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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (62 page)

BOOK: Sortilegio
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La ventana se hallaba a tres pisos de altura. Pero era demasiado tarde para tomar en cuenta aquellas cuestiones prácticas. No tenía más alternativa que saltar, o caer, o...
¡volar!

El menstruum la sostuvo, lanzando su fuerza contra la pared de la casa de enfrente y dejando que Suzanna se deslizase desde la ventana hasta el tejado sobre aquel frío lomo suyo. No fue un verdadero vuelo, pero pareció auténtico.

La calle se tambaleó bajo ella mientras Suzanna caía sobre aire sólido para ir a parar al alero de la otra casa; una vez allí el menstruum la recogió de nuevo y la transportó hasta el tejado, al tiempo que los gritos de Hobart iban apagándose al quedar atrás.

Desde luego no podía quedar sostenida en alto mucho tiempo; pero fue un paseo regocijante mientras duró. Suzanna se deslizó atropelladamente por otro tejado, y justo en aquel momento percibió una franja de luz del alba entre las colinas; luego pasó por encima de aguilones y chimeneas y bajó en picado hasta una plaza donde los pájaros ya empezaban a cantar sintonizando el nuevo día.

Cuando Suzanna bajó volando los pájaros se dispersaron, sobresaltados por el giro que la evolución había dado para producir un pájaro como aquél. El aterrizaje de Suzanna debió de confirmarles que aún quedaba mucho trabajo de diseño por hacer. La muchacha patinó por las losas del suelo; el menstruum le sirvió para amortiguar lo peor del impacto, y se detuvo a sólo unos centímetros de una pared cubierta de mosaico.

Tiritando, y presa de débiles náuseas, Suzanna se puso en pie. El vuelo entero probablemente no había durado más de veinte segundos, pero ya se oían voces dando la alarma en una calle adyacente.

Apretando con fuerza el regalo de Mimi, se deslizó fuera de la plaza y del poblado por un camino que le hizo describir un círculo, y en dos ocasiones estuvo a punto de caer en manos de sus perseguidores. A cada paso descubría una magulladura nueva, pero por lo menos estaba viva, y más sabia por las aventuras de aquella noche.

Vida y sabiduría. ¿Qué más se puede pedir?

IX. EL FUEGO

El día y la noche que Suzanna había pasado en Nada-parecido y en los Bosques Salvajes acechando a Hobart, llevaron a Cal y a De Bono a lugares no menos extraordinarios. Ellos también tuvieron sus sufrimientos y sus revelaciones; ellos también estuvieron más cerca de la muerte de lo que ninguno de los dos quisiera nunca volver a estar.

Al separarse de ella, reemprendieron en silencio el viaje hacia el Firmamento, hasta que de repente, sin venir a cuento, De Bono dijo:

—¿La amas?

Lo más extraño es que aquella misma pregunta se le había ocurrido a Cal, pero no había podido encontrarle respuesta. Francamente, lo había desconcertado.

—Eres un puñetero idiota —le espetó De Bono—. ¿Por qué será que vosotros, los Cucos, tenéis siempre tanto miedo de vuestros propios sentimientos? Ella se merece que la quieran; hasta yo puedo darme cuenta de eso. Así que, ¿por qué no lo reconoces?

Cal lanzó un gruñido. De Bono tenía toda la razón, pero a cualquiera le corroe que alguien más joven le aleccione sobre esos temas.

—Te da miedo, ¿no es eso? —le preguntó De Bono.

Aquella observación sólo consiguió añadir más sal a la herida.

—Cristo, no —contestó Cal—. ¿Por qué cojones iba yo a tenerle miedo?

—Porque tiene poderes —apuntó De Bono quitándose los anteojos y examinando el terreno que tenían delante—. La mayoría de las mujeres los tienen, desde luego. Por eso Starbrook no les permitía la entrada en el Campo. Era algo que lo sacaba de quicio.

—¿Y nosotros qué es lo que tenemos? —quiso saber Cal; le dio un puntapié a una piedra que había delante.

—Nosotros tenemos polla.

—¿Eso es también lo que dice Starbrook?

—Eso lo dice De Bono —fue la respuesta; luego el muchacho se echó a reír—. Te diré lo que vamos a hacer —le dijo—. Sé de un sitio adonde podríamos ir...

—Nada de rodeos —le interrumpió Cal.

—¿Y qué es un par de horas? —dijo De Bono—. ¿Has oído hablar de la Montaña de Venus?

—He dicho que nada de rodeos, De Bono. Si tú quieres ir, en ese caso ve.

—Jesús, qué aburrido eres! —suspiró De Bono—. A lo mejor dejo que te las apañes tú solo.

—Pues a mí tampoco me hace ninguna gracia que me hagas preguntas imbéciles —le dijo Cal—. Así que si quieres irte de picos pardos, adelante. Sólo tienes que indicarme por dónde se va al Firmamento.

De Bono se calló. Siguieron caminando. Cuando de nuevo iniciaron una conversación, De Bono empezó a hacer una demostración de sus conocimientos sobre la Fuga, más por el placer que le producía minimizar a su compañero de viaje que movido por un auténtico deseo de proporcionar información. Dos veces, a mitad de una diatriba, Cal tuvo que arrastrarlo hasta algún improvisado escondite al aparecer una de las patrullas de Hobart a corta distancia, tan corta que podrían haberlos visto fácilmente. En la segunda ocasión estuvieron sin poder moverse durante dos horas mientras la patrulla iba emborrachándose poco a poco a unos cuantos metros del lugar en donde ellos estaban escondidos.

Cuando por fin pudieron continuar, avanzaron mucho más despacio. Notaban los brazos y las piernas con calambres, los sentían plomizos; tenían hambre y sed, y a cada uno le irritaba la compañía del otro. Y lo peor de todo, se estaba haciendo de noche.

—Pero, ¿a qué distancia estamos? —quiso saber Cal. Una vez, al mirar a la Fuga desde la tapia de la casa de Mimi, la confusión de aquel paisaje prometía aventuras sin fin. Ahora, inmerso en aquella confusión, Cal habría dado los colmillos por un buen mapa.

—Todavía queda bastante lejos —repuso De Bono.

—¿Sabes dónde demonios estamos?

Los labios de De Bono se curvaron.

—Pues claro.

—Dímelo.

—¿Qué?

—¡Que me lo digas!

—Maldita sea si pienso hacerlo. Tendrás que fiarte de mí, Cuco.

El viento se había ido levantando en los últimos treinta minutos, ahora traía consigo el sonido de unos gritos, lo cual les obligó a hacer un alto en la creciente guerra de palabras existente entre ellos.

—Me huele a fogata —dijo De Bono.

Y era cierto. Junto con aquella carga de dolor, el viento traía también el aroma de madera quemada. De Bono ya había comenzado a alejarse dando saltos para averiguar el lugar de procedencia. Nada habría proporcionado a Cal mayor satisfacción en aquellos momentos que dejar que el equilibrista hiciera lo que le viniese en gana, pero —por mucho que dudase del valor de De Bono como guía— siempre era mejor el muchacho que nada. Cal lo siguió a través de la creciente oscuridad hasta un pequeño promontorio. Desde allí —al otro lado de unos campos llenos de arcos— tenían una estupenda vista del fuego. Lo que parecía un pequeño bosque estaba ardiendo con gran profusión, pues el viento servía para avivar las llamas. En los alrededores de aquella gran hoguera había vanos coches aparcados, y su dueños —algunos miembros más del Ejército de Shadwell— estaban armando gran alboroto.

—Hijos de puta —exclamó De Bono al ver a varios de ellos acosando a una víctima y golpeándola con las porras y las botas—. Cucos hijos de puta.

—No son sólo de los míos... —empezó a decir Cal.

Pero antes de que pudiera terminar la defensa de su tribu, las palabras se le murieron en los labios al reconocer el lugar que estaban quemando delante de sus ojos.

Aquello no era un bosque. Los árboles no se hallaban dispersos de un modo arbitrario, sino plantados en calles ordenadas. Una vez, bajo el toldo de aquellos árboles, él había recitado los versos de Mooney
el Loco
. Ahora el huerto de Lemuel Lo estaba ardiendo por los cuatro costados.

Empezó a bajar la pendiente hacia el lugar de la conflagración.

—¿Adonde vas? —le preguntó De Bono—. ¿Calhoun? ¿Qué crees que estás haciendo? —De Bono fue tras de Cal y lo agarró por un brazo—. ¡Calhoun! ¡Escúchame!

—Déjame en paz —repuso Cal intentando sacarse de encima a De Bono.

En la violencia de aquel intento el suelo de la pendiente cedió bajo los talones de Cal, y éste perdió el equilibrio, arrastrando con él a De Bono. Resbalaron colina abajo bajo una ducha de tierra y piedras, y se detuvieron en un profundo foso lleno de agua estancada que les llegaba hasta la cintura. Cal trató de salir por el otro lado, pero De Bono lo tenía agarrado por la camisa.

—No siempre se puede hacer todo lo que se quiera, Mooney —le indicó.

—Suéltame de una puñetera vez.

—Mira, siento haber hecho aquel comentario sobre los Cucos, ¿vale?
Nosotros
también tenemos vándalos.

—Olvídalo —le pidió Cal sin apartar los ojos del fuego. Se las arregló para que De Bono lo soltase—. Yo conozco este lugar —continuó diciendo—. Y, sencillamente, no puedo permitir que lo quemen.

Se dio impulso, salió del foso y echó a andar hacia el incendio. Mataría a los hijos de puta que se habían atrevido a hacer aquello, fueran quienes fuesen. Los mataría, con ello ya habría hecho justicia.

—¡Ya es demasiado tarde! —
le gritó De Bono—. No puedes ayudar.

Había bastante de verdad en lo que decía el joven. Al día siguiente del huerto aquel no quedarían más que las cenizas. Y sin embargo no podía volverle la espalda al lugar donde había tenido ocasión de probar los encantamientos de la Fuga por primera vez. Dándose cuenta apenas de que De Bono caminaba tras él sin hacer ruido —y completamente indiferente a ello—, continuó adelante.

A medida que se le fue haciendo más clara la escena que tenía delante, Cal se dio cuenta de que las tropas (palabra que resultaba demasiado halagadora; eran
chusma
) del Profeta estaban actuando no sin encontrar bastante resistencia. En distintos lugares alrededor del fuego se distinguían varias figuras enzarzadas en combates cuerpo a cuerpo. Pero los defensores del huerto eran presa fácil para los incendiarios, que consideraban aquella clase de barbaridades poco más que como un deporte. Habían entrado en la Fuga pertrechados con armas capaces de diezmar a los Videntes en cuestión de horas. Mientras Cal estaba observando todo aquello, vio que uno de les Videntes resultaba abatido por un disparo de pistola. Alguien acudió en ayuda del herido, pero también fue derribado. Los soldados se acercaron tanto a un cuerpo como al otro para comprobar que el trabajo estaba bien rematado. La primera de las víctimas no estaba muerta. Levantó una mano hacia su ejecutor, quien apuntó la pistola hacia la cabeza del hombre y disparó.

Todo el organismo de Cal se convulsionó a un tiempo, presa de un espasmo de náuseas, al percibir un fuerte olor de carne quemada mezclado con el humo. No pudo controlar la repulsión que sentía. Las rodillas se le doblaron y cayó al suelo, vomitando allí a pesar de tener el estómago vacío. En aquellos momentos su miseria parecía completa: la ropa húmeda se le pegaba, fría como el hielo, a la espina dorsal; notaba el sabor del estómago en la garganta; el huerto paradisíaco estaba ardiendo allí cerca. Los horrores que la Fuga le estaba mostrando eran tan profundos como elevadas habían sido una vez las visiones. Ya no podía caer más abajo.

—Vámonos, Cal. —De Bono le paso una mano por el hombro. Le puso delante a Cal un puñado de hierba recién arrancada—. Limpiate la cara —le dijo con suavidad—. Aquí no hay nada que hacer.

Cal se apretó la hierba contra la nariz, inhalando aquella fresca dulzura. Poco a poco la náusea se le fue pasando. Después se aventuró a mirar una vez más hacia el huerto en llamas. Tenía los ojos lacrimosos, razón por la que a primera vista no distinguió bien lo que le mostraban. Se los limpió con el revés de la mano al tiempo que sorbía por la nariz. Entonces volvió a mirar, y allí —moviéndose entre el humo, delante del fuego— vio a Lem.

Pronunció el nombre de aquel hombre.

—¿Quién? —le preguntó De Bono.

Cal ya se estaba poniendo en pie, a pesar de tener las piernas temblorosas.

—Allí —dijo Cal apuntando hacia Lo. El hortelano estaba agachado junto a uno de los cuerpos, con la mano extendida hacia el rostro del cadáver. ¿Estaría cerrándole los ojos al muerto y bendiciéndolo al mismo tiempo?

Cal tenía que hacer notar su presencia como fuera; tenía que hablar con aquel hombre, aunque sólo fuese para decirle que él también había presenciado los horrores que habían tenido lugar allí, y que no quedarían sin venganza. Se volvió hacia De Bono. El incendio, reflejado en los anteojos del equilibrista, le ocultaba los ojos, pero estaba claro por la disposición de las facciones que lo que había visto no lo había dejado indiferente.

—Quédate aquí —le ordenó Cal—. Yo tengo que ir a hablar con Lem.

—Estás loco, Mooney —dijo De Bono.

—Probablemente.

Echó a andar otra vez hacia el fuego llamando en voz alta a Lem. La chusma parecía haberse cansado de la cacería. Varios miembros de la partida habían vuelto a los coches; uno de ellos estaba orinando en el fuego; y otros, sencillamente, se entretenían contemplando la hoguera estupefactos a causa de la bebida y de la destrucción.

Lem había terminado con las bendiciones y ya se estaba alejando de los restos del que fuera su huerto. Cal volvió a llamarlo, pero el ruido de las llamas ahogó la voz. Empezó a acelerar el paso para alcanzarlo y en ese momento Lem lo divisó por el rabillo del ojo. Sin embargo, el hortelano no dio ninguna muestra de reconocimiento al ver a Cal. En lugar de eso, y alarmado por aquella figura que se le acercaba, se dio vuelta y echó a correr. De nuevo Cal lo llamó a gritos, y esta vez sí consiguió atraer la atención del hombre. Lem dejó de correr y miró hacia atrás, escudriñando entre el humo y las motas de carbonilla.

—¡Lem! ¡Soy yo! —le gritó Cal—. ¡Soy Mooney!

El severo rostro de Lo no fue capaz de esbozar una sonrisa, pero le abrió los brazos a Cal en señal de bienvenida; Cal cruzó los últimos metros que los separaban temiendo que en cualquier momento la cortina de humo los separase otra vez. Pero no fue así. Se abrazaron como hermanos.

—Oh, mi poeta —le saludó Lo con los ojos enrojecidos a causa tanto de las lágrimas como del humo—. Vaya un lugar para encontrarte.

—Te dije que no olvidaría —le indicó Cal—. ¿Verdad que te lo dije?

—Así fue, vive Dios.

—¿Y
por qué lo han hecho, Lem? ¿Por qué han quemado el huerto?

—No han sido ellos —repuso Lo—. He sido
yo
.

—¿Tú?

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