior del incendio. La mayoría de los árboles ya no eran más que pilares en llamas, pero el suelo, todo brasa y cenizas, resultó ser el paraíso de un caminante sobre el fuego. El aire reverberaba a causa del calor desfigurando la silueta de De Bono hasta que se perdió entre los árboles.

No había tiempo para llorar por él. La valentía de aquel muchacho les había proporcionado un respiro momentáneo, aunque seguramente no duraría mucho. Cal se volvió para ayudar a Lemuel. El hombre, sin embargo, ya no se encontraba allí, pero había dejado algunas salpicaduras de sangre y unos cuantos frutos caídos que señalaban el lugar donde había estado. Allá, junto al incendio, los pistoleros seguían esperando con la intención de segar a De Bono si es que volvía a salir. Cal tuvo tiempo de ponerse en pie y estudiar la conflagración en busca de algún signo del equilibrista. Pero no había ni rastro. Entonces retrocedió, alejándose de la pira, y echó a andar hacia la pendiente en la que él y De Bono se habían peleado. Al hacerlo experimentó una vaga sensación de esperanza. Decidió cambiar de dirección, y rodeó el huerto corriendo a toda velocidad hasta ir a parar al otro lado del mismo.

Allí el aire era más claro; el viento se llevaba el humo en dirección contraria. Cal corrió a lo largo del borde del huerto, confiando contra toda esperanza en que quizá De Bono hubiera sido más rápido que el calor. A medio camino a lo largo de uno de los lados del fuego los horrorizados ojos de Cal descubrieron un par de zapatos ardiendo. Les dio la vuelta de un puntapié y luego se puso a buscar a su dueño.

Sólo cuando se volvió de espalda a las llamas vio la figura, que estaba de pie en medio de un campo de hierba alta, a doscientos metros del huerto. Incluso a aquella distancia podía reconocerse la rubia cabeza. Lo mismo que podía reconocerse, al acercarse más, aquella presumida sonrisa.

Había perdido las cejas y las pestañas; y tenía el pelo seriamente chamuscado. Pero estaba sano y salvo.

¿Cómo lo has hecho? —le preguntó Cal cuando estuvo a la distancia suficiente para que el otro le oyera.

De Bono se encogió de hombros.

—Prefiero cien veces caminar sobre fuego que hacer equilibrios en la cuerda —dijo.

—De no ser por ti, yo estaría ahora muerto —le dijo Cal—. Gracias.

De Bono se sentía a todas luces incómodo con la gratitud de Cal. Hizo un gesto con la mano para quitarle importancia al hecho y después se volvió de espaldas al fuego y se alejó vadeando la hierba
y
permitiendo que Cal lo siguiera.

—¿Sabes adonde vamos? —le gritó Cal. Parecía que se estuvieran alejando en la dirección opuesta a la que habían seguido cuando se toparon con el fuego, pero Cal no se habría atrevido a jurarlo.

De Bono dijo algo a modo de réplica, pero el viento borró sus palabras y Cal se sentía demasiado cansado para volver a preguntárselo.

X. DELEITES SOBRENATURALES
1

El viaje se convirtió en un verdadero tormento de allí en adelante. Los acontecimientos acaecidos en el huerto habían agotado todas las reservas de energía que le quedaban a Cal. Tenía contracciones nerviosas en los músculos de las piernas, como si éstas estuvieran al borde del espasmo; las vértebras de la parte inferior de la espalda parecían haber perdido el cartílago
y
estar rozando unas contra otras. Trató de no pensar en lo que ocurriría cuando llegasen al Firmamento, si es que alguna vez llegaban. En óptimas condiciones, él y De Bono apenas conseguirían igualar a Shadwell. Pero tal como estaban, serían carne de cañón.

A las esporádicas maravillas que la luz de las estrellas les habían puesto de relieve —un anillo de piedras unidas por bandas de niebla susurrante; lo que, en apariencia, era una familia de muñecas, con caras pálidas e idénticas, que sonreían beatíficamente desde detrás de una silenciosa catarata de agua—. Cal no les dedicaba más que alguna mirada rápida y superficial. La única panorámica que hubiese podido poner alguna palabra de gozo en sus labios en aquel momento habría sido un colchón de plumas.

Pero hasta los misterios empezaron a escasear después de cierto tiempo, cuando De Bono lo condujo por la oscura ladera de una colina, con un suave viento que se movía en la hierba alrededor de los pies de ambos.

La luna estaba saliendo por entre un banco de cúmulos, de forma que convertía a De Bono en un fantasma a medida que avanzaba por aquella empinada pendiente. Cal lo seguía como un corderito, demasiado cansado para poner el camino en tela de juicio.

Pero poco a poco Cal se fue dando cuenta de que los suspiros que oía no eran debidos solamente a la voz del viento. Había en ellos una música oblicua; una melodía que iba y venía repetidamente.

Fue De Bono quien por fin se detuvo y dijo:

—¿Los oyes, Cal?

—Sí. Los oigo.

—Saben que tienen visita.

—¿Es esto el Firmamento?

—No —le indicó De Bono suavemente—. Al Firmamento llegaremos mañana. Estamos demasiado cansados ahora. Esta noche la pasaremos aquí.

—¿Dónde es aquí?

—¿No lo adivinas? ¿No hueles el aire? —Estaba ligeramente perfumado; olía a madreselva y jazmín—. ¿Y no notas la tierra? —La tierra estaba cálida bajo sus pies—. Esto, amigo mío, es la Montaña de Venus.

2

Tendría que haber sido lo bastante listo como para no fiarse de De Bono; a pesar de todo su heroísmo, aquel tipo no era en absoluto digno de confianza, y ahora habían perdido un tiempo precioso.

Cal echó una rápida ojeada hacia atrás, para ver si conseguía distinguir el camino por el que habían llegado hasta allí, pero no pudo: la luna se había ocultado tras el banco de nubes durante unos instantes, y por ello la ladera de la montaña se encontraba completamente a oscuras. Cuando Cal volvió a mirar hacia adelante, De Bono se había evaporado. Al oír unas risas que sonaban un trecho más adelante, Cal llamó al guía en voz alta. Volvió a oír las risas. Sonaban demasiado ligeras para ser de De Bono, pero no estaba muy seguro.

—¿Dónde estás? —preguntó; pero no obtuvo respuesta, de modo que decidió echar a andar en dirección al lugar de donde procedía la risa.

Al avanzar se adentró en un pasadizo de aire cálido. Sobresaltado, retrocedió en seguida, pero aquel calor tropical lo acompañó en su retirada; el aroma de madreselva llegó con más fuerza ahora hasta su nariz. Le hizo sentirse un poco embriagado; las piernas, doloridas como las tenía, amenazaban con doblarse bajo su peso por el puro placer de desmayarse.

Un poco más arriba, en la misma pendiente, vio otra figura, seguramente la de De Bono, que se movía en las tinieblas. Volvió a llamarlo por su nombre, y esta vez se le otorgó una respuesta. De Bono se volvió y le dijo:

—No te apures, Cuco.

La voz había adquirido una cualidad soñadora.

—No tenemos tiempo... —protestó Cal.

—No podemos..., no podemos hacer nada —le contesto la voz de De Bono alejándose y acercándose, como si se tratara de una débil señal de radio—. Esta noche no podemos hacer nada..., excepto el
amor...

La última palabra se apagó, igual que De Bono, derritiéndose en la oscuridad.

Cal se dio la vuelta. Tenía la seguridad de que De Bono le había hablado desde un punto de la montaña situado más arriba, lo que significaba que si se volvía de espaldas a aquel punto y echaba a andar, volvería por el mismo camino por el que habían venido.

El calor lo acompañó cuando se dio la vuelta. «Me buscaré otro guía —pensó vagamente—; me buscaré otro guía y llegaré al Firmamento.» Tenía una cita con alguien a la que debía acudir. ¿Con quién? Los pensamientos de Cal iban y venían igual que la voz de De Bono. Ah, sí; con
Suzanna
.

Al mismo tiempo que pronunciaba mentalmente el nombre de la muchacha, el calor de algún modo se alió con las piernas de Cal y aquella conspiración le hizo caerse al suelo. No estaba seguro de cómo había podido ocurrir aquello —no había tropezado ni lo habían empujado—, pero en un instante tenía la cabeza apoyada en el suelo y, oh, qué agradable resultaba. Era como volver al lecho de la amante una mañana mientras cae la escarcha. Se estiró para dar satisfacción a aquellos cansados miembros suyos, diciéndose a sí mismo que sólo se quedaría allí tumbado el tiempo suficiente para recobrar un poco de energía con la que afrontar las pruebas que lo aguardaban.

No Cal, ni siquiera Calhoun, sino:

—Mooney...

No era la voz de De Bono, sino la de una mujer.

—¿Suzanna?

Trató de sentarse, pero se sentía tan pesado, tan cargado del polvo del viaje, que ni siquiera logró moverse. Quiso desprenderse de aquel peso de forma semejante a como las serpientes se desprenden de la piel, pero permaneció allí tendido, incapaz de mover un dedo, mientras la voz lo llamaba una y otra vez, apagándose cuando iba a buscarlo a regiones más elevadas.

Quería seguir aquella voz; y, sin previo aviso, notó que el anhelo empezaba a convertirse en realidad al mismo tiempo que la ropa se le desprendía del cuerpo; se puso a reptar por la hierba con el vientre pegado a la tierra. No estaba muy seguro de la manera en que era transportado, porque no notaba movimiento alguno en sus miembros y la respiración no se le había acelerado a causa del esfuerzo. En realidad se veía tan liberado de toda sensación que era como si estuviera abandonando el cuerpo y el aliento tras él, junto con la ropa.

Pero una cosa sí que se había llevado consigo: luz. Una luz fría y pálida que iluminaba a su alrededor la hierba y las pequeñas flores de montaña que crecían por allí; una luz que viajaba tan cerca de Cal que hubiera podido estar irradiada
por él mismo
.

A unos cuantos metros de donde Cal se estaba moviendo vio a De Bono tumbado, durmiendo sobre la hierba, con la boca abierta como la de un pez. Avanzó hacia el durmiente para hacerle algunas preguntas, pero antes de llegar hasta él algo le llamó la atención. A pocos metros de donde yacía De Bono había unos rayos de luz que brotaban de la tierra oscura. Cal avanzó hacia el cuerpo de su compañero, y la luz que Cal llevaba estuvo a punto de despertar a De Bono; después se dirigió hacia aquel nuevo misterio.

Pronto el misterio estuvo resuelto. Había varios agujeros en la tierra. Se acercó al borde del que estaba más cercano y miró hacia abajo. Ahora Cal vio que toda la montaña estaba hueca. Bajo él había una extensa caverna en cuyo interior se movía cierto brillo. Aquéllas eran, presumiblemente, las presencias de las que le había hablado De Bono.

Ahora Cal confirmó la sospecha de que se había dejado el cuerpo atrás, en algún lugar a lo largo del camino, porque se deslizó por el agujero —aunque éste no tenía anchura suficiente para permitir que pasara por él la cabeza, y mucho menos los hombros— fue a caer en las capas superiores de aire de la caverna.

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